Rochefort: Memorias
32
Nos falló el azar y los vientos cayeron al atardecer, estuvimos encalmados durante todo el día siguiente y también al otro.
Hasta la mañana del tercer día no empezaron a moverse las velas y a hincharse cuando el mar comenzó a alzarse. Salí a apoyarme en la baranda para observarlas. Después de una hora y ante la costa de Kent, el Martha le hizo señas a un bergantín encontrado por casualidad que salía del estuario del Támesis y se dirigía al sureste. Oí al inglés Arnott gritar unas órdenes; los hombres corrieron a desmontar las velas.
¿Es esta mi oportunidad?
Uno se crea sus propias oportunidades, decidí al ver que el bote que se había bajado del Martha cruzaba el mar con esfuerzo para acercarse al bergantín. Regresó con un hombre mejor vestido que la media de los marineros que desapareció en el camarote del capitán con Arnott y Jacobo Estuardo. Como me esperaba, Mlle. Dariole, desconsolada al ver rechazada su presencia, había salido a cubierta.
Se encontraba asomada a la baranda, en el combés del barco, y mientras yo la observaba se quitó la gorra de lana y se pasó los dedos por el corto cabello.
Abandoné el coronamiento del Martha, donde me había apoyado y bajé los escalones para colocarme a su lado, aunque a su derecha para evitar la vaina de su estoque.
—Debo hablar con vos, mademoiselle, creo; antes de llegar a Londres.
Dariole siguió mirando las aguas verdes desde el balanceo del barco, con la cabeza desnuda y una mano estirada en un intento por sentir la espuma del mar. No dijo nada, cosa que, a decir verdad, yo ya me esperaba.
Crujía la madera, los marineros gritaban sobre nuestras cabezas, en las jarcias. Dariole levantó la cabeza y alzó la mano a modo de saludo. La tripulación del Martha había empezado pensando que Dariole era una simple flor de la corte y el amiguito del rey, pero se había convencido de lo contrario cuando la joven llegó a perseguir a uno jarcias arriba y hacerlo bajar del palo mayor al extremo de una cuerda. Me había hecho sonreír ver que aquellos hombres que le doblaban la edad la saludaban con respeto.
—Comprendo que vos no tenéis nada que decirme. —Me giré y apoyé la espalda en la baranda para poder ver su expresión.
Se deshizo el rígido control que tenía sobre sí.
—¡Tengo muchas cosas que deciros, Rochefort, pero, creedme, vos no queréis oírlas!
Piel clara, bien afeitado; aún podría haber sido un muchacho de veinte años. No encajaba mucho con el jubón de lino lleno de manchas y los pantalones rojos, que le daban aún más la apariencia de matón criado en el arroyo. Saber que la esbelta cintura que ceñía el cinturón de la espada era también la de una jovencita...
Volvió al fin la cabeza para mirarme. Le llameaban los ojos.
—Vos creéis que Fludd está en Londres. No lo decís, pero sé que lo creéis. Su Enrique IX, el primero de su linaje de reyes eternos, como dijo Caterina, estará allí. ¡Y vos pensáis que voy a dejarlo vivo!
Frustrado tras perder el hilo que traía preparado, monté en cólera.
—¡Mademoiselle, no fue él el que abusó de vos! ¿Por qué no deseáis matar a sus sirvientes? Tendríais más posibilidades de encontrar a John o a Luke; quienquiera que fuese el hombre que os...
No encontraba palabras para expresarlo sin causarle a ella dolor y sin que a mí me paralizara la ira.
—¡Me pregunto por qué culpáis a Robert Fludd! El se limitó a apartarse. Fue su hombre el que os mancilló, es decir, el que os infamó.
Dariole se apartó de la baranda. Sus ojos oscuros destacaban en un rostro que había empalidecido por completo.
—¿«Bienes mancillados»? ¿Es eso, messire? ¿Es eso lo que soy?
—¡Mademoiselle! —protesté.
Se dio la vuelta y se alejó a zancadas de la cubierta. Me miré los nudillos y vi lo tirantes que tenía los guantes de cabritilla. La piel bajo los guantes estaría blanca.
—¡Dios bendito! —murmuré en voz alta. ¿Por qué no le puedo decir nada como quiero decírselo?
