Rochefort: Memorias

14

—Mademoiselle... monsieur Dariole —me corregí para adecuarme a su atavío—. Vuestra presencia resulta... más discreta... que la de M. Saburo o la mía. ¿Tendréis la bondad de tomar mi bolsa y encontrar aposentos adecuados? Dado que dudo que deseéis pasar otra noche en este frío camposanto.

Terminó de abrocharse el cinturón, anilla y estoque.

—¿Disponéis de dinero? ¿Y tenéis intención de confiármelo? ¡Messire, estáis seguro de que no habéis estado durmiendo bajo la luz de la luna!

—He estado durmiendo entre demasiadas pulgas incluso para Southwark, mademoiselle, y trato de cambiar de alojamiento. —¿Porque quién sabe, pero es posible que Fludd ya sepa, o vaya a saberlo pronto, cuáles?—. Pero si no os place...

La joven me enseñó los dientes.

—¡Oh, me place tener vuestro dinero!

Fingí sacar de mala gana la bolsa del cinturón para entregársela. Contenía no más de una cuarta parte de lo que Robert Fludd me había dado. El resto lo había distribuido por igual por el forro de las botas, la ampulosidad de mi jubón y entre la seda y el cuero de los guantes nuevos que me había comprado con ese propósito.

—Decidme un lugar que conozcáis —le dije—, para que podamos encontrarnos de nuevo cuando hayáis terminado.

Dariole se encogió de hombros; un movimiento que a la par de transmitir sus emociones le acomodaba el cinturón de la espada alrededor de la cintura. Se metió la bolsa en el pecho de su (más bien mi) jubón carmesí, que, demasiado grande, la envolvía entera.

—Una de las ventas que hay junto a los toriles. Estoy muerta de hambre. ¡Yo os encontraré a vos!

Se alejó mostrándonos los talones a mí y al hombre de Nihón mientras salpicaba por todo el camposanto el rocío de la hierba. Saburo emitió un ruido sordo que no supe descifrar. Sus extraños ojos negros se precipitaban entre su figura y la mía.

—Rochefort-san. —Saburo mutilaba mi nombre, como hacía en dos de cada cuatro ocasiones. Roshi-fua, Rosh-fu—. Conspiración. Traición. Vos, yo, deben hablar, ronin. No es tan... fácil... como queréis que parezca, a Dari-oru-sama.

—No es fácil en absoluto —asentí—. Y preferiría salir de estas calles antes de hablar con vos de ello. Venid.

Comimos (o, más bien, comí) del plato común de la venta más cercana al toril. Como con toda la cocina inglesa, tuve razones para preguntarme si no se habían limitado a guisar los restos de los animales derrotados.

—El asunto es ya urgente para mí, Rosh'fu'san. No puedo descansar hasta que haya hablado con el emperador rey Jacobo. —El modo que tenía Saburo de pronunciar el nombre del rey inglés ya era por lo menos reconocible. Yo hubiera preferido otra cosa. Está bien que hable como un aspirante a embajador ¿pero tiene el sentido común suficiente como para no mencionar una conspiración mientras estamos codo con codo con otros comensales?- ¡Lo juro! No comeré, ni dormiré ni me bañaré hasta que me haya postrado y presentado las disculpas del shogun Hidetada a este rey —declaró Saburo de repente.

Levanté la vista de la comida, un poco sobresaltado.

—Si fuera vos, yo no haría juramentos precipitados, monsieur. Si hay que fiarse por la última vez que estuve aquí, conseguir una audiencia con el rey puede llevar algún tiempo. Es posible que ni siquiera esté en Londres. La corte podría estar en Newmarket o Hatfield.

El rostro de Saburo era ilegible.

—Entonces comeré y dormiré, dado que debo llegar al emperador vivo.

Revolvió entre los restos del plato común con gesto desconsolado y, al no encontrar nada al parecer de su gusto, se puso a comer pan.

—No me bañaré —anunció—. Ese es mi voto. Apestaré como un gaijin.

Podía hacer todos los extraños votos extranjeros que quisiera, pero yo no estaba dispuesto a permitir ciertas inexactitudes.

Hice caso omiso de las miradas de los ingleses que se sentaban alrededor de la mesa y dije con frialdad pero sin alzar la voz.

—Os daréis cuenta de que un francés no apesta. En cuanto a estos ingleses, sí. Apestan. Pero es que son bárbaros.

—Los hombres y las mujeres de Frans coméis carne. —Saburo encogió sus amplios hombros—. Apestáis como un cementerio de animales muertos.

Es posible que a mí todavía me molestase aquel gesto demasiado entusiasta del camposanto, cuando había desenvainado la espada, fuera como fuese, posé la mano en el pomo de la daga.

—¡Yo no apesto!

—Vos apestáis. Y Dari-oru-sama también. —Desmigó el pan entre los dedos e inhaló el olor que despedía su piel—. Ofende a una nariz civilizada. En mi tierra, solo tomamos carne como medicina. Un poco de caldo cuando estamos enfermos. La primera vez que conocí gaijin, pienso que todos debéis de estar enfermos todo el tiempo para necesitar tales cantidades de ternera.

Alguno de los presentes en la larga mesa se echó a reír. Pensé que lo que Saburo decía era lo bastante ridículo como para poder soltar la daga sin perder la honra. Aproveché la oportunidad para hacerme el ofendido entre semejante compañía y me trasladé junto con el samurái a una mesa más alejada de las demás y del hogar. Hice que el mozo nos trajera cerveza. Por lo poco que podía oír de las conversaciones de los otros hombres por encima del ruido de aquella atestada sala, juzgué que podíamos hablar sin peligro.

