Rochefort: Memorias
42
Una fila de casas de té de una sola planta bajaban por el costado de la escarpada calle dándole la espalda al mar.
Dejé que Gabriel siguiera utilizando su montura para apartar a las mujeres que intentaban arrastrarnos a sus establecimientos. Al pie de la colina, por encima de tejados puntiagudos, un mar oscuro y metálico se extendía hacia lo que podría haber sido una hilera de islas, pero que, si las indicaciones estaban en lo cierto, era un promontorio.
Desmonté, le compré unas bolas de arroz a un vendedor callejero de piernas desnudas y señalé:
—¿Es eso Hako?
El hombre asintió con un gruñido.
Volví a montar y le ofrecí la comida a Dariole. Esta se volvió sobre la silla. Tenía los músculos de las tripas tensos, pero comí. Un hombre no debería estar débil antes de entrar en combate. Me abrí paso mientras masticaba por entre los aldeanos, hacia el mar, entre hombres abrumados por cajas que llevaban sobre los hombros, en balancines.
Aquel mar azul oscuro comenzó a iluminarse a medida que nosotros recorríamos la costa. Allí fuera, en el agua, las velas blancas marcaban la presencia de barcos pesqueros, barcos que podrían dar refugio a cualquiera, pensé: Fludd, espías del shogun, los soldados hashagar de Saburo.
Llevaba metidas bajo el obi dos pistolas de rueda, por dentro del kimono, donde la holgada prenda formaba bolsillos improvisados, pero muy accesibles. En cuanto al resto, yo no me había aficionado a las catanas. Puesto que mis manos y mis ojos no tenían queja alguna del estoque, no pensaba arriesgarme a utilizar un arma nueva todavía.
Gabriel aplicó los talones a los flancos de su caballo y me alcanzó.
—¿Quién te parece que nos va a recibir?
—¿Tropas de piqueros? —Yo llevaba ya rato buscando las formas de morriones o cascos abiertos perfilados contra el horizonte—. ¿Encabezados por un padre jesuita? ¿Una tropa de soldados con los colores de Tokugawa?
—Sitios de sobra para refugiarse ahí fuera, Raoul.
La hierba larga crecía hasta el borde mismo de la arena, el viento la recorría entera en oleadas repletas de susurros. Ni veríamos, ni oiríamos a los hombres que decidieran atravesarla. El promontorio Hako parecía estar recubierto de pinos, de la especie típica de los Japones.
—Todo dice «bienvenido a la emboscada» —comentó Gabriel y yo no pude contradecirle.
Al sur, tierra adentro, vimos unas colinas; y más, mucho más al suroeste se encontraba Nagasaki. Pensé que, si tenía alternativa, sobornaría a algún pescador para que nos sacara de la provincia de Chikuzen por mar. Me dolía el culo.
—Los dos podéis volver. —La voz ligera de Dariole interrumpió mi examen del paisaje, buscaba soldados. El viento le metió por los ojos el pelo que acababa de alcanzarle la longitud adecuada. Al mirarla me parecía mitad samurái, mitad gaijin con las armas que llevaba junto al muslo, el estoque y la daga europea.
—La muchacha no es mucho más brillante que vos, ¿eh? —gruñó Gabriel—. Sieur.
—¿Vuelvo a ser «sieur»? Debo de haber perdido tu favor...
Gabriel esbozó una sonrisa torcida. Dariole no reaccionó.
Ojalá esta muchacha alardeara un poco más y lo que dijera fuera un poco menos en serio.
—No se os ocurra entrar a la carga y hacer que os maten —ordené—. Y no vais a matar a Fludd. Mademoiselle, que yo sepa, no tenéis deseo alguno de hacer daño a Gabriel.
La joven me miró con el ceño fruncido, confusa, y al fin habló:
—No.
—Que es por lo que voy a decirle que os baje de esa bestia y os ate de manos y pies si creo que estáis a punto de cometer una locura.