La encontré sentada sobre la escotilla de la bodega, cerca de la proa del Martha, con las piernas dobladas debajo del cuerpo y los ojos clavados en el horizonte cambiante de la costa de Essex a medida que virábamos al noroeste.
Levantó la barbilla de la mano, pero no habló.
El viento fresco me alborotaba el cabello y agitaba los penachos de mi sombrero; Bridgwater tenía tiendas suficientes para volver a darme aspecto de caballero.
Me quité el sombrero e hinqué en el suelo una rodilla ante ella, haciendo una reverencia de cortesano.
Antes de que pudiera reaccionar, le cogí el pie que más cerca tenía, según estaba sentada, incliné la cabeza y besé la parte superior de cuero de la bota.
—¡Messire!
—Hay cosas que no se pueden decir, solo se pueden demostrar. —Permanecí de rodillas, alzando los ojos para mirarla—. No os considero, y nunca lo haré, bienes mancillados. Os beso las manos y los pies y con toda humildad os suplico que me perdonéis por no haberlo dicho de inmediato.
Como si estuviera aturdida movió el brazo en el que se apoyaba y lo estiró hacia mí. Lo cogí y le besé los dedos desnudos llenos de cicatrices.
—Me odiáis porque deseo que no matéis a Fludd. Pero ¡oh, Dios bendito, mademoiselle, es que quiero que lo hagáis! Ojalá fuera posible. Yo mismo deseo matarlo.
Los ojos que me contemplaban eran fríos y adultos.
Su mano se cerró con gesto compulsivo sobre la mía.
—¿Por qué?
Insinuaba mucho más de lo que decía; eso lo sabía a ciencia cierta. Es posible que a mí me temblara la mano, o quizá fuera la de ella. Arrodillado como el caballero que no he sido en dos décadas le dije:
—¿Por qué digo esto en lugar de alegrarme de vuestro dolor y humillación? ¿Por qué, cuando en París os habría matado? ¿Por qué he deseado ayudaros, aun cuando no puedo?
Apretó los labios con fuerza y asintió.
—Eso servirá.
Tras intentar recuperar algunos de los elocuentes discursos que se me habían ocurrido durante los últimos días cuando pensaba en este momento, terminé con un simple suspiro.
—Pensad en ello como en un chiste a mi costa. Monsieur Rochefort, antaño vuestro enemigo, está... tan preocupado por vuestro bienestar como vos misma. No tenéis motivo alguno para pensar bien de mí. Soy el hombre que os habría matado. Pero si pudiera ayudaros a vengaros, si eso fuera posible, lo haría. Mediante la espada o el ingenio, o con aquel talento de mi oficio que pudiera utilizar para ayudaros. Creedme.
Apartó la mano de mi rostro y se movió sin prisa; deslizó las piernas y se bajó de la escotilla de carga hasta la cubierta.
Se movió de nuevo, demasiado rápido para que yo pudiera reaccionar, se inclinó y metió la mano libre entre la voluminosa tela de los amplios pantalones que yo llevaba.
—¡Mademoiselle! —grité de forma no muy elegante.
Dariole me soltó y se irguió.
—Habría jurado que erais incapaz de arrodillaros sin que se os pusiera rígido el miembro. No creía que pudierais decir lo que acabáis de decir sin mudar la cara. Supongo que me equivocaba en ambas cosas. —Me miró con una expresión entre confusa y frustrada.
Cedí al impulso que me había abrumado cada día de los que habíamos pasado en este barco, me puse en pie y le puse las manos en los hombros.
Se apartó al instante con un estremecimiento, se agarró a la escotilla de carga y cayó de espaldas sobre ella. El filo de la vaina arañó la madera.
Estiré la mano para ayudarla.
Se alejó todavía agazapada con la mano en la empuñadura de la daga. Entrecerró los ojos para defenderse del sol y me soltó:
—¡Podéis decir todo eso y aun así pedirme que no mate al hombre que me violó! ¿Por qué?
¿No puedo decíroslo? Me lo había preguntado con frecuencia durante aquellas tres noches, apoyado en el coronamiento del Martha contemplando la estela que dejábamos.
Dariole se levantó y volvió a bajarse otra vez de la escotilla, levantó la barbilla y me miró furiosa.
—Habéis renunciado a Sully, ¿no es así? ¿Habéis decidido que en su lugar le vais a lamer el culo a Jacobito Estuardo? ¿Os vais a convertir en su chulo, con Fludd?