—¡Y no os laváis jamás! —Tanaka Saburo le echó un vistazo a su jarro de cuero revestido de brea con la misma expresión que una dama de la corte mira un piojo—. Rosh'fu'san, deseo acabar con esto. Esta ciudad es inmunda. No soporto los hedores que hay. Me pone enfermo.

—Londres también me revuelve a mí el estómago un tanto —asentí mientras me sentaba en el banco al lado del samurái, tuve que colocar de un tirón la vaina de la espada para ponérmela a la cadera. En un establecimiento más salubre me habría quitado el estoque sajón y lo hubiera colgado por la anilla detrás de la puerta. Dudo que vuelva a verlo si lo hago aquí—. Si París no es mucho mejor, bueno, supongo que cada hombre prefiere su propio hedor. Y bien, M. Saburo...

—Vos sois mi ronin. —De repente esbozó una amplia sonrisa—. Mi shinobi, ¿ne?

—¿Vuestro qué?

¡Shinobi-no-mono, asesino en secreto! —Como yo hubiera objetado, él se puso al instante serio de nuevo—. ¡Pero Rosh-fu, ahora os han contratado para asesinar al hombre que me han enviado a ver!

—No estoy contratado —dije con tono serio—, y no tengo la menor intención de implicarme en esta conspiración de necios; ¡podéis estar seguro! El secretario del rey Jacobo puede quedarse con todo lo que sé sobre Fludd y sus compañeros asesinos y poner fin a todo ello.

Saburo gruñó, me pareció que pensativo.

—Hidetada me envía para ver a este rey. No una tierra..., una tierra convertida en era de batallas. Guerras por la sucesión.

Pensé en el mar, al sur, y lo que podría aguardar al otro lado, en Francia.

—De cualquier modo —añadió Saburo—. Si tenéis que hacerlo, Roshi-fu-san, mi consejo es que tengáis cuidado solo de mutilar. No matéis al rey. Cegadlo o mutiladlo de algún otro modo y enviadlo a un monasterio o santuario. De esa forma, si su hijo es un necio, podéis volver a poner a primer rey en trono.

Tomé un sorbo de la cerveza, floja y deshilvanada como estaba, los ingleses siempre a la altura de su carácter.

—No creo que tengan monasterios en esta tierra pagana —dije mientras recuperaba la compostura—. Y tampoco me imagino a ningún conspirador dejando a su presa viva por las razones que mencionáis. He de suponer que las cosas son diferentes en Nihón.

El samurái asintió.

—Nunca se sabe cómo es hombre hasta que es emperador o shogun. Está bien tener... alternativa.

Podrían enviar a Marie de Medici a un convento fuera de Francia, pensé de repente, si el Consejo de la Regencia no estuviera dispuesto a ejecutar a una reina. Por mi parte, su exilio me complacería, si bien no tanto como su muerte.

—No pienso, en cualquier caso, formar parte de la conspiración de Fludd. —Lo repetí por si Saburo no me hubiera entendido bien—. Tengo... otros asuntos que atender en Londres.

Sentía esa tensión tan desagradable y habitual que provoca no saber si se puede confiar en un extraño, por mucho que creas que lo has conocido el tiempo suficiente para juzgarlo. Es la pesadilla del espía. En momentos como ese he deseado con frecuencia tener algún modo de ver el interior del corazón de un hombre. O al menos ver sus acciones futuras.

Si pudiera hacer lo que el tal Fludd finge hacer...

—Debéis hacer primero lo que jurasteis, ¡sois mi ronin! —Saburo me miró furioso sin beber de aquella cerveza agria—. ¡O yo creo que ningún namban es honorable!

De los varios términos con los que se refería a los europeos, este lo escupió con veneno suficiente para que yo me diera cuenta de que pretendía insultar con él. Me pareció un hombre demasiado maduro como para parecerse a un joven duelista en su primera pelea, pero era evidente que algo le afectaba profundamente. Y aunque quizá albergue cierta curiosidad por su estilo de lucha y cómo podría explotar lo que considero defectos del mismo..., esta no es la mañana adecuada para empezar una riña solo por gusto.

—Me contratasteis como guía —dije con suavidad—. ¿No es eso lo que es un «ronin», un guía? Estoy dispuesto a ayudaros a acceder a la corte. Me limito a decir que tengo otros asuntos de los que debo ocuparme antes. —Y añadí con cierto humor—: ¡Y os recuerdo que no me habéis pagado todavía!

Los ojos de Saburo eran a la vez oscuros y brillantes en aquella sala de techos bajos. Habló entonces y me sobresaltó la severidad de su tono.

—¡Os contraté a crédito, como es habitual! Sois un mal ronin, Roshifua-san. Si no pensara que sois un gaijin loco, y un ronin que al final lo hará bien, mi modo de entrar en la corte anghrazi sería traicionar vuestro nombre al funcionario más alto que encuentre, decirle que sois asesino de Frans.

¡Mordieu!, pensé con gravedad. Os subestimo y sobreestimo a la vez, amigo mío.

Si puedo dejar de veros como un ser inferior, o superior, a un hombre, es posible que recupere el juicio.

—¡No sois leal! —añadió.

Confieso que a punto estuve de sacar el estoque para demostrarle de una vez por todas que podía arrancarle la cabeza a un hombre con tanta facilidad como él con su sable oriental.

—¡Soy leal, soy el hombre de Sully! —escupí.

