20
El propósito de la visita de Esther había sido, aparte de despotricar de todos y cada uno de los habitantes del valle, hacer saber a Juliette que ella organizaría la cena de la comunidad, como se hacía cada año en esas fechas. En la cocina se respiraba un aire festivo porque la cena de Esther iría acompañada de un baile y todos los vecinos se engalanarían.
Por más que Alice quisiera contagiarse de la alegría de los niños, de Juliette o incluso del mismo Gary, no lograba apartar de su mente el beso de Jackson ni acallar el imperioso deseo de aceptar su petición y vivir lo que parecía un cuento de hadas junto a un hombre como él rodeada de su familia. Así que allí estaba, oyendo los comentarios a medias, consciente de rozar la felicidad con la punta de los dedos pero sin poder aferrarse a ella. Pasaría la Navidad y poco después se marcharía, dejando atrás lo único hermoso que había tenido en su vida.
Echó un vistazo a Jackson, que también permanecía ajeno a la conversación. Apenas había tocado la cena y su ceño fruncido le indicaba que se sentía herido. Quiso alargar la mano, entrelazar los dedos con los suyos y confesarle que jamás le habían ofrecido nada tan hermoso, algo que nunca tendría. Deseaba hacerle entender que no era el recuerdo de Daniel lo que la alejaba de su lado, y menos aún él, sencillamente era ella.
Jackson alzó la mirada que había clavado en la mesa. El corazón de Alice se encogió al captar la tristeza de sus ojos; se alejaba de él para no herirlo y con su actitud no hacía más que lastimarlo. Permanecieron callados, en una frágil burbuja donde las palabras sobraban, aunque en realidad quería gritarle, rogarle que la retuviera con ellos, que nunca permitiera que volviera a la soledad, que la salvara de sus demonios. Quería regalarle todo lo que él le pidiera, incluso su corazón, aunque luego se lo rompiera si así lo deseaba.
—¿Alice?
La voz de Lindsay la devolvió a la conversación.
—¿Sí, cariño? —dijo parpadeando para ubicarse.
—Mañana vamos a la peluquería, ¿vendrás con nosotras?
—¿Estás insinuando que necesito un corte de pelo? —Se sorprendió al oírse hablar sin que la voz le temblara.
Lindsay enrojeció y carraspeó.
—Yo no quería decir eso, perdona si te he molestado.
Alice se acercó a la joven para darle un abrazo. Al menos cuando cobijaba en sus brazos a los niños tenía una parte de Jackson contra su cuerpo. ¿Cómo pudo abandonarlos Karla?
—Está bien, cielo, mañana toca sesión de peluquería.
Esa noche no consiguió dormir. Inquieta, abandonó la cama revuelta y fue al ventanal que daba a la terraza. La luna derramaba una luz fantasmal sobre las cumbres nevadas y las estrellas brillaban como cristales en el cielo de un azul profundo. Un halo de niebla difuminaba los contornos hasta conferir un aspecto misterioso al paisaje. En pocas semanas, aquel lugar se había convertido en un refugio donde se sentía segura, pero lo que lo hacía especial eran sus habitantes, sobre todo Jackson. Febril e incapaz de apartar de su recuerdo la mirada de Jackson, apoyó la frente en el cristal, agradeciendo el fresco contacto. Se había enamorado de él, de su presencia tranquila, su serena fuerza y sus gestos cálidos. Había sido de forma gradual, sin que se percatara.
Era un hombre de familia, una persona reservada, pero cuando sus miradas se encontraban, cuando sus manos se rozaban, en sus ojos verdes brillaba un fuego que la atraía irremediablemente. Presentía que su voluntad se resquebrajaba y rezó para encontrar la fuerza que le permitiera mantenerse firme, porque si cedía al encanto no se marcharía nunca, viviría una mentira con la que los engañaría a todos, empezando por sí misma.
Sintió un vacío tan grande en su interior que temió quebrarse hasta convertirse en polvo y sospechaba que así sería para el resto de su vida. Rompió a llorar por todos los sueños rotos y por todos los seres queridos que había ido perdiendo sin que ella pudiera hacer nada para evitarlo, como su madre y su hermana. Se abrazó con la espalda encorvada y dejó que los sollozos la sacudieran. Se estaba ahogando, el miedo a estar condenada a vivir con el recuerdo de la muerte de Edward la aterraba. Viviría el resto de su vida agobiada por el miedo, mirando por encima de su hombro por si aparecía alguien que la señalara con el dedo o por si un policía le ponía unas esposas. Con el paso del tiempo nadie creería que había sido un accidente, solo verían en ella a la hija de un alcohólico, a una asesina que había ocultado su delito adueñándose de la identidad de su hermana. Nadie recordaría que Edward había sido un hombre abyecto que no habría dudado en forzarla.