Hubo un tiempo en que aquellos necios comentarios me habrían hecho enrojecer. Me limité a inclinarme, impasible, y volví a ponerme el sombrero; hervía por dentro.
Un asunto tal la pondría en peligro si le hablara de él. Jacobo Estuardo deseará mantenerlo en secreto, al igual que Marie de Medici y la Medici ya ha intentado asesinar más de una vez tal y como están las cosas.
No, si este tratado ha de mantenerse en secreto al más alto nivel, preservado solo entre los consejeros más probados de Jacobo Estuardo y la reina regente...
Bajé los ojos y contemplé su fiero rostro.
¿Quién tiene derecho a saberlo, sino tú?
—Os lo diré, mademoiselle —dije y vi cómo cambiaba su expresión.
Al final resultó que bastaron solo unas pocas palabras.
—Sully. —Dariole, cuando terminé, lo expresó todo con ese único nombre y no solo porque lo pronunció sin malicia ni resentimiento. Entrecerró los ojos para defenderse del sol cuando los alzó para mirarme, hasta que la sombra de una vela le cubrió la cara.
—¿Entendéis ahora por qué debo hacer esto? —le dije con más torpeza de la que sería de desear.
Dariole todavía mantenía la mano cerca de la daga, pero solo para poder meter el pulgar bajo el cinturón de la espada. Se apoyó en la baranda del barco y levantó la otra mano para acariciar la jarcia cubierta de sal mientras contemplaba la calima lechosa del cielo.
—Entiendo por qué creéis que tenéis que hacerlo. —De repente bajó la mirada hacia mí—. No soy estúpida, messire. Sully lleva siendo vuestro señor desde...
Lo que podría haber sido el comienzo de una sonrisa rozó sus labios.
—... casi antes de que yo naciera.
Con la mirada de desdén que le dediqué esperaba devolver nuestra relación a algo parecido a lo que fuera antaño. Lo cierto es que sonrió mientras se apartaba de la baranda sin dejar de mirarme.
—No soy estúpida. Dais a entender que sois el perro de Sully, pero he visto cómo lucháis por él, messire. Cómo odiáis a la Medici por lo que hizo. Y cómo funciona esto... Veo por qué querríais hacerlo.
La sonrisa se fue desvaneciendo poco a poco de su rostro. Confieso que al mirarla me sentía aturdido.
—Mademoiselle, no creía que lo entendierais, pensé que vos...
—Creo que os equivocáis. —Su tono no había cambiado—. No os confundáis. Creo que os equivocáis. Necesito ver a Fludd muerto. Eso no significa que no pueda... entender, vos y Sully. Lo comprendo.
La expresión de sus ojos se acercaba mucho a la comprensión. Me encontré con la boca abierta y la cerré. Conseguí identificar la emoción que me embargaba: vergüenza.
—Mademoiselle, os pido disculpas; creí que... actuaríais de forma harto diferente.
Levantó un hombro.
—Todavía tenemos un problema, messire.
Una voz bramó desde la popa.
—¡Hai! ¡Rosh-fu!
Me volví y vi a Tanaka Saburo en la cubierta, fuera del camarote. Se acercó a nosotros tras cruzar la parte central del barco y se inclinó ante Mlle. Dariole y ante mí.
—¡Rey recibió noticias de Lon-donu!
Londres, conseguí entender, todavía sumido en la confusión. Dariole me lanzó una mirada en la que yo habría jurado ver tristeza y regocijo a la vez.
—El rey emperador ha hablar con el maese del navío. —Saburo señaló con un gesto a babor. Vi que el botecito volvía remando al bergantín.
Saburo se adelantó, se colocó entre nosotros dos y con las manos se sujetó el cinturón de tela que lo envolvía varias veces; apoyaba los pies desnudos, planos y seguros, en la movediza cubierta.
—Yo le digo, si fuera en mi país, sus enemigos acabarían con su clan, hasta el último niño que se aferra al pecho de su madre. El rey emperador tiene esposa y otro hijo, e hijas. Es buena cosa que Furada no tiene hijos, no puede apoderarse de trono para su clan.
¡Entender la mente de Saburo es un problema digno de filósofos!, pensé.
