Rochefort: Memorias
51
La manga de seda entreverada de perlas le cubría la cicatriz.
Cualquier otro hombre, creo, le habría mirado el rostro, hábilmente realzado por los pigmentos, o la suave extensión de piel, cubierta solo por el más delicado de los linones, que asomaba entre la garganta y el canesú.
Leí en su pose ese ligero favor por el hombro izquierdo que cualquier maestro de esgrima exigiría que eliminara de su postura al instante.
Los grandes aposentos recubiertos de paneles oscuros de la hacienda de los Montargis se calentaban con una multitud de galanes, cortesanos y prelados; con las damas de la familia y las de los visitantes, todos apiñados entre los magníficos candelabros de pie cuyas velas se reflejaban en el satén y las joyas, en las golas y los sombreros. Bajo la fuerte cháchara escuché su voz con bastante claridad.
—Monsieur de Herault —dijo Dariole y extendió su mano desnuda.
Agradecí la caricia de sus dedos, aun ofrecida con tal sarcasmo. Me los llevé a los labios sin llegar a tocarlos y el aroma de su piel me dejó deshecho.
—Y vos, monsieur, ¿estáis aquí porque...? —murmuró con tono interrogante a su lado uno de sus hermanos.
—¿Aquí en Montargis? —Le sonreí. Ambroise, creo; todos sus hermanos se parecen mucho. Ella debe de parecerse a la madre—. Siento un gran interés por la historia —comenté con tono cortés—. ¿No se supone que una de vuestras torres albergó a Juana de Arco cuando la llevaban a que la juzgaran en Ruán? Pero claro, ¿quizá vos no aprobáis que las mujeres luchen?
Dariole, «Arcadie», debería decir, me observaba con una mirada penetrante e implacable. Su hermano bufó.
—Puedo encargarme yo de esto —dijo la joven.
El muchacho le lanzó la mirada que un hombre le dirige a una mujer cuando ha perdido una larga discusión y se volvió para perderse entre la multitud.
Nada nos ocultaba de los demás, salvo las ventanas que teníamos a la izquierda. La tarde suave de la segunda semana de noviembre se apretaba contra el cristal; el sol aún no había desaparecido del todo del cielo.
—¿Quién habéis dicho que soy? —le pregunté.
—Un hombre que conocía «Dariole». ¿Por qué estáis aquí? —quiso saber.
Mi mirada siguió a Ambroise, o a Blaise, o quizá Ogier, el hermano que fuera, y vi que hablaba con otro hombre, este más joven y sin los rasgos de la familia. Moreno, de piel pálida y con ese aspecto que a las mujeres les gusta.
Y sin embargo, el esparcimiento se celebra aquí y no en el feudo de su familia.
—Ese ha de ser vuestro esposo, Philippe —dije. Y como en ese momento la prudencia no me gobernaba añadí una pregunta—: ¿Habéis consumado vuestro matrimonio con él?
Cualquier otra mujer habría sofocado un grito, se habría deshecho en lágrimas o me habría golpeado. De Mlle. Dariole esperaba al menos la última de esas reacciones. No, quizá, de madame Arcadie, que siguió mirándome con total autodominio y dijo de nuevo:
—¿Por qué estáis aquí?
Cerré los ojos durante apenas un instante. El ruido de los músicos apenas se oía por encima de la cháchara provinciana de sus invitados. Podía decir lo que me placiera y en ese preciso momento nadie me oiría.
Bajé la cabeza y la miré, aquellos ojos que había sombreado la mano hábil de alguna doncella, y le sonreí.
—¿Qué podríais esperar de mí? —dije—. He venido a suplicar.
Es posible que lo hubiera abandonado todo si no hubiera visto ninguna respuesta en ella.
Sus ojos chispearon y se acarició los cordones recubiertos de perlas que le colgaban del cuello y le llegaban a la cintura del miriñaque. Les dio unos golpecitos con el índice; estaba irritada. Eso me hizo desear sonreír más.
—¿Y bien? —inquirió.
Yo alcé una ceja.
Ella me miró furiosa.
—Hay seis hombres en esta habitación que os desafiarán si os doy una bofetada... siete si contáis a mi marido.
Me falló el autodominio y le dediqué una inmensa sonrisa.
Sus ojos se convirtieron en dos ranuras.
—¡Sabéis a lo que me refiero!
—Oh, desde luego. —Le dediqué una pequeña reverencia digna de Fontainebleau—. Pero no sabía que os disgustaba vuestra familia tanto como para desear que todos mueran por la misma espada...
Emitió un sonido diminuto, como el chillido de un gatito recién nacido, que pareció cogerla por sorpresa.
—Rochefort...
La nota de advertencia de su voz me complació, aunque solo fuera porque reconocí en ella a Mlle. Dariole.
La observé durante un momento o dos cuando dejé de sonreír. Bajo las perlas, el miriñaque era de seda azul. El canesú, llano sobre el pecho, servía de base para la gola, grande y frágil, que dibujaba una curva tras el cuello. Había diamantes entrelazados en el encaje.
Sentí el antiguo terror que había sentido al venir hacia aquí y que no tenía nada que ver con si mi disfraz se sostendría ante un mundo hostil. Esta joven no ha escrito ni mandado recado alguno, ¿cómo tengo el atrevimiento de verla? ¿Y cuando vengo no solo a ofrecerle algo, sino a exigírselo?
Entre ella y yo no puede haber secretos.
—En cuanto a eso —dije—. Tengo, primero, que ofreceros mis disculpas.
Me lanzó una mirada suspicaz y a modo de respuesta cambió de postura con gesto imprudente; se acomodó con todo el peso apoyado sobre una cadera y la cabeza apenas ladeada. Se cruzó de brazos, como un muchacho. Con miriñaque y corpiño la postura era ridícula.
—Disculpas —dijo con rotundidad; luego hizo una pausa y añadió—: ¿Más de una?
