Rochefort: Memorias
46
Al final de esa semana, Fludd se había instalado en la casa que le había prometido Cecil en Cripplegate, conmigo como su carcelero temporal e inquilino. La casa de Coleman Street era una cárcel muy bien amueblada. Me atrevería a decir que el propio Cripplegate alberga todo lo que puede desear un hombre, si ese hombre puede en cualquier momento ejercer su libre albedrío y abandonarlo.
Los informadores que me había legado Robert Cecil me permitieron ver lo poco probable que era que ni siquiera el médico astrólogo Fludd fuera capaz de escapar de su prisión, por sedosa e invisible que la hubieran hecho.
—Veo confusión sobre confusión —le dije a Gabriel; habíamos terminado entre los dos de entrevistar a los hombres del difunto conde de Salisbury y decidíamos quiénes podrían ser los sirvientes domésticos más fiables para vigilar a Robert Fludd en nombre de Jacobo I—. Piénsalo —dije—. En primer lugar, esto no termina aquí. Si maese Fludd tiene razón sobre el príncipe Enrique... bueno, es posible suponer que habrá otros hombres, aparte de Enrique Estuardo, a los que se debería asesinar según las predicciones de las matemáticas de Bruno, por el bien del futuro. Reyes, príncipes, papas. O bien hombres insignificantes, sin más, que se encuentran inmersos en tiempos significativos.
Gabriel gruñó: un ruido que a la vez indicaba aprensión, duda y cierta reticente conformidad.
—¿Y? Tienes a los agentes de mi señor, hasta que el rey inglés nombre a un nuevo maestro de espías. Puedes vigilar al príncipe y ver si da la sensación de que Fludd tiene razón.
—El príncipe, sí. Pero si hay otros hombres, no todos serán enemigos de Jacobo o de Marie.
—Pero es que no puedes hacer nada, Raoul. —Gabriel hizo una pausa y frunció el ceño—. No tendrás los contactos, ni los agentes, después de esto. La reina puta Medici no te va a contratar. Es una pena que mi señor Cecil esté muerto. Él te habría contratado. Este rey inglés quizá te hubiera contratado, pero no si vas persiguiendo por ahí a su hijo mayor. No me parece a mi que podamos quedarnos en Inglaterra si eso ocurre.
Si dejaba a un lado las fórmulas de Bruno y el futuro lejano, yo veía de un modo muy concreto mi vida al final de los próximos meses; la red de agentes y contactos que tenía en Francia sin duda ya estaría fragmentada a esas alturas y tendría que ofrecer mis habilidades a cualquier nación que me diera la oportunidad de ejercer mi oficio. A mi edad, ¿qué otra cosa podía hacer un hombre?
—Pues eso —dije en voz alta, con lo que confundí al pobre Gabriel- no es una pregunta retórica.
Me miró furioso.
—Raoul, ¿es que se te ha metido alguna idea loca en la cabeza?
—Todavía no —dije—. Pero estoy en ello.
—¿Cómo sabe Jacobo que no va a mentir? —se me quejó Mlle. Dariole mientras investigábamos el jardín y el patio de la casa.
—Me atrevería a decir que puede que lo haga. Pero si yo fuera Jacobo Estuardo, lo torturaría a la primera sospecha.
La joven se refrenó un poco y después de un momento se llevó los puños a las caderas y observó el diminuto patio de ladrillo.
—¿Cómo van a lograr que se quede aquí? ¡Puede calcular el modo de salir!
—Sus cálculos llevan tiempo. Se podrían cambiar las guardias a intervalos irregulares y rápidos. —Le sonreí—. Quizá guiados por la tirada de un par de dados auténticos.
La muchacha se echó a reír. No, como yo pensaba, de mi broma. Me di cuenta cuando señaló el muro.
Habían tallado en piedra un reloj de sol y habían colocado la losa en el ladrillo, a una altura de unos dos hombres quizá. Vi el gnomon de bronce con una capa de verdete incrustada que arrojaba una sombra sobre las ranuras talladas en el mármol; marcaba las diez de la mañana, no muy pasadas.
Vi también que bajo las marcas de las horas en números romanos, el marmolista había puesto (como en realidad es más tradicional) «Carpe Diem».
—Espero que las horas pasen lentas para él. —Dariole volvió a posar la mano derecha en el pomo de la daga; el brazo izquierdo le colgaba sin estorbos, como ahora acostumbraba a hacer. Vi que elevaba el rostro hacia el cielo y cerraba los ojos—. Muy lentas.
Lentas o rápidas, pensé, lo cierto es que las horas pasan. Hasta que llega el futuro.
Una vez instalado el doctor Fludd en la casa, yo me puse a solucionar mis asuntos; envié a varios agentes de Cecil a Francia, a realizar algunas discretas indagaciones, y solicité de la corte de Greenwich una audiencia privada con el rey Jacobo. El primer asunto no dio resultados de forma inmediata. En cuanto al segundo, el nombre del difunto conde me proporcionó el encuentro con una rapidez más que notable.