—No me parece que Fludd tenga clan, así entendido. Northumberland tiene prole, como todos esos condes ingleses, pero supongo que a él lo maneja Fludd en lugar de ser al revés.
—Quizá. —El tono de Saburo parecía desdeñoso—. Furada también lo piensa, quizá.
Pensé en eso y en el poder de algunos nobles, incluso cuando ya no gozan de favor alguno y se encuentran en prisión. No debería subestimar demasiado al tal Northumberland.
El viento cambiante me roció de espuma el rostro. El barco mercante viró para alejarse. Mientras lo contemplaba era consciente de la presencia de Dariole, a menos de un metro de mí: su calidez, el aroma de su cuerpo, carente de perfumes, tan carente como el de un hombre, pero delicado y con poder suficiente para alzar mi miembro como si fuera el palo mayor del barco si pensaba mucho en él.
La cubierta se inclinó y un hombre se tambaleó por el centro del barco y pasó lanzado a mi lado; se iba a estrellar contra la baranda casi con la fuerza suficiente para saltar por encima.
Reconocí sobresaltado el bulto de su majestad Jacobo Estuardo. Lo agarré por el pecho y detuve su avance.
—¡Rochefort, hombre! —protestó, su agitación era tal que yo apenas era capaz de entenderlo.
—¿Mi señor?
Jacobo Estuardo encajó su desgarbado cuerpo entre mi persona y la baranda de la nave. Tartamudeo algo en un ininteligible escocés. M. Saburo se encogió de hombros cuando lo miré, demostrando así que ya comenzaba a dominar los gestos europeos, pero sin ser de más ayuda.
El mar se iba picando a medida que navegábamos hacia tierra firme. Yo estaba listo para agarrar a Jacobo por el cinturón, o por el cuello del jubón, si por ventura se caía por la borda.
—¿Mi señor? —repetí.
Las sombras de las velas pasaban sobre nosotros y el sol surgió por el lado contrario cuando viramos hacia el estuario del río Támesis.
El escocés habló con fiereza.
—¡Nos dicen que todos los barcos están abandonando Londres!
Me hincó el grueso índice en el pecho, con lo que yo hice una mueca, todavía no me había recuperado de la quemadura del sol.
—¡Y han sido ellos los últimos en irse, ahora que el viento lo permite! ¡No hay hombre alguno en la ciudad con quien puedan hacer negocios, los almacenes cerrados, las tiendas a cal y canto, y la ciudadanía huida al campo!
Jacobo se paró a respirar y yo lo sujeté por la manga cuando el barco se escoró, prefería un delito de lesa majestad a un rey Estuardo ahogado. Mejor hubiera sido que fuera yo el que hubiera interrogado al capitán del mercante..., pero yo no tengo la autoridad de un rey de Inglaterra.
—¿Por qué ha sido eso? —pregunté.
—La plaga. —Jacobo Estuardo pronunció la palabra con aspereza—. ¡Aquel hombre nos cuenta que desde el doce de este mes ha estallado la pestilencia la peor en años! El alcalde se ha ido. Los burgueses. ¡Ni siquiera se quedan los médicos para recoger sus honorarios! ¡Apenas quedará alguien para presenciar la falsa coronación de nuestro hijo salvo los pobres de los suburbios y las parroquias de las afueras!
Entrecerré los ojos contra la espuma fría del mar.
—¿Enrique no ha sido coronado todavía?
Jacobo agitó una mano mugrienta con gesto desdeñoso, como si fuera un alumno al que solo interesa una pregunta sin importancia.
—Nos somos el rey ungido por Dios. Si nuestro hijo decide burlarse de ello hoy o mañana, ¿a nos qué nos importa? —Me interrumpió cuando intenté hablar—. ¿No habéis oído? ¡La plaga! ¡La ciudad entera la sufre! ¡Nuestros dignos ciudadanos se han ido!
Una mirada me mostró la impasibilidad de Saburo (no estaba claro hasta qué punto entendía el cerrado acento escocés de Jacobo). Mlle. Dariole se volvió hacia mí con los ojos entrecerrados y la expresión, por tanto, inescrutable.
Algo confuso, busqué una salida diplomática y murmuré:
—Mi señor, cuantas menos multitudes, menos probable es el contagio...
—¿Creéis que tengo miedo? —El plural real se le había escapado con el evidente ataque de rabia—. ¿Yo, que era rehén de Moray cuando era regente de Escocia?
