Rochefort: Memorias

26

El aroma a caballo cubierto de espuma envolvía el aire junto con el olor de la tienda del herrero, donde un alabardero gigante había instalado un yunque para reparar y herrar. El olor de los carbones ardientes flotaba sobre la hierba acompañado por el olor a casco de caballo también quemado allí donde se ponían las herraduras calientes.

Por fortuna nadie me echó de menos, o al menos no tanto como para atraer sospechas. Me senté sobre un cofre de roble no muy lejos del pabellón del príncipe. Tardarían todavía algún tiempo en terminarse las primeras ceremonias oficiales. Eran demasiados los dignatarios locales que querían que los presentasen a su príncipe, y tener que trasladarse desde Wells y las haciendas vecinas no iba a impedírselo.

El pueblo de tiendas que rodeaba Wookey creció de una forma considerable con la llegada de Enrique: grandes pabellones reales con sus colores y una auténtica corte de valientes hijos menores de la nobleza, todos pegados a la facción del príncipe.

Atrajo mi atención una barba blanca cuando el hombre pasó a mi lado.

Hariot.

Aquí tenemos al representante de Fludd, pensé mientras observaba cómo se alejaba aquel hombre de mediana edad curtido por las inclemencias del tiempo. Era evidente que el médico astrólogo tenía intención de mantener su promesa y no acercarse a aquellas tierras hasta que todo hubiera terminado y Jacobo estuviera muerto.

Me quedé allí sentado durante un buen rato, el frío de la tarde me aliviaba mientras ponía en orden los planes que podría utilizar para asegurar la llegada de Fludd.

Tiene derecho a matarlo ella, es de suponer. Pero... ojalá lo tuviera yo.

Cuando solicitaron mi presencia me descubrí y aguardé de pie. La tienda del príncipe Enrique albergaba unas cuantas piezas de una armadura negra con grabados de oro, entre taburetes enguatados, cojines, mobiliario para los halcones y rejillas para las armas. Pensé que la armadura estaba un tanto anticuada, al menos una generación. Sus espadas, las tres, colgadas de una de las columnas del pabellón, eran variaciones de los estilos inglés e italiano.

—¿Habéis leído a maese Silver? —preguntó el joven de cabellos del color del ámbar cuando salió de la parte separada con cortinajes del pabellón y me encontró examinando las armas—. Silver jura que un inglés con un simple espadón equivale a otros tres hombres cualesquiera con esos ínfimos estoques italianos.

Yo habría apostado un buen dinero a que en el libro del tal maese Silver los «tres hombres» eran franceses, o españoles, según fueran sus simpatías políticas.

—Buena parte de lo que influye en el manejo de la espada es la suerte, mi príncipe —comenté. Incluso con dieciséis años pensé que captaría la indirecta (¡sobre todo cuando se trata de una espada vuelta contra vuestro real padre!), pero no hubo vacilación alguna en su expresión que me hiciera suponer que así había sido.

Ahora que lo veía de cerca, el príncipe Enrique Estuardo no se parecía demasiado a su padre. Era atractivo, de tez muy blanca y el cabello de color oscuro y veteado. Me pareció recio y con una buena constitución para un muchacho de dieciséis años: atlético, franco, vi de inmediato por qué era tan popular entre los súbditos de su padre.

—Mi príncipe —dije mientras le lanzaba una mirada a Hariot cuando el anciano entró sin ruido en la tienda—. ¿Es posible que el doctor Fludd no os haya informado con todo detalle de lo que ha de ocurrir aquí? No es un secuestro ni un rapto lo que se ha planeado...

Enrique Estuardo me interrumpió con la facilidad del muchacho que no sabe que «grosero» o «descortés» son términos que también se pueden aplicar a él; interpuso su opinión de una forma tan directa que habría sido casi encantadora, salvo por lo que dijo.

—Se ha de eliminar a mi padre —dijo, y sus ojos límpidos se encontraron con los míos—. Deponerlo, matarlo, asesinarlo; la palabra que vos prefiráis utilizar, monsieur Rochefort. ¿Tenéis a los cómicos listos para interpretar sus papeles en la mascarada?

Aunque habló con tono amable, era evidente que la única respuesta aceptable era «sí».

—«El artífice de las sombras» se ha aprendido, todo salvo unos cuantos versos sueltos. Me ha dicho madame Lanier que los ensayos de La víbora y su prole siguen adelante en Londres, pero hay probabilidades de que se cierren los corrales de comedias a causa de la plaga.