Cuando me hicieron pasar a la audiencia hice una reverencia y me mantuve impasible ante los cambios experimentados por su majestad. Jacobo había cambiado mucho desde la última vez que lo viera. Estaba más gordo y canoso, sí, pero era más que eso; se apoyaba en el hombro de su favorito, el vizconde Rochester (el título que en los últimos tiempos le había dado a Robbie Carr), de forma metafórica además de física. Me pareció que de no muy buena gana mandaba salir Jacobo Estuardo al rubio Carr y a sus otros lacayos, que se congregaron ante la puerta del salón medieval.
—El doctor Fludd predecirá ahora vuestras órdenes —le dije al soberano—, so pretexto de ser médico y erudito.
—Decidle —espetó Jacobo I y VI- que si no nos complacen sus modos, lo enviaremos a la Torre y aquesos dos brujos, él y Northumberland, podrán fraguar juntos las obras del diablo. ¿Entendido, maese Rochefort?
—Yo lo entiendo y maese Fludd también lo hará. O, si no, le explicaré cómo se comporta un hombre cuando está de permiso permanente de una ejecución.
La mirada del rey se dirigió a mi hombro y supuse que estaba pensando en la marca que sabía que había allí. Se limpió la boca y asintió con gesto grave.
A pesar de toda la calidez del ladrillo rojo de Greenwich y de sus magníficos tapices, la piel del monarca mostraba una constante insinuación de gris bajo la superficie. Jacobo me observó durante un buen rato con los ojos más difusos y llorosos de lo que yo recordaba.
—Hemos perdido a nuestra mano derecha —dijo al fin—. Y cuán más triste es porque estábamos separados. ¿Vos lo visteis, maese Rochefort, antes de que muriera?
—El día anterior. Habló de su majestad. Creo que si algo lamentaba, mi señor, era no haberse encontrado él también en el camino a Bridgwater.
El rostro del soberano cambió de repente, como si hubiera podido reír y llorar al mismo tiempo.
—Ah, Robbie. ¿Os lo imagináis cantando ante cuatro docenas de hediondos campesinos? Nos habría gustado verlo. Sí que nos habría gustado.
Me incliné para ocultar mi expresión; un hombre de negocios no debería mostrarse sentimental.
Jacobo recuperó su expresión de tristeza y dijo:
—Decidle a Fludd que nos estaremos informados de las preguntas que le haga la reina Marie.
—Sí, majestad. —Consciente de las miradas furiosas de los cortesanos que me observaban, eché un cortés vistazo por aquella sala gótica—. Vuestro hijo el príncipe de Gales, ¿no se encuentra en la corte en estos momentos?
Jacobo pareció avinagrarse más, si eso era posible.
—Ahora tiene su propia corte. En Richmond, en el palacio de St. James, si habéis de verle. No son muchos los hombres que veréis en su corte y también en la nuestra, maese Rochefort. Los suyos son todos hombres puritanos e íntegros que no toleran juramentos ni diversiones en los banquetes; solo oraciones dos veces al día.
Con la habilidad que da la práctica, me mantuve impasible.
—Majestad —me pregunté hasta dónde podía llegar—, ¿tenéis una primera pregunta para el doctor Fludd que quizá pudiera llevarle en vuestro nombre?
Jacobo sacudió con pesadez la cabeza.
—No la tenemos. Todavía no.
No me miró a los ojos.
—¿Es que no se os ha ocurrido, Rochefort, hombre? ¿Que algunas preguntas están mejor sin respuestas?
Caía la lluvia de verano cuando salí en una chalana de Greenwich y subí el Támesis. Observé el fluir del río, moteado por los círculos desplegados de las gotas de lluvia; tantas que haría falta una vida entera para calcular todas sus intersecciones. Y, para entonces, ya habrían desaparecido.
Responsabilidad.
Que, si no hay poder para actuar, no es más que una maldición.
De vuelta en Coleman Street me encontré con otra pregunta para Robert Fludd.
—Si no lo habéis hecho ya —le dije—, calculad el día que moriréis.
Durante los cuatro días siguientes, mientras Fludd trabajaba y yo le daba vueltas a mi problema como un perdiguero persigue a una liebre, vi a cierto número de almas viles o caballerosas; ninguna de las cuales tenía nada en común salvo que pasarían desapercibidas entre una multitud. Entretuve uno tras otro a esa veintena o más de los informadores del difunto secretario en el aposento inferior con piso de tierra, que era lo mejor que podía ofrecer un edificio occidental.
Al último hombre, que había llegado en barco de La Haya pero que según sus propias palabras era capaz de encontrarse en el interior del palacio del Louvre en una quincena, me encontré contemplándolo con atención al mismo tiempo que él me estudiaba con cuidado. Supuse que tendría unos cincuenta años: ropa inglesa, la piel clara, el cabello de un brillante color castaño.