De repente se sintió acorralada por imágenes que la devolvían a su habitación en Nueva York. Miró a su alrededor con los ojos empañados por las lágrimas, y en un arrebato lanzó al aire un jarrón, cuyos fragmentos quedaron esparcidos por el suelo. El arranque de ira no se apaciguó. Sus ojos iban despavoridos de un lado a otro, como los de un animal enjaulado. Pasó el brazo por encima de la cómoda derribando todo cuanto había en la superficie, pero tampoco eso alivió la marea de frustración, dolor y rabia. Volcó una butaca con una fuerza inusual, azuzada por sus emociones. Siguió con las mesillas, los almohadones y las sábanas, que acabaron derramadas como un charco de algodón blanco sobre los desperdicios del suelo. Permaneció unos segundos quieta hasta que las paredes le parecieron las de una celda, la que ella misma se había creado para protegerse, pero que también impedían que los demás entraran en su diminuto e imperfecto mundo poblado de pesadillas.
Asustada y sudorosa, abrió la puerta que daba a la terraza y dejó que el aire glacial la envolviera. Siguió llorando tapándose el rostro con las manos. Estaba agotada de huir de su pasado, y ahora que había conocido a un hombre al que le habría abierto las puertas de su alma, este no la veía a ella, sino a Alice. La sombra de su hermana se estaba haciendo cada vez más sofocante e impedía que Paige, la niña a quien arrebataron de su hogar, fuera amada.
No se sobresaltó cuando unos brazos la rodearon y, sin esconder las lágrimas, se dio la vuelta para abrazar el cuerpo que reconoció enseguida y al que necesitaba aferrarse para no romperse en mil pedazos. Lloró entre sollozos silenciosos por todos los años que había pasado junto a un padre alcohólico soñando algo que nunca había llegado, por el hombre que le entregaba su corazón sin saber que ella no se lo merecía y por la familia que deseaba amar y proteger. La familia que perdería sin que hubiese llegado a ser suya.
—Estoy tan cansada —susurró contra su cuello—, cansada de esos recuerdos que quisiera olvidar, de mis errores, de mí misma… Estoy cansada de huir…
El llanto se convirtió en un dolor físico que la dejó sin fuerzas. Necesitaba gritar, pero nada salía de su boca contraída: el hábito de llorar en silencio seguía condicionándola, tan anclado en ella que no sabía gritar. Sin embargo, esos sollozos silenciosos la estaban lacerando por dentro.
Jackson la dejó llorar sin pronunciar una palabra, apoyó la mejilla en su pelo suave y esperó, sintiendo cada sollozo como una bofetada. Verla tan descompuesta le partía el corazón, porque en el fondo había esperado y deseado ese momento sin pensar en el calvario que eso supondría para Alice. Ciñó su abrazo y cerró los ojos en un ruego silencioso por que lograra superar lo que la estaba desgarrando por dentro.
No supo cuánto tiempo estuvieron abrazados a la intemperie; se limitó a permanecer allí, quieto y en silencio, hasta que los sollozos de Alice fueron remitiendo. Cuando vio que se había calmado, la alzó en sus brazos y la llevó como a una niña hasta su habitación, la sentó en el filo del colchón y la arropó con una manta para que entrara en calor.
Se la veía tan abatida que se asustó. Le apartó el pelo del rostro congestionado por el llanto y le besó la frente, con el corazón en un puño al verla tan desconsolada. Aun así le pareció una mujer bellísima, cuyos rasgos delicados escondían una fortaleza que tal vez le permitiría sobrellevar la aflicción que la atormentaba. Sus ojos, subyugantes, le hablaban de noches solitarias e ilusiones rotas. Precisaba cuidar de ella, devolverle el brillo de la esperanza en el futuro.
Cuando Karla se marchó, Jackson se sintió azotado por el sentimiento de fracaso, pero saber que nunca tendría a Alice le resultaba mil veces más angustioso. Arrodillado frente a ella, tuvo la certeza de que nunca volvería a sentir nada tan intenso como lo que esa mujer despertaba en él. La tendría el tiempo que ella deseara y se quedaría a su lado mientras lo necesitara. Estaba tan perdidamente enamorado que se conformaría con esas migajas, aunque eso implicara pasar el resto de sus días añorándola.
—Lo siento —dijo Alice, fijándose en que Jackson todavía llevaba la misma ropa que había lucido durante la cena. Dedujo que él tampoco había dormido. Sus ojos recorrieron la estancia y la vergüenza la embargó—. Lo siento —repitió en un susurro—. No sé cómo podré mirar a Juliette después de haber destrozado sus cosas.
Jackson le frotó las manos entre las suyas y contó hasta diez antes de hablar, en un intento de controlar las emociones que lo agitaban como un ciclón.
—No pasa nada. Lo importante es que te sientas mejor. ¿Sigues teniendo frío?
Alice asintió, aferrándose a las manos templadas de Jackson. Era doloroso saber que él sentía algo por ella; habría preferido su compasión, pero sus ojos verdes le decían tantas cosas que añoraba oír que rompió a llorar de nuevo.
Él se sentó a su lado y enseguida la tuvo sobre el regazo. La envolvió con cuidado con la manta y la dejó desahogarse. Él sería su apoyo, su ancla para que el dolor no se la llevara.
