Rochefort: Memorias
37
Los guardias, ataviados con la nueva librea de Enrique y cuya presencia se había solicitado, se miraron entre sí, y luego, inquietos, de nuevo al secretario Cecil y a Jacobo Estuardo. El monarca lanzó una profunda risita.
Robert Cecil, un tanto recuperado ya, chasqueó los dedos para llamar la atención de los guardias.
—¡Enviad recado al consejo, a Northumberland y a Ralegh! Ordenadles que vayan a la Torre. Y traed al príncipe con vosotros. Cuidad bien cómo se lo decís, su padre, el rey, está vivo y ha regresado con nosotros, el príncipe Enrique debe acudir a su lado para que ambos puedan cabalgar triunfantes a Whitehall.
Ambos guardias se arrodillaron al instante. El rey Jacobo les indicó con un gesto benevolente que se levantaran.
—Apresuraos a traerlo. ¡Nos alegraremos tanto de ver a nuestro hijo como él de saludarnos!
Los ojos de Saburo se encontraron con los míos desde el otro lado de la sala. Me pareció que la comprensión del samurái había avanzado muchísimo dada la mirada de diversión que vislumbré.
Para cuando llegamos a la calle el ruido había aumentado y era evidente que el rumor se había extendido. Los hombres se acercaban corriendo y se apiñaban alrededor del caballo del rey. Comprendí que parte del deseo de Jacobo de retirarse a la Torre (además de la necesidad de política de hacer que el príncipe saltara a ponerse a sus órdenes) era para alejarse de aquella masa abrumadora de súbditos que lo rodeaba.
Cecil cabalgaba al lado del rey y yo pensé que Jacobo lo haría regresar a efectuar los arrestos en cuanto tuvieran el sello real que debía devolverles Enrique. El destino de mi señor de Northumberland sería la Torre y al tajo del verdugo, era de suponer. Pero Fludd... ¡dónde está Fludd!
Un poco más adelante vi la espalda rígida de Dariole, que montaba su caballo prestado y sentí que se me encogía el pecho.
Espoleé un poco el flanco del bayo y la alcancé cuando se quitaba la gorra y la bufanda de lino y se sacudía el corto cabello con la mano. Resultaba confuso ver a un jovencito con estoque y daga ataviado con las extrañas prendas del samurái.
—Nada os conmueve, ¿verdad? —me soltó la joven de repente.
Me pregunté sobresaltado qué expresión había sorprendido en mi rostro. Pero antes de que yo pudiera decir nada ella continuó:
—¡Debería haber sabido que sois un cínico! Pero es que vos no reconoceríais la lealtad ni aunque os diera un mordisco en el culo, messire Rochefort, ¿a que no?
El dolor fue inesperado y grande. Le hice una pequeña reverencia desde la silla, no me sentía inclinado a discutir.
—Sin duda estáis en lo cierto, mademoiselle.
—No. —Me miró furiosa y se corrigió—. Vos sabéis para qué sirve la lealtad. Ravaillac podría decírnoslo, ¿no es así? Si estuviera vivo.
Eso no solo me dolió en lo más profundo, tampoco era muy prudente (si bien la muchacha hablaba en francés) decirlo donde cualquiera podría oírla.
Comprendí entonces que reñirá hasta que disponga del alivio de un duelo.
Soy un hombre adulto. Incluso si fuera un hombre, Dariole no dejaría de ser un muchacho. Es tarea mía no dejarme provocar.
Y debo encontrar a Robert Fludd.
A medida que las calles vaciadas por la plaga se hacían casi intransitables con la presencia de aquellos que no eran lo bastante ricos para huir de la pestilencia, me fui quedando atrás para evitar cabalgar al lado de Mlle. Dariole.
Seguí manteniendo las distancias a lo largo de los días siguientes, cosa que dado que incluyeron el jubiloso regreso del rey Jacobo a su capital (y el rápido traslado de los retratos del rey Enrique IX que habían colgado en sus ventanas varios ciudadanos), así como el traslado de la corte, que por temor a la plaga, se fue río abajo, a Greenwich, no fue tan difícil.
Greenwich en sí me resultó muy conocido: esa colección de aposentos palaciegos y oficinas administrativas que se extiende por la orilla del Támesis, al este de Blackheath y la espléndida fachada de ladrillo rojo que parece surgir directamente de la orilla del agua. Había pasado mucho tiempo en el palacio del Greenwich en 1603, ya que M. de Sully había tenido allí una audiencia con el rey Jacobo. Me parecía una ironía encontrarme allí y pasar la mayor parte del tiempo trabajando para Jacobo Estuardo y el secretario Cecil.
Al menos mantenía la mente ocupada.
Londres, y era de suponer que toda Inglaterra, observó el regreso de su monarca muerto y, después de una de esas tácitas decisiones públicas que quizá nadie sea capaz de predecir, colgó las picas y los mosquetes y volvió a disfrutar de la paz sin que quedara signo alguno de que en algún momento había cabido la posibilidad de que estallara una revuelta civil o una guerra. La vuelta de Northumberland y Ralegh a la Torre quizá tuviera algo que ver.
Jacobo y Cecil me permitieron practicar mi oficio e investigué cada barco, cada hostería de posta o peaje de las rutas que podría haber tomado el huido doctor Robert Fludd. Sin resultado alguno. Sabía que la red de informadores de Cecil registraba Londres y los suburbios. La frustración me dio el ímpetu necesario para agotar varias monturas registrando cada pueblo, desde Richmond a Tilbury, desde Barnet a las fronteras con Kent; durante los seis días siguientes cabalgué desde el alba hasta el atardecer. Ninguno de aquellos con los que hablé lo había visto.
Me disponía a partir de Greenwich a la mañana siguiente, cuando el samurái me alcanzó jadeando al cruzar un patio rumbo a los establos.