La nota de provocación volvió a inundar su tono.
Estiré el brazo con gesto discreto y le cogí de nuevo la mano.
—Mademoiselle, debo disculparme por dos de mis acciones, al menos. No, tres. En primer lugar, por haber decidido que no os permitiría matar a Robert Fludd. Estabais en vuestro derecho; yo tomé la decisión y lo lamento.
Ella frunció el ceño al interrumpirme.
—¿Creéis que debería haberlo matado?
—No, mademoiselle. Creo que es una persona extremadamente valiosa, por una razón que más tarde os explicaré con detalle. Debería, sin embargo, haberme asegurado de que os convencía de mi opinión antes de decidir sin más que viviera.
Su rostro, que yo apenas podía reconocer bajo el colorete y el polvo negro de las pestañas, se relajó y adoptó una expresión triste muy propia de ella.
—Se diría que yo no estaba del mejor humor para discutir conmigo.
Le apreté la mano. Luego, solo con un esfuerzo de voluntad, pude soltarla. Quizá no tuviera muchos minutos más para invertirlos en conversar, pensé, al advertir que dos más de sus hermanos hablaban en ese momento con su marido.
Cierto era que tenía cinco hermanos.
Y no me apreciaba ni uno solo de ellos, así que me apresuré a decir:
—He de disculparme, también, por elegir el bienestar de M. de Sully por encima del vuestro.
Abrió mucho los ojos.
—¿Cómo...?
—Fludd tuvo solo tiempo para hacer una predicción muy burda; M. de Sully podría haberme matado, o incapacitado... —Me detuve y comencé de nuevo—. Corrí ese riesgo sin considerar cómo os sentiríais vos.
No importa cuánta gente hablara y parloteara a nuestro alrededor: a apenas un metro de su espalda y la mía, escuché el silencio que surgió de su persona cuando levantó los ojos y los clavó en los míos.
—Cómo me sentiría yo. —Golpeó cada palabra como si fuera un reto, un guante lanzado al rostro de otro hombre.
—Os pido disculpas —repetí a toda prisa, antes de que ella pudiera decir nada más. Dariole sostuvo mi mirada. Sentí que me disolvía, músculos y huesos, como si me fuera a echar a temblar; miedo semejante no lo he sentido jamás al utilizar la espada.
—¿Y bien? —dijo ella.
Ante aquel tono apagado era difícil pronunciar las palabras que quería decir. Pero no obstante dije:
—Permitidme ofreceros una tercera disculpa.
Dariole alzó la cabeza y se me quedó mirando; no había en ella nada de la recatada joven que debía ser. Imaginé durante un momento de histérico júbilo lo que sus hermanos (y su esposo) harían si me golpeara, así, sin más.
Yo tenía la boca completamente seca.
—Que es lo siguiente. Lo siento, mademoiselle, porque no he venido aquí esta noche únicamente por el amor que siento por vos.
Su expresión se vació de todo sentimiento.
Continué hablando mientras me pasaba un dedo por debajo de las golas; el cuello del jubón me apretaba demasiado.
—Deseo solicitar vuestra asistencia... en un asunto que tiene que ver con las habilidades de M. Fludd... vuestra ayuda...
Con solo mirarla me quedé callado. Tartamudeé y, de repente, rompí a hablar otra vez.
—¿Qué se supone que debo hacer, mademoiselle? ¿Olvidar que sois una duelista sin rival... o cuyo rival acaso solo sea yo? ¿He de hacer caso omiso de vuestra habilidad con la espada?
—¡Bien sabe Dios que lo habéis estado intentando con empeño! ¡Y durante tiempo suficiente! —me soltó ella con tono mordaz.
Eso no es lo que en verdad la encoleriza.
Contuve el aliento e intenté de algún modo recuperar la dignidad.
—Mademoiselle. Lo admito. Sois una duelista, muy joven, cierto, pero consumada; podéis, además, ir a cualquier parte. Cierto, sois mujer y con no demasiado ingenio, pero maduraréis.
—Ya. Un día después que vos. —Levantó la barbilla y me miró furiosa—. Ahora queréis mi «ayuda». ¿Por ventura os parezco una duelista?
Incluso con faldas y canesú vi cómo se le tensaba cada músculo del cuerpo, y cómo revivía. Y sin embargo...
—No —dije.
Envuelta en el miriñaque, la verdad sea dicha, con las puntas bordadas de los zapatos asomando bajo el vuelo del vestido, parecía una muñeca de madera. ¿Y esto la complace? ¿Cómo puede complacerla? Y sin embargo, es evidente que así es.
—No —repetí—. Escuchadme, Dariole. Sugerí que volvierais aquí porque deseaba que fuerais feliz. Y es evidente que sois feliz. Y ahora... si por mí fuera, me iría. Pero si todavía no supiera que soy un necio, Gabriel no es que haya pecado de tímido a la hora de decírmelo, parece tener opiniones muy definidas acerca de que yo tome decisiones por otros sin informarles antes.
Las comisuras de sus labios se movieron.
Si veo esa sonrisa tan suya me quedaré sin palabras. Seguí adelante.
—Así son las cosas, mademoiselle... madame. Aquí estoy esta noche y vos sois feliz. Estáis contenta. Os habéis quedado aquí. Vuestro marido os ama. Vuestros hermanos desean protegeros. Me atrevería a decir que vuestro padre estará encantado de hacer que sus mozos me echen de la finca. ¿Por qué sigo aquí?
Me di cuenta de que había empezado a gritar. Dariole me observó con una expresión alentadora y coqueta.
—¿Por qué seguís aquí, messire?
—Estoy creando una organización para utilizar el trabajo de M. Fludd —dije con total sencillez—. Mientras él y sus futuros pupilos parecen realizar sus conjuras en nombres de reyes, en realidad trabajarán para mí. Y deseo contar con vuestra ayuda.
Me miró con frialdad.
—Porque sé utilizar una espada.
