Rochefort: Memorias

15

Se me ocurrió, en el escaso segundo que transcurrió antes de que viéramos al hombre pequeño y moreno que se acercaba a nosotros, que en algún momento debía preguntarle a M. Saburo por el significado que tienen tales postraciones en su país. Aquí, uno se arrodilla ante la realeza, ante la nobleza, ante su señor; se arrodilla por costumbre para solicitar o suplicar; se arrodilla en la iglesia. Pero el nihonés cae de rodillas con harta frecuencia bajando también las manos en un gesto de sometimiento e inclinando la cabeza hasta tocar el suelo. En este caso la tablazón.

—Mi señor de Cecil. —Yo me conformé con quitarme el sombrero e hincar una rodilla en tierra, lo que de todos modos me dejó unos milímetros por encima de él—. Monsieur el conde de Salisbury, ¿no es así?

M. de Sully y ese hombre, durante nuestra última visita, habían discutido con tanta franca descortesía como es posible entre el ministro del rey de un país y el secretario del rey de otro. Los semejantes con frecuencia se odian, como dice el proverbio.

—Maese Tanaka Saburo. —Cecil hizo un gesto y el nihonés volvió a sentarse sobre los talones. El ministro del rey obvió mi presencia como si de veras yo fuera el sirviente de Saburo, lo que, en esas circunstancias, era de esperar.

Me puse en pie pensando que podría no haber tolerado mi gesto tan bien como la postración de Saburo. Robert Cecil, primer ministro del rey Jacobo, no se alza más allá de mi esternón, acaso unos milímetros por encima del metro y medio. Pero también supuse que, en cualquier caso, ya habría soportado a demasiados de esos aduladores cortesanos ingleses que se ponían en ridículo al intentar inclinarse por debajo del «enano» del rey Jacobo.

Cecil pronunció con cuidado y claridad las palabras que le dirigió al samurái.

—Es un placer saludaros de nuevo, embajador. Esta es la barcaza real, que ensaya su papel para la investidura de nuestro joven príncipe, Enrique, como príncipe de Gales, ceremonia que hemos celebrado aquí desde tiempo inmemorial para los primogénitos de los reyes. Si deseáis verla, después de que hayáis escrito algo más sobre vuestra lejana tierra para que el rey Jacobo lo lea, os la enseñaré.

¡Hai! —El gruñido de Saburo era ilegible.

—Complacedme y hablad algo más con mi secretario sobre esa tierra de Nihón —dijo Cecil con viveza y un hombre cruzó corriendo la cubierta cuando él levantó la mano—. Os lo agradezco, maese Saburo.

El secretario puso un fajo de papeles en la mano de Cecil antes de alejarse con el samurái.

Robert Cecil, poderoso entre los poderosos de Inglaterra, también se veía afligido por un hombro jorobado. Mostraba un rostro largo y triste, la tez siempre pálida y los ojos arrugados de un spaniel. No me cabía duda de que, de forma semejante a mi señor el duque, era capaz de firmar órdenes de ejecución sin cambiar de expresión.

—Os pido disculpas, mi señor Cecil. —Hice una reverencia al modo inglés, que creo que puedo realizar con cierto estilo cuando es menester—. Por aparecer ante vos al amparo de un nombre falso.

Tenía una copia de mi informe. A esa distancia pude leer al menos eso en sus papeles. Me cuidé mucho de mirarlos cuando los dobló y levantó la cabeza.

—«Un hombre de aspecto español, dos yardas de altura». —El ministro inglés hablaba como si citara a alguien, y es probable que lo hiciera; me atrevería a decir que había hecho que lo informaran de todos los hombres que acompañaban a Sully seis años atrás—. «Rochefort» sería vuestro nombre, monsieur Herault, ¿digo bien?

—Así me bautizaron, mi señor. —Estoy seguro, puedo aparentar toda la honestidad del mundo si eso digo, aunque bien es cierto que «de Cossé Brissac» viene después en los archivos de la Iglesia.

Hablábamos en voz demasiado queda para que nos oyeran por encima del ruido de los obreros o del viento que soplaba del río. La barcaza se mecía deslizándose río arriba y el timonel les gritaba a los remeros. No se admitiría a hombre alguno a bordo sin que la oficina del señor secretario lo hubiera examinado antes y nadie más podría acercarse por el agua. Una idea admirable para un encuentro; era evidente que M. Cecil estaba tan familiarizado con las costumbres de los agentes como mi señor el duque.

—Han pasado más de dos semanas desde la muerte de vuestro rey. ¿Por qué no estáis al lado de monsieur de Rosny? ¿Os ha enviado él a mi presencia? —dijo entonces.

No le corregí diciéndole que era Sully. Maximilien de Bethune, barón Rosny, fue ascendido a duque de Sully unos dos o tres años antes de que Robert Cecil, segundo hijo de lord Burleigh, fuera nombrado conde de Salisbury. Es evidente que todavía le escuece. No permití que aflorara nada en mi rostro salvo una respetuosa atención.