Me llevé las manos a la espalda y me quedé mirando desde mi altura al príncipe Enrique. No es frecuente ver jóvenes tan duros; al último que recuerdo fue al más joven de los hermanos Valois, Anjou. El también podía ser encantador, y asesinar mientras encantaba. De ahí es de donde el maese Webster de Dariole saca sus locas ideas sobre las cortes italianas, pensé. Whitehall, sin ir más lejos. Inglaterra tiene un linaje de víboras capaz de rivalizar con las de Francia, por lo menos.

—Las máquinas de la mascarada todavía requieren algunas reparaciones. Las habremos completado en unos pocos días —añadí con tono deferente.

—Deseo comenzar mis ensayos. —El joven cogió la copa de vino que le ofrecía Hariot sin mirarlo ni darle las gracias—. Haré un papel perfecto, cuando llegue el momento.

Hay algo en este chico que me da escalofríos, pensé. Llevé la conversación al punto crucial.

—¿Sabemos, mi príncipe, cuándo es probable que llegue aquí su majestad?

Enrique Estuardo asintió con gesto vivaz. Durante un breve pero placentero instante me imaginé al joven principito con los grilletes puestos, arrestado por el capitán Spofforth. Enrique quizá tuviera consigo cortesanos suficientes para hundir un galeón, pero los cortesanos no siempre son soldados profesionales y eso se nota.

—Mi padre estará aquí pronto —dijo el príncipe Enrique—. Una semana, quizá dos. Le he dicho que se puede disfrutar de una excelente caza de ciervos en estas colinas de Mendip. No cabe duda de que lo tendré aquí antes de la segunda semana de julio.

—¿Y el doctor Fludd? —En la mirada que crucé con la suya había solo una preocupación servil, tan servil como pude fingir—. ¿No sería mejor que solicitarais su presencia, señor, en caso de que sea necesario su consejo matemático?

—El doctor Fludd no es un hombre de acción. —El príncipe Enrique pareció erguirse un poco más al decirlo; supuse que la armadura que se exhibía aquí no era solo por mí—. Este es, además, mi reino, Rochefort, y ni tengo ni necesito la mano de hombre alguno para tomar lo que es mío.

—¿Suponed que el rey, vuestro padre, no llega? Será menester la presencia del doctor Fludd para calcular el próximo... —Mantuve la expresión grave—... Día propicio.

—Ya encontraré yo el modo.

Me helaba la sangre que no hubiera nota alguna de mezquindad adolescente en la voz del príncipe, que me contemplaba con los ojos fríos.

—Enviadme a uno de los hombres de mi compañía de cómicos —añadió mientras se daba la vuelta—, para que pueda comenzar a aprenderme mis discursos.

Dado que no había más que yo pudiera hacer, me incliné y me despedí de él.

Una vez fuera de la tienda miré a mi alrededor. Mlle. Dariole me miró desde donde se encontraba observando al herrero, que en ese momento herraba uno de los sementales de Enrique, y sacudí la cabeza.

La muchacha no dijo nada (de hecho, se fue a entablar conversación con los más jóvenes de los cómicos del príncipe Enrique, que estaban sentados jugando al hazard, y se puso a tirar los dados con ellos), pero supuse que estaba pensando con tanta furia como yo.

Dado que para mí era más difícil en esos momentos ponerme en contacto en persona con Spofforth y sus hombres, los cortesanos del príncipe Enrique que pululaban por allí eran peores que las moscas de verano sobre las reatas de caballos, aproveché la visibilidad de Saburo como «demonio del rey Jacobo» (como lo llamaba la corte) para convertirlo con frecuencia en mi mensajero. Pocos sospecharían de una figura furtiva tan notoria precisamente por lo llamativa que era. No tenía motivos para preocuparme por eso aunque sí los tuve varias veces cuando messire Saburo me informó también de la presencia de Dariole de nuevo en el barranco, y en compañía de Caterina.

No pude evitar preguntarme qué querría saber la joven. Las mujeres acuden a las adivinas para preguntarles por sus esposos, sus amantes, sus hijos..., pero me parecía más probable que Mlle. Dariole inquiriese por el vínculo que existía entre su muerte y la del rey Jacobo Estuardo...

La muchacha no respondió a ninguna de mis preguntas, pero a juzgar por su nivel de frustración, tampoco suor Caterina estaba respondiendo a ninguna de las suyas.

