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Volver a Nueva York con Tessa supuso para Alice toda una aventura. Nada más llegar, Michelle las acompañó al piso donde iban a vivir, en un edificio de ladrillo de tres plantas de finales del siglo XIX que daba a una calle flanqueada de árboles, desnudos en esa época del año. Cinco escalones conducían a una puerta pintada de verde oscuro adornada con una vidriera que representaba un ángel alado, que a Alice le pareció un buen presagio.
Subieron hasta el segundo piso por la estrecha escalera de madera, cuyos peldaños crujían con cada paso. Ni Tessa ni Alice hablaron, las dos estaban emocionadas y esperaban expectantes el momento de ver su hogar. Frente a la puerta del piso, Michelle sacó las llaves y se las tendió a Alice.
—Te toca hacer los honores.
La mano de Alice tembló cuando giró la llave y retuvo el aliento al tiempo que empujaba.
El pequeño apartamento era el lugar perfecto para volver a empezar; los colores y las tapicerías eran hogareños, así como los muebles antiguos pero bien conservados. Olía a detergente y a cera para madera, y un tímido rayo de sol arrojaba una luz apagada sobre las paredes blancas del salón. Se pasearon por las dos habitaciones; la de Tessa daba a un patio trasero donde una mesa y cuatro sillas de hierro forjado esperaban la primavera para disfrutar del sol.
—El patio es comunitario, de modo que podréis disfrutarlo —le informó Michelle.
Tessa se sentó en su cama sonriendo.
—Me guzta.
Alice la miró con el alma en vilo.
—¿De verdad?
Su mirada recorrió las paredes azul cielo e imaginó unos cuadros; el cabecero de madera de pino era sencillo, pero con unos pocos peluches se podía alegrar un poco, y en la mesilla pondría una lamparita divertida que iluminara la estancia con una luz suave. En la pared opuesta a la cama, un armario con espejos en las puertas esperaba las escasas pertenencias de la niña.
—¿De verdad que te gusta? —insistió Alice.
—Zí, mucho.
Aquellas sencillas palabras bastaron para que se tranquilizara. Apenas si había prestado atención a su propio dormitorio, pues lo único que importaba era que Tessa se sintiera bien.
—Tienes un colegio muy cerca —le explicó Michelle—. Me han dicho que tiene un buen programa de estudios y está muy cerca del centro de Prados Verdes, a unas tres manzanas. Ni siquiera necesitarás el coche.
Alice volvió al salón, donde un mostrador de granito que hacía las veces de mesa de comedor daba a la diminuta cocina, más que suficiente para ella y Tessa. Echó un vistazo al cuarto de baño alicatado con azulejos blancos. Le encantó la vieja bañera con patas y el lavabo blanco de porcelana. No le importó el desconchado que vio en un lateral del espejo ni que la diminuta ventana apenas dejara entrar luz natural. Era su hogar, el hogar de Tessa. Juntas lo convertirían en algo especial.
¿Cuántas veces había empezado de cero? Tantas que ya ni las recordaba. Cada desengaño, cada fracaso la había empujado a huir sin pensar con detenimiento en lo que fallaba en su vida. ¿Y ahora? En ese momento tenía que velar por otra persona y lucharía contra viento y marea para crear un hogar para su familia. La que formaban Tessa y ella.
El proceso de adopción acababa de empezar y había topado con un sinfín de obstáculos, hasta el punto de que sin la ayuda de Michelle ella no habría podido llevarse a Tessa a Nueva York. Quedaba mucho por hacer, pero tenía la certeza de que todo saldría bien y la niña acabaría siendo su hija legalmente. Sin demora, desde el primer día, la había presentado como tal, y la pequeña la llamaba mamá cada cinco minutos, como si con ello se convenciera de que era realidad.
Dedicaron la primera tarde a visitar la ciudad cogidas de la mano. Los ojos de Tessa abarcaban cuanto podían, deslumbrada, incluso asombrada por el bullicio de la ciudad. Alice, al contrario, habría preferido estar en otro lugar menos ruidoso, menos saturado. En el fondo sabía dónde le habría gustado estar, pero de inmediato alejó este deseo de su mente.
Como remate a un día ajetreado fueron al Dylan’s Candy Bar, donde probaron un sinfín de chucherías. A pesar de la felicidad que sentía, Alice no conseguía apartar de su mente a los hijos de Jackson. Se imaginaba a Ron zambulléndose en una orgía de dulces hasta el empacho. Megan, mucho más selectiva, elegiría de uno en uno los que más le llamaran la atención, y Lindsay se haría la dura, aunque también probaría algunos con esa sonrisa tímida que la hacía irresistible.
