Rochefort: Memorias
22
La forma que tiene una espada de adaptarse a la mano es un consuelo, incluso cuando la estás limpiando. Pasé el paño por la hoja del estoque italiano y la levanté para examinar el filo a la luz del sol. Habrá que afilarlo.
El brillo del cuerpo del acero era plateado, con un trasfondo gris en la veta y los arañazos. Albergaba el azul en el fondo; bajo aquella luz natural, el pulido del acero reflejaba el cielo del exterior.
Un objeto tan hermoso. Y tan diferente (¿o no es diferente?) cuando el metal está manchado de coágulos y surcos de sangre. Incluso esa fina película roja que produce una estocada certera que ha puesto fin o arruinado la vida de un hombre. Y sin embargo pocas veces me siento mejor que cuando estoy sujetando un estoque, una espada ancha, una daga o un estilete.
Se puede empezar a odiar con la misma rapidez con la que uno se enamora, con la misma intensidad y en el mismo y pasajero espacio de tiempo.
Mataré a ese inglés de Robert Fludd.
Levanté su hoja italiana cóncava y aspiré con suavidad. Tenía el aroma metálico, medio quemado, del metal, ese olor que siempre me recuerda a las forjas de los herreros.
Oí los relojes de las iglesias que repicaban fuera. El ruido de las mujeres llamando a los niños y a los aprendices para que fueran a tomar su colación del mediodía resonaba igual en las calles de Southwark que en las de París. Después de guardar en una cuadra el caballo de Fludd sin que nadie me viera, había vuelto a pie a Dead Man's Place; los pollos y los perros se apartaban del camino de mis botas y no hubo hombre que no me cediera la pared al pasar. Quizá fuera evidente que era preferible meterse en la cloaca que darme una excusa para dar rienda suelta a mis emociones.
Encontré las armas de Mlle. Arcadie de Montargis de la Roncière colocadas sobre su catre, junto con el casco del nihonés. Todavía en su sitio tras una semana.
El casco, que no estaba forjado de una pieza de acero como un morrión español o un casco abierto, sino compuesto por muchas y estrechas secciones y pintado con esmaltes brillantes, reflejaba las franjas de sol que se colaban por la ventana medio cerrada. Y pensé: Jamás lo he visto lejos de Saburo.
¿Dónde está? ¿Se lo han llevado a él también?
Tengo que ver a Cecil. Dentro de un momento...
Me senté y limpié su estoque de empuñadura de jaula, su daga y luego reuní todo su equipo; la vaina que entraba en la anilla con las hebillas cerradas, los ganchos que se deslizaban por el cinturón. Sentía el cuero resbaladizo bajo los dedos, con un residuo de aceite, como cuando no hace mucho que se ha limpiado.
Una línea marcaba la frontera entre el cuero que había sido engrasado y el que todavía estaba seco, por la mitad del fino cinturón que se ponía en la cintura.
Mataré a Fludd. Ya los hombres que se la llevaron.
—Mejor mátate tú, si quieres al verdadero culpable —dije en voz alta, y me senté con las manos llenas durante un momento de los lazos y curvas de las correas, mirando sin ver el yeso manchado de la pared.
¿Qué fue lo que ocurrió en esta habitación?
Cogí de nuevo su estoque de empuñadura de jaula y pasé la piedra de afilar por el filo haciendo un ángulo. El repetitivo sonido parecía ínfimo en aquella habitación vacía. A mis dedos no les resultaba fácil adaptarse a su empuñadura. Su mano será algo más pequeña que la mía, el puño es más corto.
Unos puntitos plateados se reflejaron en las curvas de los guardamanos.
La puerta de la habitación se abrió de golpe.
Me levanté de un salto con su espada en la mano.
Bajo la media luz de la habitación cerrada vi el perfil y el bulto en la puerta.
El nihonés, las amplias prendas de lino en los hombros, el cabello aplastado y atado a un modo extranjero, las dos vainas curvas de sus armas metidas por el cinturón de tela.
—¿Dónde está? —conseguí decir.
Su mano no se acercó en ningún momento a las empuñaduras de las catanas. Se adentró dos pasos en la habitación y cayó de rodillas con la fuerza suficiente para sacudir las amplias tablas de roble. Antes de que yo pudiera reaccionar, colocó las palmas de las manos en los tablones, hundió la cabeza entre ellas y apoyó la frente en la madera.