Gabriel levantó las cejas y dejó escapar un silbido. Dariole clavó su mirada en la mía durante un buen rato. La joven bien podría escapar de Gabriel, pero no sin herirlo, y estaba claro que ambos lo sabían.
La tensión se desvaneció de forma perceptible de sus hombros.
—Si queréis oír lo que tenga que decir antes de...
—No tengo ningún interés en lo que el doctor Fludd tenga que decir. —El tono crispado de mi voz me sorprendió. Recuperé la compostura y añadí—: Solo quiero estar seguro de qué guardia ha decidido traer consigo M. Saburo. Su hacienda no está lejos de aquí. Esto es «territorio neutral» solo por cortesía.
—Y estamos haciendo esto, ¿por qué habías dicho? —interpuso Gabriel con aire pesimista.
Dariole me sorprendió adelantándose.
—Porque ahora sabemos dónde está. Si es que está aquí. Solo durante un minuto sabemos dónde está, en lugar de que sea él el que siempre sepa dónde estamos nosotros. Si no llegamos a verlo aquí, si regresamos, jamás lo volveremos a ver.
Y no añadió: «Y por tanto, es ahora cuando puedo matarlo». Yo no mencioné el nombre de M. de Sully. Comprendía que esas cosas pendían aplastantes y tácitas entre nosotros.
Esperé hasta que ella me miró con atención, solo el cambio de postura de su cuerpo controlaba el caballo pardo que montaba, y dije:
—Por esa misma lógica, Fludd no estaría aquí si calculara que va a sufrir algún daño.
Dariole inclinó poco a poco la cabeza y asintió. Había algo de la duelista incluso en ese sencillo movimiento. Durante un intenso momento deseé bajarla de la silla, hacerla rodar por aquel mar de hierba y enterrar la cara en su piel desnuda.
Pensé que si no fuera un auténtico necio, esperaría hasta que me halagara con una falta de atención momentánea para descabalgarla y meterla en el saco que tanto tiempo atrás le había prometido.
Salvo que, después de Dead Man's Place, no creía que pudiera violar su voluntad de ese modo.
La única esperanza que podía albergar era que la situación no permitiera el asesinato. Cosa de la que tenía que admitir que, si fuese el doctor Robert Fludd, me aseguraría hasta el punto que fuese humanamente posible, y, después de todo, su humanidad era menos falible que el resto. Era por tanto probable que, al menos en esa ocasión, yo pudiera evitar que aquella muchacha y yo entráramos en abierto conflicto.
—Espadas, pistolas, ingenio —dije—. Confiad en todo ello; protegeos el uno al otro. Y ahora, a cabalgar.
En medio de un torbellino de arena hicimos galopar a las bestias colina arriba, alejándonos del mar de hierba y ralentizando el paso al llegar a los pinos del promontorio Hako. Unos cuantos sampanes pescaban allí donde el agua rompía sobre las rocas, a unos veinte metros de la costa. Hice que nos adentráramos más entre los árboles. No hay razón para que no haya un hombre con un arcabuz ahí fuera.
Cuanto más nos alejábamos por el promontorio más escasos eran los pinos. Los cascos de los caballos pisoteaban la hierba verde y suntuosa, comida por los ciervos. Por un instante volví con el recuerdo a las cacerías que atravesaban los bosques del rey Henri. El olor del mar me recordó lo lejos que estaba de Francia.
Al echar la vista atrás, hacia tierra firme, vi solo la aldea; los pequeños tejados puntiagudos y solitarios que se distinguían entre la bruma. Esto no es ninguna cacería, pensé de repente.
La reacción de Dariole fue pronta y cuando habló le brillaban los ojos.
—Normandía, messire. ¿No os recuerda a aquella playa, en Normandía?
—Los veo —nos interrumpió Gabriel con un ligero movimiento de la cabeza que alguien que nos vigilase no notaría—. Justo delante. Hay dos. —Hizo una pausa—. Solo dos.