—No, mi señor, no me ha enviado él. Pasaba por Londres y esto... —señalé con un gesto el informe que sostenía- llegó a mis oídos. Disculpad mi atrevimiento, recordé vuestro cargo, mi señor Cecil, de cuando estuve aquí con anterioridad. No esperaba que quisierais hablar directamente con un hombre como yo.

—Os recuerdo del séquito de Rosny. —Me observó durante un momento. Sus ojos de perrito triste podrían parecer vulnerables si no se le conocía—. También, monsieur, acaece que he oído vuestro nombre no ha mucho tiempo.

Esperaba encontrarlo enterado de los rumores. Aun así me puse a sudar. Puede que se haya declarado a favor de la reina regente ya...

—Quiero pensar —dijo Cecil- que sé algo de M. de Rosny. Jamás he conocido a francés alguno tan escrupuloso con el protocolo, tan honesto, tan trabajador, tan incorruptible... ¡y tan consciente de sus propias virtudes y posición! Con todo, no es uno de vuestros católicos. Como hugonote necesitaba a diario la protección de Henri. No lo creo capaz de ordenar la muerte de vuestro rey, a manos del hombre que sea, más de lo que lo creo capaz de volar.

—Gracias, monsieur. —Me incliné de nuevo.

—Acompañadme. —Se dio la vuelta de súbito y me guió por la cubierta. Los obreros bajaban la cabeza cuando pasaba y luego continuaban remachando, fijando y pintando. Se acercaron ayudantes y el secretario dio órdenes en tono bajo, vivo y rápido. Parecía más pequeño bajo el sol ardiente de lo que yo lo recordaba en una sala, en medio del esplendor enjoyado de la corte de Jacobo, donde destacaba como única sombra. En la barcaza, el secretario Cecil solo parecía acalorado e incómodo con las calzas ahuecadas, el jubón, la capa y el sombrero, todo ello negro.

Sus pasos eran tan pequeños que me pusieron en la tesitura de adelantarlo con cada zancada o bien detenerme entre ellos. Llegué a una solución intermedia aparentando admirar sin prisas mientras caminaba las tallas y los dorados de la barcaza.

—Sentaos, maese Rochefort. —Cecil me indicó un taburete colocado bajo un estrado. Él subió al estrado y se sentó en un sillón cubierto de terciopelo rojo y respaldado por unos cortinajes que nos resguardaban aún más de ojos vigilantes. Sería para el rey, o para el joven príncipe. Los zapatitos de Cecil no tocaban la alfombra. Pero lo colocaba en una posición desde la que podía contemplarme desde cierta altura y exponía mi rostro con claridad al sol.

No me indicó que volviera a ponerme el sombrero. Me quedé sentado, con la cabeza descubierta mientras el sol mañanero me calentaba la cabeza.

—¿Qué tenéis que contarme sobre este «maese R. F.» y su conspiración, maese Rochefort?

Me encogí de hombros.

—Por lo dicho por ese hombre, un montón de tonterías inspiradas por horóscopos.

Los pies de muñeca de Cecil se unieron en el aire.

—Pobre es el vendedor que declara su mercancía invendible.

¿Se divierte?, me pregunté. En la corte, seis años atrás, recuerdo en M. de Cecil a un hombre siniestro, siempre de negro, siempre con el hombro subido, como una araña en los pasillos mal iluminados. No caía bien a nadie antes de la muerte de la gran Isabel en 1603; se rumoreaba que caía incluso peor ahora que Jacobo la había sucedido y Cecil se había convertido en una figura poderosa. La luz brillante del sol le daba un aspecto pequeño y polvoriento con su terciopelo negro y su gran gola blanca, y una estatura apenas superior a la de un muchachito de doce años.

Idéntico a M. Sully en tantas cosas (siendo por eso por lo que riñen), esperemos que comparta el mismo gusto por la franqueza.

—Decidme lo que está ocurriendo en París primero, mi señor —dije—. Si hablo de «R. F.» y vos me echáis, no estaré entonces mejor que cuando llegué aquí.

Sus cejas, finas y bien definidas, se alzaron. No me decía mucho su rostro grave; no había demasiada calidez en su mirada, pero pensé: Dios bendito, creo que he divertido a M. de Cecil.

—¿Es eso cierto? —Su voz era rica en texturas.

Sí: diversión. Suspiré aliviado con la esperanza de que no fuera visible. De otro humor quizá me hubiera tirado por la borda.

Cecil revolvió entre los papeles mientras los sujetaba con el brazo estirado. Calculé que era unos diez años mayor que yo. Y no utilizaba anteojos todavía, aunque era evidente que los necesitaba.

—Hacedme vuestras preguntas, maese Rochefort.