—¡Lo tenemos! —dijo Saburo—. ¡Furada!
Es posible que lo haya en tendido mal, pensé mientras me detenía con un tropezón. Me quedé mirando al samurái.
—¿Fludd? ¿Tenéis a Robert Fludd? —quise saber.
—Hai. —Saburo gruñó y sacudió la cabeza con una única y corta inclinación—. Rosh-fu, Dari-oru-sama se enterará pronto. Deberíamos llegar allí primero o él muere.
Posé la mano en el junquillo del estoque sajón y tuve la sensación de que los dedos se me entumecían.
—¿Dónde? ¿Está vivo? ¿Qué ha pasado?
—Está vivo. Veréis, Rosh-fu, ¡venid!
Los cascos del bayo levantaron el barro seco del exterior de los establos del palacio de Greenwich convertido en polvo amarillo; azucé mi montura tras Saburo, nos dirigimos al oeste y salimos de Greenwich rumbo al brezal. Yo iba maldiciendo sin parar, por lo bajo, un torrente de francés que esperaba que el samurái no estuviera lo bastante cerca como para entender.
Salimos del brezal y llegamos a las casas, reconocí la calle del mendigo bedlamita y a los Hombres de Abraham.
El estilo que tenía Saburo a caballo podía ser torpe, pero no obstante lo mantenía por delante de mí. Lo alcancé (y no me pareció, de hecho, tan mal jinete, cuando vi que no llevaba espuelas), le cogí la rienda y los dos frenamos en medio de un remolino de polvo.
—¿Adónde vamos?
Saburo señaló al oeste. Podría referirse a Long Southwark, el puente de Londres. Pero antes de eso...
—¿A su casa?
El samurái asintió.
—Hai, Rosh-fu. El príncipe Enrique-sama, él envió mensajero a Seso-sama que Furada estará allí hoy.
El asombro hizo que me lo quedara mirando.
—¿El príncipe traicionó a Fludd y se lo entregó a Cecil?
Si lo pensaba bien no sabía qué me asombraba más, que Enrique deseara traicionar a su compañero de conspiración o que pudiera hacerlo.
Saburo le dio la vuelta al semental y entró al paso en la calle de Southwark.
—Es como la yamabushi dijo. Kata-rii-na.
Cabalgaba a su lado. Apenas fui capaz de entender el nombre de la italiana. En cuanto al resto, sacudí la cabeza.
—Ella es sacerdote, guerrero de las montañas... yamabushi. Kata-rii-na, sacerdote de las cuevas. Ella dice, nosotros llegamos a momento en el que Fludd no puede hacer predicción. —Saburo imitó la anotación de columnas de cifras en una página—. No hay tiempo suficiente para que él cuente.
¿Cuánto tiempo le llevó a monsieur Fludd hacer el cálculo matemático de todo esto? ¿Cuánto tiempo le llevaría calcularlo de nuevo, cuando el tiempo se ha alejado tanto de sus predicciones?
Jamás lo averiguará.
—¡Si tenéis razón, monsieur Saburo, y es cierto que lo tienen, se han acabado sus cuentas!
Vimos hombres armados y ataviados con la librea de Cecil antes de llegar a la casa de Battlebridge. Al desmontar vi más junto al río, ocupando el patio y los almacenes. Las grandes verjas de roble que daban paso al jardín se encontraban abiertas. Habían pisoteado la larga hierba (otros que habían venido a saquear el lugar durante los últimos días, era de suponer), pero también habían vuelto a colocar el reloj de sol en su plinto.
La montura castaña de Dariole no estaba allí; los guardias, aunque muy serios, no parecían haberse batido recientemente.
—Todavía no está aquí.
—Hai —gruñó Saburo, luego se fue a murmurarle unas cuantas preguntas a los mosqueteros de Cecil.
Desmonté y metí el caballo en el jardín amurallado, el reloj de sol me pareció el lugar más conveniente para atarlo. La línea de la sombra del sol me indicó que todavía no eran las doce del mediodía. Me umbra regit vos lumen.
Sacudí la cabeza. No, a los dos nos gobernaban las sombras, a Fludd y a mí. Solo había que mirar lo que hacíamos.
El samurái entró con dos de los oficiales. Yo encabecé la marcha hacia el interior de la casa saqueada, por la puerta de la trascocina. Las habitaciones que aguardaban más allá olían a ceniza y orina.
Seis mosqueteros más ocupaban la habitación superior en la que habían metido a Robert Fludd. En un primer momento no lo vi. Los soldados se pusieron en pie, de mala gana; si hubiera sido su oficial, los habría castigado..., y entonces vi a un hombre sentado en un taburete al lado del hogar apagado.
—¿Acaso esperabais largaros sin que os reconocieran? —le dije.
Robert Fludd levantó la cabeza. El color de su cabeza desnuda estaba entre el rubio y el blanco, con el pelo muy corto, vi que también se había rasurado la barba. Afeitado no tenía un aspecto tan diferente como cabría esperar.
Me apoyé en la chimenea, cuyo enlucido había sido un estilo muy popular en Inglaterra cien años atrás.
—¿Es ese vuestro disfraz?
No dijo nada. Lucía una capa de campesino, no un jubón, atada con almillas en cuatro o cinco lugares de la pechera en lugar de abotonada y los calzones eran de una tela sin forma de color bermejo, los zapatos eran zuecos de madera. Si hubiera logrado simular el disfraz, habría parecido un simple granjero llegado de Kent o Surrey que volvía a su casa. Pero en ese momento solo pensé que parecía incómodo.
—¿Dónde está el rey? —dijo Fludd con frialdad.
—Decidiendo que os va a meter en la Torre, imagino.
—No. —Fludd frunció el ceño con impaciencia—. El rey. ¿Dónde está Enrique?