Como si hasta el calendario conspirara con el príncipe Estuardo, el rey Jacobo llegó a Somerset el catorce de julio. Puesto que los reyes son más grandes que los príncipes, un hombre debe esperar más para ver a uno que al otro. Jacobo Estuardo llegó por la mañana y yo no lo vi hasta el mediodía. Dejé la camisa empapada de sudor bajo aquel sol abrasador.

—¿Monsieur de Rochefort?

Ante tan inusual «de» levanté la vista. Un caballeresco heraldo se inclinó ante mí.

—El rey os verá ahora.

Al entrar en el pabellón real que, como el del rey Henri, tenía alfombras cubriendo la paja extendida, hice una reverencia ante Jacobo Estuardo. El casco kabuto de Saburo, que se encontraba en todo su esplendor a los pies del trono, indicaba que al embajador nihonés lo habían recibido antes que a mí, cosa que no me podía doler. Ned Alleyne y sus cómicos ya se encontraban presentes. Aquel inglés gordo, rubio y de barba roja parecía estar sufriendo una especie de ataque de pánico, pero no pude interrogarlo porque me acompañaban ya hasta el estrado para el besamanos.

Me incliné con toda la ostentosidad y elegancia que supuse que el rey esperaría de un francés.

—Su majestad.

El rey Jacobo, primero de Inglaterra y sexto de Escocia, estaba sentado en un sillón con los brazos tallados. Tenía un aspecto dispéptico.

—Monsieur de Rochefort.

Había recogido el inmerecido «de», pero no me pareció bien intentar corregirlo.

El rey no perdía mucho tiempo hablando de naderías.

—¿Parece que esta mascarada ha terminado aún antes de comenzar?

Le lancé una mirada a Alleyne y conté a toda prisa a los otros cómicos. Ocho. Ocho y debería haber nueve. Si nos falta uno que... ah.

—Maese Alleyne os contará el problema —gruñó Jacobo. Era evidente que había tomado un magnífico almuerzo, desde donde me encontraba le olía el vino en el aliento.

Alleyne levantó las manos como buen representante teatral que era.

—¡Hemos perdido a nuestra Clío!

La Musa de la Historia hacía el papel principal de la mascarada (aparte de Jacobo en el papel de «Bruto, rey de Troya») y tenía un número considerable de versos, interminable, había pensado yo en los ensayos que ya duraban más de un mes. Será imposible realizar la mascarada sin alguien en ese papel.

—¿Clío se ha «perdido» —inquirí—, o solo extraviado? Su majestad, «Clío» es un jovencito, está en esa edad en la que los jóvenes comienzan a probar el vino y las mozas...

—Más bien el vino que una moza —me interrumpió el monarca de Inglaterra y Escocia—. Aquí maese Alleyne nos informa de que el almuerzo de hoy lo ha dejado vomitando de forma continuada y también con un caso grave de flujo de vientre.

La palabra «veneno» no se pronunció, pero yo habría apostado un luis de oro a que estaba en la mente de Jacobo Estuardo. Los reyes siempre tienen en mente el veneno.

—Entre los presentes no se me ocurre nadie que no desee presentarle un entretenimiento a su majestad —dije con suavidad.

¡Ni entre los no presentes (Fludd, Cecil, Northumberland, Lanier), no cabe duda de que todos están deseando que El artífice de las sombras salga adelante!

—No es extraño que un hombre coma algo que con el tiempo lo ponga enfermo —continué yo—. La pregunta es: ¿se encontrará lo bastante recuperado para interpretar su papel esta noche? Si solo es cuestión de una hora o dos...

—No lo estará. —El representante teatral inglés sacudió la cabeza—. No con tiempo suficiente. El médico del príncipe lo ha examinado. ¡No puede!

¡Dios bendito!, pensé mientras evitaba mostrar mis emociones. ¿Es que acaso al gran y universal plan de Fludd lo va a burlar algo tan pequeño y aleatorio como un caso imprevisto de retortijones?

Jacobo apoyó el codo en el brazo de su gran sillón tallado. Sus rasgos incurrieron en un ceño petulante.

—Maese Alleyne, debéis hacer que algún otro miembro de vuestra compañía interprete a la musa de la Historia.

Estalló entre los cómicos y Alleyne un inmenso murmullo, cosa que no habría ocurrido en el palacio de Whitehall. Por la afición que sentía Henri de Navarra por la caza yo ya estaba familiarizado con las libertades que se permitían ante los reyes durante la misma.