—Mi señor...
—¡De muchacho no era más que una pelota, el premio con el que se haría cualquiera de los señores escoceses que pudiera atraparme! Estoy acostumbrado al peligro. —La voz de Jacobo estaba cargada de indignación—. ¿Me oís? Habéis de saber que asesinaron a un hombre a los pies de mi madre cuando yo llevaba siete meses en su vientre y sus faldas se mancharon con la sangre de sus manos cuando se aferró a ella para que lo salvara. Mi padre, a mi padre la pólvora de una conspiración lo hizo volar por los aires, en Kirk O'Fields, y culparon a mi madre de ello. Mi madre fue asesinada, ejecutada por esa gran puta de Isabel...
—Una familia desafortunada, mi señor —comenté.
Pronunciado con toda la cortesía de la que pude disponer ahora que había recuperado la compostura, y tuvo el gratificante efecto de parar a Jacobo Estuardo en seco. Mlle. Dariole sofocó un ruidito mientras yo añadía:
—Si no teméis a la plaga, mi señor, ¿qué es lo que su majestad desea decirnos?
Una línea gris rompió la superficie del océano. Aquel hombre desgarbado de mediana edad señaló con el dedo el amplio y serpenteante estuario del Támesis.
—Allí se encuentra nuestro hijo rebelde. Me han informado de que ha divulgado mentiras, que ha dicho que estamos muerto, que en las cuevas de Somerset subieron las aguas y nuestro cuerpo se ahogó y esas aguas lo arrastraron. —Se estremeció y sus ojos fríos se encontraron con los míos—. Nuestro hijo lo sabe, las brujas intentaron una vez ahogarnos, cuando mi Ana y yo nos encontrábamos a bordo de un barco que venía a Inglaterra. Esa mentira es, por tanto, más dolorosa.
Cierto, creí ver más dolor en él que miedo y le dije con suavidad:
—Debe decir algo sobre vuestra muerte, mi señor, ¿cómo si no puede justificar que los hombres lo coronen rey?
Jacobo asintió. Adoptó una especie de gesto pedagógico, que yo sabía que le prestaba seguridad.
—Cierto. Ese tal Robert Fludd que lo tiene atrapado es otro doctor Dee, domina la brujería y también la plaga. Desea que coronen a nuestro hijo para poder guiar a ese pícaro muchacho por donde a él le plazca. ¡Pero pensad, hombre! Nos somos Jacobo, rey de Inglaterra y Escocia, ¿pero quién va a dar testimonio de ello? ¿Quién va a ver que todavía estamos vivo? Todos los hombres destacados, todos los nobles, caballeros, barones y burgueses, todos ellos se han ido. ¿A quién vamos a emplazar para decir que hemos regresado vivo a Londres?
Vi que Saburo fruncía el ceño y que Dariole abría la boca para interrumpir al rey Jacobo. Le di un ligero pisotón y ella me lanzó una mirada furiosa, cosa que me pareció curiosamente alentadora.
—Los ciudadanos demasiado pobres para huir se han encerrados en sus casas —dijo el Rey—. No podemos ir al campo. Aquese hombre del barco me dijo que hay señores de condados, con las bolsas llenas de monedas de plata, a los que están alejando de las puertas de los pueblos con palos y estacas si vienen de Londres, y los dejan morirse de hambre en las zanjas.
Se desplomaron sus hombros amplios y enguatados. En medio del silencio las velas estallaban al viento. Aquel hombre desgarbado me miró furioso, por un único motivo, creo, y es que yo estaba allí y no porque buscara en mí una respuesta.
—No hay hombre que pueda observarnos. ¡No habrá nadie allí para ser testigo de nuestro regreso! Nuestro hijo se hará coronar y huirá de la plaga de Londres, ¡solo se detendrá el tiempo suficiente para hacernos asesinar con discreción por el camino! El capitán Arnott debe virar. Si desembarcamos en Londres soy hombre muerto.
—Mi señor. —Le hice una reverencia con gesto pensativo, mi cerebro trabajaba a todo ritmo al tiempo que hablaba—. No ordenéis que se aleje el barco de Londres. Mantengamos el rumbo. Creo que tengo una respuesta... No carece de peligro, pero hay alguna posibilidad de éxito.