Levanté una ceja al oír eso. Uno de los soldados se echó a reír.
—Pero si no hay ningún puñetero rey Enrique —dijo uno de sus compañeros, y otro murmuró:
—Yo diría que lo habrá, dentro de unos años, cuando lo perdone su viejo.
Las carcajadas de la habitación tenían un cierto tono cínico, pero no eran del todo crueles. Me pregunté si Jacobo sabía que lo que su pueblo entendía era que Enrique, fuera como fuese, seguía siendo su hijo mayor.
Una lealtad envidiable.
Lo que Jacobo pudiera decirle al doctor Fludd carecía de importancia, pensé. Era el interrogatorio al que lo sometería sir Robert Cecil lo que dudaba que pudiera envidiársele a Fludd. Y luego el modo en el que lo va a usar.
Hubiera sido un placer informar a Fludd de quién lo había traicionado, pero fue un placer que me negué. Fui hacia la ventana que daba a la calle y miré abajo. Un puñado de habitantes de Southwark se había reunido bajo el alero del edificio de enfrente. No vi señales de Dariole.
Bien. No es un enfrentamiento lo que deseo.
Un ruido me llamó la atención. Abrí la ventana un poco más y me asomé, vi un carruaje con el blasón de Cecil bajando la calle con estruendo.
—¿Por qué estáis aquí? —preguntó la voz de Fludd a mi espalda.
—¿Queréis decir que todavía no lo sabéis?
Me volví. Estaba allí sentado, pálido desde la frente a la barbilla.
Esa satisfacción podía permitírmela.
Tras echarle otro vistazo al camino dije con tono pensativo.
—Vine a salvar una vida, pero creo que, si ese es mi señor Salisbury, mi presencia ya no es menester.
El rostro del médico astrólogo se sumió en la confusión. Por mezquino que fuera, saboreé aquella expresión de Robert Fludd, estaba perdido.
—¿No hay por ventura duelo ensayado alguno, monsieur doctor? —inquirí—. ¿Ningún magnicidio que hayáis profetizado?
Fludd me lanzó una mirada tan llena de dolor que un hombre de mejor corazón quizá hubiera pensado que le había hecho daño.
Pero yo no soy ese hombre.
—¿Se llega uno a fiar de las predicciones matemáticas? —teoricé—. ¿Resulta extraño no conocer el futuro?
Las manos de Fludd, que reposaban en su regazo, se convirtieron en puños.
—¡Quiero ver al rey!
Ya desaparecerá la obstinación de su voz, supuse, cuando al fin comprenda lo que está claro para cualquiera: que su conspiración ha fracasado.
Que le eche un buen vistazo a Jacobo Estuardo, vivo. Eso lo enfrentará al mundo real de una vez.
El carruaje de Cecil se detuvo fuera con un grito del cochero. Los escoltas empezaron a desmontar.
—Ella no venir —dijo Saburo, que caminaba a mi lado.
—No. Deberíamos presenciar su arresto. —Bajé la cabeza y miré a Saburo—. Le... le haríamos un favor, creo, si se enterara por uno de nosotros en lugar de por un extraño. Deberíamos buscarla.
El samurái asintió.
—Espero, Rosh-fu, que seáis vos quien la encontráis.
Un humor amargo me incitó a responder:
—Por extraño que os parezca, monsieur, yo estaba pensando lo mismo de vos.
Una cosa es aceptar que no vas a matar al hombre que abusó de ti cuando no hay forma de encontrarlo. Otra muy diferente aceptarlo cuando puedes verlo en cualquier momento, cuando sabes dónde está y lo cerca que lo tienes.
Robert Fludd se desvaneció cuando los soldados se apiñaron a su alrededor y le ataron las manos mientras los oficiales gritaban órdenes. El secretario de Estado entró en la habitación, aquel centro pequeño e inmóvil de confusión. Con la esperanza de poder salir de allí sin que nadie observara mi presencia, me dirigí a la puerta.
Una mirada y una señal de una mano enfundada en un guante negro me arrebataron la oportunidad.
—Adelantaos vos. —Posé la mano en el hombro de Saburo—. Sed amable cuando le deis la noticia.
Atravesé la casa en ruinas de Fludd y me puse al lado de Robert Cecil.
—¿Mi señor?
Me dedicó un saludo afable y me llevó aparte, a una esquina de la habitación recubierta de paneles donde no sería fácil que nos oyeran.
—Maese Rochefort, menos mal; os necesito ahora en el palacio de Greenwich. Debo deciros que con este giro de los acontecimientos el rey Jacobo acepta en un principio vuestro tratado. Deberíamos empezar a resolver quién vendrá de Francia para redactar los detalles, quién firmará el tratado y cuál sería el mejor lugar para celebrar una conferencia. Venid conmigo ahora a ver al rey.
Desgarrado, pensé: deseo ir a buscar a Mlle. Dariole para informarla de lo que ha ocurrido. Pero necesito ponerme a trabajar en el tratado.
¿Cuánto tiempo tendría antes de que los asuntos en Francia fueran cruciales?
Lo lamentaré, quizá, pero tendrá que encontrarla Saburo.
Me incliné ante Cecil y lo seguí al carruaje.
Las siguientes diez horas las pasé en compañía de Jacobo, Cecil y uno o dos de sus consejeros y mensajeros más probados. Un tipo de hombres con el que estoy familiarizado, pues yo también los he empleado: hombres anónimos con gorguera y barba, no mejor vestidos que un caballero inglés de fortuna moderada y que pasarían desapercibidos en un barco que se dirigiera a Calais o Le Havre y luego en el camino a Ruán y París.