—¿Cómo puede ensayarlo otro muchacho? —protestó Alleyne silenciando así al resto—. Tenemos todos los papeles interpretados por actores, la mayor parte de los cuales se cambian de traje e interpretan dos, algunos tres. ¡Siete virtudes y siete vicios y nosotros somos nueve! ¿A quién voy a eliminar y enseñar mil versos nuevos de aquí a la mascarada de esta tarde?

Jacobo carraspeó. Yo habría hecho lo mismo si se hubiera presentado la oportunidad. Cuando M. de Sully tenía que atender a algún actor para su teatro del Arsenal, yo siempre procuraba estar ausente. ¡Y la verdad, pensé, qué sabio he sido!

Cogí a Alleyne por el brazo para que dejara de agitar las manos en el aire.

—¡Monsieur, todo vuestro reparto ha pasado el último mes sentado escuchando a «Clío» soltar sus versos! Tampoco es que su papel sea tan difícil.

—¡Hacedlo vos si creéis que es tan fácil! —me dijo Alleyne enseñándome los dientes.

Esbocé una sonrisa amenazadora.

—¡Yo diría que «Clío» no es una mujer de edad tan avanzada como la mía, monsieur, a pesar de que la Historia está entre las más antiguas de las artes!

El rey Jacobo Estuardo comentó algo en griego al oír eso y se echó a reír con tal alborozo que se le cayó la baba y tuvo que detenerse para limpiarse la boca. Flotaba su olor a sudor en el ambiente.

—Os encontraremos otra Clío, majestad —dije con tono firme y tranquilizador, porque en presencia de reyes uno se muestra así. Lo cierto era que Alleyne tenía razón pero no era eso algo que debiera decirse a Jacobo I y VI.

Si Fludd se encontrara cerca, pensé, ¿podría utilizar este accidente para atraerlo hasta aquí?

—¡Pero...! —protestó Alleyne.

—Los cómicos de su majestad no nos defraudarán. ¿He de suponer, majestad, que os han estado enseñando vuestro papel en esta mascarada? —dije por encima de sus protestas.

No era que Jacobo lo fuera a interpretar en ese momento, pero pocas veces deja de distraer a un rey (ni a muchos hombres inferiores) que les pidan que hablen de sí mismos. Es cierto que los asuntos en la corte de Henri IV se solucionaban con una franqueza poco habitual en comparación con otras cortes europeas. Pero, de todos modos, esa experiencia me había instruido bien en los atributos que más útiles le resultan a un cortesano: apariencia de honestidad acompañada de lisonjas descaradas. Jacobo no parecía inmune.

Mientras su majestad nos aleccionaba sobre la historia de Clío, la virtud, el vicio y unos cuantos temas abstrusos más, me aseguré de mostrarme atento y me prometí el placer de reforzar los nervios fallidos de Edward Alleyne descargando sobre él toda la frustración que me había causado la supervisión de los cómicos.

—Bien, maese Alleyne, vos y vuestros hombres podéis dejarnos —dijo Jacobo con tono irritado. Yo hice otra ostentosa reverencia. Cuando estaba a medio camino de la entrada del pabellón, el rey añadió—: Vos, monsieur de Rochefort, vos sabéis mucho de esta mascarada; tenemos una pregunta o dos que haceros: esperad aquí.

A los siguientes cortesanos los despachó a gran velocidad, con un acento escocés cada vez más marcado y los heraldos ya estaban despejando la tienda antes de que pasara un cuarto de hora. Yo permanecí junto a un costado del pabellón, a la sombra ahora que se estaban sujetando los costados del pabellón para preservar su intimidad y se estaban encendiendo las velas.

O bien me hará alguna oscura pregunta literaria en griego o latín, pensé, (lenguas que yo no recuerdo) o bien el tal Jacobo de Inglaterra y Escocia tiene mucha práctica a la hora de dar pretextos para hablar a solas con un hombre.

Al menos Jacobo no sabe nada de ninguna conspiración, reflexioné con impaciencia. Más probable es que desee consultar conmigo su papel en El artífice de las sombras. ¿Ha llegado el momento de mandar recado a Cecil y decirle que, sin la musa Clío, ni él ni Robert Fludd conseguirán su mascarada? No, no hay tiempo para hacer llegar el mensaje a Londres...