Hasta entonces yo había albergado alguna leve esperanza.
Habló en voz alta y con brusquedad, la expresión de su rostro quedaba oculta.
—Fracasé en deber. Ella es mi sirviente; le debo obligación, protección. Giri. ¡Fracaso!
Aquella habitación caliente, medio cerrada, me asfixiaba; apenas recuperé el control suficiente para evitar echar hacia atrás el pie y darle una patada en la cara.
—No puedo ofrecer la muerte. —Saburo se sentó sobre los talones y me mire con unos ojos negros como la brea—. Solo cuando vuelva a Hidetada. Entonces tomáis mi cabeza. Pido disculpas; os suplico perdón.
Una repentina sacudida eléctrica me recorrió la piel y me hizo darme cuenta di algo: estoy aquí de pie como lo estaba ella, está arrodillado como lo estaba yo, como deseaba estarlo ante ella. Como deseaba postrarme.
No es igual que con Mlle. Dariole. Mi verga no responde al nihonés arrodillado que tengo delante. Esa absurda, deliciosa y vergonzosa punzada en las tripas que siento ante la sumisión no está ahí. Al menos todavía puedo distinguirlo. Ahora, cuando puede que ya sea irrelevante...
Tiré su estoque sobre el catre, crucé la habitación y abrí de par en par las contraventanas de golpe. Invadió la habitación el aire cálido y el estrépito de los perros; sesenta o más que ladraron de repente al oír el ruido. ¿Contó con que los perros del espectáculo de los toros y los osos la advertirían?
—¿Dónde la habéis buscado?
Aquel hombre bajo y fuerte se levantó del suelo. Me observó como si hubiera algo que no terminara de entender.
—A todos sitios donde puedo caminar. Londres no es tan grande como Osaka, Edo. Pero demasiado grande. Le pregunto a Seso-sama, ayudadme a buscar a mi paje. Él piensa que no culpa del enemigo. Piensa, un joven que sale a beber y follar volverá pronto.
—Una semana. Una semana no es «pronto». ¡Está herida! —Crucé la habitación y tiré la carta que el sacerdote hereje me había dado—. ¿Podéis imaginaros a esos hombres llevándosela sin incapacitarla antes?
El samurái miró sus armas, encima de las ropas de hombre que cubrían su litera. Seguí su mirada y noté que seguía allí su gorguera, la mugre en el interior y la tela caída por falta de almidón.
—Debieron... ¡se la llevaron casi desnuda!
—Kimono. —Saburo se tiró de la manga—. Pesado. Piel de animal... pelo.
—Ah, sí. Me acuerdo.
Me imaginé entonces a mademoiselle Dariole encima de las chuletas y la cerveza floja del desayuno, envuelta en una túnica de piel pasada de moda cincuenta años atrás, pálida tras una noche jugando a los dados y bebiendo. Aquellas pocas mañanas antes de irme a las provincias había intentado aprovecharme con malicia de su proceso de recuperación y había hecho gala de mi ingenio. Si bien pocas veces podía responderme en la misma línea, al menos nunca le habían faltado los insultos. Si hubiera prestado atención, me habría resultado sospechoso con qué facilidad me divertían esos intercambios. Y por qué.
Cualquier hombre se enfada cuando a un compañero suyo lo maltrata su enemigo. Sobre todo cuando es un compañero por el que en otro tiempo ha sentido un encaprichamiento perverso y culpable.
No, no voy a mentir, por quien todavía, por desastroso que sea, lo siente.
Saburo rompió el silencio, la conmoción mutilaba su discurso.
—Podría ser que el enemigo ya la ha matado, no corre riesgo de que escape, entonces. Vos no podéis correr el riesgo de que no esté viva. Deber continuar con Furada, su trabajo.
Asentí poco a poco.
—Eso es cierto.
El samurái frunció el ceño, una expresión que le tiraba hacia abajo de las cejas y las comisuras de la boca.
—Eso, sin embargo, no evitará que la encuentre —continué.
Se desvaneció el ceño de su frente. Levantó de repente la cabeza en un asentimiento de satisfacción.
—Buscamos.