En el mismo instante en que él pareció perplejo me di cuenta de que no era la primera vez que nos veíamos. Y en aquel tiempo su cabello castaño estaba teñido de un rojo más vivo, con alheña.
—¿Disfrazando la apariencia auténtica, aparentando que la verdad en sí es falsa? —dije—. La última vez que os vi, ¿no erais por ventura William Markham?
Se sonrojó; su tez era tan clara que no pudo ocultarlo.
—Me llamo Griffin Markham. William es mi hermano.
Ah. Y eso, supongo, fue lo que desconcertó a Mlle. Dariole.
—Recuerdo que, según me informó el difunto lord Cecil, ese tal sir Griffin Markham era su espía principal en el continente. —Seguí mirando con firmeza a aquel hombre fornido—. Cosa que me parece muy prudente, monsieur, dado que creo recordar que a punto estuvieron de colgaros y luego os exiliaron de Inglaterra por traición en el año 1603...
Griffin Markham carraspeó.
—William y yo nos parecemos mucho. Él vive de forma lícita en Londres. En estos momentos yo estoy aquí y él está en La Haya en mi lugar.
Lady Arbella Estuardo seguía encarcelada en la Torre, después de un desventurado intento de huida organizado por su esposo. Me pregunté si aquella joven podría todavía escapar de Inglaterra. Podría pensarse que su causa era un buen motivo para que los hermanos intercambiaran sus identidades, sobre todo si ya en primer lugar habían promovido ese matrimonio.
Pensé en Arbella y en su amabilidad para con Dariole.
—Si yo fuera vos —le dije—, me iría a Francia y me enviaría recado desde allí sobre lo que ocurre con la reina regente. Cuanto antes abandonéis Inglaterra, mejor.
William (o más bien Griffin) frunció el ceño.
—Cierto. Con Cecil muerto de sífilis, hay sucesores suyos que querrían arrestarme.
Lo despedí con una inclinación; no tenía intención de mencionar que no era de los recién nombrados maestros espías de Jacobo de quienes debería preocuparse, estando como estaba Dariole en el país.
Unos dos o tres minutos después, fue la propia Dariole la que entró por la puerta trasera quitándose el barro de las botas y la vaina sobre las losas del suelo. Luego me dedicó una amplia sonrisa.
—Si vuestro rostro sigue así, ahuyentaréis a las gárgolas de San Pablo. ¿Qué pasa? ¿Jacobo está demasiado ocupado hurgándole a Robbie Carr el culo para veros de nuevo, messire?
—Algo de eso hay. Se me ocurre, mademoiselle, que Henri de Navarra y Cecil están muertos, M. de Sully retirado, Jacobo Estuardo muy cambiado y a nosotros nos quedan la reina regente Medici y el joven príncipe Enrique. Un par de víboras. Peor, alimañas.
La diversión que había en sus ojos se metamorfoseó en cinismo. Asintió con lentitud; las gotas de lluvia le caían del cabello y el gorro de terciopelo.
—No voy a discutir con vos, messire. Pero ¿qué podéis hacer?
—Eso es lo que deseo descubrir... Puede que... os interese saber que monsieur William Markham baja en estos mismos momentos por el Old Jewry; va a coger un barco que lo lleve a los Países Bajos. Es posible que lo conozcáis mejor como..., ¿qué sería..., «primo Griffin»?
En solo unos segundos cruzó su rostro la sorpresa, la comprensión y una sonrisa fiera.
—¡Dejadlo que viva! —me apresuré a añadir—. Puede que le sea útil a... lady Abera-sama.
—¡Oh, la cloaca será suficiente, messire! —La voz de Dariole me llegó regocijada, ahogada por un portazo y las pisadas que se alejaban sobre el empedrado.
¿Qué es lo que puedo hacer yo?, me pregunté al tiempo que olvidaba a los hermanos Markham.
Hubiera dado hasta la última blanca de la pensión de Cecil por tener a Caterina viva y que sus matemáticas comprobaran las de Fludd. El futuro..., y el futuro lejano...
Subí, agaché la cabeza para pasar bajo las vigas torcidas y llegué a la habitación superior, donde Robert Fludd alojaba sus libros, sus papeles y su persona.
—Veinticinco años —dijo cuando me incliné para pasar bajo el dintel sin levantar la cabeza del escritorio para mirarme—. ¿Había alguna razón por la que desearais saber el tiempo que me quedaba sobre esta tierra, que no fuera para atormentarme?
Pensé que si hablaba con tanta exactitud, habría comenzado a realizar sus cálculos matemáticos en el barco que nos trajo a casa, para tener semejante certeza en ese momento.
—Tengo mis razones —dije—. Vos sois inglés. Decidme qué opinión os merece ahora Jacobo Estuardo.
Fludd me miró con un pequeño ceño. Luego se acomodó en la silla.
—El corazón lo ha abandonado.
—Bueno, como francés, yo os diré de igual modo la opinión que me merece Marie de Medici, que es la siguiente: es florentina hasta la médula. Y esas son las personas para las que vos predecís el futuro. Son ellos los que toman decisiones en nombre de millones.