El último de los heraldos abandonó la tienda con una reverencia, cerró la solapa que también servía de porche e intercambió unas palabras en voz baja con los guardias del exterior. Jacobo se levantó tambaleándose y se bajó del estrado con las manos apoyadas en los hombros de dos bonitos pajes.

—Queréis venir con nos, señor. —No me lo estaba pidiendo.

Cuando los sirvientes saltaron a despejar la parte principal de la tienda, el rey me llevó a la pared de lona que dividía el dormitorio de la otra mitad del pabellón. Los pajes apartaron las cortinas. El rey entró y me hizo un gesto para que lo siguiese.

Y ahora, supongamos que tuviese yo una daga metida en la camisa, pensé mientras le pisaba los talones.

Los pajes desnudaron a su rey y le ofrecieron una túnica de día suntuosamente bordada, yo pasé al lado de todo el grupo y me quedé al otro lado. Una cama intacta con baldaquín y todo llenaba la mayor parte del espacio separado por las cortinas, con un cofre a los pies y un perro de caza dormido al lado, además de un racimo de candelabros dispuestos en una mesita baja a pesar de los rayos de sol que se filtraban por la lona pintada.

Una figura encorvada, pequeña y oscura se levantó de la mesa y se inclinó ante el rey.

—Bien, Robbie —dijo Jacobo Estuardo; parecía de buen humor.

—Mi señor secretario. —Hice una reverencia, sobre todo para darme un momento. ¡Robert Cecil aquí, en Wookey!

No tuve mucho tiempo para pensar.

—El maese secretario nos ha informado de esa tontería de la conspiración —comentó Jacobo. El rey cruzó a grandes zancadas la habitación y se acomodó entre las mantas abiertas de la cama con baldaquín—. «Corre peligro nuestra vida», ¡ja!

Nos hizo un gesto para que nos sentáramos. Yo cogí un taburete al lado de Cecil, intentaba leer su rostro a la tenue luz del sol, pero no es que me sirviera de mucho.

—Puede que sea una locura, majestad —aventuré—. Pero eso, por desgracia, no le impide ser un hecho. Mi señor secretario tiene razón cuando dice que la vida de su majestad corre peligro.

—¿Cierto? —La mirada de Jacobo se deslizó hacia su primer ministro. Vi una insinuación de ironía amistosa en su expresión—. Tendrás razón entonces. Dudo que algo menos pudiera haberlo obligado a contarnos el asunto. Nuestro Robbie es muy celoso de sus secretos.

El jorobado se puso rígido.

—Majestad, ¡delante de un espía y aventurero arruinado...!

Pensé lo que ya había pensado seis años antes: Son como un viejo matrimonio, este rey escocés y el cortesano inglés que lo puso en el trono. A M. de Sully le había complacido especular en aquel tiempo quién era el marido y quién la mujer.

De todo corazón desearía que fuera hace seis años, pensé, y no donde me encuentro ahora.

—Mi señor secretario no desearía preocupar a su majestad de forma innecesaria —dije con tanta locuacidad como pude. Este no era Henri de Navarra, que le llamaba al pan pan; este era Jacobo Estuardo, que prefería no saber cómo se hace el pan ni cuándo había que meter las manos en la masa.

—Ese erudito, ese médico, Fludd, puede que lo creamos culpable. —Jacobo dijo en tono quejumbroso—. ¡Nos acosan las conspiraciones! Pero Dios extiende Su mano para salvarnos, como es de esperar. ¡Y no nos creeremos tanta tontería ni tanto disparate, decir que mi hijo está implicado!

Demasiadas bravatas, pensé. Me levanté y me arrodillé al lado de la cama, delante del rey. Aquel hombre de cuarenta y muchos años, vestido solo con una túnica y un gorro, y al parecer helado entre mantas, bajó la cabeza para mirarme incapaz de ocultar del todo su pavor.

—Disculpadme, mi señor rey. Es cierto. Si las pruebas que os trae mi señor el secretario no son suficientes, entonces... yo mismo le he oído decir al príncipe Enrique que tomará el trono.

—Lo entendisteis mal.

Levanté la cabeza; era consciente de que si me levantaba dominaría con mi altura al fornido rey.

—Mi señor, ojalá hubiera sido así. No lo entendí mal. Su majestad lo verá cuando aprese a los conspiradores, cuando estén todos reunidos antes de la mascarada; mi consejo es que dejéis que piensen que seguirá adelante aunque ya no pueda ser así y los apreséis a todos juntos. Entonces, mi señor, veréis que el príncipe lleva una daga sobre su persona.