La ironía de aquella afirmación, «el asesino del rey de Sully declara su lealtad a la persona de Sully», me despojó de la cólera en cuanto me oí pronunciarla. Desalentado, alcé una mano vacía con la palma hacia fuera.

—No riñamos, messire.

Descendieron las profundas cejas de Saburo.

—¡Soy el que sirve! ¡Samurái! Vos también. Sois un sirviente.

La incredulidad casi me deja sin palabras.

—¡No soy ningún sirviente!

—Vos servís a vuestro señor. Yo sirvo al mío. Sois ronin para mí, samurái que he contratado. ¡Os preocupáis de mis asuntos primero!

—Eso no me quedó muy claro en Normandía. —Bebí de nuevo y bajé la cabeza para mirarlo—. No es de extrañar que no consigamos entendernos, monsieur. Estoy... dispuesto a mantener el trato que creí hacer, si con eso os conformáis.

No es que tenga elección si quiere tener un aliado en Inglaterra. Pero tengo por costumbre no crearme un enemigo allí donde puedo conseguir un aliado—, a menos que eso suponga una ventaja.

Saburo sostuvo mi mirada, la alzaba como si fuese un reto.

—Hicisteis un juramento de confianza, Roshifua-san.

—No. —Sacudí la cabeza—. Me limité a acordar...

El oriental acarició el trenzado de seda de la extraña empuñadura curvada de la hoja de su catana.

—La espada es el aliento del samurái. Aliento... no. Alma. Yo explico a Dari- oru-sama en barco. Vos jurasteis sobre el alma la confianza que había entre nosotros, ronin y señor. Yo juré sobre espada.

—¿Lo hicisteis? —A pesar de mí mismo, aquello me divertía de una forma malévola—. Pero entonces yo habría tenido que jurar sobre algo, monsieur Saburo. Y no tengo nada. He sido un caballero deshonrado durante demasiado tiempo para esperar que hombre alguno acepte mi palabra.

Cualquier hombre salvo uno. Y está en Francia, quizá en París, quizá se haya ido a las provincias. Quizá esté muerto y necesitado de venganza.

»Mi espada no es mi alma —terminé con tono irónico—. La edad de la caballería hace ya mucho que se ha terminado por estos pagos.

Levantó los hombros y después de un momento emitió un sonido que estaba entre el gruñido y un suspiro resignado.

Roshi-fu-san. Haced lo que decís que haréis. Así lo veo desde Frans. Si no juráis en Frans, con todo, me disteis vuestro decir.

—Palabra —corregí al nihonés, sobresaltado pero ocultándolo—. Os di mi palabra.

Supuse que, bueno, era cierto, quizá se hubiera llevado una impresión muy poco característica de Valentin Raoul Rochefort en Normandía y luego durante el viaje.

Saburo me miró furioso.

—Vos me dais vuestro decir. Vuestra palabra. Sois mi ronin, me traéis aquí, ¡os debo medio caballo!

De forma inesperada me estalló una carcajada en el vientre y volví a acomodarme en el banco.

—¡Medio caballo!

Si no tuviera aquel rostro redondo de ojos extraños, quizá hubiera podido confirmar, para mi satisfacción, mi sospecha de que él también le encontraba la gracia.

—¡Bueno, entonces! —Me encogí de hombros—. Sí. Os di mi palabra, es de suponer, incluso si no sabía a cambio de qué.

Una agradable melancolía me conmovió por un momento, antes de agriarse. De muchacho me parecía muy importante dar mi palabra; habría muerto antes de volverme atrás una vez dada. De hecho, libré varios duelos bastante innecesarios por eso. La melancolía se amargó al pensar en lo sencillas que eran entonces tales cosas y lo lamentable que es que la vida de un informador demuestre que no son más que una farsa. Soy el hombre de Sully; si es necesario, traicionaré a M. Saburo sin pensarlo ni un momento.

—Parece que los dos les hemos fallado a nuestros señores —dije en voz baja—. Poco importa que haya sido sin querer. Y ambos procuramos remediar esa situación.

Tanaka Saburo asintió.

Hai. Pero este hombre que mata rey no es tan importante como que yo vaya a la corte inglesa.

—Permitidme ser sincero con vos, messire samurái. —Eché un vistazo entre él y la sala, al tanto de posibles oyentes—. Entenderéis entonces por qué este... astrólogo..., ilusionista..., Fludd y su conjura pueden ser un asunto insignificante, absurdo y suponer sin embargo un peligro, quizá para todos nosotros. En primer lugar porque conoce tanto vuestro nombre como el de mademoiselle de la Roncière...

—¡Deberíais matarlo! —interrumpió el samurái.

—Lo he intentado —dije con sequedad mientras hacía caso omiso de la punzada que sentía en el vientre al recordar a Fludd con una espada—. Ya tenga conocimientos ocultos o no, a mí... ¡a mí! me resultó imposible matarlo con la espada.

Bajo la sombra de la capucha de mi capa, Saburo alzó las negras y peludas cejas que dominaban su rostro y me miró con interés.

—¿Es kami?

—¿«Kami»?

—Espíritu. Fantasma. No poder matar kami.