Después de un momento, Fludd estiró la mano para coger la navaja y comenzó a rebanar con minuciosidad y cuidado la pluma. Tan aguzado tenía el filo la navaja que me aparté de aquella hoja diminuta de forma automática.
—No habéis venido simplemente para quejaros.
—No, así es.
—No sois para mí más amigo de lo que lo fuisteis jamás.
Incliné la cabeza.
—Cierto también; ¡vaya, cualquiera supondría que sois presciente, messire!
Hizo una mueca.
—No en esto. —Fludd bajó la mirada y contempló la pluma estropeada—. Una década de matemáticas; toda mi obra... y ahora es inútil, maese Rochefort. Ahora que el año 1610 ha terminado y hemos tomado un camino diferente.
—Pero en un espacio de veinticinco años se podría comenzar de nuevo.
Robert Fludd levantó la mirada y yo me miré en sus ojos pálidos. El posó con cuidado la navaja y la pluma.
—¿Qué es lo que queréis decirme? ¿Qué pasa?
Cansado ya de agacharme para evitar las vigas bajas, decidí sentarme en el alféizar de la ventana. Sabía que la luz ocultaría mis rasgos del mismo modo que iluminaría los suyos.
—Mi oficio me ha llevado en los últimos tiempos al palacio de St. James — dije—. A vuestro príncipe, del que vos habríais sido mentor, lo llaman el hijo de Macedonio redivivo: un Alejandro que pondrá al mundo a sus pies, para Gran Bretaña y para la causa hereje, oh, disculpadme, «puritana». Lo ven dueño de todas las artes del imperio, cosa que no es hazaña pequeña para un muchacho de apenas dieciocho años; por eso supongo que son muchos los que tienen interés en que así sea. ¿He de suponer que vos os habríais aprovechado de eso?
—¡A los dieciséis lo podría haber guiado, instruido! —El rostro de Robert Fludd parecía deslumbrado por la luz.
El Merlín del príncipe Arturo de Enrique. Cambié de posición la vaina del estoque; el marco de la ventana me la estaba clavando en la cadera, y aproveché la oportunidad para observar que bajaba la guardia. Estiró la mano y posó los dedos bronceados por el sol en los papeles manchados.
Papeles cubiertos de línea tras línea de cifras apretadas y diminutas, en muchas de las cuales no reconocí números romanos ni árabes. El trabajo de Caterina, cubierto de manchas de arenilla y moho de las cuevas de Cheddar. Con una uña mordida pellizcó las toscas superficies.
No me resultaba difícil conmemorar el sonido de su muerte. Su rostro diminuto tan blanco como el de la luna bajo la que yacía.
—Conocí a Elena Zorzi en Venecia, con el magíster Bruno. —La mano de Fludd abandonó la hoja de papel, su mirada me dejó atrás y se clavó en la ventana; quizá más allá del cristal. Se pasó la mano por el cuero cabelludo casi afeitado y clavó las puntas de los dedos en los pocos cabellos grises que le quedaban. Sus ojos grises brillaban como el cristal en la pupila, pero había amarillo en el blanco de esos ojos, como si fuera un anciano—. La creí perdida hace ya tantos años. O que no había podido...
Observé su rostro.
—¿Se os ocurrió acaso que esto quizá no fuera con vos, monsieur? ¿Con Inglaterra? ¿Ni con Francia? ¿Con el rey Henri ni el rey Jacobo? ¿Ni tampoco con Europa, si a eso vamos?
—¿Eh? Sí... Tanaka Saburo. ¿Pensáis que todo esto estaba dirigido al final a satisfacer su necesidad y no la mía?
—Me atrevería a decir que la suya era más apremiante.
—Cuatro islas ennegrecidas... —Fludd volvió a mirarme con expresión dolorida—. No es lo mismo, messire. No es igual que todos los cimientos de la tierra consumiéndose en llamas, porque somos incapaces de actuar contra ello.
Salvo que, según los cálculos de Caterina, nosotros éramos tan capaces de quemarlos cimientos de la tierra como cualquier cometa. La perspectiva de Fludd era un tanto estrecha...
En mi mente comenzaba a tomar forma una decisión.
—Una cosa que quizá quisierais considerar —dije- es la enseñanza de otros alumnos, en secreto, ya que dudo que Jacobo o la reina Medici lo aprobaran.
—¿Otros...? —Fludd levantó la mirada del escritorio y me observó.
Cierto, se me había ocurrido que quizá el astrólogo no estuviera muy seguro de querer transmitir las enseñanzas de Bruno. Pero tenemos los papeles de Caterina. Y sería posible, más que posible, saber cuándo un estudiante estaría bien enseñado, porque, para entonces, podría predecir con exactitud.
—Es posible —le dije- que me ausente una semana o dos.