Volvieron agotadas al piso con las nuevas pertenencias de Tessa, que esbozaba una sonrisa resplandeciente. Al día siguiente asistirían a la inauguración y después acudirían a una cena seguida de un baile en uno de los salones del Ritz Carlton, frente a Central Park. Alice esperaba que la excusa de cuidar a Tessa le permitiera escabullirse temprano. Temía el encuentro con Jackson; la horrorizaba encontrarse con él y que le negara el saludo o la tratara con frialdad. A pesar de lo que le había prometido a Michelle, no tenía muy claro que pudiera mantener una conversación educada con él.
—¿Te ha gustado el paseo de hoy? —le preguntó a la niña, que en ese momento jugaba en la bañera.
—Zí, ezta ciudad me guzta mucho.
Alice se rio, encantada por el ceceo de Tessa.
—Tú sí que me gustas —le dijo, dándole un beso en la frente.
Después de una cena ligera, la acostó y Alice se quedó sentada en la penumbra del salón, con la vista clavada en la calle desierta. El viento arremolinaba las hojas negruzcas y una farola titilaba débilmente. El eco lejano del tráfico era como un latido distante, ajeno a la soledad que la rodeaba en el piso. Echaba de menos el rancho, la casa llena de voces, las sonrisas de los niños, las bromas de Gary o la presencia serena de Juliette. No quiso evocar el recuerdo de Jackson, bloqueó la mente a cualquier momento relacionado con él. Impaciente, se sacudió la nostalgia: estaba en Nueva York, un lugar que no le resultaba fácil. Demasiados recuerdos le impedían dormir, algunos que habría preferido olvidar, como su vida junto a Dash o la muerte de Edward. Por no mencionar que Jackson estaría en esa misma ciudad, o al menos estaría a punto de llegar. En el último mes no habían estado tan cerca el uno del otro.
También era necesario hablar con Marc, con quien esperaba reunirse unos minutos para hacerle saber sus intenciones. Con aquello lo dejaría todo zanjado y devolvería lo que jamás fue suyo. Tal vez con ese último gesto encontrara algo de paz.
A la mañana siguiente visitaron la nueva sede de la institución, que ocupaba toda la planta baja de un edificio nuevo y dejó maravillada a Alice. Jemisson Howard, un constructor cuyos orígenes provenían de la calle, conoció a Michelle en uno de sus viajes a Canadá y quedó tan impresionado por su labor que se involucró con el proyecto de inmediato, donando el espacio necesario para que Prados Verdes se convirtiera en un hogar para niños sin familia.
Nada más entrar, Alice soltó una exclamación de admiración frente a las coloridas paredes y los muebles alegres a una escala pensada para los pequeños. Los dormitorios eran luminosos y las estancias comunes amplias, con multitud de juguetes, libros y material didáctico. Todo olía a nuevo y en el ambiente se respiraban las esperanzas de los niños que saldrían de las calles. Mientras estudiaba todo aquello, Alice se sintió orgullosa al recordar que el importe de la venta de la casa de Christian iría a parar a Prados Verdes y ayudaría a más niños; ya no era solo cuestión de cumplir el sueño de su hermana, lo hacía por sí misma.
Se reunieron con los colaboradores y voluntarios, todos ellos seleccionados por Michelle. Desde luego, ella era el alma de Prados Verdes, pero en Nueva York Alice sería responsable de todo, de los adultos y también de los niños. Y eso la abrumaba.
—Alice, te presento a Andrew Boneti, un juez de menores jubilado que te ayudará a solventar cualquier duda.
Junto a Michelle un hombre de unos cincuenta años le tendió una mano. Le pareció muy joven para estar jubilado. Como si le hubiese leído el pensamiento, explicó que había sufrido un infarto y que su mujer le había exigido que dejara de trabajar catorce horas al día.
Enseguida le cayó bien a Alice, era altísimo y lucía sin complejo una abultada barriga que el chaleco apenas disimulaba. Su rostro era severo, pero cuando sonreía sus ojos casi desaparecían, lo que le daba un aire cómico.
—Me siento mucho más tranquila sabiendo que le tendré a mi lado —le aseguró Alice con una sonrisa.
—Cuando Michelle me llamó hace más o menos un mes para proponerme colaborar en Prados Verdes, tiré mis palos de golf y le compré a mi mujer un collar que me costó un riñón para que no empezara a protestar.