—Ah. No. Pero habrá algún modo de hacer de él un fantasma —dije. Deseché la incomodidad que me producía pensar en Fludd y le hice de nuevo una seña al mozo para pedir cerveza, dado que el buen vino es un ente mítico en este incivilizado país. Una vez relleno el jarro de cuero, me volví otra vez hacia Saburo—. Cualesquiera que sean sus conocimientos, no me incomodará ese sifilítico del doctor Fludd. Mi señor sigue corriendo peligro. Es posible que mis cartas se hayan perdido o no hayan llegado. O que no se fiara, ¡es posible que piense que fui yo el que sacó a Maignan de la casa y que soy el responsable de su asesinato! No tiene pruebas de que todavía hay un asesino en su hogar, esperando la señal para matarlo. Hay razones para pensar que no ha de pasar mucho tiempo antes de que se dé esa señal y yo tengo intención de evitarlo y abatir a ese enemigo.

—Matar al enemigo de señor es buena cosa —asintió Saburo con brusquedad—. Huir es deshonroso, incluso de kami.

En mi juventud me habría ofendido. Con los arañazos y magulladuras de los Hombres de Abraham todavía escociéndome en la cara, no sentía demasiada inclinación a discutir el asunto. Así que me limité a decir con sequedad:

—Si «huí» fue porque, poco importa como lo sabe, este tal médico Fludd sabe mucho más de lo que debería. Y debo poner la información que tengo en manos de mi señor antes de que sea demasiado tarde para utilizarla, y para mantenerlo con vida de modo que pueda utilizarla.

Saburo investigó una de las jarras de cerveza y la probó con el dedo.

—¿Ah? ¿Quedamos en Londres?

—Esa es la pregunta. Monsieur Saburo, no puedo seguir adelante sin disponer de información exacta de lo que ocurre en casa, en «Frans». Estoy aislado de mis otros agentes, pero aquí conozco a más hombres que se encuentran en una posición de poder que en otros países. Aunque no sea muy aconsejable que me enfrente a ellos directamente.

¡Hai! —El oriental intentaba beber, me parecía a mí, sin tocar el jarro de cuero en sí. Al observar mi mirada recelosa, levantó los amplios hombros—. ¡Taza de animal muerto!

Cuero, comprendí después de un momento de perplejidad.

—Sí. Se supone. En cierto modo...

Se limpió la boca húmeda. El ruido de la conversación se elevaba y caía en el centro de la sala. Los bancos arañaban las losas. Una ráfaga de nuevos olores a comida salió por la portezuela cuando el cocinero la abrió.

—Ahora vamos a negocio. Hombres de poder aquí. Vos queréis que yo ir a esos hombres. —El samurái bajó la voz, que se hizo más profunda y queda—. Desde lugar Frans he pensado que destino nos quiere juntos. Ayudaré con lo que vos queréis que haga aquí. Una condición, debo ver al emperador inglés. Vos debéis... rescatarme si soy encarcelado. O traerme modo de hacer seppuku si no puedo escapar antes de ser ejecutado.

Recordé el término; lo había utilizado al postrarse en la playa de Normandía. Ahora creí entenderlo.

—¿Queréis mataros?

Ladeó la cabeza, era evidente que buscaba las palabras en su recuerdo.

—Mi tiempo es... prestado. Estaba muerto en cuanto el barco se hundió. Solo tengo que pedir perdón al emperador rey de aquí por mi fracaso y volver a casa para informar. Cuando tenga suerte, el shogun Hidetada me permitirá matar a mí mismo.

—El humor que acompaña al fracaso... —Me encogí de hombros al tiempo que echaba un trago y abría los brazos—. Es común en todos los hombres, ¡pero se pasa, messire, se pasa! Y después hay que hacer algo, debemos actuar.

El oriental gruñó, pensé, de una forma un tanto agresiva.

—¿La muerte no es un honor para gaijin?

Me encogí de hombros.

—La muerte en la batalla es para caballeros demasiado estúpidos para sobrevivir a ella. Y una muerte honorable en un duelo es para aquellos demasiado torpes para ganar la pelea.

—¿Qué, Rochefort-san? —dijo después de un momento el samurái.

—Nada. Algo que se me ha ocurrido.

Para aquellos demasiado torpes. O para los que se enfrenten a un hombre que parece conocer hasta el último movimiento que su habilidad les permite.

Bajé la cabeza y miré al hombre que estaba a mi lado, envuelto en lino extranjero y buena lana española. Un «astrólogo charlatán» podía hacer todas las predicciones políticas que gustase sin impresionar a hombre alguno. Pero el recuerdo del ritmo de Fludd: la espada que saltó de mi mano...

—Dos veces ya ha luchado Fludd contra mí. Una vez en persona. Una vez sus mercenarios. Y... ambas, de hecho, terminaron exactamente como predijo.

—¿Espada kami?—gruñó Saburo—. ¿Tengu?

—¿«Tengu»?

Saburo agitó la mano.

—No importa. Soy aliado. Vos también. Como aliado, ¿qué debemos hacer?

En tono medido, para que no lo oyera más que él, dije:

—No es conveniente que me vean mucho, ni Cecil ni hombre alguno en la corte inglesa. Alguien podría recordarme de la última visita que hice a este país. La reina regente Marie debe de estar todavía buscándome, en Francia y más allá, por mucho que me prefiera olvidado. Está D'Epernon, que es testigo, y Des Vernyes y Bazanez, si viven. A la reina no le permitirán cerrar los ojos ante un testigo, sobre todo si el asesino da mi nombre bajo tortura. La dama debe verme muerto.

Saburo inclinó la cabeza con ese gruñido que puede significar «sí», «no» o «quizá» según los contextos.

»Por mi experiencia, puedo deciros a quién debéis aproximaros como embajador ante la corte inglesa; a quién sobornar... —continué.

—¿Soborno?

Le dirigí una mirada irónica.