Pareció sobresaltarle más mi aparente cambio de tema, así que añadí:
—Necesito saber, por tanto, monsieur Fludd, ¿cuánto tiempo os llevará calcular si puedo ir y volver después sano y salvo?
—Vigila a Fludd. Tengo un plan para el que lo voy a necesitar a mi regreso —le pedí a Gabriel—. Tú debes quedarte aquí. Si vas a Francia, te colgarán.
—¿Francia? —Las cejas de Gabriel se dispararon hacia sus entradas—. Y si vas tú, ¿a ti no te colgarán?
—No. Yo regresaré vivo. Lo sé de... muy buena tinta.
Al hablar de ello con Dariole, la encontré cínica. Apoyó el hombro en los ladrillos húmedos del patio y jardín, sitio en el que la había encontrado, y me lanzó una mirada que lo decía todo: no estaba dispuesta a dejarse engañar.
—¿Confiáis en él? ¿Y dónde decís que vais? —me dijo.
Sabía que debía quedarme y aguantar el chaparrón. De otro modo, tanto ella como sin duda también Gabriel se limitarían a seguirme a Francia y terminarían tomando el camino más corto a Montfaucon.
—Entrad —le dije—. Quizá haya llegado el momento de que os explique algo, a los dos.
Gabriel estaba inclinado sobre el hogar cuando entramos en la cocina, olisqueando una carne que se asaba al fuego en la olla de hierro. Me miró, posó con estrépito la tapa sobre el pequeño caldero e irguió el cuerpo.
Dariole atrajo un banco de madera hacia la chimenea cogiéndolo por un extremo y se sentó a horcajadas; luego se aferró a los lados con las manos muy blancas.
—¡Contadme! —me dijo con los ojos brillantes.
Gabriel se dirigió a la puerta.
Yo le hice una señal.
—Siéntate.
Me miró, creo que para ver cuáles eran mis intenciones; luego se limpió las manos en el trapo que hacía las veces de pañuelo y se acomodó en el banco al lado de Dariole. La madera crujió.
No sabía por dónde empezar, así que les hablé de lo que me había estado rondando la cabeza durante todo el día.
—Los estudiantes de Giordano Bruno están muertos, casi todos.
Observé el rostro de la joven y luego el del hombre maduro y vi su confusión.
—El único de esos hombres que sabemos que continúa vivo es ahora la mascota de Jacobo Estuardo y Marie de Medici. —Hice una pausa—. Quizá también del favorito de la Medici, Concini, quizá no. También dudo que Jacobo sea lo bastante necio como para dar a conocer la existencia del doctor Fludd a Robert Carr.
Gabriel asintió con brusquedad, como de costumbre, un gesto que comprimía los pliegues de grasa que tenía bajo la barbilla. Me observaba con la suspicacia medio insolente, medio admirativa con la que me había mirado desde Breda y que decía, transparente como la luz del día: «¿Y qué locura se le habrá ocurrido ahora a este muchacho?».
Fui hasta la chimenea y dije incómodo:
—¿Os parece a alguno de los dos que Marie de Medici y el rey Jacobo, tal y como está el rey ahora, son las mejores personas a las que entregar el conocimiento que puede proporcionarles el doctor Fludd?
Gabriel hizo una mueca.
—¡Jesús, Raoul! ¡No hay rey vivo en el que se pueda confiar! ¿En qué estás pensando?
El chapoteo de las gotitas de lluvia en el cristal emplomado era cada vez más ruidoso. Vi que Gabriel no parecía muy preocupado por mi silencio. Y recuerdo un tiempo en el que él se estaría preguntando si había «abusado». Y si yo estaba a punto de golpearlo.
Dariole cambió de postura sin levantar el culo del asiento; luego cruzó la pierna de modo que quedó sentada justo en el centro del banco; ni uno de sus movimientos habían sido los propios de una jovencita.
—Pues si no es suyo... —Dariole se encogió de hombros y apoyó los dos codos en la mesa que tenía detrás—. La zorra de la Medici meterá a Sully en la Bastilla, ¿no es cierto? Si es que no le corta la cabeza. O si no, podría haberle clavado a Fludd los huevos en el mástil principal del Teodora hace dos meses y ahora no tendríamos este problema.
Sus ojos destellaron con humor, por mordaz que fuese.
Yo mismo me vi obligado a sonreír.
—No es tan sencillo.
La lluvia estival caía con más fuerza contra la ventana; las gotas siseaban al caer por la chimenea sobre los carbones del fuego.
—Me he dado cuenta de algo, que es lo siguiente. Para mí ya no es suficiente con decir que no confío en esos hombres... si no tengo intención de hacer nada sobre ello.
Gabriel se levantó sin ruido y se inclinó para quitar la olla de hierro de la cadena, donde burbujeaba con el sonido denso de un plato que ya está casi hecho. Lo apartó de las siseantes gotas de lluvia y luego lo vi mirar por encima del hombro y encontrarse con los ojos de Dariole. Esta hizo un pequeño movimiento con la boca, a lo que él respondió con la expresión de sus ojos.