Cuando comenzó a caer la noche, alrededor de las nueve, busqué a Mlle. Dariole tanto en la Torre como en Dead Man's Place (donde nuestro alojamiento, por sorprendente que pareciera, todavía permanecía disponible). Al no encontrarla y dado que era tarde para cruzar el brezal que me llevaría a Greenwich, dormí allí aquella noche. Al día siguiente (y también el posterior) me rendí a la cobardía de no buscarla. Y durante todas aquellas noches oí gemir y quejarse a los perros que utilizaban con los osos.
Diez días después, llegó de Francia un negociador de confianza.
Cecil y yo habíamos hablado varias veces de la persona a la que podrían enviar a Londres, dado que los mensajes de los agentes eran bastante ambiguos.
—El canciller Villeroi —supuse yo—. O quizá al Presidente del Consejo, Jeannin. Si os soy franco, monsieur, ¡ruego a Dios que envíe a cualquiera salvo a Concino Concini!
Al oír mencionar al favorito florentino de la Medici Robert Cecil hizo lo más parecido a una mueca de desprecio que yo le había visto adoptar a aquel hombre seco y pequeño.
Dado que la existencia del doctor Fludd era confidencial, Jacobo Estuardo no lo metió en la Torre. Mientras el rey se encontraba en Greenwich, decidió dejar a Fludd en la casa de Southwark, siempre que se pudieran reparar las puertas y se pudieran colocar barrotes en las ventanas para convertir la casa en una prisión plausible. Nadie prestaría oídos a lo que pudieran chismorrear los ciudadanos de Southwark ya que no era (en opinión de aquellos que contaban) más que un suburbio lleno de putas y rufianes.
Sir Robert Cecil, que no era hombre que desperdiciara recursos, decretó que esa casa sería también el lugar donde se celebrase la conferencia con el negociador francés, dado que así también se tendría al doctor Fludd a mano para interrogarlo en caso de que fuera necesario.
Antes de dejar Greenwich para trasladarme a Southwark me preocupé de hablar con M. Saburo sobre el asunto de Mlle. Dariole y si había podido encontrarla a tiempo para que supiera por un amigo que habían capturado a Fludd. El oriental asintió con un gruñido menos permeable a la traducción de lo habitual.
—¿Dónde está ahora? —le pregunté.
El otro se encogió de hombros.
—Vos queréis que yo venir a Southwark y la mantenga alejada de la casa.
—Quizá sea lo más sensato. —Cosa que también lo dejaba a él a mano en caso de que el negociador francés deseara el relato de otro testigo sobre lo sucedido en Somerset.
No vi ni hablé con Mlle. Dariole; solo habría sido doloroso para los dos.
La mayor parte de esa mañana la pasé esperando. Llevaba unos dados encima y aproveché la oportunidad para instruir a M. Saburo en los principios del juego de hazard; apostamos cantidades simbólicas y para cuando los guardias me llamaron, creo que había ganado la mayor parte de la cosecha de arroz de dos provincias. Saburo lanzó un gruñido divertido y lo dejé manoseando aquellos huesos salpicados de puntos.
Es el azar, reflexioné mientras subía tras el guardia la oscura escalera que llevaba a las habitaciones del primer piso de la casa de Fludd.
Si Robert Fludd hubiera sabido, la primera vez que me trajo aquí, que un día se encontraría sometido a juicio en este mismo lugar y con mi ayuda...
Es evidente que lo consideró demasiado improbable para molestarse en calcularlo. Eso también reflejaba el criterio de un hombre.
El hombre de la librea del rey Jacobo me llevó junto a la habitación más guarnecida, donde habían encerrado a Robert Fludd. El encierro era seguro, dos mosqueteros, no obstante, hacían guardia junto a su puerta. Luego me acompañó a la sala delantera, le hice una reverencia a Jacobo Estuardo y también al señor secretario, un poco incomodado por el sol que en traba por las ven tanas emplomadas y me deslumbraba. Hasta que no me incorporé no vi al negociador de confianza de Marie de Medici que acababa de llegar de Francia.
La reina regente Marie de Medici se había sentado a la derecha del rey, en una silla tallada tan magnífica como la que ocupaba Jacobo.
Fui incapaz de despegar los ojos de ella.
No lucía joya alguna y las prendas eran sencillas (es de suponer que para disfrazarse de simple gran dama) pero las faldas, las enaguas y el corpiño estaban tan bien hechos, con puntadas tan delicadas, que era evidente que tales prendas no podía lucirlas nadie más que la nobleza. O quizá la realeza.
Marie de Medici retiró el borde de la capucha de satén de color rosa nacarado que le enmarcaba el rostro.
—Monsieur Rochefort —comentó. Alzó los ojos del color azul del cielo estival y me miró. Unos ojos que, junto con el cabello dorado y el rostro rollizo, le daban un aspecto a la vez angelical y algo menos que inteligente.
¡Como si me fuera a dejar engañar por algo así!
En mi costado hay un acero pulido con un acabado perfecto, el filo tan afilado que cortaría el cabello de un hombre si lo dejaras caer sobre la hoja. Y todavía esa mujer me contenía como si me amenazase con la punta del acero más letal.
Cecil se acarició la barbita puntiaguda y levantó la vista de los papeles que tenía en la mesa.
—Monsieur de Rochefort os informará de las actividades del doctor Fludd, majestad. Veréis que confirma todo lo que se ha dicho aquí.
La reina regente inclinó la cabeza con gentileza. Su mirada sostuvo la mía.
«No sois "de" Rochefort», recordé que había dicho en aquella mugrienta taberna en la que dio orden de asesinar a Maignan. No comentó el uso que hizo de él Cecil, se limitó a mirarme como si quisiera haber sonreído, si una sonrisa no hubiera sido demasiada concesión para un espectador.
—Por supuesto, majestades; señor secretario —asentí con suavidad.
¿De qué valía una acusación directa?