—¿Ha confesado Ravaillac quién lo incitó a matar al rey?

Cecil se colocó los papeles en el regazo y entrelazó sus elegantes dedos blancos.

—Maese Ravaillac está muerto. Hace dos días. Murió en silencio, en lo que a palabras se refiere.

Hace dos días.

El sobresalto me provocó un escalofrío.

Hoy, en París, es veintinueve de mayo.

Fludd dijo: «El veintisiete, según vuestro calendario gregoriano».

¡Cecil apenas lo habrá sabido esta mañana!

Si el miedo me recorrió de la cabeza a los pies, casi ni fui consciente de que lo sentía.

Fue una tontería, una gran tontería que Fludd dijera eso, si no supiera que los acontecimientos le iban a dar la razón.

¡No, una conjetura afortunada! ¿Qué otra cosa, con toda honestidad, puede ser?

El sol me mareaba. Me hinqué las uñas de los dedos en las palmas de las manos, e incluso a través de los guantes aquello me devolvió al balanceo de la barcaza. Cecil debe de verme conmocionado, pero no mostró señal alguna de ello. La cubierta se movió bajo nosotros cuando los remeros enredaron los remos. Nos vimos envueltos en un momentáneo torbellino de agua. Las agujas góticas del palacio de Whitehall se amontonaban allí delante, a nuestra derecha, un gran grupo de edificios y patios en los que cualquier hombre podría perderse.

La voz suave de Cecil continuó:

—... en el Greve; su carne desgarrada por torturadores y después su cuerpo despedazado por cuatro caballos. Nuestro embajador dice que al tal Ravaillac, puesto que era un hombre fuerte y fornido, no podían al principio despedazarlo las bestias y el verdugo tuvo que partirle las articulaciones para que los caballos lo descuartizaran. Maese Ravaillac había sido interrogado durante las pasadas dos semanas, pero no dijo ni una palabra sobre quién lo había empleado en este asunto.

—¿Nada? —Momentáneamente distraído como estaba por la predicción hecha realidad de Fludd, eso me llamó la atención. Casi no me lo podía creer—. ¿No dijo nada en absoluto?

—Maese Ravaillac afirmó que lo hizo solo. Que asesinó al rey Henri porque el rey Henri habría declarado la guerra al Papa. —Robert Cecil hablaba con tono seco. Luego añadió—: Ninguno de los hombres que me informan creen que esa sea la verdad. Son muchos y suficientes los candidatos que hay en París: Concini y su esposa, el duque de Epernon, Henriette d'Entragues, marquesa de Verneuil, el padre Cotton de los jesuitas... Al parecer no se vigiló a maese Ravaillac con excesivo celo antes de su juicio y entraron hombres a hablar con él, le dijeron que mantuviera la boca cerrada y que no calumniara las reputaciones de «buenos católicos»...

Quizá, cuando tuviera tiempo de pensar, me desesperara la pérdida de Ravaillac como testigo, pero en ese momento se encendió en mi interior la llamarada del alivio. Si los dedos señalan a la nobleza católica, ¡una razón menos para que Marie de Medici se sienta amenazada por M. de Sully! Una razón más para dejar inactivo al traidor que se oculta en su casa.

—¿Y M. de Sully? —A pesar de todos mis cuidados no podía evitar parecer angustiado—. No tengo más noticias de lo que le ha ocurrido a mi señor el duque de las que tuve la tarde del catorce de mayo, cuando sé que acudió a refugiarse de inmediato en la Bastilla.

—No de inmediato. —Cecil hizo un gesto con la cabeza—. Continuad.

Al recordar Poissy pensé: ¿Hizo más Sully de lo que Lassels sabía?

—¿No fue directo a la Bastilla? —pregunté sin contenerme.

—Parece que al final Rosny se levantó del lecho del dolor y cabalgó con varios cientos de hombres hacia el palacio del Louvre, pero recibió una advertencia. Me dicen que le entregaron un mensaje: «Si entráis en el Louvre, no escaparéis, no más que él», refiriéndose a vuestro rey Enrique. Así pues, a la Bastilla, donde pasó esa noche.

Sentí una tensión en el pecho. Un mensaje. ¡Que Dios bendiga al joven aprendiz, o a Lassels! O, si no fue mi mensaje, que Dios bendiga al hombre que lo escribió.

—Eso fue hace casi una quincena. ¿Está todavía allí? —dije controlando mis impulsos.

—Rosny se encontraba... —Cecil hizo una pausa deliberada—... lo bastante bien... como para salir a caballo al día siguiente. Se dice que cabalgó hasta el palacio acompañado por trescientos hombres, lloró con la reina y abrazó al rey Luis con la esperanza de procurarse de nuevo su favor, o bien avergonzado por haberse ido demasiado rápido el día anterior, según se ha dicho. Pero se reunió un Parlamento ese sábado y la reina María coronó a su hijo rey y a sí misma regente e hizo que todos sus enemigos se abrazaran y juraran proteger la paz. Rosny se declaró enfermo, pero ella lo obligó a asistir. El duque volvió luego al Arsenal, donde ha permanecido desde entonces.

