Rochefort: Memorias

35

Una vez dentro de la Torre le tiré las riendas al sirviente que me aguardaba, crucé la hierba entre las amplias murallas y dejé de pensar en el malhumor que me embargaba.

¡Además, hay muchas posibilidades de que terminen matándome en la lucha que se produzca alrededor del palacio de Whitehall! Si, de hecho, este intento de restaurar a Jacobo no da comienzo a la gran revuelta y guerra civil de la que habló Caterina. ¡Y con eso se resuelven todos mis problemas, a perpetuidad!

A aquella brillante hora de las seis vespertinas de un día estival inglés las tiendas se habían montado en el césped, dentro y fuera de la Torre, comenzaba a elevarse el humo de las hogueras y las voces de los hombres eran estridentes y alegres. Me saludaron uno o dos hombres, era evidente que Ned Alleyne y los cómicos habían mencionado mi nombre alguna que otra vez.

Cosa que me hizo sonreír, aunque con cierta tristeza. Lo cierto era que con «el demonio del rey Jacobo» de Nihón y ahora el «monsieur francés del rey», me preguntaba si Jacobo Estuardo conseguiría salvar su reputación, por no hablar ya de su vida...

—No me digáis dónde vais a estar, ¿queréis? —se quejó una voz. Me volví y me encontré con Mlle. Dariole, que se acercaba a mí entre la multitud.

—¿Nada?

—Nada —gruñó—. Cuando Northumberland y Ralegh se fueron, se lo llevaron todo.

Su mirada pasó a mi lado y se dirigió a la Torre Byward. Oí gritos procedentes de la garita.

—¡Eh! Saburo ha vuelto. ¡Otra vez!

Sabía que no tenía sentido intentar preguntarle mientras se abría camino entre la multitud, así que me volví y me dirigí a los aposentos de Jacobo en la Torre Blanca.

Dariole me alcanzó cuando salí de la escalera de caracol y se colocó a mi lado cuando me acerqué a inclinarme ante Jacobo.

—¡No está allí! ¡Saburo dice que no lo tienen! ¡Messire, no hay posibilidad de averiguar dónde está Fludd si no está con el príncipe Enrique!

—Bien podrían estar mintiendo. —Me quité de en medio cuando una docena de miembros de una de las milicias (que cumplían un entusiasta, si bien no del todo eficaz, turno de guardia) hacían pasar a Saburo a presencia del rey.

—Sí, puede que sí.

Más allá de las grandes ventanas puntiagudas de la torre que daban al este, el río y el Estanque de Londres destellaban bajo nosotros, despojado ahora de los barcos con los que M. Saburo se había entusiasmado en una de esas ocasiones vespertinas en las que esperaba para llevar el siguiente mensaje de Jacobo río arriba, a Whitehall. Tan alta es la Torre Blanca que, desde las ventanas del lado occidental, la mirada de un hombre podría pasar sobre miles de tejados picudos, no había nada tan elevado hasta la rechoncha altura de San Pablo.

Río abajo el agua dibujaba una curva hacia el este, interrumpida por el Puente de Londres. En algún lugar, río arriba, entre la polvorienta calima dorada, al oeste, debían de estar las agujas del palacio de Whitehall y la abadía de Westminster.

—Sigo diciendo que Fludd lo sabe. —Dariole bajó la voz cuando salió de entre la multitud de cortesanos y se reunió conmigo en el hueco de la ventana. Con la espada puesta y despojada de la gorra de terciopelo, se parecía incluso más a un adolescente—. Que vos sepáis, seguimos haciendo exactamente lo que él quiere que hagamos.

—¿Devolver al rey Jacobo a su trono? —aventuré con cierta ironía.

—Quizá así sea como ha de morir Jacobo. La mascarada de Wookey era solo para traernos aquí. Recordad que dijo que vos asestaríais el golpe. Quizá por eso estuvo de acuerdo con que Enrique intentara matar a su anciano padre en la mascarada. Porque sabía que eso no haría daño alguno, que seríais vos el que lo haríais más tarde.

—O es posible que haya mentido —la contradije—. ¡Solo porque un hombre sepa predecir el futuro, eso no significa que siempre diga la verdad! O es posible que vuestras decisiones ya nos hayan sacado del camino de sus profecías. O... ¡Un hombre podría volverse loco intentando desentrañarlo!