—Sí. ¡No! Sí. ¡Mademoiselle!-Estaba tartamudeando otra vez—. Si pudiera al menos hablar con vos en privado, explicaros...
Su postura cambió en apenas un instante, como si de repente tuviera motivos para comprender lo impropia que era de una dama y adoptara de nuevo una pose de recatada feminidad.
Luego abrió el abanico con un chasqueo.
—Mi señora tía.
Una mujer alta de nariz aguileña ataviada con ropas negras pasó sin detener sus ojos en Dariole para barrerme con la mirada.
—¡Monsieur! Os uniréis a los bailarines, ¿verdad? Arcadie, tú también, descuidas a tus invitados.
Observé que la invitación de la dama tenía más de orden que de otra cosa. Una mirada a mi alrededor me mostró que varios de los diversos hermanos estaban a punto de adelantarse en masa a corregir el error de su pariente. Los hermanos de Montargis de la Roncière, todos los cuales parecían tener veintipocos años (pero era obvio que eso no podía ser) habían dejado claro durante las últimas dos horas que yo no era bienvenido allí... por todos los medios posibles salvo desafiarme a un duelo.
Y ahora, después de tres meses de espera, me las he arreglado para confirmar ante ella todos los insultos que me han dedicado.
Hice una reverencia, le ofrecí mi brazo a su hermana y dije:
—Será un placer para mí bailar en compañía de madame.
Dariole bufó por lo bajo.
—¡Sí, pero yo no estoy muy segura de querer que me dejen lisiada!
En ese instante me moría por ella; el dolor me atravesaba desde la garganta a la ingle. Ese tono antiguo, despiadado y burlón de muchacho. Por un momento fui incapaz de hablar y solo pude seguir los pasos de aquella mujer alta hasta un salón más espacioso.
Debo soportarlo para hablar con ella.
Al menos allí los músicos se oían. Ardían mil velas de cera llenando el aire con aromas de miel. Hasta el último miembro más joven de la noblesse d'Épée parecía haberse metido en aquella habitación recubierta de paneles oscuros.
—¿Qué bailáis? —conseguí soltarle a Dariole cuando nos colocaron en posición, demasiado expuestos a oídos indiscretos para poder sostener una charla privada—. ¿La voluta, quizá?
En ese baile concreto de la corte, los caballeros levantan a las damas del suelo poniéndoles una mano en la espalda y la otra en el vientre. O más abajo.
—¿O es ese baile demasiado vigoroso para vuestro marido? —añadí.
¡Idiota!, bramé para mis adentros cuando me miró furiosa.
—Es del todo probable que vuestro marido me desafíe si me abofeteáis —interpuse a toda prisa—. Espero que tengáis eso en cuenta.
Me atravesó con la mirada.
—No os abofetearía, messire. Quizá solo os diera un puñetazo en la boca.
La tía (Cleophine, como recordé entonces que se llamaba) dio unas palmadas para pedirles a los músicos que tocaran. Los grupos de hombres y mujeres comenzaron a moverse y bailar, nada tan moderno como la voluta. Le ofrecí una mano a Mlle. Dariole, y deseé desesperado poder hablar con ella... al tiempo que la música nos alejaba, en silencio, entre la ruidosa cháchara de los otros bailarines.
Tuve un momento para reflexionar que al ser el hombre más alto de la habitación siempre me siento como si llevara zancos cuando bailo.
Entre los jubones de satén y las golas almidonadas la vislumbré sonriéndole a su marido, Philippe, cuando se cruzaron.
Observé el rostro de ella y luego el de él y vi la alegría en los rasgos sin terminar del muchacho que lo convertía, por un momento, en un hombre.
Me atravesó el dolor de lo obvio, peor que cualquier estocada.
Cierto es, entonces, que la joven ha consumado su matrimonio.
¿Y por qué no habría de hacerlo?, pensé cuando recuperé el aliento, sabiendo que mantenía la expresión anodina delante de sus invitados.
Hice que volviera aquí para que fuera feliz. Ese acto, si ahora es capaz de llevarlo a cabo, significa para ella la felicidad, ¿cómo puedo lamentarlo?
No soy ningún hipócrita; sabía que con gusto habría atravesado al tal Philippe con una espada y lo habría dejado muerto a mis pies por ser él y no yo.
Cualquier hombre prudente se habría ido en aquel momento.
Me atormenté observando cómo bromeaba y se reía aquella muchacha con sus hermanos y le hablaba con afectuoso respeto a su padre. Después de todo, pensé para mí, ¿no tengo todavía asuntos de los que hablar con ella, asuntos que nada tienen que ver con mi persona?
Intenté con todas mis fuerzas no escuchar la voz cínica de mi cabeza que comentaba: Llegáis, como siempre, M. Rochefort, demasiado tarde. Me sentía como si me hubieran abierto en canal. Mientras esperaba a que llegara el momento... ese momento había pasado.
Ella es feliz. Habrá otros a los que pueda reclutar.
No esperé a que la música nos reuniera otra vez; debía entonces unir mi mano con la suya y caminar tras los bailarines hasta el extremo del salón. Dejé que el giro de la pavana me acercara a la puerta de la sala y sin llamar la atención desaparecí de la habitación y de la casa.
El sol mundano de una mañana de noviembre no se presta a excesos emocionales.
Me senté a la mesa de la posada; los débiles rayos del sol entraban por los cristales emplomados y tallaban con precisión la punta de mi pluma.
Si debía abandonar Francia por donde había entrado, quedaría expuesto a todas las miradas. Podía dirigirme al suroeste, viajar por río de Orleans a Nantes y luego tomar un barco, lo que me alejaría lo suficiente de cualquier ruta previsible.
¿Cómo puedo irme sin hablar con ella?
¿Qué he de escribirle para despedirme?
¿Dariole, mademoiselle, os amo hasta el punto de que me cuesta respirar y abandonaros hace que todos los años venideros de mi vida me parezcan un yermo vacío?