Cecil me sostuvo la mirada. Me cuidé bien de dejar que me enfureciera su tono. Hablaba con la sequedad que parecía habitual en él.

—La regencia prospera en manos de la real madre de su majestad Luis. Tenéis razón, M. Rochefort, en que no es ella gran amiga de M. de Rosny. M. de Rosny continúa en el Consejo de Ministros, pero cada vez se le escucha menos. Los aposentos inferiores del Palais son una corte interna y otros hombres tienen acceso a ella: de Sillery, Villeroi, monsieur el presidente Jeannin...

—¡Jeannin! —No pude contener una exclamación.

—Los hombres veneran al sol naciente —dijo Cecil sin más ceremonias que si hubiésemos sido dos hombres juntos en una taberna.

Había comenzado dirigiendo a sus propios agentes muchos años atrás; vi de repente que quizá hubiera ansiado disfrutar de tal cosa de nuevo, con un francés que carece de aliados solicitando su atención. Hoy es sábado, aquí está M. Cecil, libre de su cargo, supervisando la barcaza del príncipe Enrique y entreteniéndose recibiendo el informe de espías extranjeros...

—Los hombres veneran al sol naciente —repitió Cecil—, y la reina María lo es sin lugar a dudas. Se rumorea ahora de M. de Rosny que fue la severidad de sus normas lo que evitó que los hombres se enriquecieran... Parece que lo han abandonado muchos de sus clientes, tanto los grandes como los pequeños. De Jeannin a Arnaud.

Grandes y pequeños, desde luego. Conseguí mantener la serenidad. Arnaud, uno de los nuestros, un hombre de Sully; amigo de Maignan; un simple miembro de la pequeña nobleza. ¡El duc lo ha tratado más como a un hijo que como a un sirviente!

Si estuviera de nuevo en París y libre de ser el hombre que era, Arnaud se encontraría con una llamada y la pérdida de la vida, despojado de su brillante futuro con madame la reina regente. Pero mi vida ya no es tan sencilla como cuando era sirviente de mi señor.

Los deformes hombros de Cecil se encogieron.

—Rosny era la mano derecha del rey Enrique. Gobernaba con su rey, como por derecho puede hacer un ministro. Ahora no es más que una mano de la que desean sacar el dinero del fallecido rey. Es muy probable que su trabajo en la corte haya terminado, a menos que pueda conseguir pronto apoyos o unirse a la reina regente María y a sus favoritos. Lo siento, maese Rochefort.

No me podía imaginar a nadie que sirviera menos para jugar al zalamero juego cortesano de los favoritos que M. de Sully. Por su mirada, cínica y recatada, el señor secretario Cecil era de la misma opinión.

—Francia debería agradecer que la transferencia de poder se haya logrado con tanta suavidad —añadió el inglés—. Cuando muere un gran monarca, se producen momentos de incertidumbre y miedo. Los favoritos y los nobles se plantean la rebelión. Incluso se rumorea que vuestro canciller Villeroi se guardó el sello del rey Henri, que debería haberse roto a su muerte, y lo utilizó para autentificar unas leyes a favor de M. Concini. Es necesaria una mano firme para conducir al siguiente monarca al trono.

Del mismo modo que aquí el señor secretario Cecil puso a Jacobo en el trono después de la muerte de Isabel Tudor, pensé mientras cobraba ánimo para permanecer impasible.

—Por supuesto —añadió aquel hombre diminuto —, todo es más difícil y las revueltas más probables cuando hay una regencia. Y vuestro joven rey no tiene más que nueve años. Vos y vuestros compatriotas tienen mucho de lo que preocuparse, maese Rochefort.

Y percibo que el señor secretario Cecil es muy consciente del vinagre que supone la falsa simpatía. Me mordí el interior del labio. Cuando los grandes hombres juegan la carta de la inflexibilidad siempre es un error responderles en la misma línea. No me imaginaba que el señor secretario se tomara demasiado bien mi reacción si yo pusiera reparos a la satisfacción que sentía ante lo que él debía de ver como su éxito y el fracaso de M. de Sully.

No le interesaba, por supuesto, el efecto que sus palabras pudieran tener sobre un tal M. Rochefort, pero yo suponía un cómodo canal para enviárselas, de oídas, a M. de Sully.

—Ahora permitidme a mí que os haga unas preguntas. —Cecil se inclinó hacia delante—. Contadme lo que presenciasteis de la muerte del rey Enrique.