—¿Un hombre se acerca a los nobles de vuestra corte sin presente alguno?

—Ah. Regalos. Es cortesía.

Asentí.

—Necesitaremos algo de la cortesía que quede en la bolsa de Robert Fludd para poneros a vos en posición de conseguir una audiencia con el rey. No es cosa fácil, dado que, al contrario que Sully cuando vino aquí, vos no tenéis documentos diplomáticos, pero se puede hacer. Vos, a cambio, no tenéis que hacer nada por mí salvo llevarle una carta al ministro que tendréis que ver, sir Robert Cecil.

—¿Robuta Seso?¿Seso-sama?

—¡Cecil!

—Lo que yo digo. ¿Espía-Seso?

Fue superior a mí; tuve que sonreír.

—Sí. Espía-Cecil. Detallaré todo lo que sé sobre la conspiración de maese Fludd y el señor secretario Cecil puede hacer lo que le plazca tanto con la conspiración como con Fludd. Espero también, además de eso, obtener respuesta a algunas preguntas que le escribiré, si desea dároslas a vos de palabra.

—¿Y mi cabeza? ¿Cortada? —Los dedos romos de la mano de Saburo hicieron un movimiento que me indicó que, por lo menos, había visto utilizar la cuchilla alguna vez en su vida.

—Poco probable. —Posé en la mesa la jarra y miré su interior para observar mejor al nihonés sin parecerlo—. Pero podría haber algún peligro, cierto.

Podría encontrarse con la cárcel y la tortura si se supiera que andaba en compañía de un magnicida. Pero no creo que me hayan reconocido, todavía.

—Si poseéis la mitad del ingenio que creo que tenéis, no tendréis dificultad en imitar al ignorante extranjero que entrega una carta, ¡cuyo idioma ni siquiera sabe leer! —dije.

Saburo me lanzó una mirada que encontré incomprensible y no supe si es que dudaba de mí o me demostraba el talento que tenía para fingir ignorancia.

—Si llevo la carta, sabré lo que hay en ella. —bramó su voz rotunda con una emoción que no supe descifrar—. Estoy solo aquí, Roshi-fu. Suponed que vos estáis en Edo. Os doy una carta para un ministro del shogun Ieyas. Os digo que es sobre conspiración. ¡No os digo otra cosa! ¡Si Ieyas o su ministro os creen implicado o si les escribo que os ejecuten! Ahora vos me habláis de este médico namban. Yo os digo, vos escribís carta y dejáis sin sellar. Yo la llevaré. Y pensaré.

Capté la mirada que me lanzó, había determinación en su rostro marchito.

—Bueno... No puedo culparos por ello, supongo. Es información que, quizá, sería más seguro para vos si no la supierais.

—¡Yo no digo a nadie que sé!

Cualesquiera que fuera la reacción que yo esperara, no era que se diera una palmada en el muslo bajo las finas túnicas de lino que vestía y lanzara una carcajada lo bastante ruidosa como para detener por un momento todas las conversaciones de la posada. Las cabezas se giraron hacia nosotros y tuve razones para alegrarme de haber insistido en que se subiera la capucha de mi capa.

—No tenéis más que un aliado en esta tierra —dije con tono un tanto mordaz—. ¡No hagáis que lo arresten!

Saburo se inclinó hacia atrás con las manos en el vientre.

—Dos aliados, Rochefort-san. Vos. La dama-sama. —Hizo una pausa—. Hicisteis que se fuera antes de contarme estas cosas.

—¿Dariole? —Acepté el cambio de tema del oriental, me pareció un modo de darse tiempo para pensar si accedería a acudir a Cecil—. Considero que ya corre peligro suficiente en compañía de..., de quién está. Si añadimos a eso el tal Fludd y su «conspiración»... Mejor dejar que recorra todo Bankside arriesgando al hazard que arriesgarnos a algo peor.

—¿Dari-oru no ayuda a luchar?

Me pregunté si de veras veía en ella a una mujer. Irritado, le dije:

—Es una mujer, después de todo, messire Saburo, y muy joven. Lo último que necesito es un muchacho impulsivo entrando como un oso en este desastre, aunque sea una muchacha. Messire, si escribo la carta y os la doy sin sellar, para que se selle después en vuestra presencia, ¿accederéis a llevarla a la corte?

Me pareció que Saburo debía de sentirse extraordinariamente aislado en Inglaterra; sus compañeros estaban muertos y cualquier inglés que lo viera estaría dispuesto con toda probabilidad a tomarlo por un bicho raro, o un necio, como los enanos del rey español. En este país no se encontraría con ningún jesuita familiarizado con Nihón. Eso podría explicar el ceño de su frente. Consideré cómo podía encauzar el asunto para quedar ambos complacidos.

—No estoy en situación de regatear —comencé con una leve sonrisa—. Incluso un capitán de hashagar, aunque no sea espía, será capaz de predecir una cosa, ¡estaré en mucha mejor posición si os tengo como amigo en lugar de como enemigo! Tengo buenas razones para estaros agradecido por uniros a aquel combate en Francia. Vos tenéis buenas razones para agradecer que os hayan salvado la vida. Si confiamos el uno en el otro no más de lo que confían unos hombres sensatos, todavía podemos actuar como aliados. Así pues, me inclino en cualquier caso por ayudaros a entrar en la corte inglesa; da igual si rechazáis mi petición.

—Llevo vuestra carta.

Si aquel hombre hubiera poseído rasgos europeos, podría haberlos leído para averiguar sus motivos: si había aprovechado con gusto la salida que le había proporcionado para acceder sin perder el orgullo.