Alice se rio.
—¿Funcionó?
—No mucho, pero cuando le dije que era para una buena causa y que comería y cenaría todos los días con ella, me dejó en paz.
Sin soltarse de la mano de Tessa, recorrió por última vez el centro. Se sentía inquieta, sometida a una extraña mezcla de sentimientos que iban de la esperanza al pánico más aterrador. Abrazó a la niña con fuerza; necesitaba sentir su calor, serenarse con su presencia. Los nervios empezaban a hacer mella en su fortaleza. En unas horas se encontraría con Jackson.
—Ez bonito, ¿verdad? —le preguntó la niña.
Alice la asió con más fuerza.
—Casi tanto como tú.
La niña se rio y rodeó el cuello de Alice con sus brazos en torno. Tessa era su futuro y le contagiaba su ilusión.
Tras un almuerzo rápido y una siesta, se vistieron para asistir a la ceremonia de inauguración. Alice estaba tan nerviosa que apenas si atinaba a abrochar los botones del vestido de Tessa. Por suerte Michelle llegó y la ayudó.
—No te preocupes por todos esos ricachones; son personas y, como decía mi abuela, tienen las mismas necesidades que nosotros: comen, duermen, van al baño y eructan. Así de simple. No te dejes impresionar.
Alice sonrió, guardándose de aclarar que su inquietud no era por el alcalde ni por los periodistas; era una mentirosa nata y sabría salir de los atolladeros. Pero Jackson… eso era lo que la agitaba.
A las cinco en punto se presentaron frente al edificio con todos los medios de comunicación invitados. Los flashes se disparaban continuamente y todos querían una foto junto al alcalde. Todos menos Alice, que se mantenía al margen, una estrategia que había sido su salvavidas durante décadas y que muchos interpretaron como discreción o timidez. Sus ojos no paraban de buscar a Jackson, pero este no aparecía.
Logró vislumbrar a Marc, pero apenas si consiguió unos minutos para saludarlo y presentarle a Tessa. El abogado la estudió unos segundos con una clara curiosidad mal reprimida, pero era demasiado educado para incomodarla con preguntas indiscretas. Alice no quiso dar explicaciones, esos tiempos habían llegado a su fin. Tampoco le preguntó por Jackson, y Marc no le comentó si iba a presentarse.
Tras cortar la cinta inaugural, se celebró una rueda de prensa dirigida por Michelle con tanta soltura que Alice no pudo por menos de admirar su temple. Durante las preguntas, que se sucedieron hasta el agotamiento, Tessa mantuvo el tipo, consciente de la importancia del acontecimiento. La única muestra de cansancio de la niña fue que su ceceo se acentuó ligeramente. Se acercó a Alice para preguntarle:
—¿De verdad podré aziztir al baile?
—Sí, pero en cuanto llegue la hora de ir a la cama, te despedirás y a dormir. ¿De acuerdo?
—Zí, mamá.
No muy lejos, al final del salón de actos, Jackson la observaba sin parpadear. Había llegado tarde a la ceremonia porque hasta el último momento estuvo dudando sobre la conveniencia de acudir y al final perdió el vuelo. De un humor de perros por haber sido tan estúpido, tuvo que tomar el siguiente. Precisaba zanjar algunos asuntos con Alice, lo quisiera ella o no.
Sus ojos la habían buscado nada más entrar en el salón de actos, y su elevada estatura le permitió encontrarla de inmediato. Verla fue lo más parecido a recibir un puñetazo en el estómago, las emociones reprimidas afloraron en oleadas que le aturdían. Le hormigueaban las manos y el corazón le latía con tanta fuerza que sentía el eco en sus oídos. Esperó en vano que sus miradas se encontraran, pero la niña que estaba con Alice parecía captar toda su atención. Por otra parte, ella contestaba con voz suave cuando le preguntaban algo relacionado con su labor en Prados Verdes y se centraba de nuevo en la pequeña con la misma dedicación que había prestado a Ron, Megan y Lindsay. ¿De dónde había salido aquella niña? ¿Dónde la habría escondido Alice el tiempo que había pasado con ellos? Las preguntas rebotaban una y otra vez en su cabeza. Esa niña era la prueba de que en realidad nunca la había conocido. Ya no sabía distinguir lo que había sentido por la mujer de Vancouver y por la que había amado hasta ofrecerle en bandeja su vida. Las dos identidades se fundían peligrosamente y a cada minuto que pasaba allí, espiándola como lo haría un mendigo hambriento frente a un festín, su intención de mantenerse lejos de ella se esfumaba.