Sentí como si me hubieran dejado sin aliento, si bien hubiera apostado buenos dineros a que me harían esa pregunta. Habrá recibido informes de testigos presenciales sobre mí, además de otros chismes. Sus ojitos negros me contemplaban entre arrugas, la piel de un color enfermizo, pero su mirada era astuta.

Si un hombre cuenta la verdad, hay algo en su voz que otro hombre con gran experiencia puede que oiga. Una juiciosa mezcla de verdad y omisión de ciertos hechos, no puedo arriesgarme a nada más. No me atrevo a sustituir una omisión por una mentira. Mi señor Cecil lleva demasiado tiempo en el cargo para eso.

—Cierto, estaba presente, mi señor. Es mi oficio vigilar a tales hombres, como vos tendréis presente. —Me encontré con su mirada sin vacilar—. François Ravaillac es, era, un hombre de Angoulême, antaño maestro de escuela y monje, no le permitieron continuar en el monasterio en el que intentó ordenarse porque sufría visiones.

—Continuad.

—Ese día... el carruaje del rey fue retenido en la rue de la Ferronnerie. Me distraje por un momento cuando dos hombres que conocía de la guardia real me entretuvieron. Ya debéis de saber el resto, mi señor.

No dijo nada, se limitó a hacer un sencillo gesto para que continuara.

—Vi a Ravaillac de pie sobre la rueda del carruaje del rey. Vi que el cuchillo entraba en el cuerpo de Henri. —Lo que no pudiera controlar en mi voz se achacaría, pensé, al presumible horror del regicidio. Alcé la cabeza, de repente como si me hubiera sumido en mis pensamientos, pero me sorprendió no ve expresión alguna en los rasgos lúgubres de Cecil.

El inglés asintió.

—Dicen que el duque de Epernon estaba detrás de Ravaillac y le hizo una señal para que le asestara el segundo golpe, al haber sido el primero insuficiente.

—Yo no vi tal señal.

El señor secretario Cecil pareció pensativo.

—No me habéis dicho por qué no estáis en Francia. Por qué Rosny os ha enviado a Inglaterra. Por qué no os ha reclamado.

—M. de Sully... —intenté que pareciera más una afirmación que una corrección- no me ha enviado aquí. Es lo que sospecháis, mi señor. Puede que vos creáis en mi inocencia, pero no todos lo creen. Sospechan que estoy implicado en el magnicidio. No puedo poner en peligro a mi señor el duc; una vez que someten a un hombre a interrogatorio, confiesa cualquier cosa que pongan en su boca, ¡y no me cabe duda de que los asesinos del rey Henri desean ver muerto también a su primer ministro!

—Pero vos, maese Rochefort, seguro que sabéis quiénes son los asesinos: los cómplices de maese Ravaillac. Lo habíais estado siguiendo, habéis dicho.

—Tenía su círculo de amigos en Angoulême, pero ahí no hay nada, mi señor. —Me encogí de hombros—. Entrevisté a los monjes, no encontraron nada peor en él que cierta locura religiosa. Ravaillac ya había atentado antes contra la vida del rey, el pasado diciembre. Rondó las verjas del palacio con un cuchillo, a la espera del carruaje del rey, pero los guardias lo ahuyentaron sin dificultad. Dado que era un loco inofensivo, pensé que era el que menos probabilidades de triunfar tenía de todos los complots contra el rey Henri.

Eso sí que lo podía decir con absoluta convicción.

Lo difícil era mantener tanto la amargura como la ironía fuera de mi voz.

—Mi señor, han pasado más de catorce días desde el asesinato del rey. Estoy aislado de París. No sé lo que ha ocurrido desde entonces ni si pondré en peligro a M. de Sully si regreso ahora.

Cecil bajó la mirada y contempló los papeles que tenía en el regazo. El viento rizaba los bordes. Más abajo, en la barcaza, vislumbré a Saburo sentado sobre las rodillas en una postura que parecía dolorosa y hablando con un secretario que garabateaba a gran velocidad sobre el recado de escribir que descansaba en su regazo. El sonido de los martillos atravesaron de repente el día: puñaladas argentinas de sonido que resonaban por el agua y rebotaban a lo lejos en las casas de la ribera. Era evidente que este viaje de prueba de la barcaza real necesitaba algunas reparaciones a bordo.

El ministro inglés levantó la mano sin mirar. Casi de inmediato, un capataz con un mandil de cuero se llevó a sus hombres a una parte diferente de la barcaza.

—Es obvio que sois un testigo —dijo Cecil con suavidad—. Incluso si maese Ravaillac ya no está vivo para corroborar lo que decís. ¿Y si yo decidiera devolver a monsieur Herault a Francia con una guardia armada?

—Ese ha sido siempre el riesgo que corría al veros, mi señor.

—¿No habéis tomado precauciones?

Permití que la aspereza coloreara mi tono.

—¿Qué precauciones puede tomar un hombre contra mi señor Cecil, que puede hacer lo que guste en este reino?