Hacia el final del promontorio se apiñaban los pinos; luego se iban reduciendo primero hacia la tierra abierta y luego hacia una franja de arena blanca. Una verja torii surgía medio oculta en el último bosquecillo. Detrás había dos hombres sobre la playa, con solo el mar a sus espaldas.
Dariole me miró desde la silla. Vi que el sol le había marcado la cara. Estaba tan morena como las jóvenes campesinas de Brissac que trabajan en la cosecha. Vi el hueco que había dejado el diente perdido cuando esbozó una amplia sonrisa. Al recordar cómo lo había perdido me dolió el corazón.
—Sabía en lo que me estaba metiendo —dijo Dariole con firmeza—. Caterina tenía razón, messire.
Sin previo aviso clavó los talones en los flancos de su caballo.
No había visto, (o quizá no había notado, pues me parecía algo tan natural) que se había puesto espuelas.
El pardo, que procedía de Nihón, no estaba en absoluto acostumbrado a espuelas, se encabritó y a punto estuvo de tirarla; yo por solo un dedo evité que los cascos delanteros me golpearan la silla y el muslo.
Tiré de las riendas con fuerza, sentí que las ataduras de paja que utilizan los nihoneses en lugar de herraduras metálicas se clavaban en la hierba húmeda y conseguí evitar que mi caballo saliera disparado.
La montura encabritada de Dariole dibujó un círculo, pateó el caballo castrado de Gabriel, que a su vez se encabritó, dio media vuelta y salió disparado hacia los pinos.
—¡Gabriel! —¡Dejó que lo golpeara!
Las espuelas de Dariole cavaron unos túneles ensangrentados en los flancos del pardo.
El animal cargó de pronto al galope y solo la suerte lo llevó hacia el extremo del promontorio.
Yo clavé los talones en la montura y lo azoté con los extremos de las riendas; el animal levantó la cabeza y se echó hacia atrás, no hubiera sido más difícil moverlo si delante hubiese tenido un muro.
—¡Merde! ¡Dariole!
Allí delante, en la arena blanca del final del promontorio, dos figuras diminutas miraban y señalaban.
Mi caballo dio varios pasos hacia atrás y dibujó un círculo, no respondía ni al látigo ni a las riendas. Me tiré de la silla y lo abandoné; empecé a correr a toda velocidad por aquella hierba exuberante. Puede que la alcance, si se detiene, si su montura se rebela otra vez...
Tenía la sensación de estar corriendo por cola, arenas movedizas, barro profundo. No suelo moverme con lentitud cuando corro, pero, a pesar de todo, la joven se iba reduciendo ante mis ojos, había atravesado los pinos y la verja torii.
Su caballo hizo un amago y tropezó en el terreno que se abría ante la playa.
Escuché un grito aflautado, como el chillido de una gaviota.
El caballo se levantó con la cabeza baja, arrastrando las riendas.
Cogí aliento para llamarla mientras Dariole se ponía de pie con esfuerzo al lado del animal lisiado.
Mientras continuaba azotando la hierba hacia la estrecha franja de playa distinguí a los dos hombres.
Robert Fludd.
Y a su lado Tanaka Saburo. Maldito sea su rostro de Judas.
Casi sin aliento salí disparado por la hierba pisoteada por los cascos. Delante de mí Dariole estiró la mano para quitarse las espuelas y dejarlas caer. Siguió adelante cojeando, poco a poco, entre pinos recién nacidos, demasiado pequeños para ocultar a nadie tras ellos. Expuesta a los campantes que pescaban en el mar.
No resonó ningún disparo.
Ningún otro hombre salió a mi espalda, de detrás de los pinos más gruesos.
Solo los dos hombres permanecían en el extremo del promontorio Hako.
Me caía el sudor por los ojos. Un samurái bajo, fornido, con un kamashirto de color ocre brillante y azul por encima de un kosode y kabakama verdes. ¿Es ese Saburo? ¿O es solo lo costoso de su ropaje lo que me confunde?
A su lado, Robert Fludd.