Semejante falta de moderación no le granjeará a un hombre las simpatías de una mujer casada y contenta con su joven marido.
¿Necesito vuestra espada, vuestro ingenio, lo que sabéis de lo ocurrido en Wookey, en Londres, en los Japones?
Si no ha de ser Hermano (o Hermana) de la Rosacruz, no puede saber sin correr riesgos por qué razón habría de necesitar yo todo eso.
Fuera, el barro de la lluvia reciente cubría la calle. La alcantarilla brillaba, a rebosar. Mientras yo miraba, un hombre con botas de montar que le llegaban al muslo la atravesó con un chapoteo y agachó la cabeza para meterse en la taberna de enfrente. Dos mujeres con las cabezas y las cestas cubiertas por telas pasaban cogidas del brazo, riéndose como niñas. Surgían sus alientos blancos entre el aire frío.
Pronto dejaré de oír francés en las calles; estaré en Londres, o quizá Heidelburg. Ansío esos viajes. Lo único que simplemente no ansío es abandonar este lugar.
Me permitiré esta última satisfacción, pensé con una sonrisa irónica mientras mojaba la pluma en la tinta y arañaba el papel. Que, en cualquier caso, no tengo por qué mandar.
Y escribí:
No son estas cosas que sea prudente que un hombre de mi oficio ponga por escrito. Con todo, mademoiselle os lo ofrezco, la información sobre mí de la que todavía carecéis: cómo perdí mi lugar en el mundo y obtuve la flor de lis.
Nací Valentin Raoul St. Cyprian Anne-Marie Rochefort de Cossé Brissac. Rochefort forma al menos parte de mi auténtico nombre, mademoiselle, mi madre, cuyo momento se acercaba ya, se encontraba en un carruaje, apresurándose para llegar a casa, al Château Brissac, pero la abrumaron los dolores de parto unos pocos kilómetros antes, en una aldea llamada Rochefort. Allí me dio a luz en la Iglesia de la Trinidad. Supongo que pensó que sería una buena señal darme el nombre del lugar como parte del propio.
Hay una razón por la que no os ofrezco la protección y el poder de un hijo de un mariscal de Francia.
Habréis oído rumores en la corte sobre el difunto tercer Henri Valois. Todos ellos se quedan cortos. Cualquier cosa que hayáis oído es menos libertino que la verdad.
Es posible que os divierta saber que fui un muchacho atractivo en mi primera juventud. No, guapo. Fueron muchas las oportunidades que tuve de descubrir si me gustaba más dar o recibir... favores. Así era con todos los muchachos de Henri, no menos de lo que se esperaba de nosotros. No fue eso lo que hizo que mi padre me desheredara y me borrara de la historia.
Lo menciono porque sospecho que disfrutaréis con el retrato del joven Cossé Brissac, de rodillas, atendiendo a otros de los jovencitos felinos de Henri. Sí, sonreiréis al leerlo. Yo era justo esa clase de "precieux" que vos despreciabais en Paris.
Cometí el asesinato por el que me marcaron cuando me faltaba mucho para cumplir los veinte años.
Todavía me sorprende que ocurriera como ocurrió. Incluso en la corte del tercer Henri no eran muchos los nobles de veinte años a los que un tribunal condenaría por asesinato.
El hombre al que asesiné, Etienne de Gombeau, era mi mejor amigo y en otro tiempo amante. Habíamos sido los niños bonitos de la corte, todos nosotros.
Entenderéis que eso no nos excluía de las reglas habituales del honor.
Y el honor no tiene lógica. Todos nosotros hijos de la nobleza, vivíamos gracias a pequeños robos porque nuestros padres nos escatimaban el dinero... ¡y sin embargo una deuda de juego se consideraba sagrada! Las mujeres debían cortejarse sin piedad, pero si sucumbían y perdían su honor... Mademoiselle Dariole, a la luz de lo dicho, es posible que penséis que nos merecíamos todo lo que nos ocurriera.
El honor personal (el honor del valor físico en el duelo) era igual de estricto. Por muchos decretos que promulgara el rey contra los duelos era entonces como es ahora: todo hombre se sentía obligado a hacer caso omiso de la prohibición. Es muy posible que vos misma os hayáis echado a reír, dada vuestra afición a la espada, al pensar que la ley pueda prohibirlo.
Lo que ocurrió no tarda mucho en contarse. Mi amigo Etienne, por razones que solo él sabría (pero que sospecho que incluían la simple estupidez) decidió hacerme trampas una noche en un juego de cartas. Jugábamos en uno de los salones de la corte. Descubrí el engaño y le saqué las cartas marcadas de la manga ante todos los presentes.
Y mientras lo hacía no...bueno, no lo golpeé. Lo zarandeé por ser un necio y lo aparté de un empujón poniéndole el canto de la mano en el pecho. ¡Bien sabe Dios que le habría dado a Etienne el dinero! Pero pedirme a mí dinero habría sido una deshonra.
Se produjo cierto escándalo y nos separaron. Según las reglas del honor, ambos teníamos motivos inalterables para matar al otro; yo, porque se había demostrado que era un tramposo; él, porque yo lo había "golpeado". Al calmarme dije que renunciaría a mi derecho a desafiarlo; podía disculparse por lo de las cartas y allí se terminaría el asunto.
Etienne, por supuesto, tenía a una docena de jovencitos necios gañéndole en el oído el código de un duelo: que un hombre no puede disculparse por un golpe, no es suficiente.
Dijo que pelearía. Acudí a él en privado esa noche para hacerlo entrar en razón.
Cuando se cuestiona el orgullo y el valor de un joven, el sentido común y la amistad pasan a segundo lugar. Terminó diciéndome con tono frío que se disculparía en el terreno a la mañana siguiente si yo estaba dispuesto a cumplir los requisitos del código.