Me respondió con rapidez.

—¿Diríais que soy un tirano?

Que lo hubiera interesado en el cambio de impresiones era un elemento a mi favor. Ahora procuré parecer un poco perdido, que siempre es una ventaja para cualquier hombre alto que trata con un hombre pequeño, para que este último piense que tiene ventaja.

—Mi señor secretario, no sería el acto de un tirano, sino de un juez, si suponéis que soy un criminal. No lo soy, pero no tengo nada salvo mi palabra para probarlo.

El sol, que brillaba incómodo sobre mi rostro a medida que se alzaba en el cielo, me hizo entrecerrar los ojos.

—Aquí en Londres, mi nombre iba a llamar la atención del señor secretario. Mi señor, pensaréis que quizá madame la reina y el Parlamento tienen derecho a disponer de mi presencia; me habríais hecho regresar a Francia sin una entrevista. Así pues, hasta que pueda regresar a casa sin riesgos, apelo a vos con la esperanza de quizá haberos servido a vos del mismo modo que he servido antes a M. de Sully.

Recuerdo que, para ser inglés, el ingenioso señor secretario Cecil era bastante astuto, políticamente hablando, y tendría que seguir con lealtad la política de su rey en lo que a Francia concernía. Pero dado que la posición de Francia y España baila sin fin en la política inglesa y no hay quien pueda decir quién dispone de la supremacía de una semana a la siguiente, yo había pensado en ofrecerle a aquel hombre, más que al político, un confite.

—Los servicios del agente de M. de Rosny —dijo.

El agente de vuestro rival. Mantuve la expresión adusta. Quien ahora debe acudir a vos, sombrero en mano, apelando a vuestra generosidad... ¿Es Cecil-el-hombre inmune a eso? No era en absoluto inmune a tal rivalidad seis años atrás.

Puesto que era la última jugada a la que había apostado todo, calculada durante las horas insomnes que siguieron al mensaje de M. Saburo, mantuve una actitud que esperaba que mostrara solo atención y no desesperación.

La mirada del primer ministro volvió al lugar en el que Saburo estaba sentado en la cubierta con uno de sus secretarios, cuya pluma volaba sobre el papel y se sumergía a toda prisa en el tintero para seguir el hilo del discurso del nihonés. Vi que Saburo hacía una pausa y olisqueaba una delicada copa de cristal. A monsieur el embajador le han ofrecido un refrigerio mientras que a monsieur el espía no.

—El embajador no dice nada de vos antes de que os enfrentarais a unos bandidos en una playa, —dijo Cecil—. ¿Es de suponer, monsieur, que vuestra salida de Francia fue disputada? ¿Y es de suponer también, monsieur, que el hecho de llevaros de Francia al de de facto embajador oriental y al joven que os acompaña, tuvo más que ver con la eliminación de testigos que con la generosidad?

Cecil habrá hecho que sus hombres vigilen dónde regresa a dormir Saburo. Todavía no han identificado a la hic mulier por lo que es. No me permití ni siquiera un pensamiento de alivio; estaba convencido de que Cecil sería consciente de él y presumiría otras causas.

—Ambas suposiciones son ciertas, mi señor —dije con franqueza—. Ni el joven ni Saburo son fáciles de matar, ambos manejan la espada con destreza. Y parecía ingrato abandonarlos a interrogatorios como aquellos con los que se habrían encontrado en mi país natal cuando se supiera que me habían visto partir.

El término «ingrato» me valió una rápida mirada de sus ojos oscuros. Calculé que era el momento de sazonar una media verdad con la verdad completa.

—Se puede culpar a un hombre de cosas que no ha hecho —dije en voz baja—. Eso es todo lo que puedo deciros, mi señor. Y, en eso, no deberíais de ningún modo relacionar a M. Saburo o a M. Dariole conmigo. M. Saburo es el último hombre que permanece vivo tras el naufragio de su barco. Y M. Dariole es... no es más que uno de esos hijos de la espada y los dados con quienes me atrevería a decir que su señoría ya se habrá familiarizado en la corte inglesa.

Cayó el silencio y oí el crujido de los remos, el chapoteo del agua contra los costados de la barcaza y la constante cháchara de fondo de los obreros que M. de Sully jamás habría consentido en su presencia.

—Decidme algo más de este tal «R. F.» si gustáis, maese Rochefort. —En boca de Cecil era una afirmación, no una petición—. ¿En qué se diferencia de necios como Fawkes y Parsons?

Pensar que M. de Sully podría estar todavía vivo y en libertad me embargó de tal sensación de alivio, por breve que pudiera llegar a ser, que le sonreí al secretario inglés.

—Desearéis que complete los nombres que faltan en mi informe, mi señor —dije—. Aunque he de suponer que vos ya sabéis de muchas conspiraciones de la corte y es posible que este médico, que aparece en mi informe como «R. F.» ya no sea un extraño para vos.