No me cabía duda, un europeo con jubón y calzas ahuecadas, todo ello en sobrios verdes y grises, el sol hacía de su rostro un disco blanco sobre la pequeña gola. Un hombre delgado, a juzgar por las pantorrillas, que debería llevar una túnica que le prestara algo de volumen.
Sí, no hay muchas posibilidades de que lo olvide.
Saburo se adelantó.
—¡Alto! —Aquella misma orden profunda, autoritaria, resonante.
Dariole ralentizó el paso y se detuvo a unos cincuenta metros de Robert Fludd, a treinta de Saburo.
Subí a grandes zancadas hasta que la alcancé y me detuve; luego me doblé con las manos en los muslos, jadeando. En cuanto pude erguirme le puse una mano con fuerza en el hombro para impedir que se moviera. ¡Lo ha in tentado y se lo he impedido!
No había refugio suficiente para que Gabriel me siguiera y flanqueara a Saburo. Nos encontrábamos tan expuestos como el samurái y Robert Fludd.
—¿Es ese Fludd? —Dariole se limpió el sudor de la frente, respiraba hondo y se protegía los ojos con la mano—. El gaijin. ¿Es él?
—¿No reconocéis...? ¡Jamás lo conocisteis! —me corregí, maravillado de repente. ¡Esta chica ha cruzado medio mundo y solo conocía a este hombre por su descripción!
—Saburo lo describió, en la casa de Southwark. Lo vi una vez. De lejos. Y tengo un esbozo, de los archivos de mi señor Cecil. —Permaneció en la misma postura, mirando hacia delante con los ojos entrecerrados para defenderse del sol—. Pensé que su presencia sería más impresionante.
No le solté el hombro.
—No hace falta tener una presencia impresionante... para dejar que sean otros los que hagan el trabajo sucio. —Miré furioso a Tanaka Saburo, que en ese momento se acercaba lo suficiente como para poder charlar y para que mi cólera lo abarcara.
Saburo levantó la mano y los pliegues de un abanico de papel reflejaron la luz.
Los barcos de pesca de la costa se volvieron como uno solo y varios hombres comenzaron a remar para acercarlos a la playa que tenía el samurái a su espalda. Unos treinta hombres con armaduras baratas y lanzas finas y largas en las manos se bajaron de los botes, chapotearon hasta la orilla y formaron detrás de Robert Fludd.
—¡Qué diablos! —murmuró Dariole.
—Lo siento, Dari-oru, Rosh-fu —exclamó Saburo sin aparente esfuerzo desde el otro lado del espacio que nos separaba, su voz era clara y profunda—. El honor exige que defienda a este hombre. El shogun lo necesita. Debemos hablar, aquí. Declarar la paz.
Con una rápida mirada conté hasta cuarenta de sus hashagar, dispuestos en formación detrás de Fludd. ¿Son tan disciplinados como parecen cuando se trata de luchar? ¿Hasta qué punto podría arriesgarme?
Atracó un segundo bote en el promontorio, más cerca de nosotros. Los «pescadores» se despojaron de los holgados kosode y recogieron teppos de cañón largo del fondo del bote. Hechos en Nihón o importados, no dejan de ser mosquetes.
Saburo se apartó unos cuantos pasos para hablar con los oficiales que mandaban a sus bien armados «campesinos». Me pareció que tenía el rostro más delgado y que en su cabello había más canas; y se había afeitado la parte anterior de la cabeza. Le sobresalían dos empuñaduras del obi, pero no tenía las manos cerca.
Fludd se quedó atrás, justo detrás de la primera fila de soldados. La distancia... Excesiva para que yo pudiera realizar un disparo preciso pero no tan excesiva como para que una andanada de mosquete no nos hicieran trizas a nosotros.
—Si me gastáis otra bromita de esas —le dije a Dariole intentando conservar la calma—, no conseguiréis más venganza que la de un teppo volándoos los sesos, ¡y puede que sea el mío! ¿Me entendéis?
Dariole asintió sin mirarme ni hablar.