—Hay revuelta. Rebelión. ¿Cómo no va a haber peligro si es así? —gruñó Saburo entonces.
Jacobo me miró furioso.
—¿Y bien, De Rochefort? ¿Qué riesgo proponéis que corra vuestro rey?
Me abstuve de señalar que él no era mi rey. Aunque, si ha de ser mi aliado ¡con Marie de Medici, por los clavos del Dios bendito!, es de suponer, entonces, que durante un tiempo es mi rey.
Al pensar en reyes me acordé de Caterina; lo que me advirtió sobre ese tema, y, por progresión natural, lo que ella consideraría la forma correcta de expresar la solución que yo proponía para este problema.
—El hombre común —le dije al rey—. Vos necesitáis que se os reconozca fuera de la corte, mi señor. Para que nadie pueda haceros daño en secreto... No podéis hacer intervenir al alcalde de la ciudad; ¿he de suponer que Paul's Cross está cerrado y se han prohibido todas las reuniones públicas, como es costumbre cuando hay un brote de plaga?
El monarca asintió impaciente.
—Eso dice el capitán del barco.
—Necesitáis sacar a los hombres de sus casas para que vean vuestro regreso. Pero si la enfermedad está lo bastante extendida, al final incluso se alejarán de las iglesias.
Levanté la mano anticipándome a su interrupción. Al pensar en Londres, con plaga o sin ella, me había acordado del resto del plan de Fludd, y de Aemilia Lanier; de ahí a la conclusión fue cuestión de un momento.
—Puedo deciros, mi señor, dónde encontraréis a hombres reunidos en gran número. Solo hay dos lugares. Uno es vuestra Abadía de Westminster, donde se coronará al príncipe Enrique, y allí, mi señor, sí, allí tenéis muchas posibilidades de que os asesinen de forma discreta. El otro... ese solo estará abierto... el otro es el teatro de La Rosa.
La mano de Dariole se estrelló con fuerza contra la madera secada por el sol de la baranda del barco, sus ojos lanzaban destellos oscuros.
—¡Sí!
Jacobo Estuardo se me quedó mirando.
—¿En Southwark?
A pesar de tener presente la idea de la muerte invisible, me obligué a encogerme de hombros.
—Mi señor, es cierto que existe el riesgo de la plaga. Vuestro pueblo se suele enfrentar a él cada día de su vida. Majestad, ¿qué otra alternativa os queda? La Rosa, por orden de Robert Fludd, no se cerrará como ocurrirá con otros teatros; La Rosa permanecerá abierta, representando La víbora y su prole. La intención de esa obra es calmar a los ciudadanos y reconciliarlos con Enrique Noveno. Id allí. ¡Mostraos! Mi señor, es posible que el público esté compuesto por hombres pobres, pero habrá miles de ellos, y conocerán al rey Jacobo Estuardo, sabrán que está vivo y goza de buena salud.
Dariole se golpeó un puño con el otro.
—¡Sí! Majestad, podéis alzaros sobre el escenario y allí los tenéis a todos, y ellos se lo dirán a todos los demás. ¡Alleyne me lo dijo, Robert Fludd lo llama «el teatro del mundo»! Podéis demostrarles que estáis vivo. ¡Podéis denunciar al príncipe Enrique!
—«A los consejeros funestos del príncipe Enrique» —la corregí antes de que Jacobo Estuardo diera rienda suelta a la furia que vi en su rostro—. Bien sabe Dios que las Casas de Valois y Bearn siempre han tenido mucho que perdonar a sus hijos extraviados; en esto último al menos tengo experiencia. Denunciad a los funestos consejeros del príncipe, que han llevado a un muchacho inocente por el mal camino diciéndole que su padre está muerto...
—¡Y el rey se dirige a Whitehall, ambos caen uno en los brazos del otro y ya está! —dijo Dariole con entusiasmo.
Estiré el brazo para ponerle la mano en el hombro y contener su exaltación; en un segundo la joven se quedó rígida de la cabeza a los pies ante aquella insinuación de coerción física.
Jacobo Estuardo me dedicó una única y ligera inclinación con la cabeza y me miró con interés.
—Esa última parte sobre nos y nuestro hijo no será tan sencilla. Pero en cuanto a la primera parte... muy bien, maese Rochefort. Sí. El teatro de La Rosa. Confiaremos en vos.