No reaccionó de ningún modo a mis palabras, tampoco lo había esperado. Ordené mis pensamientos durante un instante.

—Me he informado tanto como me ha sido posible durante los dos últimos días. «R. F.» es un tal Robert Fludd, un médico, tiene casa a dos calles de vuestra catedral de San Pablo; al parecer es ahora respetable. Dicen las lenguas que hubo en el pasado algún escándalo desconocido y que no lo admitieron en el Real Colegio de Médicos hasta el año pasado, aunque ya antes había estado practicando como médico y astrólogo.

Levanté la cabeza y miré al ministro inglés.

—Las lenguas no dicen que posee una segunda casa en Southwark, pero así es. En líneas generales, el tal Fludd es astrólogo, no le gusta el Gobierno actual de Inglaterra y desearía tener otro rey, así pues desea matar a Jacobo Estuardo. De los conspiradores que se encontraron con él allí, las iniciales «Hl», «H2» y «W» se refieren a los matemáticos M. Harriot, M. Hues y M. Warner. He observado su presencia en la Torre; todos ellos hablan con frecuencia y con frecuencia visitan a «C. N.», Henry Percy, conde de Northumberland, la supuesta fuente de esta conspiración. Son sus matemáticos y van acompañados a todas partes por dos... caballeros... de los que se sabe que pertenecen a la casa del conde en la Torre y de cuyos nombres solo sé que son Luke y John.

—Muy devotos —comentó Cecil con sequedad.

El sol levantó reflejos en el agua del río. Una brisa trajo algo de frescor.

—Hay dos iniciales más en mi informe: «P» y «E». Monsieur el conde de Northumberland podría provocar un gran escándalo —dije—, si repite lo que este tal Fludd dice, que el hijo de vuestro rey, el príncipe Enrique Estuardo, forma parte de la conjura para matar a su padre.

—Dudo que el príncipe haya oído hablar de este tal Robert Fludd —dijo Cecil sin pensar.

Ah. Algo habéis oído, pero no tanto como desearíais. Bien. Ahora sabemos dónde estamos.

—Yo también lo dudo. —Una ligera inclinación de la cabeza de Cecil pareció alentarme. Continué con lo que cuarenta y ocho horas de diligente investigación me habían proporcionado—. Pero... sí que parece que monsieur el príncipe visita la Torre con frecuencia para hablar con M. de Ralegh. A cualquiera que desee lanzar barro y sugerir que el príncipe también ve a monsieur el conde de Northumberland, no le resultará difícil hacer que ese barro se pegue. Una palabra en labios de uno de los probados consejeros de vuestro príncipe para que evite la Torre hasta que hayáis puesto fin a esta conspiración, evitará incluso la posibilidad de un escándalo.

Su cabeza, que parecía demasiado grande para su cuerpo, se movía en lentos asentimientos. Me lanzó una mirada repentina que me sacudió allí mismo.

—¿Y eso de las «tonterías inspiradas por horóscopos», maese Rochefort? ¿Qué es eso?

Silencio. Nada, salvo el chapoteo de los remos en el río y el olor a pintura fresca. Por un instante sentí un aroma diferente en la nariz: el recuerdo de la camomila.

—Mi señor, este tal Fludd tiene un modo de ir construyendo a partir de una palabra imprudente, una mirada y una conjetura afortunada hasta que un hombre llega a creer de veras que ha descubierto y leído su mente y su futuro. Fludd es un observador de hombres, nada más. Con todo...

Levanté la vista y miré a Robert Cecil.

—Con todo, tenía hombres colocados en todas partes para hacerme regresar e impedir que abandonara Londres y sus suburbios.

Cecil asintió poco a poco.

—¿Por qué razón?

Eso no lo había escrito ni había tenido intención de hacerlo; era entonces el único momento en el que podía mostrarme así de honesto, allí donde el viento podía llevarse mis palabras.

—Por lo mismo que Parsons introdujo al soldado Guido Fawkes. —Me encogí de hombros—. Fludd cree el rumor, que yo maté a Henri de Francia. Está astrológicamente convencido de que es mi destino matar a Jacobo de Inglaterra y Escocia. ¡No necesito añadir que yo no comparto esa convicción!

Cecil frunció el ceño.

—En cuanto a conspiraciones excéntricas, entran trece en docena en cualquier mercado. Esta conspiración es... escabrosa, maese Rochefort, si me disculpáis el término.

Incliné la cabeza en silencio. No estaba pidiéndome perdón ni yo concediéndoselo. Me limitaba a reconocer el derecho que tenía a decirme lo que le placiese, maldita sea.

—La mayor parte de los hombres consultan con astrólogos. Si acierta por casualidad y observa lo suficiente, un hombre supersticioso podría creer a Fludd. Se supone que debo creer que él lo prevé todo y que por tanto he de matar al rey Jacobo —añadí con tono tímido.