—Me temo que eso no os compromete demasiado, mademoiselle.
El oficial de Saburo gañó algo.
—¡Monsieur Saburo! —Señalé algo a mi espalda—. Es probable que mi sirviente Gabriel Santon salga de estos bosques. Tened la bondad de no dispararle.
—Hai. —Saburo miró por encima del hombro y gruñó.
Ese sonido, conocido como era, me recordó de inmediato a Londres y no pude contener el desdén.
—¿Queríais un Nostradamus propio? ¿Para el rey de los Japones? Debería haberlo tenido presente, monsieur. Me repruebo por no haberlo pensado.
Dariole no dijo nada.
Se limitó a clavar la mirada en Fludd, no en Saburo, aunque bien podría haberlo culpado a él también; después de todo, el samurái estaba allí cuando ella se encontraba en la Torre, y en el camino a Wookey, y estaba enterado de todas y cada una de las acciones cometidas por Robert Fludd. Y después; por tanto para ella era el igual de Judas.
Pero la joven hizo caso omiso de Saburo.
Apreté con el puño el kosode de Dariole.
—No hagáis nada. —Me las arreglé para mirar a mi alrededor con aire ostensiblemente despreocupado—. ¿Que M. Saburo es un traidor? Y qué. Ofrecedle a cualquiera un recurso valioso y lo cogerá. Así es la naturaleza humana, que, por cierto, yo he pensado con frecuencia que se parece mucho más a la de Judas que a la de cualquiera de los otros apóstoles.
Saburo les dio la espalda a sus soldados.
—Rosh-fu, esto es muy difícil para mí.
Dejé que me viera observar a sus hashagar.
—Es evidente.
—Mi obligación para con vos y mi obligación para con Tokugawa. —Frunció el ceño y nos miró—. ¡Dari-oru-sama! A Furada no le dais muerte vos. El propio Furada-san me lo dijo. Hizo los cálculos en el barco.
—Sí; calculó que seríamos lo bastante necios como para venir aquí a que nos mataran —dije con amargura. ¿Por qué hace caso omiso un hombre de sus instintos y se mete en una emboscada? ¡Sabía que todos estos hombres estarían aquí!
Un vistazo a lo que tenía al lado me dijo por qué.
Porque esta muchacha iba a estar aquí ya estuviera yo o no. Ya pudiera venir a caballo o tuviera que caminar hasta que le sangraran los pies. Estaba allí por ella, nada más. Aunque nos encontrásemos en bandos diametralmente opuestos y ella necesitase a Fludd muerto y yo necesitase que viviese. Con todo, intentaría evitarle todo el daño que pudiese.
Saburo volvió sus ojos negros hacia Dariole y exclamó desde el otro lado de aquel terreno abierto.
—¡Defiendo a Furada! No le ataquéis. No quiero mataros, Dariole. La obligación que tengo para con el shogun significa que lo haré, si me obligáis.
Dariole lo miró con fijeza.
—Lo lamento y os pido perdón. —Saburo se inclinó—. ¿Queréis que le diga a Furada ahora que consentís en hablar con él, Rosh'fu'san? Él desea la paz.
En el francés que esperaba con todas mis fuerzas que Fludd no le hubiera enseñado a Saburo dije:
—No os neguéis, mademoiselle, o somos hombres muertos, aquí y ahora.
Pasó un largo momento. El sudor me rodaba por la espalda, bajo el kimono. Dariole asintió una sola vez y pareció encogerse sobre sí misma.
—¡Decidle que hablaremos! —exclamé, y al mismo tiempo solté a Dariole y flexioné los dedos acalambrados.
Saburo se inclinó con brusquedad, dio media vuelta y se alejó a zancadas hacia su primera tropa de hashagar, y hacia Fludd. Hablaron entre ellos. Fludd cogió el brazo del samurái como haría un europeo y los dos dieron una vuelta por la playa, donde la hierba fina crecía entre la arena. Los soldados se apoyaron en sus lanzas de cuatro metros. El olor de las mechas quemadas salvaba los metros que nos separaban.