—Sí. Buscamos. Rápido.
Bajé el brazo para coger su estoque y lo metí en la vaina; hablaba sin mirar al samurái.
—Esto ya me lo han hecho una vez, la reina regente Marie de Medici; utilizó entonces a M. de Sully. ¿Qué clase de imbécil tiene que ser un hombre para no ver que se lo pueden hacer dos veces?
Aquel domingo el joven Enrique Estuardo hizo su entrada triunfal en Londres por el río, por donde llegó a Westminster; el martes fue coronado príncipe de Gales en la Abadía. El domingo también se representó una mascarada acuática en el río Támesis: El Festival de Tetis, en el que no reconocí más que una cosa, que al parecer habían robado a madame Lanier: «Nosotros pobres artífices de sombras» que «enmarcamos solo imágenes vanas». Quizá se refiera a nosotros pobres mortales, pensé con amargura, y no a M. Robert Fludd.
El resultado práctico de las festividades fue que, por mucho que lo intentara, fue imposible hablar con Robert Cecil, conde de Salisbury, antes del miércoles. Ni siquiera la reciente irrupción de M. Saburo en la corte de Jacobo pudo lograr nada antes.
Reacio a quedarme quieto hasta entonces, (impulsado, de hecho, por un miedo apasionado e impaciente que no deseaba en absoluto examinar), me dediqué a comprobar los lugares más obvios en los que se podía encerrar a una joven secuestrada.
—Que incluyen la casa del primo Guillaume de mademoiselle —le comenté a Saburo cuando encontramos las calles de More Gate casi desiertas el domingo, tres de junio; todos los ciudadanos habían bajado al río para darle la bienvenida a su príncipe.
Me sorprendió escuchar los ruidos de una celebración en el interior de la casa de los Markham; el sonido de las voces, de las risas de las mujeres y una viola y un rabel en concierto. Los porrazos que le asesté a la puerta atrajeron por fin no a uno de los lacayos que habían echado a mademoiselle Dariole, sino a un hombre con la barba teñida de color castaño en el que reconocí al propio William Markham.
—¿Y bien, señor? —Sus ojos se movían sin cesar, disparaba miradas a mi espalda, calle arriba y abajo y se quedaba mirando al nihonés envuelto en la capa con algo más que la suspicacia habitual. Estaba claro que no nos había reconocido a ninguno de los dos.
Antes de que yo pudiera responder surgió una mujer en la habitación iluminada por el sol que tenía a su espalda.
No me pareció una mujer que de ordinario surgiera, bailara o diera brincos; tenía el cabello herrumbroso y cara de caballo, y ya debía de haber dejado atrás los treinta y cinco años. La sonrisa radiante que nos dedicó la hizo hermosa por un momento.
—¿Son invitados? —le preguntó a William Markham mientras me miraba con curiosidad—. ¿Creí que todos nuestros amigos ya estaban aquí?
Apareció un hombre más joven por la puerta, rubio y de unos veinte años.
—¡Sal de ahí! —murmuró el joven y se la llevó cogida por el brazo con gesto resuelto.
—¿Qué queréis? —me preguntó Markham con tono helado.
Había sido antaño un hombre guapo, bien podía verse por lo que quedaba. El sudor le resaltaba en la frente pálida y bajo los ojos. Era muy posible que fuera por la edad, pero no me pareció que fuera por el calor del día ni por las danzas que oía en el interior.
Cambié de postura, lo que me permitió mirar de pasada algo más del interior de la habitación.
—Un muchacho vino aquí hace algún tiempo. Vuestros hombres lo echaron.
Su suspicacia dio paso a un sobresalto sorprendido. Tuve que contener mi decepción. Sea lo que sea lo que lo inquieta, no es mademoiselle «Arcadie».
—Os ha robado, ¿no es cierto? —William Markham me miró divertido—. Los pícaros y los Hombres de Abraham cada día son más jóvenes. Lo intentó conmigo, pero fui demasiado listo para él.
—Tengo razones para desear hablar con él. —Aunque era inútil preguntar, lo hice de todos modos—. ¿No lo habéis visto de nuevo?
—No, señor, o habría llamado a los alguaciles. No es miembro de mi familia, os lo aseguro y no tiene derecho alguno sobre el apellido Markham. Ahora, si me disculpáis...