—¡Empiezo a sentirme como un hombre entre su esposa y su madre! —comenté con cierta aspereza—. ¡Si tenéis algo que decir, hablad!
Dariole frunció el ceño con aire inocente.
—¿Y cuál de nosotros es vuestra madre, con exactitud?
Contuve el deseo de azotarle el trasero y por un momento me felicité al conseguir señalar a Gabriel Santon con un gesto cortés de la cabeza. El hombre pareció agradablemente ofendido cuando volvió a sentarse.
—¡Yo no soy tu má! —tronó—. Y supongamos que nos cuentas de qué estás hablando...
Di la espalda a la chimenea para poder mirarlos a los dos de frente.
—Tengo agentes, todavía —dije—. O al menos hay hombres a los que he empleado en el pasado. Si fuera yo hombre que no se preocupase de profecías... bueno, entonces no tendría por qué vivir en Inglaterra ni en Francia durante los próximos años. Está Italia, las Germanias, donde podría tener su base una red de espías. —Me encogí de hombros—. El Mediterráneo turco, si las cosas se ponen difíciles. Si lo deseara, podría con el tiempo emplear a tantos informadores como cuando trabajaba a las órdenes de M. de Sully.
Mlle. Dariole y Gabriel intercambiaron una mirada.
—¿Y eso qué tiene que ver con Giordano Bruno? —quiso saber Dariole.
Di un paso de un lado a otro de las hierbas y juncos pisoteados que cubrían las losas; luego me di la vuelta y volví a mirarlos.
—Demasiado se ha predicho, y con demasiada exactitud. Me parece a mí... que sería prudente si hubiera vigilantes. Quis custodiet ipsos custodes? —Al ver la mirada vacía de Dariole, glosé—: «¿Quién guardará a los guardianes?» Ya crea o no que Catalina tenía razón en todo lo que calculó para nuestro futuro, Saburo confiaba lo suficiente en ella para morir por lo que dijo. Como también murió ella. Fludd... —Señalé con un gesto el sencillo yeso del techo y, por inferencia, las habitaciones que teníamos encima—. El cree que su razonamiento matemático es cierto o no se sometería ahora a toda una vida de encarcelamiento por lo que todavía espera que pueda hacer para evitar que ese supuesto cometa destruya el mundo.
Porque, aunque el momento ha pasado, percibo que él todavía... conserva la esperanza.
Dariole se encogió de hombros; el gesto de Gabriel fue un asentimiento más pensado.
—Os lo expondré con claridad —dije colocándome ante el banco, sobre el suelo cubierto de juncos—. Sir Robert Cecil me pidió algo: ambos lo sabéis. Tengo al doctor Fludd y sus matemáticas para ver lo que, según sus predicciones, ha cambiado con el príncipe Enrique, y, entretanto, estoy utilizando a los antiguos agentes de Cecil para descubrir de forma mundana todo lo que pueda sobre Enrique. No tengo deseo alguno de matar al muchacho. Pero eso es ahora mismo, de momento.
—¿Lo es? —tronó Gabriel.
—Lo es porque esta no puede ser la única ocasión parecida que surja.
—¿Y? —me animó Dariole.
—Y... el asesinato es un arma contundente.
Las cejas de Gabriel se dispararon.
—¿Qué?
—Un arma contundente y un último recurso. —Pensé que ojalá pudiera sentarme. Me sentía, si debo confesarlo ahora, demasiado nervioso bajo las miradas de aquel par de géminis—. El talento del espía reside en utilizar la información y manipular el comportamiento de un hombre. Ya veis a mi señor el duc. El asesinato debería ser la última arma de la que se eche mano.
Me llevé las manos a la espalda y las junté para que no me temblaran.
—Robert Fludd, si continúa, hará muchas predicciones. Si se deseara evitar el asesinato, siempre que fuera posible, pero se deseara también esquivar lo peor de las guerras y otros desastres... Bueno, en ese caso se podrían utilizar agentes para supervisar, vigilar e intervenir donde fuera menester, haciendo uso solo de la fuerza o fraude suficiente. Y si las circunstancias lo exigieran... habría que matar. Los hombres mueren en duelos y guerras y los motivos no son ni siquiera una décima parte de esto...
En medio del silencio la lluvia siseaba más allá de la puerta abierta de la cocina.
—¿Cómo voy juzgar lo que ocurra dentro de quinientos años? En realidad no sé si el mundo se va a terminar con el fuego de un cometa. No puedo concebirlo. Pero sí que creo que somos nosotros los que estamos en mejor lugar para apartarnos de los estrechos intereses de Francia e Inglaterra y considerar cómo se podría evitar esta gran guerra de Europa.
—Vos —dijo Dariole. Se puso en pie, se enganchó el pulgar bajo el cinturón de la espada y se le levantó la barbilla cuando me miró a la cara—. Sois vos de quien estáis hablando, ¿verdad?
Me encogí de hombros con un gesto de impotencia.