—Creo que jamás os he preguntado si sabíais nadar, mademoiselle. —Bajé la cabeza y la miré—. En algo más que unos cuantos centímetros del río Támesis.
No cruzó su rostro un destello de comprensión ni tampoco una sonrisa. Contemplaba a Fludd como si contemplara las verjas del Paraíso cerrarse ante su propia cara. Saburo le dedicó a Fludd un asentimiento brusco, habló con el oficial de la tropa y luego se acercó con paso firme al escuadrón del flanco.
—Lo menciono, mademoiselle, porque es muy probable que haya más hombres en los árboles, a nuestras espaldas y puede que nadar sea el mejor método de huida. Dependiendo de lo bien que disparen esos mosquetes...
... no me está escuchando, comprendí.
—Dariole...
Una punzada me sacudió las entrañas; me dejó sin aliento y tuve que hincar una rodilla en tierra.
Lo comprendí solo al volver la vista atrás: con la velocidad de un duelista, la muchacha había posado la mano en la daga, había desenvainado y me la había estrellado contra el pecho, justo por debajo de la unión de las costillas.
Caí esforzándome por respirar con unos pulmones llenos de cristal.
¡No hay sangre!, observé; estaba en cuclillas en el suelo, doblado y con los brazos cruzados sin querer sobre el vientre.
Lo había hecho con el pomo de la daga, ¿por qué?
Dariole se adelantó sin hacer ninguna pausa, caminaba con paso firme, directo, se le notaba la cólera en los puños apretados. Había determinación en su rostro.
—¡D...! —No podía coger aire suficiente para gritar o moverme. Y yo creía que había dado el paso al azuzar su caballo...
Dariole continuaba hacia el extremo del promontorio sin mirar ni a derecha ni a izquierda, inmune al ruido y los gritos que se alzaban. Apenas hubo una fracción de segundo para que tanto los hashagar como Saburo la vieran llegar. El sol se reflejaba en su cabello, que brillaba mientras ella iba acelerando el paso. Los soldados bajaron las lanzas y levantaron los teppo; Saburo abofeteó a un hombre y bramó órdenes por encima del ruido y los gritos. No disparó nadie.
Saburo se adelantó y se alejó de sus hombres para interceptarla. Se acercaba en diagonal para interponerse entre ella y Fludd.
—¡No! —Me puse en pie cojeando, el dolor me invadía el pecho y se me nublaba la vista; saqué una de las pistolas de rueda del kimono.
No podía garantizar a quién alcanzaría.
Saburo desenvainó con un movimiento ágil las catanas sin dejar de moverse hacia ella. Dariole continuó como si no lo viera, con los ojos clavados en Robert Fludd. Lo único que yo podía pensar era ¡No, no lo hagas, jamás te metas enfadada en una pelea...!
Pero no estaba enfadada. La suya era una cólera fría.
Las dos espadas del samurái absorbieron una mínima cantidad de luz del aire y la reflejaron como espejos. Dos hojas curvas, pesadas como sables o espadones.
Fludd se quedó mirando a Dariole desde el otro lado de la arena blanca, había avidez en su expresión.
Eso era lo que él había calculado. Que ella atacase. Y que muriese. Está enfadada, cometerá un error, y morirá.
Levanté la pistola; y todos los hombres de la tropa más cercana de hashagarme apuntaron con los mosquetes.
Dariole desenvainó su acero sin dejar de caminar. El mismo estoque italiano de casi un metro que yo le había llevado a Wookey. Sujetó la daga con torpeza con la otra mano, casi la dejó caer. Con solo ver eso supe la furia que le recorría las venas, que eso nublaría su juicio, destrozaría su tiempo de reacción y terminaría con ella muerta bajo el acero del samurái.
¿Es que he de soportar esto: es que he de ver cómo Fludd convierte a Saburo en su asesino y aun así debo mantenerlo con vida...?