Nos despedimos con las habituales florituras. Saburo, en silencio, se alejó por las calles empedradas a mi lado.
—¿Miente? —comentó el samurái con tono esperanzado.
—No sobre Dariole, creo. —Fruncí el ceño—. Aunque se podría decir que es este un día extraño para celebrar un banquete en casa, cuando el resto de las familias de la ciudad han bajado al río. Claro que... —Me había fijado en eso a través de la puerta abierta—. ¿A qué celebraciones suele invitar un hombre a un sacerdote?
—¿Sacerdote?
—Uno hereje —me corregí—. Messire Saburo, para mí que era una fiesta de bodas y no de las que se anuncian, ¿por qué si no elegir el día de las celebraciones del príncipe? Pero en cuanto a si eso tendría que preocupar a Dariole...
—Ellos no querer extraños.
—Cierto. A menos que Fludd conozca a Markham y mencionara un deber familiar... no. —Negué con la cabeza—. Me estoy perdiendo algo y no es eso.
Seguimos caminando a través de aquellas calles desiertas, un tanto espeluznantes (que me trajeron el recuerdo amargo de las ciudades que había vaciado la peste); me paré en seco, cogí a Saburo por el brazo y señalé por encima de los tejados.
—Ahí.
El samurái bajó las cejas con el más feroz de los ceños.
—¿Qué?
—La Torre. Northumberland está prisionero en la Torre. —Bajé la cabeza y miré a Saburo—. El conde, el supuesto mecenas de Fludd, bueno, ya sea él la marioneta o lo sea el propio Fludd, ¿qué mejor lugar para mantener a una mujer prisionera? Se dice que sus sirvientes entran y salen sin parar. Si un hombre quisiera meterla en secreto, ocultarla de los guardias...
Saburo asintió con un gesto brusco.
—Quizá. Si es así, ¿cómo la encontramos? ¿Y cómo la sacamos?
La respuesta no era de las que me gustaban.
—Significa que tenemos que seguir esperando, monsieur, cualquier intento visible de entrar o de sobornar a alguien podría hacer que la mataran, si es que está allí. Solo nos queda una carta, Cecil.
Continuábamos bajando por el ruidoso camino cuando Saburo salió de un breve ensueño y me dio unos bruscos codazos en el brazo.
—¿Monsieur? —dije con suavidad tras asegurarme de que no nos estaba atacando nadie.
—¿La Torre no es solo prisión?
—Ah. Cierto, se podría aparentar que se va a ver la colección de fieras, el arsenal o las joyas, pero con que me vean una vez los sirvientes de Northumberland, Luke o John, ya me habrán reconocido.
La boca de Saburo se abrió en una amplia sonrisa.
—Yo podría ir. Me llaman kami. En la corte. «Demonio de rey Jacobo». Roshfu, yo hago amistad con las grandes damas de la corte. ¿Quizá consigo que una me lleve dentro de la Torre un día, pronto?
—Si los hombres de Fludd me conocen de vista, os conocen a vos. —Me encogí de hombros—. Y vos no tenéis más motivos para ir de visita de placer allí que yo, monsieur.
Saburo gruñó frustrado.
—No bueno.
Eso nos dejaba tres días. Aproveché el primero para interrogar entre bambalinas a los actores del teatro de La Rosa de Edward Alleyne, o, más bien, de Robert Fludd. Si bien pensaba que cualquiera que conociera el paradero de Dariole estaría controlado por Fludd y por tanto no me serviría de nada. Pero no se pueden pasar por alto ciertas tareas.
Alleyne, el actor pelirrojo de rostro colorado, que al parecer había salido de su retiro, y se había dejado tentar por una mayor fama para meterse en este plan de chiflados, hablaba mucho del reinado de la última soberana. Lo invité a cerveza y escuché una serie interminable de historias sobre apariciones triunfales, estrellas a las que otros actores habían pisado sus papeles y el ocasional diablo que hacía su aparición en el escenario en el Fausto de maese Marlowe. Las conversaciones con sus compañeros de profesión no fueron mucho más reveladoras. Solo en boca de Aemilia Lanier oí un comentario glacial sobre Mlle. Dariole.