No dejaba de pensar con furia mientras me llevaba las manos a la espalda y me incorporaba y colocaba en posición de descanso, y tampoco mientras relataba lo ocurrido entre Robert Fludd y yo durante los tres meses anteriores. ¿Podía acusarla y que me escucharan? Ravaillac estaba muerto. Había muerto sin decir ni una palabra sobre el «monsieur Belliard» que lo había ayudado a dar muerte a Henri IV. Solo estaba yo, la palabra de un hombre. La palabra de un espía.
Y por muy buena reputación que me haya granjeado en la corte de los Estuardo, lo último que desean escuchar el señor secretario o Jacobo es que una soberana como él es la asesina descarada de su esposo.
Sully.
Observé el rostro suave de Marie de Medici mientras daba cuenta de los acontecimientos de Somerset y relataba en pocas palabras que se había podido vencer al doctor Fludd solo gracias a la presencia de otra de las estudiantes de Giordano Bruno. ¿Todavía tenéis la mano alrededor del cuello de M. le duc? Los informes de Cecil demostraban que todavía estaba en el Consejo de Ministros, pero...
Al concluir mi relato no estaba muy seguro de si Marie de Medici creía o no que suor Caterina estaba muerta, pero vi en su rostro que sí que creía que le ofrecían la oportunidad de disponer de los conocimientos de aquel médico, M. Fludd.
—Estamos agradecida a nuestro amigo... —Y entonces me dedicó una sonrisa elegante y condescendiente, no había pronunciado mi nombre, ni con el «de» ni sin él—. Por servirnos tan bien. Francia e Inglaterra entrarán en una nueva era de paz con la ayuda de este filósofo, M. de Fludd.
O si entran en guerra, estarán seguros de ganarla. No ignoraba yo que Robert Fludd podía ser una espada de dos filos. Lo arriesgaba todo a la valoración que había hecho de sus caracteres, que era cierto que estos dos, este hombre afeminado y esta afeminada mujer, no deseaban ver a sus países metidos en una guerra. Jacobo debía de recordar Escocia, la Medici las últimas guerras en Francia...
Se me ocurrió, mientras permanecía al pie de la larga mesa, contemplando a Jacobo Estuardo, que se encontraba en la cabecera con Marie de Medici a su derecha, que quizá hubiera sido mejor para todos los interesados que hubiera traído a Mlle. Dariole a aquella casa una quincena atrás y que hubiera permitido que ella y su espada erradicaran del mundo a Robert Fludd. Claro que no había forma de saber con certeza si quedaba vivo algún otro como Fludd y Caterina. Y también estaba M. le duc...
Marie de Medici señaló con un esbelto dedo los papeles que tenía delante el señor secretario Cecil.
—Todavía tenemos algunos detalles que discutir, messires, ¿podríamos hablar con nuestro súbdito Rochefort? Una habitación privada, quizá...
La suavidad de su tono quizá engañara a algunos pero yo dudaba que entre ellos se incluyera al rey o Cecil. Jacobo Estuardo reaccionó, no obstante, con un cumplido adecuado y exuberante y asintió.
Marie de Medici se puso en pie y entró con movimientos delicados en una pequeña cámara que daba a la habitación principal, un aposento que, según vi al entrar, debía de haber sido el estudio de Fludd. El escritorio, un tanto marcado por el fuego, se encontraba bajo una pared de la que se habían arrancado los paneles de madera.
La reina regente se sentó en un taburete, yo me quedé de pie con las manos a la espalda y la cabeza baja para mirarla. Detrás de nosotros la puerta permanecía abierta; el rey de Inglaterra y Escocia había abandonado la habitación y había reclamado con voz alegre al señor secretario, irían en busca de algún refrigerio. Una puerta abierta puede ser en ocasiones la única garantía de que nadie escuchará a escondidas.
Permanecí allí mirándola desde mi altura, tan superior a la suya, y manteniendo el rostro despojado de toda expresión.
A Maignan le abrieron la garganta por tu culpa, reflexioné; y en Normandía murieron doce hombres, quizá con el alma más sucia de lo que deberían, pero hombres vivos de todos modos y que merecían, al menos, un poco de piedad a la hora de morir. Cosa que no deja de ser común en mi oficio. Pero M. de Sully...
—¿Creéis que me habéis dado jaque mate? —dijo la reina sin abandonar el tono suave.
—Monsieur le duc de Sully es un ministro que envidiaría cualquier monarca de Europa. —Le sostuve la mirada—. Habéis hecho bien, majestad, al mantenerlo a vuestras órdenes.
La dama frunció los labios rosados durante un instante.
—El difunto rey, vuestro marido, sabía que M. de Sully era directo, desabrido y excesivamente honesto. Sabía cómo utilizar su talento y soportaba su falta de modales. Majestad, una soberana sensata continuaría utilizando su criterio en beneficio propio.
Los olores de Southwark se colaban en esta pequeña habitación junto con el sonido del reloj que daba la hora desde la iglesia de la parroquia. Vi angustia en sus ojos y supuse que tenía que ver con el calor estival y el temor a la pestilencia. La corte ya habría abandonado París en aquellos momentos, en busca de lugares más frescos.
Su voz abandonó la suavidad cuando habló.
—¿Es esa la imagen que tenéis de monsieur de Sully? No se acerca mucho a la realidad.
—Majestad...
—¿Tal probidad? ¿Semejante honestidad? ¿Cuando solo hace unos días ha venido suplicando y arrastrándose ante monsieur Concini para salvar el puesto que ostenta en la corte?
Dejé caer las manos a los lados. Intenté no demostrar la conmoción que me atravesaba el cuerpo entero.
—¿Suplicando? —La sensación de incredulidad que sentí era demasiado grande para mostrarle el respeto que merece una reina—. ¿A Concini? ¿A ese hideputa florentino? ¿Por qué...? ¡No! ¡M. de Sully jamás haría eso!