Y sí, mademoiselle, era entonces como es ahora. No se puede uno disculpar verbalmente por un golpe. Si un hombre llega arrepentido al campo, debe venir preparado para arrodillarse y suplicar perdón a la parte ofendida. Y debe traer con él una vara, una vara que se pueda utilizar sobre su espalda, del modo que un hombre golpea a un sirviente.
Solo una vez he visto que eso ocurriera: golpearon al hombre y luego lo rehuyeron por cobarde.
Si ocurriera ahora... me limitaría a irme al extranjero durante un año o dos. Pero yo soy Rochefort y ya no hay mucho que no me hayan echado en cara, ante mi absoluta indiferencia. El joven de Cossé Brissac... tenía un historial de valor impecable y temía el desdén público: en pocas palabras, tenía sentido del honor.
Y también amaba a su amigo Etienne, pero aquella noche no hubo forma de implorarle a Etienne para que entrara en razón.
Pensé en acudir a la cita, luchar y ensartarlo en algún lugar del cuerpo relativamente seguro. Pero Etienne... su obstinación siempre había sido una broma entre nosotros. No se rendiría a la primera sangre, ni a la segunda. Lo sabía.
Me encontré con Etienne a la mañana siguiente, al alba, con la mitad de la corte presente para vernos. Cosa que también fue una necedad; el rey había jurado colgar a los siguientes duelistas que sorprendiera.
Mademoiselle, soy un hombre orgulloso. Vos lo sabéis. No lo era menos de muchacho, más quizá. Considerad entonces cómo me sentía cuando os cuente que me llevé una vara conmigo a ese campo.
Hice lo que se requería. Me hinqué de rodillas en la hierba húmeda y le rogué con humildad que me perdonara por haberle golpeado. Le ofrecí la vara y le rogué que la utilizara sobre mi espalda.
A veces no nos gustan demasiado nuestros amigos, ¡pero yo no quería ver a Etienne muerto! Así que me humillé. Supongo, si he de deciros toda la verdad, que creí que quizá se conformase con un toque simbólico de la vara sobre mis hombros.
Se negó a coger la vara.
Dijo que no era arma digna de un caballero.
En cuanto me arrodillé cayó el silencio, silencio suficiente para oír el comienzo del canto de un pájaro. En ese momento se elevó una gran aclamación que partía de los caballeros de la corte reunidos allí. Mis propios segundos me pusieron en pie.
Sus palabras me espantaron más allá de lo posible; siempre he tenido un concepto demasiado alto de mi propia dignidad, pero para ser justos, mademoiselle, el honor nos enseña a considerarla así. Haber sacrificado mi dignidad, mi nombre, mi reputación y ¿tener todavía que luchar con él? ¿Y después de que hubiera empezado él al hacerme trampas a mí?
Era un buen espadachín. Yo era incomparablemente mejor. Le atravesé el corazón con mi acero; conoceréis la estocada. Estaba muerto antes de haber terminado de caer al suelo.
Me arrestaron los alguaciles del rey. Porque había matado a un hombre en un duelo, me condenaron por asesinato. Porque me había arrodillado en el campo del duelo y había rogado que me castigaran con la vara, mi padre me repudió. El sieur de Brissac borró de todos los archivos el nacimiento de su hijo mayor.
O bien alguien influyente habló por mí o, lo que es más probable, los magistrados seguían temiendo a la familia de Brissac. La sentencia a morir en la horca se conmutó por el hierro de marcar. Y así me pusieron la flor de lis en el hombro.
El veredicto inicial fue justo porque maté al muchacho cuando con igual facilidad podría haberle permitido vivir.
Hace dos años hubiera preferido entregaros una pistola cargada para luego invitaros a que me apuntarais a la cabeza antes que contaros esto...
La última tinta arañó el papel.
Bajé la cabeza y vi que la pluma se había deshecho, la punta estaba rota, abierta y deshilachada por el uso.
No, no puedo escribir el resto. No puedo.
Me eché hacia atrás en la silla y flexioné la mano y la muñeca, doloridas por la tensión que me embargaba entero. Me di cuenta de que la luz de la ventana se había ido haciendo gris y que las nubes volvían a subir por el oeste. Me levanté y encendí una astilla en la chimenea; luego fui encendiendo velas en pleno mediodía sin preocuparme por el gasto.
Hecho eso, permanecí de pie, contemplando los papeles un momento, los recogí de un manotazo y sujetándolos por una esquina, uno por uno, fui alimentando la más cercana de las velas con cada página; después dejé caer las cenizas a las tablas del suelo, bajo las botas.
Así termina.
Tengo asuntos que tratar con Fludd, con Gabriel, con Jacobo Estuardo y con la reina regente, y con todo aquel que de un modo u otro llame mi atención.
Conservé con cuidado la chispa de aliento y fortaleza que surgió en mi mente al pensar en eso.
Saburo, Caterina, Cecil: han desaparecido. M. de Sully: desaparecido en lo que a mí respectaba. Eso hacen los hombres: se desvanecen de nuestras vidas.
Pero otros entrarán en ellas.
Y el trabajo es una cura soberana para la melancolía, sobre todo cuando es una melancolía tan pueril y gazmoña como la que cabría esperar en una muchachita de quince años, no en un hombre de más de cuarenta. El trabajo le hace un buen servicio al hombre. Hace ya mucho tiempo que lo sé.
Pagué mi cuenta, ensillé mi montura alquilada y salí de Montargis buscando el camino que me llevase al suroeste... y, a pesar de todo, volví la cabeza del rocín hacia la hacienda de la que durante tanto tiempo había sido dueña la familia Roncière.
Idiota. Imbécil. Necio.
Sí, y todo lo demás, pensé.
Una lección que sin lugar a dudas cualquiera de los hermanos de mademoiselle estará encantado de subrayar si los provoco más allá de lo que permiten las Fórmulas de Bruno.