Dariole gruñó.

—¡Y vos —le dije- habéis pasado demasiado tiempo en compañía de ese samurái!

Cuando Jacobo Estuardo ordenó que se despejara la habitación, la figura pequeña de M. Saburo se hizo visible entre los cortesanos. La breve señal que el rey les hizo a los guardias para que nos permitieran permanecer en la sala, yo la tomé como una orden para adelantarnos.

Dado lo enorme y oscuro que era el interior de esta fortaleza medieval, era menester encender las velas a pesar de que todavía había luz fuera. La luz se arracimaba alrededor del rey Estuardo. Habían encontrado en alguna parte una silla antigua que me pareció que debía de haber sido nueva alrededor del reinado de Francisco I y que le servía de trono.

El samurái cayó de rodillas sobre las antiguas tablas de roble y el sonido despertó ecos en aquellas paredes medievales de mampostería.

—¡Soy indigno, gran rey emperador! —Saburo inclinó la cabeza hasta el suelo—. Muy lamentable: he fracasado. No puedo conseguir que Seso-sama acceda a venir al interior de murallas de la Torre. Solo aceptará los aposentos del rey Enrique, en la casa junto a Middle Temple.

Jacobo levantó las pobladas cejas.

—¿Permitirá ahora un guardaespaldas real?

—Sí, rey emperador. Pero dice que debe ser samurái. No confiar en compatriotas.

El rey Estuardo asintió sin prisas. Lo comprendí entonces, un compromiso que ni arrastra a Cecil al interior de la Torre ni a Jacobo al palacio de Whitehall; ambos bandos pueden traer un número limitado de hombres armados y el objetivo es hablar y no una guerra...

—Monsieur Saburo ha conseguido un gran éxito para su majestad —dije mientras me inclinaba ante el rey—. Yo solo veo el problema de los hombres. Ojalá tuviéramos más hombres como M. Saburo, y más catanas.

Saburo parpadeó a la luz de las velas.

—Espada es el alma del samurái. ¡Los otros, llevad teppo!

Mademoiselle Dariole se rió por lo bajo, un sonido al que yo habría puesto alguna objeción si el rey no hubiera hecho uno parecido.

Y Jacobo conoce la palabra nihonesa para «armas», eso sí que da que pensar. Era una pena que yo no pudiera escuchar ninguna de sus discusiones comerciales...

Dariole hizo la reverencia insolente de un paje francés. La sonrisa que se extendió por su rostro me inquietó incluso antes de que dijera nada.

—Sé cómo puede hacerse. ¡Vamos disfrazados! De modo que podamos tantear el terreno con Cecil, ver si es leal o no.

¿Y encontrar a Fludd?

Parpadeé.

—Vos... vos continuáis mereciéndoos vuestra reputación, vuestras sugerencias siguen siendo improbables.

Jacobo Estuardo carraspeó por encima de sus gruesos dedos.

—Si el señor secretario Cecil en verdad nos cree muerto, entonces parecerá en cualquier caso desleal, dado que Enrique es su único rey.

Jacobo se levantó, se apartó de la silla y le hizo un gesto a Mlle. Dariole para que se acercase. Comenzó a cojear por las tablas, de un lado a otro, con el grueso brazo sobre los hombros de la muchacha, susurrándole al oído.

¡El pequeñín favorito de Jacobo, Robert Carr va a encargarse de envenenar a Mlle. Dariole si alguna vez llegamos a devolverles la normalidad a estos ingleses! Sofoqué un bufido. Mi sentido del humor se desvaneció cuando vi por la postura de los hombros que la joven encontraba el abrazo incómodo, algo de lo que el rey no parecía en absoluto consciente.

Por un momento me planteé informar a Jacobo Estuardo de que su último y joven favorito tenía en los calzones algo que, si estaban en lo cierto los rumores, no complacería al rey demasiado. Cuando pensé en la reacción inmediata de Dariole tuve que rechazar la idea. La muchacha no dudaría en actuar de modo que yo terminara como gato panza arriba delante de Jacobo I y VI.

Además, el monarca no va a hacerle ningún daño, medité. Y Dariole no me agradecerá la interrupción, no cuando Fludd todavía es un punto de fricción entre los dos.

El rey Estuardo se detuvo de repente y quitó la mano del hombro de Dariole.