Todo ocurrió en unos cuantos segundos, el tiempo que tarda un hombre en contar veinte latidos.
Dariole se adelantó sin perder el paso y casi echó a correr hacia el samurái. No me di cuenta hasta entonces de que ella lo había visto allí en medio. Saburo levantó la punta de su catana y frunció el ceño. La joven gritó algo, no pude oír qué.
Apreté el puño que sostenía la pistola, los nudillos se me pusieron blancos. ¡No me atrevo a disparar sobre ellos estando tan juntos!
Pero tenía que hacer algo.
Dariole echó a correr directamente hacia el nihonés con la punta del estoque estirada por completo, y no dejó de avanzar; continuó corriendo, casi estrellándose contra la punta cincelada de la hoja del samurái; Saburo dibujó una curva amplia y experta que convirtió en una estocada larga y acertó al instante.
Me oí emitir un gemido.
En el mismo instante en que el samurái la golpeó, Dariole subió el brazo izquierdo y bloqueó de forma deliberada la cuchillada. Goteó la sangre y salió volando por el aire en una larga sarta curvada.
El metal brillante se incrustó y sobresalió por el otro lado de la carne de la joven.
Como si fuera el único foco de mi visión, vi que la catana se incrustaba entre el radio y el cúbito; había atravesado con limpieza el antebrazo...
Todavía avanzando, sin perder el ritmo ni por un instante, Dariole adelantó el brazo izquierdo, lo subió por la catana (el hueso chirrió contra el acero) y agarró el disco de metal del guardamanos de la espada, sus dedos se trabaron en los agujeros tallados en el hierro.
La sangre le cubría la mano, el brazo; le chorreaba como un río por el codo.
Y en ese mismo segundo el estoque de Dariole lamió el aire y cogió la catana más pequeña de Saburo; la espada provocó un torbellino parpadeante de acero que cayó en el polvo con un golpe seco cuando la muchacha se la arrancó de la mano.
Tras sujetar con fuerza el guardamanos de la catana larga del samurái, la joven tiró del arma hacia ella. Atrajo a Saburo, tenía la espada del samurái inmovilizada; luego tiró de él y le lanzó una estocada. Por dentro del guardamanos de él...
La conmoción me había paralizado el pecho. No podía respirar.
La hoja del estoque de Dariole destelló bajo el sol y luego se apagó.
Saburo se miró el estómago, asombrado y sorprendido.
Dariole le clavó la hoja todavía más, empujó y apoyó todo el peso de su cuerpo en el acero. Saburo se tambaleó hacia atrás con pesadez mientras Dariole, tenaz, no dejaba de sujetar la empuñadura. El filo cortante del estoque se sacudió en una serie de movimientos bruscos por el vientre del samurái antes de volver a subir, cortando la piel hacia el tórax.
La hoja del estoque se retorció.
Al samurái se le cayó de la mano la empuñadura de la catana.
Todavía con la espada del oriental clavada en el brazo, Dariole le sacó al samurái el estoque del cuerpo. El acero salió por el estómago de Saburo, justo por encima del ombligo.
El oriental se tambaleó hacia atrás, Dariole avanzó arrastrando grotescamente la espada que la había empalado.
Los hombres de Saburo chillaron, gritaron.
Saburo cayó sobre la arena, primero de rodillas, luego de costado.
Dariole también se derrumbó con una rodilla en la arena. Se le cayó el estoque de la mano. Volvió a ponerse en pie con un tambaleo. No miró a Fludd, que se encontraba un poco más atrás. Solo miraba a Saburo, tirado en el suelo.
Un ruido estridente, imperativo, estalló entre los soldados hashagar haciendo pedazos la conmoción que me embargaba.
Conseguí llegar hasta Dariole corriendo como un loco, cojeando, sin aliento, tensando el cuerpo contra el impacto de las balas de los mosquetes.
Los soldados hashagar de la primera fila se movieron.
Una veintena de ellos sujetaron a Robert Fludd.