37
Jackson llevaba dos semanas sin saber nada de ella. Desde aquella tarde tan llena de las respuestas que tanto había deseado oír y que lo habían dejado derrotado, Alice había desaparecido sin dejar rastro. La única pista era que se había presentado en el despacho de Marc, después de eso nadie sabía adónde se había dirigido. Era como si la tierra se la hubiese tragado.
Sentado en la pequeña oficina cerca de las cuadras, Jackson contemplaba el vacío, incapaz de centrarse en nada. Llevaba más de una hora intentando leer los documentos que ocupaban la mesa sin encontrar sentido a las palabras que se alineaban frente a sus ojos cansados. Sus pensamientos iban y venían, siempre enfocados en ella, en su rostro lívido, su mirada implorante. Él no había sabido reaccionar, la había echado sin contemplaciones y sin pararse a pensar en lo que significaría perderla. Aquella noche había dicho al resto de la casa que Alice no se encontraba bien y que deseaba descansar. No había dado más explicaciones y todos permanecieron en silencio durante la cena, conscientes de que algo había sucedido. Incluso los niños se mostraron taciturnos. Pero eso no fue nada comparado con el aluvión de preguntas cuando constataron que Alice había abandonado el rancho. Jackson no tuvo ni un minuto de tranquilidad hasta que por fin admitió que ella no volvería.
Desde entonces, el ambiente alegre que había colmado la casa se había esfumado y todos deambulaban entristecidos, sobre todo los pequeños. Por su parte, Gary apenas salía de su habitación. El anciano llegó a acusarlo de haber sido el responsable de su partida. Era cierto, él la había apartado de su lado en un momento de tensión, la había borrado de su vida de un plumazo, dejándose llevar por el primer impulso.
Con un suspiro de agotamiento se restregó las manos por el rostro; le costaba conciliar el sueño y solo se dormía de madrugada, rendido, cuando el despertador estaba a punto de sonar. Se levantaba como un sonámbulo y el resto del día se limitaba a arrastrarse por el rancho, aguantando a base de cafés. Necesitaba saber de ella, pero su orgullo le impedía acudir a Marc y preguntarle si sabía algo sobre su paradero. Al cabo de una semana de incertidumbre la había llamado al móvil, sin obtener respuesta.
¿Dónde demonios estaba escondida? ¿Acaso temía que la delatara al sheriff?
Seguían sin saber nada sobre la identidad de Dash. Algunos vecinos del pueblo creyeron reconocerlo, pero por suerte lo recordaban más bien como un hombre que había estado merodeando por las calles. La única que recordó algo más fue Kay, pero en lugar de acudir al sheriff fue a ver a Jackson para hacerle saber que el hombre de la foto del periódico era el que había estado preguntando por Alice.
Lo que más le preocupaba era lo último que ella le había confesado: que un hombre la había seguido, supuestamente el asesino de Dash. Saber que alguien podía estar acechándola le producía escalofríos.
Se maldijo una vez más por la precipitada decisión que había tomado, todo le resultaba confuso. Ya no sabía si veía en sus recuerdos a Alice o a Paige, lo que sí estaba claro era que seguía amándola, y eso lo torturaba aún más. Amaba a una mujer que se le escapaba de las manos, y no solo en sentido figurado.
Unos golpes en la puerta lo sacaron de sus cavilaciones.
—Adelante…
Un hombre de unos treinta años se adentró con las manos metidas en los bolsillos de los pantalones y los hombros encorvados. Jackson recordó que llevaba unos días entrevistando a gente para trabajar en el rancho. Con un gesto de la mano lo invitó a sentarse, deseando acabar con las entrevistas y meterse de lleno en algo más físico que lo agotara. Sentado en el despacho disponía de demasiado tiempo para recordar.
—Bien, siéntate y cuéntame algo de ti.
El hombre tomó asiento y entrelazó los dedos sobre su regazo.
—Me llamo Eddie Mason y estoy buscando empleo. No tengo experiencia con animales, pero aprendo rápido y el trabajo duro no me asusta.
—No eres de por aquí.
—No, vengo del este. Donde vivía antes no me iba muy bien, así que decidí buscar suerte en otro lugar. Ya sabe: año nuevo, vida nueva… Desde entonces llevo viajando de un lado a otro buscando un sitio donde empezar de nuevo.
Jackson estudió el rostro enjuto del hombre. Llevaba el pelo algo desgreñado, pero se le veía limpio y las manos no eran las de un hombre de oficina. Se fijó en la mirada y encontró resignación, como si estuviese acostumbrado a recibir negativas. No le importaba el pasado de sus empleados siempre que cumplieran con su trabajo sin buscar problemas.
—¿Sabes montar a caballo?
Su interlocutor se encogió de hombros.
—No…, pero puedo aprender.