—¿Cómo podría hacerse de modo que no quedemos expuesto y nos asesinen? Arriesgaríamos mucho entrando en la ciudad. ¿Cómo iremos sin que observen nuestra presencia?

—Como guardias de messire Saburo. Majestad, nos tendríais a todos con vos.

No estará... no estará sugiriendo que Jacobo Estuardo se disfrace con el mismo atavío que M. Saburo. Dios bendito.

—¡Vos —comenté- habéis visto demasiadas obras de teatro!

—¿Quizá las obras nos traen buena suerte? —Jacobo Estuardo le dio la entonación de una pregunta, pero yo sabía muy bien que era una afectuosa reprimenda.

La reverencia me permitió ocultarle el rostro el tiempo suficiente para ahogar la emoción que sentía. ¡Se ha vuelto loco! ¿Quería poner en escena la obra del duque disfrazado que va a supervisar a su equivocado consejero? Me parecía a mí que, entre su actuación de Somerset y la representación en La Rosa, Jacobo Estuardo quizá se inclinaba demasiado por cualquier sugerencia que incluyera actuar. ¿Es que no se daba cuenta de que las espadas y las pistolas serían de verdad?

Bueno, también lo sería la pérdida del trono si no hacía algo.

Me hizo sonreír que se mostrara tan osado, y luego recuperé la sobriedad al pensar que encontraba aquel valor en la rebelión de su hijo.

Dariole le hizo una reverencia al rey que no fue más que un papirotazo de la cabeza. La luz de las velas reflejaba el oro de las puntas rizadas de sus cabellos. Su expresión era a la vez fría y emocionada.

—Tenéis que observar a mi señor Cecil, majestad. ¿Y de qué otro modo podemos meteros en la misma habitación con él, para que podáis juzgarlo?

Observé que Jacobo Estuardo no daba orden alguna al representante de la Corona en la Torre, al parecer no tenía intención de que se realizara ninguna acción sensata, como tirar al joven Dariole de cabeza al foso.

—Será menester algo más que el jubón de maese Alleyne para disfrazarnos —observó Jacobo.

—Messire Saburo tiene un montón de ropas de samurái. —En un aparte explicativo que parecía abarcar todas las excentricidades del extranjero, Dariole añadió—: Le gusta lavarla. Todos los días... Si os lo pusierais, majestad, todo el mundo miraría el disfraz, no al hombre. Todos nosotros podríamos ir vestidos de sirvientes del embajador, mi señor.

Vi un destello en los ojos de Jacobo que preferiría no haber visto.

—¿Sois hábil con esa catana vuestra, maese embajador?

Hai.

Si leí bien el monosílabo de M. Saburo, se podía traducir como ¡Solo porque sois rey y mi rey os necesita, podéis vivir después de proferir semejante insulto! Jacobo Estuardo se limitó a mirarlo con una sonrisa radiante, a él y a mí.

—¡Monsieur de Rochefort, no pongáis esa cara tan larga! Y escuchadme bien, conservamos la vida todavía, por mor de la signora Caterina y por mor de las decisiones tomadas por maese Dariole. Vos, él y M. Saburo tenéis espadas hábiles suficientes para defender nuestra persona. Aventurémonos en esta cacería. Nos complacerá ver con nuestros propios ojos si el maese secretario se condena con sus propias palabras. ¡El aposento del «rey» Enrique, nada menos! Maese Saburo, mostradnos esas prendas vuestras.

Las idas y venidas de Saburo entre el palacio de Whitehall y la Torre para dar y recibir mensajes ocuparon la mayor parte de aquella larga y luminosa velada. Parece que no haremos nada hasta la mañana.

Había tenido ocasión de visitar los barracones de los carceleros y encontrarme con las milicias; para cuando terminé aquella tarde estaba más que listo para sentarme al aire libre, al lado de una de las hogueras, tantear el ambiente y comprobar los rumores, como debe hacer todo buen espía. Bebí más de lo que era prudente.

—Todo depende de Cecil...

Dariole se dejó caer en tierra, a mi lado, no demasiado cerca del fuego.

La hoguera en sí era más para cocinar que para dar calor; la muchacha le dedicó a la cocinera una mirada que le granjeó una empanada tostada y un pellizco en la oreja.

—Creo que si hay alguien que sepa dónde está Fludd, es ese hombre —comentó mientras masticaba.