—¡No creemos que la lleve para hacer mal alguno! Cualquier hombre puede llevar una daga.

Me las arreglé para mirar a escondidas al secretario Cecil. El político lucía una expresión que me hizo pensar que me estaba adentrando en territorio más que trillado.

—No lo creeremos. —Jacobo aporreó las almohadas con pasión—. ¡No lo creeremos hasta que lo veamos con la daga y sintamos que la clava! Monsieur de Rochefort, es nuestro príncipe, nuestro hijo, nuestro heredero... ¡no podemos creer eso de él!

Discutir con reyes suele ser un intento vano. Incliné la cabeza, como cualquier hombre que se somete a la voluntad de su monarca, y por un instante me pregunté por qué deseaba mantener con vida a este iluso y obstinado padre.

Dariole. Para sacar a Robert Fludd de su escondite y permitirle que cure sus males poniendo fin a su existencia. Y también porque el joven Enrique es una pequeña víbora. Además de que el contacto que tenía en aquel momento con Francia dependía del favor de Cecil.

Este se sentó ante la mesa y dijo:

—Hay un modo de dirimir esto, majestad, pero entonces debéis permitir que aseste el golpe. Monsieur Rochefort ha sido soldado y puede disponer que oculten entre vuestras ropas un gorjal para la garganta y una cota de malla.

La cabeza de Jacobo Estuardo se alzó como la de su perdiguero al oler un ciervo.

—Muy bien, muy bien. ¡Si de ese modo se demuestra su inocencia, lo haremos!

Me sorprendió ver tantas agallas en el rey, y fue evidente que sorprendió también a Cecil, como comprobé con otra mirada en su dirección. Parece que mi señor secretario se ha pasado de listo.

—Puede hacerse —dije con cautela—. Debéis tener presente, mi señor, que es posible ocultar una cota de malla en un jubón y un gorjal bajo la gorguera de su majestad, pero si el asesino la emprende contra la cara... su majestad no está a salvo.

Cecil, aun cuando su expresión nunca fuera fácil de leer, pareció aliviado al oírme decir aquello.

—No golpeará a su padre en la cara —dijo Jacobo Estuardo con una dignidad queda que no encajaba con su habitual rigidez—. Podéis creernos en eso, maese secretario Cecil.

Me pareció que al hombrecito le faltaba muy poco para mearse en las calzas ahuecadas y no me extrañaba. Ahí estaba, primer ministro de un rey, con sus informadores preparados para proteger a su rey de espías y asesinos. Y ahí estaba ese mismo rey, listo para meterse como un becerro en el matadero.

—No promulgaremos ninguna orden de arresto hasta que lo hagamos —dijo Jacobo.

Cecil estampó el puño contra la mesa dibujando un arco pequeño y apretado.

—¡Su majestad lo hace totalmente en contra de mi consejo!

—¡Nuestra majestad no está obligado a seguir vuestro consejo, maese secretario! —El acento de Jacobo se hizo impenetrable. Despotricó durante un rato contra Cecil. Entiendo cómo suena un «¡Pienso hacerlo!» en labios de un rey sea cual sea el acento o dialecto que utilice.

Decidí que no tendría nada de malo que Robert Cecil pensara que quería ayudarlo.

—Pero, mi señor, la mascarada no puede seguir adelante. Es lo que ha dicho maese Alleyne. No tenemos ninguna Clío ni tiempo para adiestrar a un muchacho para que la sustituya antes de esta noche.

Jacobo Estuardo volvió a carraspear. Cambió de postura su desgarbado cuerpo, se levantó de la cama y (a pesar del día de verano que lucia fuera) llamó a sus sirvientes para que le trajeran un brasero de carbones encendidos. Enfundado en su túnica, se paseó por toda la alfombra mientras Cecil y yo permanecíamos a disposición del rey.

De repente Jacobo se detuvo delante de mí y me miró de arriba abajo.

—¿Estáis familiarizado con los versos de la musa de la Historia, monsieur de Rochefort?

—He presenciado muchos ensayos, majestad. —No añadí que, para ser cómico, el muchacho que interpretaba a Clío tenía la memoria de un perro.

La cabeza del rey se bamboleó cuando la ladeó un poco. La mirada que había clavado en mí le habría resultado desconcertante a un hombre inferior.