—Habría otros, con el tiempo; reclutados con todo cuidado; aquellos a los que se podría confiar el conocimiento de los pronósticos de Fludd...
—¡Pero vos!
Gabriel levantó la cabeza.
—Tú aceptas las órdenes mejor de lo que las das, Raoul.
Es posible que me pusiera rígido; no fue demasiado difícil bajar la cabeza para mirarlo. Su expresión no flaqueó. Gabriel Santon ya no le tiene ningún miedo a su amo.
—Sí —admití—. Eso es cierto.
Gabriel me sonrió con ironía.
—Pero piensa dónde estoy ahora —añadí—. Si Fludd dijo una sola cosa cierta en toda su vida, la dijo ante maese Cecil: no se puede «desconocer» lo que ya se conoce.
Hice un gesto; Gabriel se movió por el banco y yo me senté a su lado. Necesitaba sentarme. Me incliné hacia delante y uní las manos para que nadie las viera temblar.
—Si preveo una cosa y no la evito, ¿acaso no soy responsable de ella?
Dariole no dijo nada; se limitó a mirarme con intención con los brazos cruzados.
—No lo puedes hacer todo —protestó Gabriel.
—Cierto. No soy un hombre ambicioso. —Esbocé una sonrisa un tanto sesgada que le dediqué a Gabriel—. Y puede que sea cierto que soy mejor sirviente que amo. ¿Quién sabe cuánto tiempo durará esta empresa, o si podrá siquiera triunfar... en algo? Pero si no lo hago yo, ¿quién lo hará?
El aroma cálido de la carne asada se mezclaba con el del hollín que la lluvia había arrastrado por la chimenea. Los carbones del fuego chisporrotearon en medio del silencio. Suspiré y sacudí la cabeza.
—He estado decidiendo, durante los últimos días... al menos en lo que respecta al asunto del príncipe Enrique. Después de eso... —Me encogí de hombros.
Dariole, con los ojos oscuros velados, me contempló bajo la luz lluviosa de la cocina.
—¿Cómo lo haríais? ¿Cómo empezaríais? ¿Cómo lo pagaríais?
El miedo, la exasperación y la tensión explotaron por todo mi cuerpo; levanté las manos de golpe y me volví a recostar en el banco, el borde duro de la mesa de la cocina se me clavaba en la espalda.
—¡Mademoiselle, no tengo ni idea! No he llegado más allá de saber que debe hacerse. ¿Quién sabe? ¡Quizá el próximo maestro de espías de Jacobo será un hombre de mente tan grande como Robert Cecil, o puede que el vizconde Carr se transmute en un hombre de estado! ¡Y entonces puede que podamos dejar este asunto por completo y volver a nuestras vidas!
Gabriel lanzó una risita de bajo profundo que me tomé como una respuesta a mi exasperación, así que lo miré furioso.
Mlle. Dariole se inclinó sobre el banco y estiró el brazo por la mesa para coger la jarra de vino y los jarros de loza.
—Quizá no tengamos que pensar en eso ahora. No hasta que el príncipe Enrique... —dijo al servir el vino.
Se detuvo y me miró.
—Con todo esto... Enrique; Fludd... ¿De qué estabais hablando, de vigilar...? ¿Os vais? ¿Os vais, adónde?
Estiré la mano, cogí uno de los jarros de vino y bebí para armarme de valor.
—Voy a Francia, a hablar con M. de Sully.
Dariole explotó.
—¡Estáis más loco que un badlamita!
—«Bedlamita» —la corregí.
¡Me da igual!
—Tiene razón —comentó Gabriel Santon con un suspiro—. Debería hacer el equipaje.
—Tú te quedas aquí. Y le echas un ojo a Robert Fludd. Y el puño si hace falta. Tengo su promesa matemática de que regresaré.
Dariole soltó un bufido.
—¿Le confiáis vuestra vida a la predicción de Fludd?
—Bueno, he de confiar las muertes de otros hombres a esa predicción.
Me puse en pie. Si hubiera podido darle la espalda lo habría hecho; así me habría sido más fácil decir lo que quería decir. Me permitió sujetarle la muñeca. Sentí el calor de su piel bajo los dedos, tan suave; lo sentí incluso a través de los guantes, y el músculo que se movía debajo era duro y fuerte.
—La deuda presente pesa más que el futuro.
Estiré el brazo y le cogí la mano izquierda; le aparté el puño de encaje y la manga del jubón hasta que comenzó a verse el extremo de la cicatriz.
—«Un hombre debe ser leal a su señor» —le dije—. Y resulta que estoy de acuerdo con Tanaka Saburo, si bien no tengo intención de terminar del mismo modo que él lo hizo. Mademoiselle, primero debo hacer esto. Esperad mi regreso. Habré terminado en dos o tres semanas.
—Estaréis muerto en dos o tres semanas. —Había determinación en la mueca de su boca—. ¡Me dan igual las matemáticas! ¡La zorra de la Medici no se habrá olvidado! Si ponéis el pie en Francia, hará que os maten.