«Maldita seas, me volverás loco».
Se sentía irritado hasta lo insoportable por encontrarse allí, pero en esa ocasión no podía culpar a nadie, él mismo se había puesto la soga al cuello por ser un idiota orgulloso. ¿Es que nunca aprendería?
Alguien le tocó el brazo, arrancándolo de sus meditaciones cada vez más sombrías. Marc lo saludó con un gesto de la cabeza.
—Has llegado tarde.
—Un contratiempo de última hora me impidió coger el avión y tuve que esperar al siguiente —mintió. Enseguida acercó la cabeza al abogado—. ¿Has podido hablar con ella?
No era necesario preguntar de quién hablaba.
—Solo unos minutos, pero me ha pedido que nos reunamos en algún momento de esta velada. Quiere comentarme algo, no sé más.
Jackson asintió sin perder de vista la mesa que presidía el salón. Alice estaba hablando con la niña y sonreía. Se moría por acercarse y abrazarla, besarla hasta borrar las casi cinco semanas que habían pasado separados, incluso olvidar el último día en el rancho, esa desafortunada conversación llena de revelaciones que le nublaron el raciocinio. Deseaba volver a soñar que Alice era la mujer de su vida, sin hacer preguntas.
—¿Te ha dicho quién es la niña?
—Me la ha presentado como su hija y la pequeña la llama mamá. Míralas, no hay duda de que se quieren.
No era necesario pedirle a Jackson que mirara a Alice, porque no conseguía apartar la mirada de su rostro, como un acosador obsesionado. Y hasta cierto punto se sentía como tal.
—¿Al final no has traído a Jenny? —preguntó Marc con un deje de burla en la voz.
—Recobré la sensatez nada más descolgar el teléfono —contestó sucintamente Jackson.
—Me alegro. Bastante obsesionada está contigo para que encima le des alas.
Jackson no se molestó en contestar, más interesado en la niña y en Alice.
—¿Dónde estaba metida esa niña el tiempo que Alice estuvo en el rancho? —musitó más para sí mismo que para el abogado.
—Tal vez con su padre —se aventuró Marc, consciente del estado de trance en el que estaba sumido su amigo.
Las conversaciones que se desarrollaban a su alrededor le llegaban como un molesto zumbido que arañaba la débil capa de autocontrol. Se centró en la niña y pensó que era preciosa, como su madre. Salida de la nada, como su madre. Se pasó la palma de la mano por la frente, sudaba a mares.
—Daría lo que fuera por un analgésico. Me va a estallar la cabeza.
Marc carraspeó y soltó sin mirarlo:
—Eso tiene que ser por la emoción, estás hecho un manojo de nervios.
Jackson emitió un gruñido.
—Gracias por tranquilizarme.
—Soy tu abogado y tu amigo, y ahora mismo te patearía el trasero. Si tenías asuntos pendientes con Alice, deberías haber venido a hablar con ella mucho antes.
—Ya lo sé —masculló—. No hace falta que hurgues en la herida.
La echaba de menos, quería perderse en sus ojos insondables, oír su risa, sentir sus caricias, y en lugar de todo eso tenía que conformarse con espiarla de lejos.
—Señores y señoras, les doy la bienvenida y les agradezco el interés —dijo Michelle—. Ahora realizaremos una visita a las instalaciones y a las ocho volveremos a reunirnos para bailar y brindar por Prados Verdes.
Jackson no perdió de vista a Alice cuando ella se alejó con la niña a su lado, al tiempo que hablaba con un periodista. Desde el otro extremo del salón envidió la sonrisa que ella le dedicó al despedirse, ya en la puerta. Esa sonrisa debería haber sido para él.
—Me voy al hotel —masculló de repente.
—¿No vas a visitar el centro después de haber viajado desde tan lejos? —Marc sonreía con segundas intenciones. «Cobarde», le estaban diciendo sus ojos.
—Necesito tomar algo cuanto antes y echarme un rato. Llevo levantado desde las cuatro de la madrugada —contestó de mala manera—. No me pierdo gran cosa, es como un colegio. Además, me he dejado el móvil en la habitación y he de llamar a Rob…
—Como si tu capataz no supiera llevar el rancho él solito.
Sin contestar palabra, Jackson se dirigió muy erguido hasta la puerta de la calle, en dirección contraria a todos los demás que se apresuraban a visitar el resto de las instalaciones. Necesitaba serenarse antes de hablar con ella.