—Y, decidnos, ¿creéis recordar todos los versos de la dama de la Historia del modo que ella los pronunciaba?

—No serviría de nada, mi señor —dije—. No podría enseñárselas a otro muchacho a tiempo aunque maese Alleyne tuviera un aprendiz.

Jacobo Estuardo se giró y volvió a la mesa donde se encontraba el secretario Cecil. El rey murmuró algo en su impenetrable acento, algo que hizo que las cejas del hombrecito se disparasen. Jacobo se dio la vuelta y me miró.

—Bueno. —Se llevó las manos a la espalda y una expresión de satisfacción floreció en su rostro—. Monsieur de Rochefort, me parece que vos seríais una muchachita muy linda.

Me quedé con la boca abierta.

—Un poco vieja, tal vez, como bien dijisteis, pero la dama de la Historia ya lleva con nosotros muchos años.

Me quedé mirándolo, no estaba seguro de haber oído lo que parecía estar diciendo.

—¡Claro que sí! —Robert Cecil se adelantó un paso—. Eso pondrá a maese Rochefort en el escenario, en la mejor posición para proteger a su majestad. ¡A vuestro lado! ¡Mi señor, si estáis decidido a hacer algo tan temerario, os ruego entonces que lo hagáis con este hombre de guardaespaldas!

El rey ni siquiera puso objeciones a la palabra «temerario». Sonrió. Y desde lo más profundo de la impresión que no me había abandonado pensé que era una sonrisa bastante pagada de sí misma.

—Bueno, bueno, Robbie. Pensamos que os gustaría. —Jacobo volvió con movimientos torpes a la cama y se sentó sin dejar de mirarme—. Habíamos pensado que podríamos meteros en la mascarada a nuestro lado, en un papel pequeño, maese de Rochefort, pero los cómicos siempre se quejan tanto. ¡Pero con esto no hay quien pueda discutir! Desempeñáis un papel que ellos no pueden hacer. Y sin vos, la mascarada no puede seguir adelante.

No estoy del todo seguro de lo que dije. Balbuceé algo en francés, pero no en un francés lo bastante puro como para que el rey de Inglaterra pudiera admitir que lo había entendido.

—¡No puedo hacerlo! —protesté al recuperar la posesión de mis facultades. Miré al rey y a su ministro—. ¡Yo no soy cómico!

—Sois espía, que se acerca bastante. —Cecil cruzó cojeando la alfombra y alzó la cabeza para mirarme—. Conocéis el papel.

Por desgracia ya es demasiado tarde para negarlo.

—La mayor parte —admití de mala gana—. Podría repasarlo de aquí al banquete y confiarlo a mi mente de la forma adecuada. Pero... —Me volví para apelar a Jacobo Estuardo—. ¡Majestad, yo no sé comportarme en un escenario! Me chocaré contra otros cómicos. Contra los bailarines. El decorado.

No sé por qué parece darle a un hombre más bajo tanta satisfacción ver a un hombre de mi tamaño reducido a la más vil confusión. Lo cierto es que Robert Cecil se frotó las elegantes manitas y su rey esbozó una sonrisa radiante y satisfecha.

—No os quitaremos más tiempo entonces —comentó Jacobo—, para que podáis ensayar en el escenario. Nos tenemos intención de descansar ahora, antes del banquete. Hay tiempo mientras tanto.

Comprendí que no podía discutir.

La amarga verdad es que si Jacobo ha de sobrevivir a una mascarada que incluye al homicida de su hijo, la única posibilidad que hay de proteger su vida es con un hombre armado a su vera...

Conmigo en el escenario, los soldados de Cecil y la guardia real de Jacobo... sí, con eso casi podemos proporcionarle al rey la fuerza aplastante que podría sacarlo vivo de esto. Debo mandarle recado de inmediato al capitán Spofforth.

—Interpretaréis a Clío para nos. —El rey se tapó con las mantas—. Y nuestra dama Clío será un poquito más beligerante de lo que suele interpretarse, ¿no es así?

—Sí, majestad —dije manteniendo con cierto esfuerzo el tono neutro.

¡Dios bendito! Caterina deseaba acciones impredecibles... ¡pues ya tiene una!

No se me ocurrió hasta que se disolvió la reunión y salí al sol de la tarde para alejarme entre las tiendas.

¿Qué dirá Dariole cuando se entere de esto?