—¿Sabéis si ha elaborado la carta astral del rey?

—No me la ha mostrado y dudo que no la quemara si lo hizo.

El secretario de Estado inglés asintió. Era evidente que no nos sorprendía a ninguno de los dos que Fludd quisiese evitar un arresto fácil y una condena automática a muerte por hacer el horóscopo del rey.

—Maese Rochefort, si no fuerais el agente de Rosny, os despediría sin más. Es obvio que este tal Fludd no es más que otro pícaro como Simon Forman y no sirve más que para vender amuletos de amor.

—Sí, mi señor. Sin embargo —añadí—, Fludd tiene hombres suficientes a su disposición para evitar que yo abandonara Londres. ¡Lo cual no es un número pequeño de conspiradores!

Quizá oyó un pequeño e involuntario énfasis en la palabra «yo». Su mirada recorrió los arañazos sin cerrar y las magulladuras de mi rostro y me miró burlón.

Me quité las dudas de la cabeza.

—Me detuvieron en el río, antes de llegar a Blackheath y en el propio Whitehall. No podían saber a dónde me dirigiría. ¿De qué otro modo podrían interceptarme salvo con un gran número de personas? Y si hay tantos hombres en esta esotérica conspiración, decenas, quizá centenares, yo me preocuparía.

El señor secretario Cecil me miró tranquilo.

—Si fuera tan extensa, mis hombres habrían encontrado señales de tal red en Londres. Y... no hay nada de la magnitud que describís.

Porfiado y con más grosería de la debida, dije:

—¡Entonces vuestros hombres deben de haberlos pasado por alto!

Por su expresión vi que comenzaba a desaparecer la posibilidad de recibir más información de París así que me apresuré a añadir.

—Robert Fludd quizá se engañe con las estrellas, pero es un hombre peligroso. Os lo estoy diciendo, mi señor: tiene hombres suficientes espiando para él como para parecer infalible.

—Si esto fuera muy reciente... pero, no. —Las pequeñas cejas de Cecil se unieron un poco—. Seguro que no es más que la locura de este tal Fludd. Si hubiera una organización capaz de eso en Londres, incluso en los barrios bajos, no podría funcionar sin mi conocimiento. —Bufó sin ruido—. ¡A menos que creáis que es un profeta auténtico, maese Rochefort!

Me encontré acariciándome la manga del jubón por encima de la herida que comenzaba a curarse.

—Conmigo desaparecido, no tendrá nada que observar. Vuestro rey está a salvo. Puedo dejar a Fludd en vuestras manos, mi señor.

El ministro inglés levantó la cabeza y contempló los muros de Westminster cuando el sudor de los remeros nos hizo pasar a su lado. Habló con tono aparentemente ausente.

—Debéis concebir un modo de volver con maese Fludd sin despertar sus sospechas.

—Volver...

Cecil, a pesar del cansancio de sus ojos, se animó cuando volvió la cabeza para mirarme.

—El modo de atrapar a Northumberland, si es que ha sido tan necio, es permitir que esta conspiración continúe adelante casi hasta el punto crítico. Entonces podremos ver si mi señor el conde está comprometido.

Pese a mí mismo, fruncí el ceño.

—Mi señor...

—No tengo intención de poner en peligro la vida de su majestad. Maese Saburo puede traer vuestras cartas cuando visite la corte y si no obtengo nada, cerraré entonces la red con solo esas sardinetas en el interior.

—Pero mi señor... —tartamudeé.

—Me ofrecisteis vuestros servicios, maese Rochefort, ¿no es así?

Aparte de saltar por la borda y ver hasta dónde podría llegar nadando (cosa que consideré por un breve momento), no había forma de no escuchar las palabras del señor secretario Cecil. Pero aun sabiendo que sería inútil, protesté:

—¡Pero debo regresar a París!

Cecil esbozó una sonrisa franca. A pesar del sobresalto, vi por qué se lo permitía tan pocas veces; convertía su largo rostro en el de un payaso.

—Vos, maese Rochefort, me complaceréis conservando vuestro puesto en esta conspiración y continuando con los planes de Fludd, además de informarme siempre que tengáis nuevas que contar. Como hombre de Sully, estoy seguro de vuestra habilidad. No me cabe duda de que habréis practicado suficiente las labores de agente doble...

El largo rostro de Cecil recuperó la seriedad.

—Comprendo la posición en la que os encontráis, que no tenéis forma certera de recibir información de la corte francesa. Mientras trabajéis para mí, no veo dificultad alguna en autorizar a uno de mis secretarios para que os permita ver una parte de los despachos diplomáticos que recibo desde París.

Perplejo, levanté la cabeza y lo miré, y solo pude pensar: ¡He mordido el anzuelo!