La soberana alzó las cejas, parecía haberla asustado mi falta de respeto. Habría sido más convincente si hubiera conseguido contener la sonrisa.
—Pues sí, monsieur. Ya hace una semana o dos que ha ocurrido, M. de Sully le suplicó a monsieur Concini su amistad y favor. Con tal rapidez abandona vuestro señor a mi marido después de su muerte...
Aparté la mirada con la esperanza de que no pudiese leer nada en mi rostro. Más allá del alféizar el aire polvoriento del verano se asentaba sobre los tejados de Southwark, sobre sus chimeneas de ladrillo y las torres cuadradas de las iglesias.
—No puedo llamar mentirosa a una reina. —Volví a mirarla. Estamos en privado y ya desea asesinarme—. Pero a vos os lo llamaré. ¡M. de Sully jamás se acercaría a ese rechoncho italianito vuestro, a ese aventurero, a menos que fuera para escupirle a la cara!
Marie de Medici sonrió. Se llevó un dedo al grueso labio inferior con ademán pensativo y alzó la cabeza para mirarme.
—Vemos que el perro negro de M. de Sully todavía es capaz de morder. Poneos el bozal, monsieur, y escuchadme. Reconozco que fue por insistencia de su familia y hogar. Nos también lo hemos vivido, cuando se teme que a alguien le impidan seguir ejerciendo cierta influencia política.
Su voz albergaba todo el placer que sentía mofándose de mí. Era una mujer, un ser frágil y necesitado de protección, y ahí tenía a M. de Rochefort, ante ella, e incapaz de utilizar la violencia que su mayor fuerza y estatura le proporcionaban.
Comprendí que lo estaba disfrutando y me preparé para soportarlo.
Si no podía hacer otra cosa, al menos podía decirle a la cara lo que, en el caso de un hombre, sería motivo suficiente para que se desenvainaran las espadas.
—Eso es una locura y además falta a la verdad. Mentís.
Me había rebajado a utilizar armas de mujer, las palabras.
La Medici jugueteaba con las puntas de los dedos.
—Nos han informado de que el duc supo de una conspiración entre Villeroi, Epernon, Concini, el nuncio del papa, Ubaldini; para dirigir nuestro Gobierno entre todos... Las conjuras habituales: una alianza que habría de hacerse con el papa y España, una esposa de la casa de Austria para mi hijo Luis, el gran proyecto de mi esposo abandonado del todo...
—¡Razón de más para que M. de Sully jamás acudiera a Concini!
La reina regente se alisó las faldas sin que la sonrisa abandonara sus labios.
—Al parecer, la familia de M. de Sully no creyó en esa conspiración. Él habló del asunto con su esposa, su hijo, sus amigos. —La dama me miró bajo sus pestañas doradas—. Solo podían pensar que era todo una mentira. Y decidieron que su esposo, padre, amigo, ¡cospetto!, debería intentar aliarse con monsieur Concini, dado que monsieur Concini es mi favorito y amigo más cercano.
Sacudió la cabeza con una sonrisa.
—Al fin Sully se dejó convencer. «Lo haré, puesto que me obligáis a ello», les dijo a su familia y amigos, «pero esta concesión no os procurará ventaja alguna y para mí supondrá grandes inconvenientes, pérdidas e incluso deshonor y voy a daros una muestra de ello...».
Su voz, suave en los vacíos aposentos de la casa de Robert Fludd, me recordó la auténtica voz de M. de Sully con tal claridad que tuve que toser y aclararme la garganta antes de poder hablar.
—¿Eso dijo en su casa? ¡Señora, si yo estuviera todavía en el Arsenal, no os habría resultado tan fácil haceros con los detalles de esa conversación!
Batió los dedos y me miró a los ojos.
—No habéis tenido tanto éxito a la hora de deshaceros de mis agentes como habríais deseado, messire Rochefort.
La amenaza era clara y sencilla. El sabor del fracaso era amargo.
—Me informaron de todo ello antes de una hora —continuó la Medici—, que monseigneur el duc enviaba recado por medio de un tal Arnaud a monsieur Concini. El mensaje era que él, Sully, no le guardaba rencor a Concini por ostentar conmigo el mismo cargo que él había ostentado con mi difunto esposo... y le ofrecía a monsieur Concini su amistad. —La reina hizo una pausa—. Según me han dicho también, pasó algún tiempo antes de que M. Arnaud regresara al lado del duc... y que se mostró reacio a repetir la respuesta.
—Lo imagino —dije con tanta sequedad como pude—. Bien, madame, vos me lo diréis, creo. ¿Qué tuvo la insolencia de decir el florentino?
—M. Arnaud le dio la respuesta de M. Concini con gran precisión —dijo la reina—. Que monsieur le duc de Sully no debía creer que iba a gobernar Francia en mis tiempos como lo había hecho en los de mi marido. Y que ni él, Concini, ni sus aliados, necesitaban la amistad de nadie, ya que no estaba en poder de nadie privarlo a él de mi amor y favor.
Sus ojos se alzaron con un destello hacia los míos.
—Y no lo está.
Si hubo alguien que dijera eso en realidad, no me habría hecho gracia estar en la misma habitación que mi señor el duque cuando se lo repitieron. Me pregunté cómo le habría ido a Arnaud. El genio de M. de Sully es apacible, pero cuando al fin cede no puede ser peor.
Me erguí de modo que tuviera que mirarla desde arriba y no tuviera que sentirme como un muchachito delante de su dómine.
—Madame, hablemos en serio. Lo que me decís, si es que lo que decís es verdad, es que vos no debéis temer a M. de Sully; es un hombre cuya influencia ha desaparecido. Por tanto, no tenéis por qué dudar a la hora de firmar el tratado con su majestad el rey Jacobo ya que no ha de importaros si el duc de Sully queda vivo o muerto.