Se me pasó por la cabeza, mientras me dirigía hacia los lindes de la hacienda de los Roncière y entraba sin ruido, que dudaba que cualquiera de sus hermanos tuviera la inteligencia suficiente para entender que hasta a un «asesino contumaz» (un comentario que el hermano Ambroise me había permitido escuchar la noche anterior) o a un «vil espía mercenario» (versión del hermano Ogier) podría resultarle incómodo matar a los hermanos de la mujer de la que estaba enamorado.
Se me ocurrió también que había ido a las festividades de la noche anterior en el château familiar con toda la ecuanimidad de un galán de veinte años que se embarca en su primera aventura seria, con el corazón en la mano y el orgullo en el bolsillo. Si mi edad no hubiera doblado los veinte y no tuviera una experiencia considerable a la hora de ocultar mis emociones, cada uno de los allí presentes, hombres y mujeres, lo habría sabido.
¿Entonces, cómo me las he arreglado para dejar a mademoiselle Dariole con una impresión tan falsa?
Incluso a caballo solo tenía que pensar en aquel movimiento experto y fluido con el que utiliza el estoque para encontrarme incómodo en la silla. Incluso con las curvas suaves de sus senos sujetos por el apretado corpiño del vestido de la noche anterior había conseguido que mi verga experimentara una incomodidad familiar. Y había sentido sus manos cálidas entre las mías, pero no suaves, los callos no desaparecen en unos pocos meses.
Sacudí la cabeza y me acerqué a los establos que había tras el château. Era esa hora del mediodía en la que los mozos se han ausentado rumbo a la cocina, donde beben los posos del vino de su amo mientras todavía pueden, antes de que la familia se levante a una hora más tardía.
¿Debo abandonar por completo la idea de que haya una hermana rosacruz? ¿Podré volver aquí algún día?
¿Dentro de un año, quizá, para ver a su primer hijo?
Ese pensamiento me atravesó como un cuchillo.
Yo no puedo dárselo.
Desmonté y entré en los establos; fue entonces cuando tropecé con algo bajo la escasa luz del farol; le di una patada, juré por lo bajo y lo levanté a la luz gris del sol que entraba a raudales por la puerta.
Un fardo de ropa.
Atado con tosquedad por un trozo de bramante. Lino y seda juntos, el más delicado lino traslúcido. Y, al mirarlo mejor, vi seda de un profundo color azur.
Dejé caer la tela y me erguí; tenía los nervios tan tensos que podría haber gritado y me había llevado la mano a la empuñadura del estoque. ¡Las ropas así liadas, así que no puede haber sido un rapto...!
Salió de las sombras que ocultaban el extremo del granero; guiaba a una montura con las riendas sobre el brazo y un fardo al hombro.
Vestía un jubón de terciopelo gris y calzones venecianos. Prendas que no le quedaban especialmente bien.
—¿Rochefort?
Se detuvo en seco y ató a toda prisa el caballo pardo a un gancho de la pared sin dejar de mirarme un segundo, le temblaban los dedos.
—¿Dariole?
—No es que comparta el gusto de Ambroise en cuestión de ropa, pero su talla es más próxima a la mía. ¿No fuisteis vos el que me dijo que cualquier delito levanta siempre menos sospechas al mediodía que a medianoche?
Me sobresalté.
—¿Delito?
—Me escapo. —Una sonrisa lenta y amplia se extendió por todo su rostro—. ¡Messire Rochefort, no hago más que encontrarme con vos en los establos!
Echó a correr, me lanzó los brazos al cuello y dio un grito de alegría.
Me quedé inmóvil; ella me rodeaba con los brazos mientras los míos colgaban a los lados para no tocarla.
—Dariole, debemos hablar, tenemos que...
Hice como si fuera a abrazarla, quité las manos... maldije por lo bajo y la abracé con fuerza, la apreté contra mi cuerpo y enterré la cara en su cabello.
—¡Me... estáis... asfixiando! —protestó su voz ahogada.
Relajé los brazos al instante. Levanté la cabeza y bajé los ojos para mirarla, mirar ese rostro sonrojado, esa sonrisa tan amplia que mostraba el único hueco que había entre sus dientes blancos.
—Messire. —Dariole me sostenía la mirada—. No puedo quedarme aquí.
—Pero parecíais feliz. ¡Feliz! —Sacudí la cabeza completamente confundido—. ¿Por qué? ¿Cómo?
Ella seguía abrazada a mí. Su cuerpo encajaba con el mío, su vientre, sus senos, sus muslos: todo era tan familiar que creí ahogarme.
—No puedo quedarme aquí —repitió con rotundidad—. Creí que podría. Creí que podría quitarme esto con los calzones.
Con «esto» vi que se refería al estoque y la daga que llevaba en el cinturón y que yo no había notado más que para ajustar mi abrazo y que no nos incomodara.
—Eso no soy yo. —Señaló la casa con un gesto—. No más de lo que lo son Moll Frith o lady Arbella o, o incluso esa tal Lanier. Era una zorra y una puta, pero la entiendo.
—¡Ojalá os entendiera yo a vos! —Debería dejar de abrazar a esta mujer en público, pensé, o en lo que se convertiría en un lugar público en cuanto los mozos volvieran—. ¡Vuestros hermanos me matarán!
—Me gustaría ver cómo lo intentan —dijo Dariole con un desdén sincero, y no pude evitarlo: me sonrojé, a la vez orgulloso y avergonzado—. No se puede ser lo que no se es —continuó sin alzar la voz—. Acabará conmigo, messire. Me da igual si no queréis venir conmigo; yo me voy. Les escribiré, pero no pienso volver aquí.
—¿Qué...? —Tragué saliva y empecé de nuevo al tiempo que alzaba una mano para poder alisarle el cabello con los dedos—. ¿Qué os hace suponer que no os quiero conmigo, mademoiselle?
Se apretó todavía más contra mí, a lo que mi cuerpo respondió en consonancia. Seguí la línea de sus labios con el dedo.
—Te deseo —dije desesperado—. Por muy zorra estúpida que seas, lo sabes.