—Ella se lo ha buscado. —Lanier, sentada al lado del escenario con un recado de escribir en el regazo; no me miró, sino que señaló con la punta de la pluma.
Distinguí a un joven sobre el escenario, discutía algo con Ned Alleyne con gestos efusivos. Un joven que era, según vi, no más hombre que Mlle. Dariole.
—Como con la señorita Mary Frith —comentó Lanier—. El «capitán» Moll Cortabolsas. Llevaron a Moll en enaguas a Paul's Cross, donde hizo penitencia por vestir ropas de hombre. Me parece a mí, monsieur, que vuestra señorita Dariole no se mostraría tan arrepentida.
El énfasis en la palabra «señorita» fue lo bastante leve como para poder desoírlo sin perder la cortesía.
Resultó que Mary Frith no había oído hablar jamás en absoluto sobre un chico-chica francés. Incluso se quitó la pipa de la boca, lanzó una espiral de humo maloliente y me deseó buena suerte en la búsqueda. Pero me pareció que con un toque de resentimiento al ver que alguien se había metido en su territorio.
Al día siguiente comenzamos a buscar desde el principio. Al pasar por allí solicité audiencia de nuevo en Whitehall. El señor secretario Cecil, al parecer, también tenía que ocuparse del asunto de su hija, que debía casarse la tercera semana de junio. Con el rey preparándose para abandonar la corte, Cecil ocupado y los concejales, burgueses, alcalde y todos los hombres acaudalados a la espera de dejarle la ciudad veraniega a la peste y los pobres en cuanto Jacobo se fuera, en la corte reinaba el frenesí.
Me fui para observar, desde una distancia segura, las visitas que el nuevo príncipe de Gales hacía a la Torre. Enrique Estuardo frecuentaba la compañía de sir Walter de Ralegh, para admiración de los cortesanos más jóvenes y disgusto de los mayores. Me reventaba que este príncipe inglés pudiera entrar ahí y yo... yo tuviera que caminar por Bankside y contemplar la Torre río abajo, donde sus antiguas piedras ardían bajo el sol, pero sin osar entrar. La temeridad me movía a hacer cien planes. La cautela me decía que, dado que la vida de otro podría depender de ellos, ninguno de esos planes era factible.
Si es que siquiera está allí. Si vive; puede que la hayan trasladado a Wookey... ¡o a cualquier otra casa de Inglaterra!
Me encargué en persona, durante los dos días siguientes, y con la ayuda de M. Saburo como centinela, de allanar las dos casas de Robert Fludd; la que tenía en Knight Rider, cerca de San Pablo y la de Tooley Street. En ninguna de las dos dejé rastros de mi paso.
—¿Encontrado qué? —quiso saber Saburo cuando salté del muro del almacén y me acomodé a su paso al dirigirnos a Long Southwark.
—Encontrado nada. Como antes. —La impaciencia no me había impedido estudiar los treinta libros que Fludd guardaba en su casa de Southwark, pero las notas al margen (en su mayor parte cifras) parecían matemáticas, no códigos como los que yo acostumbraba a ver. Me dolían los ojos por el esfuerzo de leer aquella letra pequeña y medio desvanecida. No había nada que demostrara que a Mlle. Dariole la habían llevado en algún momento a una de las dos casas.
Saburo olisqueó el aire con energía. Yo había escogido aquella hora, las cuatro de la tarde, para mis allanamientos, al parecerme en realidad la menos sospechosa. Había ventas que servían carne y bebidas en el Puente de Londres. El samurái hizo una mueca de asco, como si el asado que olía no le complaciese.
—Vuestro voto debería haber sido no comer hasta que veáis a Jacobo —dije para olvidar por un momento las dificultades con unas pequeñas chanzas—. Eso habría sido más fácil, monsieur. ¡Por los clavos de Cristo, que me aspen si os he visto comer algo que no fuera pan y raíces campesinas!
Saburo señaló la iglesia de St. Mary Overy, cerca del Puente de Londres.
—¡Mejor que ser caníbal en los templos!
—¿Caníbal?
—Me lo dijeron otra vez, en la corte, este día. Vuestro Gran Kami cambia a carne. Entonces lo coméis. ¡Bárbaros!