¿Cuándo se había convertido ese gesto en algo natural para ella?

En algún momento de las últimas semanas, comprendí y la hierba pareció girar poco a poco bajo mis pies. Le había empezado a parecer natural buscarme. Y sentarse a charlar conmigo, sin más, sin intentar matarme.

—Si podemos ver a Cecil, veremos a Enrique, y entonces creo que podremos respirar tranquilos —añadió con tono enérgico.

Me cambié la vaina del estoque a una posición más cómoda.

—Cuando alguien dice eso, las cosas están a punto de salir catastróficamente mal.

Hizo una mueca de desprecio que se convirtió en una sonrisa deliciosa, una sonrisa que mostraba una mera insinuación de sus blancos dientes. Me dolió en el alma ver el rastro de su dolor, aquel hueco apenas visible en la parte posterior de la mandíbula.

Y es posible que ambos muramos antes de que se resuelva algo de este asunto de reyes y matemáticos...

Movido por la impaciencia, el deseo y la estupidez, y con la lengua suelta por la bebida con la que, quizá por ese motivo, me había excedido, me incliné sobre la hierba y hablé en voz baja.

—Mademoiselle... deseo yacer con vos esta noche. ¿Querréis compartir cama conmigo?

Un instante de quietud le inmovilizó el cuerpo, un momento que desapareció de inmediato; pero soy duelista, estoy acostumbrado a que las reacciones de los cuerpos de los hombres me hablen con claridad.

—Dariole... —Me puse la cabeza entre las manos—. ¡Dios bendito! ¡Antes de que digáis nada, lo siento!

Su hombro, allí donde tocaba el mío, se había tensado como si su cuerpo estuviera a punto de moverse. Sentí que se relajaba de una forma mínima.

Levanté la cabeza otra vez para mirarla.

—Perdonadme. Sé que no debería preguntaros. Hay tantas razones... Perdonadme. Me venció la emoción, estoy borracho...

Me dedicó una mirada que me detuvo en seco.

—Aparte de cualquier otra cosa —dijo Dariole con tono entrecortado—. ¡No soy la sustituía de vuestra Aemilia Lanier, ahora que esa mujer se ha largado!

—¿Qué? —le pregunté parpadeando como un búho.

—Sí, pone obras en escena, sí, es hermosa... supongo. —Dariole me dedicó una mirada furiosa—. Sí, tiene experiencia, es inteligente, habla seis lenguas y hasta camina sobre el agua, que yo sepa. Y además folla como una cortesana holandesa. Bueno, ¡pues id a buscaros una puta inglesa en su lugar! ¡Yo no estoy haciendo cola!

Me quedé con la boca abierta, aturdido y sin saber qué decir. Si no hubiera bajado tanto la guardia y estuviera menos borracho, me habría dado cuenta de lo rápido que debían viajar los chismes dentro de una compañía de cómicos y la camaradería que había entre ellos y la muchacha. Pero eso sigue sin ayudarme a comprender el resentimiento de Dariole.

Mi mente se sumió en un ataque de pánico.

¡No quería que pensara que estaba enamorado de Lanier!

Pero mejor que lo pensase. Si creía que yo tenía a otra mujer...

¿Pero cómo podía dejarla pensar que había llegado a insultarla de tal modo, que la había elegido solo porque Lanier había desaparecido?

Si no hablo, supondrá...

Dariole estaba sentada a mi lado con la cabeza gacha, contemplando la hierba que las botas de los hombres ya habían comenzado a hacer desaparecer.

—¿Por qué dijisteis que lo sentíais? ¿Qué es lo que sentís? —dijo por encima del ruido de las estridentes conversaciones que camuflaba la nuestra. Le dije la verdad sin premeditación alguna.

—Por ser tan estúpido como para pediros que yacierais conmigo cuando os violaron no ha mucho tiempo, y encima aquí.

Levantó la cabeza. Tenía las pupilas lo bastante dilatadas como para que sus ojos me parecieran negros. Me dolía el alma.

—Vos no me deseáis, messire —me dijo.

Estiré el brazo y le cogí la mano.

La única vez que no debería haberme permitido conservarla y lo hizo.

Se la metí en mi entrepierna. A través de la seda y el lino, mi miembro viril se alzaba duro contra mi vientre.

—¿Qué es eso? —dije con aspereza—. Salvo deseo...

Dariole se encogió.