Levantó entonces los ojos.

Una figura delgada golpeó el banco contrario y la mesa de caballete y se desplomó en el asiento al lado del samurái.

Mlle. Dariole estaba cubierta de polvo y parecían dolerle los pies, fruto, supuse, de haber buscado en cada venta desde los escalones del Halcón al Puente de Londres. Este establecimiento, aunque cercano al Jardín del Oso, lo había elegido porque no era ni llamativo ni estaba demasiado frecuentado por los londinenses dados a visitar los tugurios.

—Tranquilizaos —dije con tono alegre—. Podríais no habernos encontrado en absoluto...

Me dedicó una mirada furiosa que debería haber fundido tanto el vidrio como el plomo de las ventanas y puso las botas sobre la mesa.

—¡Por mí no hay inconveniente!

El polvo de la calle cubría sus botas de montar. Si por el estruendo que armó me hubiera llegado a irritar, al mismo tiempo me vi obligado a sonreír de repente al darme cuenta de que, de los tres (duelista, capitán de infantería y espía), ni uno solo estaba dispuesto a sentarse dándole la espalda a la puerta.

¡Como tres cuervos sobre una verja!

Dariole se limpió la frente, birló el casi intacto jarro de cerveza de Saburo y dijo tras beber:

—Alojamiento encontrado. ¡Me llevó menos tiempo que encontraros a vos! ¿Por qué estáis los dos tan serios?

El nihonés lanzó un gruñido cuya naturaleza fui incapaz de interpretar y me señaló con un dedo achaparrado. Antes de que pudiera asestarle una patada bajo la mesa (por poco que hubiera hecho eso para disuadirle de que no descubriera mis secretos), dijo:

—Estoy diciéndole a Roshi-fu-san. Es mal hombre. No está cumpliendo con su obligación de honor. Su obligación de honor exige que cometa seppuku, de inmediato, ¡es un peligro para su señor!

Saburo señaló mi estoque.

—Con eso. O una daga, como mujer. Mataos, Roshi-fu. Es lo mejor que decidir hacer.

—¡Matarme! —No pude evitar que ni las cejas ni la voz se me dispararan.

Dariole lanzó un alarido.

Saburo, por lo que yo vi, hablaba por completo en serio.

—Sois un peligro para vuestro señor jurado. Si estáis muerto, ¿quién puede demostrar la cadena entre vos, él y el asesinato? ¡Nadie! Eso es lo que digo. Mataos, de forma honorable. ¡Ahora que es posible!

—Tan pronto como sea posible —le corregí de forma automática. Quién sabía: había desviado de una forma insuperable la pregunta de Mlle. Dariole y sin embargo parecía del todo sincero.

Sacudí la cabeza.

—¡Esa solución es un poco más drástica de lo que estoy dispuesto a considerar, monsieur! Y, además, si bien podría servir para exonerar a M. Sully, no serviría de mucho para restituirlo si todavía estaba en la Bastilla...

Antes de que Dariole pudiera interrumpirme añadí dirigiéndome a ella:

—Llevadnos a esas habitaciones. Nos convendría algo de privacidad.

Con eso salimos de la venta por debajo del letrero de la Merleta Plateada y entramos en las sofocantes calles del mediodía. Me abrí paso a empujones entre la multitud tras ella y llegamos al fin a un callejón y a una casa de tres plantas muy parecida a la de More Gate, si bien más vieja y en mucho peor estado. Se me ocurrió mientras seguía a Saburo y Mlle. Dariole por las oscuras escaleras del interior de la casa, que para estar los tres conversando en un idioma que no era el materno para ninguno, nos las arreglábamos de forma bastante competente. Sobre todo dado que el portugués en estos momentos era mejor evitarlo; eran demasiados los ingleses monolingües que tendían a tomarlo por español, lo que podría hacer que termináramos colgados por espías o traidores.

Dariole entró en los aposentos delante de mí.

—¡Podéis saldar la cuenta cuando corresponda de nuevo, messire! Que me cuelguen si paso otra noche en ese cobertizo —exclamó volviendo la cabeza.

—Sin duda os colgarán —le respondí en francés; su expresión sugería que esperaba algo parecido. La joven se echó a reír; fue agradable, aunque extraño.

Me detuve y olisqueé el aire.

Fui consciente entonces del hedor y del ruido de cencerros y el estrépito exterior, en la parte posterior del edificio.

Crucé la habitación para abrir uno de los parteluces y me encontré con una vista del jardín trasero. Al mirar abajo vi un patio rodeado por lo que yo habría tomado por establos para caballos si no fueran tan pequeños. Un ruido frenético salía de ellos además de la fetidez de los excrementos.

—¡Mademoiselle Dariole! —protesté.

—Aquí las habitaciones son baratas por una buena razón, Rochefort. —Se reunió conmigo en la ventana y se asomó también al gran patio—. Nadie quiere alquilar nada en Dead Man's Place.

Al ver mi mirada vacía, Dariole señaló el Jardín del Oso, su tejado de paja apenas visible sobre los setos y los árboles que flanqueaban el patio.

—Los perros para la caza del oso, messire. Aquí es donde los guardan. Si estoy gastando vuestro dinero, ¡al menos no me estoy gastando mucho!

Sus chanzas me pasaron de largo sin tocarme. Me sentía como si tuviera hielo en el vientre.

«Dormiréis con los perros hasta que sea el momento de encontrarnos de nuevo.»No es una cuestión de la falible memoria de un hombre. Es que lo tengo escrito en una hoja de papel manchada de saliva, arrugada y guardada en mi bolsa. Con los perros.