Que M. de Sully pudiera en verdad estar a punto de perder su cargo, y quedar así sin protección, no lo contemplé ni por un momento. Tiempo suficiente para pensar en ello más tarde.
Me concentré en clavar la mirada en la Medici para ver si respondía con alguna palabra imprudente al ver que yo retaba de ese modo su autoridad.
—Hay algo que me pregunto. —Hablaba con tono pensativo—. ¿Cuánto tiempo durará la gratitud del rey Jacobo? ¿Hasta qué punto está seguro de que tal cláusula se debe incluir en este tratado si yo digo que deseo firmarlo solo si la quitan? Es algo que me pregunto, monsieur Rochefort. ¡Porque me harto de M. de Sully, de sus arengas, del control que tiene sobre un dinero que debería ser mío y de esa cara tan larga por la muerte de Henri! Y ya puedo deciros ahora, dado que todos los hombres tienen inclinaciones traicioneras, que tengo intención de descubrir las suyas. Y, a mi regreso a Francia, pienso hacer que lo cuelguen a la mayor brevedad posible.
Al final de un día que pasamos sumidos en negociaciones no demasiado públicas (el único secretario del señor secretario se aturdía al tomar las notas que Cecil le decía que estaban permitidas) se disolvió la reunión en un punto muerto y con la habitual afabilidad real. Jacobo Estuardo invitó a Marie de Medici a la casa de la reina, en Greenwich, y a reanudar las conversaciones al día siguiente. Ambos soberanos y una compañía de mosqueteros atravesaron a caballo Blackheath y yo me fui quedando atrás hasta que me coloqué al lado de M. Saburo.
—Hay una pregunta mía a la que no habéis respondido —le dije.
—Hai.
—¿Y he de suponer que no lo habéis hecho porque os han pedido que no lo hicierais? ¿Os ha dicho Dariole dónde podría encontrársela?
Aquel hombre ancho se encogió de hombros y señaló con la cabeza el palacio de Greenwich, acurrucado entre árboles verdes y con el agua detrás.
—Allí, en algún aposento. Es un palacio grande, Rosh'fu'san.
—¿Y no tendrá que verme si no lo desea?
—Quiere muerto a Furada.
Y contra esa roca intratable el barco continúa chocando. Me pregunté mientras nos acercábamos a las torres de las puertas de ladrillo de la entrada del palacio, cuánto tendría que darles a los sirvientes para sobornarlos y que me dijeran el paradero de Dariole. Aunque encontrarla ya no sería tan difícil. En cuanto a cómo se podría vencer una cólera tan fría y justificada...
Los escoltas de Jacobo Estuardo se arremolinaban más adelante.
Al acercarnos a las puertas del palacio vi más monturas abarrotando el camino y la hierba. No parecía que ni los guardias ni los mosqueteros pudieran obligarlos a moverse; escuché voces airadas.
Impaciente, espoleé a mi bayo y me adelanté a Jacobo, Cecil y la reina, que permanecía envuelta en su capa y me aventuré a ver qué podría hacer un francés para despejar el camino para un rey inglés. Una voz profunda tiene la ventaja de que se transmite bien.
—¡Abrid paso! ¡Abrid paso a su majestad!
Vi al llegar al frente de nuestra multitud arremolinada que unos hombres a pie se apiñaban delante de la verja. Cortesanos, caballeros, sirvientes. La masa se abrió lo suficiente para que viera que había unos hombres a la entrada, con los guardias delante; era evidente que los recién llegados habían exigido que se les permitiera entrar.
Me bajé de un salto del bayo para reprenderlos y en ese instante fui consciente del ruido desigual que emitía la multitud inglesa. Por un momento no supe por qué.
Una piedra o un trozo de tierra se elevó sobre los sombreros y golas de la multitud y se precipitó al suelo a los pies de la media docena o así de recién llegados. De repente miré sus ropas con los ojos de un inglés más que con los de un francés.
Sacerdotes jesuitas.
Miré hacia atrás, a la Medici, sentada sobre su castrado, la capucha ribeteada de encaje le cubría el cabello dorado y tenía al rey y al secretario de Estado a su lado. Si había sido lo bastante estúpida como para traerse a sus sacerdotes y confesores privados...
El destello que sorprendí en su mirada hizo que todos los instintos que había adquirido durante quince años de vida como agente de Sully chillaran a la vez: Aquí corro peligro.
Antes de que pudiera desaparecer entre la multitud, Cecil desmontó de su caballo con la ayuda de su guardia y se acercó. En uno de los hombres que había detrás del grupo de las sotanas reconocí al embajador español. Es evidente que se supone que tenemos que pensar que es por su mediación por lo que entran en este país, que, de otro modo, les está prohibido. El que parecía el mayor de los jesuitas me señaló con el dedo.
—¡Ese es! —La mirada oscura del sacerdote me había reconocido—. ¡Ese es messire Valentin Rochefort, que entregó el soborno para que mataran a Henri de Francia!
Con toda calma, como si se hubiera preparado para ese momento y, que yo supiera, muy bien podría haberlo hecho, Robert Cecil dijo:
—¿Cómo podéis estar seguro de que ese es vuestro hombre? ¡No es esa una acusación que se haya de hacer a la ligera! ¿Qué probabilidades hay de que podáis encontrar al asesino del rey francés en Inglaterra?
Lo último era una advertencia que por encima de la cabeza del sacerdote le lanzaba al embajador español. Decía con toda claridad, Sé que has venido aquí a crear problemas, ¡pues ya puedes olvidarlo!
Por una vez te has equivocado de objetivo, pensé mientras seguía dándole la espalda a la reina regente. El embajador español quizá fuera la causa inmediata de la presencia de estos sacerdotes, pero yo apostaba todo lo que tenía a que la orden había partido de Marie de Medici. ¿Por qué?