Ni siquiera lanzándole una mirada de soslayo a sus ojos del color de la endrina supe si aquel fornido oriental hablaba en broma o en serio. En cualquier caso, pensé, dejaría que fuera algún otro desventurado sacerdote de la corte de Jacobo el que le explicara lo de la transubstanciación. Me eché a reír, me había cogido desprevenido... y regresaron los cálculos constantes y se me metieron de nuevo en la cabeza.
Estamos ahora a nueve del mes; lleva desaparecida... en total quince días.
Si vive todavía. Si nadie le rompió el cráneo ese día y tiró su cuerpo al río.
De vez en cuando desdoblaba el papel que me había entregado el sacerdote de la parroquia y leía la letra de Fludd. «Ya la han lastimado...», aquella palabra, tan arrugada que casi se había borrado, «lastimado». Sé por experiencia que no es tan fácil someter a un hombre si no estás dispuesto a matarlo o herirlo en el proceso. No me parecía que los hombres de Northumberland, Luke y John, tuvieran pinta de expertos ladrones profesionales.
Quince días. Tiempo suficiente para haberse recuperado de una paliza moderada; tiempo suficiente para morir de una estocada alta en el pecho.
Me encontré caminando con la mano izquierda posada en la anilla, los dedos enroscados bajó la vaina como si sujetase la hoja, listo para desenvainar. Ningún duelo con armas rebatidas podría satisfacer esta impaciencia.
—Me voy a Whitehall —dije con sequedad—. Creo que ahora ya podemos conseguir audiencia.
Saburo se dirigió a los escalones del costado del puente, levantó una mano y le hizo señales imperiosas a una barca.
—¿Vamos a ver a Seso-sama?
Asentí.
—Estáis a punto de descubrir por qué a los «gentilhombres de cámara» se les llama así...
Saburo no dijo ni una sola palabra mientras el barquero remaba, con dolorosa lentitud, a contracorriente, y doblábamos el recodo del río. Hasta que no llegamos al palacio no habló nadie en la barca, y entonces solo lo hizo el barquero.
—Disculpadme, maese. —El hombre, al que yo había sorprendido mirándome durante el trayecto, metió los remos en la barca y hurgó en el chaleco de cuero que vestía—. Si sois un tal maese Rochefort...
—... tendréis una carta para mí —terminé la frase con tono cortante antes de que pudiera hacerlo él. Cogí la misiva sellada y doblada que me tendía el barquero y bajé a la orilla después de darle un chelín.
—¿Palabra de Furada? —quiso saber Saburo.
—«No disponéis de tiempo que perder: debéis estar en el camino de Somerset antes del amanecer». —Arrugué el papel y me lo metí en la bolsa—. Creo, monsieur, que el médico astrólogo Fludd comienza a irritarme...
Entramos en el palacio de Whitehall. En uno de los grandes patios encontré por ventura una multitud de peticionarios, secretarios y parásitos. Eso me incitó a pensar que no deberíamos perder el tiempo esperando. Para cuando se produjo un movimiento entre la multitud, algún tiempo después, conseguí merced a mi gran altura mirar por encima de todas las cabezas y ver pasar al señor secretario Cecil, de camino o de regreso de Hatfield.
Llamé su atención y él le habló al oído a uno de sus gentilhombres de cámara; nos hicieron pasar al interior con igual discreción que la mostrada por los secretarios de M. le duc en el Arsenal.
Allí esperamos de nuevo, en otra cámara.
Desfallecía el miércoles, la luz se iba y se encendían velas de cera por centenares. El palacio de Whitehall parecía un auténtico laberinto medieval de pasillos, aposentos, salones y escaleras. Lo que no me ayudó en absoluto a orientarme cuando por fin apareció el señor secretario y nos hizo una seña a M. Saburo y a mí para que camináramos a su lado mientras hablábamos.
He conocido a nobles que en sus casas prefieren resolver sus asuntos de este modo, como si sostuvieran una conversación intrascendente entre un punto y otro. No me parecía que Cecil se mostrara con frecuencia despreocupado sobre demasiadas cosas.
—Os pido disculpas por buscaros con tanta urgencia, mi señor. El doctor Fludd me ha hecho llegar otro mensaje. Me envía recado de que desea mi presencia en Somerset en cuanto pueda viajar hasta allí —dije tras quitarme el sombrero.