—¿«Zorra estúpida»?
—No bromeéis con esto. No puedo ataros a alguien que os dobla la edad.
—Vuestros años superan en más del doble los míos.
—¡Dariole!
—Me voy —me dijo. Aquella obstinada expresión de su boca yo la conocía muy bien y no me sorprendió—. Messire, si me queréis, deberíais decirlo. Si queréis que os ayude, también deberíais decirlo. No voy a preguntároslo a punta de espada. Tenéis que decidirlo solo.
Suspiré. Por un momento posé de nuevo los labios en su cabello.
—¿Es que para vos soy un libro abierto?
—No. No termino de entender por qué no dejáis de decirme que me aleje.
Horrorizado, la aparté de mí un palmo para poder mirarla a la cara. Las lágrimas desbordaban sus párpados.
—¿Es eso lo que os parece que os digo?
—«Largaos», «encontrad un hombre joven», «sois una niña tonta, quedaos con vuestro esposo, no sois lo bastante buena para un hombre crecido»...
Me deslicé hasta el suelo con torpeza, rodeándola todavía con los brazos. El suelo de tierra de los establos estaba frío bajo mis rodillas. La sujeté con fuerza por los muslos y durante un instante enterré el rostro en su vientre.
Ella se movió entre mis brazos; creo que se encogía de hombros.
—¿Es que no me habéis escuchado, messire? No puedo ser una mujer. Está acabando conmigo poco a poco. Esto es lo que soy, tengo que ser lo que soy. ¡Y no sé si vos me queréis o no!
Con un suspiro que me hizo estremecer entero, la miré a los ojos.
—Mademoiselle... necesito suplicaros.
—¿Y qué es esta vez?
—Quiero suplicaros una segunda oportunidad. —No pude evitar abrazarme con fuerza a su cuerpo—. Deseo una segunda oportunidad. Porque os quiero.
Expulsé al fin el aire y relajé los dedos; sabía que debía de estar magullándola.
—Por supuesto, solo tenéis que decir que no sentís afecto alguno por mí y jamás lo volveré a mencionar, mademoiselle.
Alzó las cejas en una conocida expresión de incredulidad.
—¿De veras?
—No. —Suspiré mientras me levantaba—. Seré lo bastante necio para volverlo a decir, ya lo sabéis.
Posó las manos en mi pecho y se apretó contra mí; luego apoyó la barbilla en los dedos y alzó los ojos para mirarme. En tierras de África tienen grandes gatos que se tienden en las ramas de un modo similar para caer sobre los viajeros incautos; y me atrevería a decir que su expresión es parecida.
»Dariole, estoy loco por vos. ¡No tengo ni idea de cómo podría funcionar una relación entre nosotros! He intentado encontraros una vida que os haga feliz. El muchacho os ama, Philippe. Soy consciente de que no valgo nada. Soy un mal hombre y...
Me apartó con una caricia el pelo de la cara.
—Philippe y yo terminaríamos matándonos. Aunque... tenéis razón, messire, me quiere. Y estoy casada con él. Pero tengo la sensación de que llevo casada con vos mucho más tiempo.
Me acarició; por su rostro se fue extendiendo una sonrisa cuando sus dedos me acariciaron el ojo curado. Cuando la miré, la sonrisa se desvaneció.
—¿Os gusto más con faldas? —me preguntó—. ¿O con calzones?
—Para eso hay dos respuestas y ninguna es la correcta. Con ambas cosas —le confesé—. Sois muchacho y muchacha a la vez. ¿De qué sirve amar solo a la mitad de lo que sois?
En su rostro surgió una gran sonrisa.
—Hay algo que debo preguntaros, aunque no tengo derecho —seguí—. Vos, mademoiselle. Si sentís... habláis de amor, y piedad pero no de... necesidad.
Dariole apoyó la cabeza en mi pecho.
—Cuando no pude encontraros. Cuando pensé que Sully os había matado... Cuando buscaba y buscaba y a punto estuve de rendirme... Quise morir. Os habíais ido, messire. Lo que yo necesitaba había desaparecido de este mundo. Habría dado cualquier cosa por recuperaros. Aunque solo fuera para deciros: «No os vayáis, ya no puedo hacer esto sin vos».
Inclinó la cabeza hacia atrás sin abandonar mis brazos. Yo no podía hablar, y tampoco dejar de mirarla.
—Messire —añadió ella—, no soy valiente. Hasta que vi que podíais amar, cuando vi cuánto amáis a M. de Sully, no me permití reconocer que os amaba. Lo siento; debería haberlo dicho.
Le acaricié la cara, demasiado blanca y tensa para llorar.
—Dios bendito —dije con tono triste—. Creo que vais a acabar conmigo dentro de un momento, mademoiselle, por permitirme soñar con lo que no puedo tener, por actuar como si yo fuera el hombre que podría quedarse con vos...
—¿Por qué no? —Abrió mucho los ojos y siguió—: Dijisteis que me queríais. No mentíais, lo sé.
—Sí, lo sabéis. —Bajé los ojos y la miré—. Hay algo más que tendría que haberos dicho. Dariole...
Le relaté todo lo que había escrito, y destruido una hora atrás, sobre la muerte de Etienne.
—Eso... —Los ojos de Dariole brillaban, transparentes y perplejos al alzar la cabeza para mirarme—. ¿Todavía os culpáis de eso? Ese Etienne... murió por estúpido, messire. ¿Lo sabéis?
Apenas fui capaz de contener una carcajada irónica. ¡Es tan típico de Dariole!
—En cierto modo, sí. —Sacudí la cabeza. La calidez de su cuerpo, que sentía a través de las palmas de las manos, dejaría en mí un gran frío cuando se apartara, lo sabía—. Pero no es ahí donde está mi culpa.
—¿Dónde entonces?
Esa capacidad tan conocida de exigir me conmovió. Y la agradecí, por sorprendente que fuera. No me permitirá evasión alguna.