No se parecía en nada a cualquier movimiento que la hubiera visto hacer. El cuerpo entero se le tensó y se apartó del mío con los dedos extendidos y rígidos.

—¡Oh, Dios! —y le solté la mano.

Arrepentido y a la vista de cualquiera que nos observara bajo aquel cielo que comenzaba a oscurecerse, me di la vuelta a gatas y volví a sentarme.

—¡Lo siento! Dariole... perdóname...

La tierra no se abrió, no cambió la hierba bajo mis rodillas, no estaba tan borracho. Si lo hubiera estado, mi orgullo rebelde no se alzaría como lo hacía. Sentí cierta desorientación, no obstante, estiré el brazo y me aferré a sus botas; la muchacha permaneció sentada con las rodillas levantadas y rodeándose las pantorrillas con los brazos.

Se las solté como si estuvieran hechas de metal al rojo vivo.

—¡Y tampoco pretendo suplicar en broma!

Me hizo falta más valor del que había imaginado para mirarla.

En medio de la creciente oscuridad su rostro estaba blanco e insensible. No miré a mi alrededor.

—Sé que no querréis tener nada que ver con ningún hombre, Dariole... ¡lo siento!

Estiró la mano y me acarició la sien, uno de sus dedos se deslizó por mi pelo.

Conozco bien a Mlle. Dariole: cómo lleva, guarda y cultiva el rencor por los agravios sufridos. ¡Y por un agravio como este!

Antes no sabía lo que sería que me perdonarais.

Era insoportable.

Las puntas de sus dedos bajaron hasta mi mejilla y me frotó la piel bajo los ojos.

—Estáis mojado, messire.

Lo que me desesperó de aquel modo no fue tanto que yo estuviese a punto de llorar como la sonrisa que había en su voz, trémula, un poco temblorosa, pero con todo, allí estaba. Y solo por eso bien podría haber sentido una lágrima ardiente rezumando de un párpado.

—Soy un auténtico necio —dije con la voz ronca—. Debería haber tenido el sentido común de suplicar vuestro perdón hace ya mucho tiempo. Entonces quizá no os tratara tan mal. ¡Ah, mademoiselle! ¿Cómo es que podéis perdonarme?

—Porque me lo habéis pedido.

La conmoción me atravesó el cuerpo entero.

Dariole se detuvo, era evidente que también estaba pensando en ello.

—No me odiáis —dije con el tono de un necio.

La más pequeña de las curvas se esbozó en la comisura de su boca. Sus dedos se desplazaron hasta mi pelo y los envolvió en un largo rizo del que tiró.

—A veces, messire, sois muy lento...

—No. —Me eché hacia atrás, alejándome de ella, desprendiéndome de la niebla que me invadía la cabeza—. Algo se interpone entre nosotros, Fludd. Porque soy demasiado inmaduro para entenderos... ¡corréis un riesgo conmigo! ¿No os lo acabo de demostrar? Dariole, deseo lo que desea cualquier muchacho al que le doble la edad: os deseo a vos. No estáis a salvo en mi presencia.

Aquella aprobación demasiado fácil desapareció de su expresión. Yo podría haber derramado algo más que una simple lágrima, ¿pero qué parecería entonces? Y además ya ha soportado demasiadas babas de borracho por una noche.

—Debería haber tenido el sentido común suficiente como para no emborracharme, mademoiselle. —Hice un esfuerzo por parecer lo bastante arrepentido—. Os pido disculpas. Olvidad todo lo que habéis oído esta noche. Soy lo bastante viejo como para ocuparme de que no vuelva a surgir una situación parecida.

—¡Que Dios os maldiga, Rochefort! —Dariole se puso en pie con una expresión en el rostro que fui incapaz de interpretar—. ¿Quién os ha dado el derecho a decidir...?

Se dio la vuelta y se alejó a grandes zancadas. Parecía que la furia la ahogaba.

Atrapado entre la conmoción, la excitación y un deseo inmenso de emborracharme, hasta que se perdió por completo entre las tiendas y la multitud no pensé que debería habérselo impedido.