Me preparé para una larga discusión.
—No, mademoiselle. Me voy, y voy solo. Yo... tengo una verdad que debe contarse.
Levantó la barbilla con aquel gesto obstinado que tan bien conocía yo.
—¿Por qué? ¿Por qué debe contarse?
¿Qué había dicho yo del asesinato de Henri, aquel mes de mayo de dos años atrás? Fracasará porque así lo he dispuesto. Esbocé para mí una sonrisa irónica.
—Un orgullo desmesurado por mi parte, mademoiselle. Por eso.
Dariole me miró furiosa.
—Allí está el hombre al que le debo la vida —continué—. Incluso si, a estas alturas, ya se habrá arrepentido de haberme salvado y desee otra horca. Acepto hasta el último jirón de responsabilidad de la muerte de Henri. Fui yo el que llevó a Ravaillac a la rue de la Ferronnerie; fui yo el que no lo vigiló lo suficiente de modo que pudo clavar el cuchillo en el cuerpo de Henri de Navarra. Eso lo admito y me someteré a la justicia... pero no soy ningún traidor. Y Sully debe saberlo. ¡Hay que decírselo!
Gabriel también se levantó limpiándose las manos en las perneras de los calzones.
—Raoul, ¿crees que te absolverá por la muerte del rey Henri?
Sonreí y sacudí la cabeza.
—Henri fue su amigo y señor desde la década de los años 80; Sully conoció a Henri no mucho después del día de San Bartolomé. Lucharon juntos, gobernaron juntos... no, el duc no me va a absolver. Más bien lo contrario.
—¿Para qué ir entonces? —gruñó Gabriel.
—Porque debo contarle la verdad. Antes de hacer cualquier otra cosa.
No hay justicia en la política; no es que eso fuera nuevo para mí, pero me seguía poniendo enfermo que Marie de Medici prosperara, la mujer que había matado a su esposo y ya nunca respondería por ello. Marie de Medici, que sería reina hasta que a Luis se le permitiera llegar a la mayoría de edad.
Si yo fuera acero de diferente temperamento, volvería a Francia y vería si era tan fácil matar a una reina a propósito como lo era matar a un rey por accidente.
Gabriel encogió los pesados hombros, olía a sudor y a Cripplegate.
—Tuviste suerte de salir de allí la última vez, Raoul. ¡Metiste la pata!
Dariole lo interrumpió y me miró colérica.
—¿Así que Robert Fludd se queda aquí mantenido y vos volvéis a París para que os cuelguen? —La palma de su mano y sus dedos se curvaron alrededor del pomo de la daga en busca de consuelo—. Caterina tenía razón. ¿Qué justicia hay en eso?
Conseguí sonreír, aunque su indignación me conmovía.
—Mademoiselle, diría que sois muy joven para hacer esa pregunta. Si no fuera porque últimamente yo también me la hago. Pero no me colgarán; confío en las predicciones de Fludd en lo que a eso respecta.
La muchacha levantó la cabeza y cerró los ojos. Cripplegate, bajo la lluvia cálida del estío. Al menos, el agua había asentado el polvo que solía entrar en la cocina. Tras la puerta abierta y más allá del patio, dos perros, mojados y entre gañidos, corrían peleándose en círculos por la calle empedrada; al poco se desvanecieron a lo lejos.
—Podéis consolaros con esto, al menos. El doctor Fludd jamás tendrá amigos. Es muy probable que no se case. Sus sirvientes serán sus tácitos carceleros. Así es su vida y lo será mientras viva. Porque conoce el secreto de los reyes —dije al observar el rostro de Dariole.
Dariole abrió los ojos y los alzó para mirarme.
Sin ser consciente al parecer de la presencia de Gabriel me dijo:
—¿Así es como es para vos?
Aturdido, solo pude repetir:
—¿Para mí, mademoiselle?
Gabriel observaba a Dariole con una profunda arruga que le cruzaba la frente.
—En soledad —me dijo ella—. ¿Así va a ser vuestra vida?
Vi el abismo que se abría ante mis pies.
Sonreí, bajé la mano y le rocé la mejilla con el dedo enguantado.
—El doctor Fludd está confinado en una casa y sometido a vigilancia. Un hombre puede encontrar compañía en las ciudades cuando no es así. Si no tengo a los compañeros de Zaton o las chicas de Les Halles, tened la seguridad de que encontraré otros, en algún otro sitio.
Dariole me dio la espalda y salió con paso airado a la cálida lluvia.
La observé apoyarse en el empapado muro del patio, luego alzó la cabeza para mirar la fachada de vigas y yeso de la casa, bajo el velo gris del nuevo encalado. Cada línea de su cuerpo gritaba su dolor.
—Déjala —me aconsejó Gabriel, a mi lado.
No podía hacer nada más, era lo mejor. Confiaba en las matemáticas de Fludd.
De otro modo, irme hubiera sido una irresponsabilidad por mi parte.