Jackson se fijó en el aspecto algo raído del chaquetón, en los vaqueros descoloridos y las deportivas desgastadas. Aquel hombre presentaba el aspecto de alguien que había recorrido un largo camino. Alguien que necesitaba que creyeran en él, que no juzgaran esos errores pasados. De repente deseó acabar cuanto antes y salir de allí.
—Estarás un mes a prueba; si cumples con tu trabajo, ampliaremos el contrato. Aquí no damos alojamiento a los peones, pero puedes ir a la pensión de Rosalin, que es limpia y no resulta cara. El capataz se encargará de darte lo que necesitas y te informará acerca de lo que puedes hacer, el horario y todo lo demás.
El desconocido se levantó con aire sorprendido.
—¿Ya está? Estoy contratado. ¿No quiere saber más de mí?
Jackson estuvo a punto de soltar una carcajada colmada de ironía y amargura.
—No me importa quién fuiste antes de llegar aquí, solo lo que serás en adelante. Haz tu trabajo y no habrá problemas, pero si me das el más mínimo quebradero de cabeza, te largarás de aquí. Otra cosa más, ningún empleado puede ir a la casa; si tienes algo que comentarme y no me encuentras, díselo al capataz.
—Entendido —contestó Eddie.
Una vez solo, Jackson sacó de un cajón de su mesa un pequeño estuche de terciopelo, lo abrió y acarició con la yema del índice los pendientes que le había regalado a Alice y que ella había dejado sobre la mesita de noche, sin una nota siquiera, sin explicaciones, como punto final de su caótica relación. Era un hipócrita, con ella no había aplicado su lema, con ella sí que había importado el pasado. Y ahora se lamentaba de haber sido tan impulsivo, todo su ser le gritaba que la buscara.
Cerró el estuche con un chasquido seco y lo guardó de nuevo en el cajón. Con mano firme llamó a Marc, decidido a averiguar lo que fuera. La voz del abogado le llegó al segundo timbrazo.
—Hola, Jackson…
—Vaya, ¿eres adivino?
—Mi don de la clarividencia se llama identificador de llamada. Algo muy cómodo en mi profesión.
—Y de esa manera filtras las llamadas. Muy conveniente.
La risa de Marc lo tranquilizó.
—Cierto. ¿En qué puedo ayudarte?
Jackson titubeó un instante.
—¿Sabes algo de Alice?
Se hizo un silencio que abrumó a Jackson.
—No sé dónde está —empezó Marc—. Como te dije, vino a mi despacho hace dos semanas y me avisó de que se marchaba. No puedo decirte mucho más, es mi cliente.
—No te pido que me cuentes nada que no debas, solo quiero saber si se encuentra bien. No hemos tenido noticias de ella desde que se marchó. Estamos preocupados.
Hubo otro silencio y Jackson suspiró, cansado.
—Por favor, Marc, dime algo.
—Está bien —capituló el abogado—, pero ten en cuenta que me la juego. Hace unos días recibí un poder notarial de una oficina de Chicago con directrices muy concretas: Alice quiere vender todas las propiedades y bienes que ha heredado, desde el fondo de inversión hasta las acciones, pasando por la lancha, el punto de amarre, el apartamento de Nantucket y la casa de su padrastro en Vancouver. Todo, menos la parte que corresponde al rancho. Como aseguró desde un principio, no lo quiere. Tengo órdenes de ponerlo a nombre de Juliette. En unos días iré a ver a tu tía con los documentos para que los firme.
La rabia brotó de repente: lo vendía todo y lo mantenía al margen de su vida, sin duda para empezar como una viuda rica en algún sitio soleado. Una vez más se sintió como un completo idiota. Al menos no había tocado nada del rancho. Sintió el aguijón del orgullo.
—Bien, es todo lo que necesito saber. Gracias por la información.
—Jackson, no es mi intención meterme donde no me llaman, pero el día que vino a verme tenía muy mal aspecto. ¿Qué ha pasado?
—Nada —respondió lacónicamente, ahogando la cólera que hervía en su interior.
Salió dando un portazo dejando a su capataz con la palabra en la boca, se dirigió a las cuadras y ensilló su caballo. Necesitaba desahogarse, dar rienda suelta a su frustración. No entendía cómo podía amar y odiar a una persona, pero en ese momento no tenía muy claro qué haría si se la encontrara. ¿La besaría y la zarandearía al mismo tiempo?
Azuzó su montura y cabalgando sin rumbo fijo dejó que el viento le azotara la cara. El rostro de Alice lo atormentaba; imágenes de las dos noches que habían pasado juntos regresaban aumentando su confusión. Ya no sabía quién era ella: un rostro misterioso, unos ojos insondables, una boca irresistible y una personalidad arrolladora que le había robado la cordura.
«Dios, cómo te odio, y cuánto te amo», se repetía una y otra vez.