—Robert Fludd —pronuncié su nombre en voz alta.

El chico-chica frunció el ceño mientras el rostro del samurái siguió careciendo de expresión, como cabía esperar. Podría al menos confiar en su rostro, decidí.

—Es difícil entender cómo un hombre podría provocar un encuentro al azar por medio de un naufragio como el vuestro —dije—. Así pues, jamás he sospechado que vos seáis el aliado de Fludd. Pero Dariole...

—¿Fludd? —quiso saber Dariole, parecía divertida.

—Ya os he mencionado su nombre. El astrólogo-conspirador, el que querría asesinar a Jacobo Estuardo.

A menos que pudiera ruborizarse a voluntad, su expresión de irritación consigo misma no parecía fingida. Bajé la mirada y me encontré con sus enormes ojos.

No soy hombre que tome una mirada firme por honestidad.

—¿No habéis conocido a tal hombre?

Se encogió de hombros.

—No.

—¿En París, quizá?

Apretó los labios y empalideció la piel que rodeaba la boca.

—Messire... no seáis más estúpido de lo que hasta vos podéis evitar. ¿De veras pensáis que sabía que tendría que abandonar París si me encontraba con vos esa mañana?

—Y sin embargo encontrasteis estas habitaciones.

—¡Y eso que tiene que ver con nada!

Le di la nota arrugada. Ella comenzó a leerla en voz alta.

¿No es extraordinario, pensé, que por instinto la trate como al joven que parece ser y no como a la jovencita que es? Una mujer es tan incapaz de ser honesta como esta lo es de ser casta; de hecho, en Inglaterra utilizan la misma palabra para ambas cosas.

Es una joven demasiado irreflexiva, seguro. ¿Demasiado descuidada para seguir un papel? Salvo... que ya me ha engañado una vez, en su papel de hombre.

—Es... —Me tendió el papel, en su rostro había una seriedad poco usual en ella.

—No hablareis de esto. Ninguno de los dos. —Esperé el asentimiento de ambos.

Desde luego que vigilaré..., pero ella no es agente de Fludd.

No fue su aparente inocencia lo que me convenció, sino que en ningún momento pareció darse cuenta de que la sospecha podría tocarla. En mi oficio te acostumbras a ver la culpabilidad.

No es dada a las mentiras: permite que sean los otros los que se engañen. Por su aspecto, su ropa, sus modales... Pero la propia Dariole no siente interés alguno por las artimañas comunes del espía.

Elaboré mi informe para el señor secretario Cecil al modo de los informes habituales que hacía para M. de Sully; incluí una carta de explicación que contenía, si no mi identidad, detalles suficientes para que fuera obvio que el autor estaba familiarizado con las redes de espionaje de Europa e Inglaterra.

Que el señor secretario Cecil crea, si no en esta conspiración, al menos que existe un hombre llamado Robert Fludd y que es políticamente peligroso.

Después, que el señor secretario Cecil me proporcione algunas respuestas: qué ocurre en Francia casi diez días después del asesinato de su rey. ¡Y luego quizá pueda comenzar a actuar!

Le entregué los documentos sin sellar a M. Saburo. Si los ladridos de los perros me disgustaron esa noche, dejé que tanto Saburo como Mlle. Dariole lo achacaran a un genio poco razonable por mi parte.

Más difícil fue desenmarañar el laberinto social de quién tenía acceso al señor secretario y al rey Jacobo y encontrarle al antiguo embajador nihonés un modo de llegar a la corte. Durante el segundo y tercer días de nuestra presencia en Londres, visité con Saburo las tabernas y posadas de Eastcheap y Cheapside en busca de señales del pequeño Edmonds, un hombre que antaño era espía y diplomático de la reina Isabel y al que el duque mi señor utilizó en un tema algo delicado. No había noticias de él. Hablé con otros hombres que pensé que podrían serme útiles. Tampoco pude encontrar a Beaumont.

—Retirado del servicio. O vigilado. El pequeño Edmonds podría estar muerto —comenté mientras bajábamos por Dead Man's Place esa noche bajo la luna creciente—. Esas cosas pasan.

Mientras caminábamos sostenía un farol en la mano izquierda, en alto para que no nos deslumbrara. Por tácito acuerdo llevábamos las espadas desenvainadas y caminábamos por el centro de la calle embarrada, apenas bordeando la cloaca. Si saliera un hombre de las casas de mala fama o de los callejones que hay entre ellas, tendría que cruzar terreno abierto para atacarnos.

A pesar de su rechazo a vestir prenda alguna que no fuera lino bajo su capa, M. Saburo parecía encontrar Londres más agradable ahora que había transcurrido un día o dos. Se retiró la capucha de la capa y se tambaleó al caminar, aunque a mi parecer había bebido poco.

—¡Hombre! —Señaló algo con la hoja de su catana.

Bajo la luz del farol una figura pequeña y delgada sobresalió del zaguán y se convirtió en un paje enfundado en terciopelo negro, un hombre armado y ataviado con librea permanecía obediente tras él.

Envainé el estoque y cogí la carta que me tendió, el joven había clavado entre tanto la mirada en el poco inglés rostro de Saburo.

La luz amarilla me mostró el sello del conde de Salisbury, secretario de Estado, tesorero mayor, Robert Cecil.

Saburo siguió con la mirada al guardia y al paje, que se habían escabullido de nuevo como buenos profesionales. Leí a toda prisa.