Rencor. Sí. Pero... Yo era la última salvaguardia que había entre ella y Sully.
Con la voz un poco ronca apelé a Cecil.
—Mi señor, vos sabéis que yo no lo he hecho.
—Lo sé muy bien. Muy bien, monsieur de Rochefort. —La mirada de Cecil pasó a mi lado durante apenas un segundo y se clavó en Jacobo Estuardo, como para recordarse que aquel hombre estaba sano y salvo, y allí, en toda su gruesa, torpe y ampulosa gloria—. Esto es algún invento de España.
El jesuita agarrotó la espalda. El pequeño grupo que lo acompañaba, dos sacerdotes más, el embajador español, los sirvientes de todos, se apiñaron como si quisieran defenderse de la hostilidad de la multitud que acudía a la verja desde el patio del palacio.
—Incluso si así fuera —dijo el sacerdote con dureza—, ese hombre, Rochefort, sigue siendo un asesino. Hemos traído la prueba.
Hizo una seña sin mirar atrás. El más joven de los sacerdotes jesuitas se giró y tiró de un hombre.
Me quedé mirando y creo que se me abrió la boca.
La mirada de Gabriel Santon se encontró con la mía.
—Este hombre era el sirviente de ese tal Valentin Rochefort, hasta hace un mes o dos. Tiene pruebas de que Valentin Rochefort es un asesino —dijo el jesuita más maduro.
Gabriel estaba más delgado de cara que la última vez que lo había visto, pero no cojeaba ni adoptaba una postura incómoda y tenía las manos y los ojos intactos.
A pesar del sol de los últimos meses, tenía la tez blanca. La palidez de la cárcel.
—Gabriel —dije.
Me miró furioso; miedo, ira y desdén, todo en una mirada.
—Sí, padre, ese es el hombre —le dijo al jesuita en francés. Y en inglés, con el acento militar de un soldado le dijo a Cecil—: Mi señor, es él.
El padre parecía satisfecho.
—Su sirviente lo conoce.
Robert Cecil no respondió a Santon. Se dirigió al sacerdote y preguntó, me parece que de forma retórica:
—¿Por qué debería yo prestar atención a las palabras de los sirvientes?
Gabriel Santon miró al sacerdote como si buscara su aprobación y luego me señaló.
—Quitadle el jubón —dijo con tosquedad, en francés, y me di cuenta que la multitud no lo entendía—. Cortadle la camisa y abrídsela, por el hombro.
—¡Gabriel! —No podía hacer nada salvo quedarme allí plantado.
No sé por qué tendría que sorprenderme tanto una traición, salvo que he notado que siempre te sorprende cuando se trata de los más allegados. ¿Y por qué habría de ser yo diferente?
En este caso ni siquiera es una traición. Yo lo eché a él, lo golpeé, soy el responsable del tiempo que pasó en el Chatelet. No fue intencionado, yo pretendía solo que quedara libre de toda culpa, pero eso daba igual: seguía siendo yo el que había hecho todas esas cosas.
—Permitidme, sieurs —dijo Gabriel Santon adelantándose.
Su voz, ronca como estaba, me devolvió todo lo que me parecía la vida real, la vida tal cual era tres meses atrás: París, los duelos, monsieur le duc; y Gabriel cuidando de mi comida, mis ropas, mis necesidades. Gabriel Santon, que ahora se me quedaba mirando con odio y ya no me llamaba ni «sieur» ni «Raoul», como había hecho desde las Provincias Unidas.
Me quedé allí, sumiso, mientras él se me acercaba y soltaba los ojales que sujetaban la manga al jubón. Miré a Cecil por encima de su cabeza.
—¿Encontrará algo, monsieur? —preguntó Cecil.
Tras él, el rey frunció el ceño. No me atreví a mirar a Marie de Medici, no me atreví a buscar a Mlle. Dariole.
—Sí —admití.
El rostro aterronado de Gabriel no tenía marcas, las señales de las palizas hacía ya tiempo que se habían curado. Supuse que le había dolido más el tiempo pasado en el Chatelet que las lesiones. Resollaba mientras con cada puño sujetaba el hombro y la manga de mi camisa.
—Esto no era necesario —le dije mirándolo desde mi altura.
A modo de respuesta se limitó a rasgar la tela. El ruido del desgarro resonó en medio del silencio que nos rodeaba. Robert Cecil y el sacerdote jesuita miraron juntos donde yo esperaba que miraran, siendo hombres experimentados como eran.
El hierro era antiguo y la cicatriz blanca contra la piel blanca, pero, clara y patente a la vista de todos.
Era innecesario, pero el jesuita lo dijo de todos modos con tono triunfante.
—No es necesario someterlo a juicio. Está marcado con la flor de lis por un delito capital, ahora se le ha apresado por una segunda falta. Ponedle la soga al cuello. Se le puede colgar, de forma legal, en menos de una hora.
La expresión de Gabriel Santon no albergaba nada salvo una satisfacción despiadada. Me pregunté cómo habrían sido esos meses en el Chatelet.
No me atrevía a mirar entre los ingleses que todavía salían corriendo del interior del palacio de Greenwich por temor a ver a mademoiselle de Montargis de la Roncière, una joven hija de la nobleza que no sabía que se había relacionado con un asesino convicto. Me limité a esperar a Cecil y el rey.
Jacobo Estuardo azuzó a su caballo con la cara ensombrecida.
—¿«Criminal», eh? ¡Esa es la ley francesa, no la ley de Inglaterra!
Los jesuitas se dispusieron a protestar todos a un tiempo, pero la voz de Cecil los interrumpió.
—Sea lo que sea, señores, asesino, criminal u hombre marcado, como bien ha dicho su majestad, nuestra ley inglesa tiene competencia suficiente para tratar con tales delitos. ¡Sargento! ¡Arreste a ese hombre!