—Mi culpa —dije- reside en que no sois vos la primera persona ante la que me he arrodillado y... sometido de esa manera. Cuando me humillé ante Etienne, descubrí que... respondía a ello. Lo detestaba, pero respondía. Yo... pensé mucho en ello después. ¿Cómo podía convertir la muerte de mi amigo en una ocasión de perversión? Al fin me obligué a sacármelo de la cabeza: lo erradiqué.
Su mirada no había abandonado la mía.
—No lo hicisteis.
—Dariole, os juro que sí...
—Caterina. —Frunció el ceño, era evidente que intentaba recordar las palabras de la italiana—. Caterina dijo: «Hay hombres violentos que veneran el poder». Entonces no lo entendí. «Hombres que sienten un temor reverencial por hombres más violentos que ellos». ¿Estáis seguro que no era así entre vos y Sully?
Me quitó el aliento, igual que el golpe de una bota o del pomo de una daga.
—Si así fuera —dije aturdido—, entonces os convengo mucho menos de lo que pensaba.
El cuerpo de Dariole se movió bajo mis manos cuando se encogió de hombros, allí, en los establos de la familia de la Roncière.
—Vuestro amigo está muerto, messire. Ya poco le puede importar lo que penséis ahora. Y si entendéis lo que queréis hacer, no creo entonces que eso os controle. No es como si le hiciera daño a alguien, messire. Ni siquiera a vos.
Dariole alzó la mano por encima de mis brazos y posó los dedos en mi mejilla. Por la frialdad de su piel supe que estaba conmocionada. Tenía los ojos muy abiertos y las pupilas oscuras.
—¿Me odiáis porque me gusta? —me dijo.
No pude encontrar ningún rastro de amargura en mí.
—¡Dariole, no!
—Bueno, entonces eso es suficiente.
Me llenó una especie de claridad tras admitir todo lo que había admitido. Valor, quizá.
Ahí está ella también. No lo he olvidado.
—Si alguna vez —le dije- desearais dejar por un momento vuestra dignidad, mademoiselle... sabedlo. Podéis confiar en mí.
Sus ojos reflejaron la luz que entraba por la puerta del establo.
—Luke. Lloré. Le rogué que no lo hiciera —me dijo con voz clara.
Comprendí que eso era lo más doloroso que había admitido jamás en voz alta.
Dariole levantó la barbilla y me miró con franqueza.
—¿Podéis enseñarme cómo hacerlo? ¿Convertir en algo lo que él me hizo?
Transformar la humillación en satisfacción. Pensé en Etienne, en la simple indignidad de la penetración.
—No lo sé —le dije—. Dariole... puedo intentarlo. Si da resultado... Si no da resultado, puedo intentar cualquier cosa que deseéis. Aunque la abstinencia será difícil. —Hice una pausa—. Creo que jamás podría haceros daño.
La más suave de las sonrisas dio color a su voz.
—No creo que yo pueda «abstenerme». —Y luego añadió ya más en serio—: No. Gracias.
Esta vez, cuando me besó, sentí en el rostro sus lágrimas cálidas y húmedas.
—Pero soy demasiado viejo —dije, deseando contra toda esperanza que ella lo negase.
—Lo sé —dijo Dariole—. Somos duelistas. ¡Los duelistas no llegan a viejos! Ni los espías. ¡Messire, es muy probable que ambos estemos muertos antes de dos años! ¿De qué sirve pensar en la vejez?
—Mademoiselle... ¿cuándo os hicisteis tan sabia? —Fue lo único que pude decir y no alcé la voz.
—Sois un burro, Rochefort —me respondió con el tono de Southwark.
—Vuestro inglés no ha mejorado tanto como para poder insultarme como debierais.
—¡Sí, eso es cierto!
—Ah, mademoiselle. —Intenté no sonreír al decirlo—. ¡No le hacéis ningún bien a mi reputación! ¿Y qué otra cosa tengo salvo mi reputación?
Me miró de arriba abajo.
—Medir dos yardas y tener la constitución de un cobertizo de ladrillo tiene que ayudar.
Que pudiera hacerme reír en un momento como aquel (y que supiera por qué sería menester) me conmovió de un modo insoportable.
—Puede que esté actuando mal, pero no puedo estar separado de vos —le dije—. Lo arriesgo todo por los dos porque apuesto a que, por muy feliz que seáis aquí, yo puedo haceros más feliz. Soy viejo y pobre y jamás podré ofreceros la protección del hijo de un mariscal de Francia, ¡pero no puedo pasarme sin vos! Y, quizá en el futuro, consiga que mejore nuestra fortuna.
—Quizá... —me respondió, pero me cogió la mano con fuerza.
Nos llevó tan poco tiempo montar y salir cabalgando de la hacienda sin que nadie nos advirtiera que ya habíamos recorrido casi dos kilómetros cuando me di cuenta de que de veras nos habíamos ido.
—De todos modos —dijo Dariole con aire pensativo mientras me miraba desde su silla—, debería haberos obligado a rogarme que os permitiera acompañarme. De rodillas, messire. Humillado como debe ser. Quizá más tarde. A vos os gustará. Y a mí también.
—Ya veo que voy a vivir una vida de abyecto sometimiento —dije.
—Solo si me lo pedís por favor.
—Mocosa detestable.
Me sonrió.
Le devolví la sonrisa y luego no puede por menos que hablarle en serio.
—¿Sabéis cómo me encuentro con vos, mademoiselle?
Vi que decidía no tomárselo a broma. Me miró con franqueza cuando me acerqué para cabalgar a su lado.
—¿Qué?
—Desnudo, avergonzado... y aceptado.
Dariole dudó un momento; era obvio que estaba pensando.
—Sí, messire. Yo también.
Y me dedicó esa inclinación y esa sonrisa que puedo ver con los ojos cerrados, o en plena noche, y que siempre llevo conmigo.