—Escuchad, messire Saburo. Debéis ver a lord Cecil. Viernes por la mañana, a la hora décima... que es mañana.

M. Saburo demostró su buen oído para el lenguaje de las tabernas y comentó con gesto soñador:

—¡Coño!

Estuve inquieto todo el día siguiente mientras iban pasando las horas de sol, de otro modo intachables. El temor por la seguridad de M. Saburo me impidió seguirlo hasta el palacio de Whitehall y Cecil. La falta de ocupación me dejó sin nada que hacer salvo escuchar a los perros ladrar en el patio y me quitó de la cabeza Francia y M. Sully.

¿Cómo es que maese Fludd realiza esos trucos suyos de ilusionismo?

¿Cuántos hombres más han ensayado? ¿Y para qué?

¿Adivina que lo he traicionado?

Sería necio si no lo hiciera. Aun así, puede que un hombre no sea un necio y sin embargo esté ciego a lo que no envuelve su deseo.

Sabía los nombres de Tanaka Saburo y mademoiselle de la Roncière.

A la propia Dariole solo la veía como un bulto dormido en el catre de la habitación. Cuando, una hora o así más tarde, decidí seguirla de forma subrepticia para ver si se encontraba con Fludd, descubrí que pasaba todo su tiempo en los corrales de comedias, el espectáculo de osos y los salones locales de esgrima.

—¡Lo único que falta para completar la «educación del joven caballero» es una visita a la casa de putas! —dije en voz alta cuando volví a las habitaciones vacías y llenas de ecos que olían a polvo y cuyas tablas crujían cuando me paseaba por ellas.

—¡Roshi-fu-san! —La voz profunda de Saburo y el sonido de la puerta abriéndose se oyeron como si todo fuera uno.

Estaba solo, según vi al girar en redondo. Quizá no fuera urgencia lo que había en su voz. ¡Es el más difícil de leer, entre hombres y extranjeros, que he conocido jamás!

—¿Y bien? —quise saber.

—He de ver al emperador rey. Pronto. —Lo que Saburo se sacó de la manga, según vi, era mi carta; arrugada y con el sello roto. Al menos leída—. Vos. —Hablaba como si pensara que era necesario decir las palabras exactas—. Vos, Rosh'fu'san, mañana, habéis de ver a lord Seso-sama.

El viento del amanecer soplaba del Támesis y me daba en la cara. Me aparté los gruesos rizos de cabello que devolví a la espalda por encima de los hombros y enderecé las golas sobre el cuello del jubón. El chalanero remaba sin prisas y pasamos al lado de arenqueras amarrados bajo un sol que reflejaba alfileres de luz en el agua.

—Sois... feliz. —Saburo parecía escoger las palabras con cuidado—. Un hombre que hace lo que no quiere hacer es... ¿feliz?

Me encogí de hombros, sonreí y me quedé mirando el río; bajo aquella luz, distinguía la forma de las barcazas que se acercaban a nosotros bajo la calima blanca del amanecer.

—En realidad no es que no esperara llegar a esto. Y... es mi oficio.

Me invadía todavía bastante aprensión, suficiente para seguir alerta. Y, en verdad, no mucho más.

—Aquellas. Allí. ¿Son las barcazas? —quiso saber Saburo.

—Sí.

Londres no ha cambiado tanto en los seis años transcurridos desde la última vez que estuve aquí. Los gritos de los vendedores ambulantes en las orillas; la racha de humo y momentos más tarde el estruendo de la artillería que anuncia un visitante noble a la Torre; el monólogo del chalanero en un inglés obsceno que tengo el dudoso privilegio de entender... No me costaría mucho imaginarme volviendo hoy, tras este encuentro, a la soleada casa de arenisca de Arundel y a André, Artaud, Maignan: todos ocupándonos de los asuntos del duc.

No me había vestido esta mañana particularmente bien, lucía el ahora polvoriento jubón inglés de color borgoña y calzas ahuecadas tras haber mal disfrazado las rozaduras que adornaban las puntas y el tacón de mis botas. Pensé que cuadraba bien con el papel de espía arruinado del doctor Fludd. No tenía deseo alguno de hablarle de mi estatus de primer agente y mejor espada de Sully si no sabía de él. Hay ocasiones en las que una apariencia de mediocridad ayuda a un hombre. Ahora debo confiar en que la vista del señor secretario sea lo bastante aguda como para penetrar en el disfraz de un hombre.

Debo correr el riesgo. Sea lo que sea lo que sabe monsieur Cecil, sabrá lo que está ocurriendo en París mejor que cualquier otro hombre en Inglaterra. Y yo sin eso estoy ciego.

La chalana giró y avanzó paralela, a estribor de aquella barcaza lenta y ornamentada. Me levanté con cuidado de no tropezar con la vaina y las espuelas. La barcaza se deslizaba río arriba con la potencia de muchos remos, los arcos que dibujaban pasaban muy por encima del nivel de mi cabeza y tuve unos momentos para contemplar el terciopelo, la seda, los dorados, el papel y los listones de la decoración.

Con un hábil giro y un floreo de sus dos remos, el chalanero se topó con la parte posterior de la barcaza; Saburo y yo saltamos juntos a las firmes barandas de madera y con una voltereta aterrizamos en la cubierta. Le tiré al barquero una bolsa por su buen oficio. Prefería aparecer en una barcaza real sin que chorreara agua de ninguna parte de mi cuerpo.

Cuando me di la vuelta, Saburo cayó de rodillas y se inclinó hacia delante sobre la cálida tablazón de la cubierta.