Pasó un cuarto de hora según los relojes de la Torre y bajé andando a aquella parte de la fortaleza donde hay una verja que da al río y a la que llaman la Puerta del Traidor. El viento soplaba fresco del agua y me enfriaba las mejillas. El chapoteo de las ondas despertaba ecos en el arco de ladrillos. Era pleno verano, la última luz del día no había desaparecido a las nueve y no hacía el frío suficiente para necesitar una capa. La mayor parte de los hombres de las milicias que durmiera esa noche, lo haría al raso.

¿Por qué la deseo, y deseo protegerla?

Algo cristaliza y un hombre ya no puede volver atrás. Lo que solo era una posibilidad, tan poco improbable como las estrellas que interfieren en el destino humano, se convierte en un hecho. Y todo cambia.

Bajé los ojos y contemplé mi reflejo, apenas visible, en el agua negra. Valentin Raoul Rochefort. Que había sido Valentin Raoul St. Cyprian Anne-Marie de Cossé Brissac. Y que era un necio.

¿Es que era lo bastante arrogante como para pensar que podía aprovecharme del obvio encaprichamiento de una joven para fornicar con ella?

Deberías ser un amigo, un tío, un padre, pensé. De igual forma que lo es para ella M. Saburo. Un mentor, un maestro. ¿En el nombre de Dios, que debe de pensar ella de ti? Y cuando llegas al punto de obligarla a tocar...

Me di la vuelta y apoyé la espalda en las piedras frías de la pared. Un malestar más frío todavía me invadía el vientre. Con poco más me pondría a vomitar.

Pasaron dos carceleros haciendo la guardia y me dedicaron un respetuoso saludo. Les respondí con una inclinación y me alejé de allí, caminé entre inmensas murallas de piedra y torres que sin duda, en sus dieciséis años de existencia, habían visto más incidentes penosos que un simple borracho de mediana edad obligando a una jovencita a que le tocara la verga.

Aunque ni por un momento me imagino qué sería más penoso.

—Iré a verla y me disculparé. —Hablaba con el aire nocturno, y de repente me eché a reír—. De hombre a hombre...

El aire frío me devolvió la sobriedad, lo suficiente para saber que ya no tenía excusa. Se lo que haré si me encuentro en su presencia. Caería a sus pies y me arrastraría. O bien la besaría, intentaría demostrarle que un hombre no se parece a otro; que el que abusó de ella es un animal, y yo soy un hombre...

Y no sentiría por mí más que miedo. Lo vería en su cara.

Pensé lo encantado que me habría sentido de haber hecho a M. Dariole temerme en París, tres meses atrás y lancé una carcajada lo bastante estridente como para sobresaltar a los cuervos en sus perchas.

—Le escribiré una carta —les dije.

No dormí mucho aquella noche, me pasé el tiempo en mis aposentos, garabateando sin descanso en hojas de papel que luego quemaba una tras otra en la chimenea.

Nunca he sido hombre al que le falten las palabras cuando las necesita. La educación de un caballero me había inculcado a golpes los rudimentos de las letras, la oratoria y la confesión espiritual.

Alrededor de las dos me encontré escribiendo sonetos con una medida estricta (¡un espía desacreditado, un caballero deshonrado que cree que puede escribirle versos a una muchachita de dieciséis años como si fuera Petrarca!) y apenas tuve el sentido común suficiente para comprender que no estaba bien de la cabeza. Quemé los poemas. Eran muy malos.

No podía plasmar nada en el papel, lo supe mientras me asomaba a aquella ventana negra. Y sin embargo quería explicarme ante ella antes de que nos volviéramos a ver, con toda probabilidad en público. Hasta ese momento no había avanzado más allá de «Mademoiselle, os pido disculpas». Después de eso, mis cartas se sumían en un conmocionado galimatías.

Una hora antes del amanecer me quedé dormido con la cabeza en el escritorio. Ni los relojes, ni el muchacho al que había pagado para que me trajera agua para afeitarme, me despertaron.

Me revolví al fin con un tirón en el cuello y el sol arrojando las sombras de las rejas de las ventanas sobre los papeles que tenía delante.

No había prendas de lino del samurái extendidas sobre mi cama; me quedé con mis propias ropas, a pesar de su desastrado aspecto. Metí la cabeza en un cubo de agua sin más ceremonias, me apresuré a ponerme la capa y el sombrero, medio corrí a los establos mientras me abrochaba el estoque y (a cien metros de la puerta de la Torre, sin afeitar y con los ojos abrasados por el brillo del sol del amanecer) alcancé a la escolta del embajador nihonés.