—No puedo dejar de llorar —se quejó Alice entre sollozos—. Querías que llorara y ahora no puedo parar. Tú tienes la culpa…
—Y aquí estoy para consolarte —contestó llanamente.
—¿Qué voy a hacer cuando no estés conmigo? —preguntó más para sí misma que para él, sin darse cuenta de que estaba hablando en voz alta.
Una sonrisa teñida de ternura y tristeza se dibujó en los labios de Jackson, que apoyó la mejilla en la coronilla de Alice.
—Siempre que me necesites, estaré a tu lado.
Alice se echó atrás y le acarició la mejilla, sin molestarse en secarse las mejillas húmedas de lágrimas.
—Eres un hombre maravilloso. Tu ex mujer fue una inconsciente al dejarte. —Recordó lo que Gary le había contado acerca de Karla y las palabras que en su momento le había dicho Daniel, quien había querido limar las asperezas y el resentimiento que mantuvieron separados a los dos primos. Además, ella era la menos indicada para juzgar a nadie—. Sé que entre Daniel y tú pasó algo… —Advirtió que Jackson se ponía tenso y siguió precipitadamente—. Él estaba muy arrepentido y al venir aquí esperaba que lo perdonaras… Quería demostrar que había cambiado. Ya no era el joven que se marchó del rancho jurando no volver nunca más, echaba de menos a su familia…
Jackson cerró los ojos y asintió. ¿Qué más daba ya? Daniel no estaba, y para ser sincero consigo mismo, no había echado de menos las constantes discusiones con Karla. La traición de su primo no había hecho más que precipitar lo inevitable. Con todo, había añorado la complicidad que habían compartido cuando eran niños. Agradeció las palabras de Alice con una sonrisa y apoyó la frente contra la suya.
—Ya da igual, hace mucho que decidí dejar atrás el pasado.
—No me extraña viniendo de ti… —Se perdió en su abrazo, sintiendo que su cuerpo se relajaba. No quería quedarse sola, temía verse rodeada de sombras amenazantes, de recuerdos que se colaban en sus sueños—. ¿Puedo pedirte un favor?
—Lo que quieras.
—Quédate conmigo hasta que me duerma.
Jackson le acarició el pelo.
—¿Confías en mí?
—Con los ojos cerrados.
Él arqueó las cejas.
—Pues no deberías, podría ser el malo y aprovecharme de las mujeres desvalidas que se fían de mi aspecto de hombre honrado.
Alice meneó la cabeza con apenas un suspiro de risa trémula.
—He conocido a unos cuantos hombres malos y te aseguro que no das la talla.
Jackson se quedó hasta que ella se durmió, agotada por las emociones, y cuando oyó que su respiración se hacía más pausada la tumbó en la cama y la arropó con delicadeza. Observándola a la tenue luz de la luna, sintió una profunda debilidad y reprimió el deseo de besar esos labios entreabiertos. Incapaz de resistirse, le pasó la yema del índice por el nacimiento del pelo para apartárselo del rostro, siguió su caricia hasta la mandíbula y bajó hasta el cuello. Ella descansaba serena y confiada, y ni se inmutó. Jackson se atrevió a seguir la caricia por el cuello hasta el hueco de la clavícula descubierta. De pronto notó una imperfección, el rastro de una cicatriz. Encendió la luz de la mesilla y se acercó un poco más para asegurarse. Allí estaba lo que su dedo había rozado: una marca apenas visible a la débil luz de la estancia, una antigua cicatriz muy diferente a las que recorrían la mano que descansaba sobre la almohada, cerca de la cabeza. Intentó hacer memoria y no logró recordar que hubiera visto esa marca el día de la boda. Aunque el vestido no era muy escotado, habría jurado que dejaba parte de la clavícula a la vista. Las dudas le confundían, ya no estaba seguro de nada.
—¿Por qué nada es sencillo contigo? —susurró tapándola con la manta hasta la barbilla.
Salió en silencio, dispuesto a ir por una bolsa de basura, y se encontró con su tía, que lo observaba con aire de inquietud.
—¿Qué ha pasado? —inquirió Juliette en un susurro—. No sabía qué hacer, te oía hablar con ella y no me atrevía a entrar.
Gary se unió a ellos rascándose la coronilla.
—Esto de hacer limpieza de medianoche es nuevo. —Las miradas preocupadas de su hija y su nieto lo alertaron—. ¿Cómo está Alice?
Jackson palmeó el hombro de su abuelo para tranquilizarlo.
—Ha estallado, pero ahora duerme tranquila. Por favor, mañana no comentéis el asunto, está muy avergonzada. Todos sabíamos que tarde o temprano ocurriría algo así. Ahora seguramente se sentirá más tranquila, pero de todas formas deberíamos vigilarla.
Entraron en la alcoba y recogieron el estropicio en silencio, lanzando a Alice miradas de reojo para asegurarse de no despertarla. Una hora después Jackson se deslizó hasta su dormitorio y se desvistió, con el recuerdo de la Alice que había conocido en Vancouver en la mente. Sin embargo, cuando se metió entre las sábanas, fue la mujer que dormía a pocos metros la que le impidió descansar, la misma que se le había colado en el corazón.