Cecil permaneció impasible. Supuse que tenía agentes por la corte que le informarían de que se había observado que el barquero que habíamos contratado me había entregado un mensaje.
—Entonces debéis ir, aunque ojalá pudiera haberos llevado primero a hablar con el rey Jacobo... ¿Habéis explorado el terreno? —inquirió Cecil levantando la cabeza para mirarme y me atrevería a decir que sufriendo un ataque de tortícolis por ello.
—Sí, mi señor. Hay cavernas suficientes para ocultar una tropa de vuestros hombres armados a unos doce kilómetros al norte de ese pueblo, Wookey. Se podrían trasladar al sur inmediatamente antes de que surja la necesidad de utilizarlos. En cuanto al Agujero de Wookey, la cueva en sí tiene dos salidas y si deseáis controlar el número de hombres que pueden entrar y salir de las cuevas, podéis tapiar con facilidad algunos de los pasajes. La primera caverna grande la podría haber hecho la propia mano de Dios para celebrar allí banquetes y mascaradas.
—El maese Robert Fludd estará satisfecho con vos —comentó Cecil. Y antes de que yo pudiera responder, continuó—: ¿Creéis que debiera continuar adelante este plan, maese Rochefort?
Me encogí de hombros con elegancia mientras caminaba. No me agrada que me inviten a comprometerme.
—Si deseáis comprobar la lealtad que siente vuestro príncipe hacia su padre, sí. Si deseáis hallar pruebas que condenen a lord Northumberland, sí.
—¿Se puede garantizar la seguridad del rey?
—No por completo. —Bajé la cabeza y miré al hombrecito, incapaz de resistirme a darle mi opinión profesional—. Habláis de permitir que una daga atraviese vuestras medidas de seguridad. Pero sabréis quién será el asesino y tendréis caballeros armados y soldados presentes. Sin embargo, mi señor, se podría decir que cualquier riesgo al que se someta a un rey es demasiado grande.
Me dedicó una mirada irónica.
Me aparté un poco para que el secretario de Estado inglés pudiera precederme por una ornamentada puerta (Saburo me imitó), y con una sola zancada recuperé mi puesto al lado de Cecil.
Respiré hondo.
—Mi señor, hay algo que quizá vos no sepáis todavía. La razón por la que monsieur Dariole ha desaparecido es porque lo han secuestrado. Los conspiradores están intentando ahora controlar mis acciones con la amenaza de matarlo. Entre otras razones he venido aquí, mi señor, porque deseo pediros también ayuda para encontrar y proteger la vida de este joven.
El secretario Cecil levantó la cabeza y me miró muy serio.
—¿La vida de este joven? Tenía entendido que el muchacho era una muchacha. ¿O es para vosotros algo nuevo, maese Rochefort?
Suspiré consciente de la mirada divertida y silenciosa de Saburo.
—No, mi señor.
La agotada cara de spaniel de Cecil mostró por un instante una mueca de crueldad, o quizá solo fuera determinación.
—Ya me imaginaba que no.
—No es mi coima, mi señor.
Pasamos por una pequeña antecámara donde Cecil despidió con un gesto irritado de la mano a los pocos cortesanos presentes. Todos y cada uno de ellos se inclinaron y se fueron.
—¿Me diréis que es vuestra... hermana menor, quizá? ¿O vuestra hija natural?
Me recordé que Robert Cecil no solo era secretario de Estado inglés sino cabeza y media más bajo que yo; que no sería muy honorable tirarlo de cabeza por los aposentos de Whitehall.
—Ni hija ni hermana, mi señor. —Me abstuve de alterar la voz—. Es una conocida, testigo de ciertos asuntos que atendí en París y... responsabilidad mía.
Me fastidiaba caminar, con la cabeza respetuosamente descubierta, al lado del enano cínico del rey Jacobo y tener cierta idea de lo mucho que debía divertirse aunque no lo mostrara.
—Disculpadme, mi señor. —Contuve cualquier señal de mal genio—. Vuelvo de Somerset y me encuentro con que Fludd ha desaparecido, su casa está cerrada, se han llevado a Dariole y ahora se me ordena por carta...
—¿Y acudís aquí? ¿A mí?
—Fludd sabe que nos hemos visto, mi señor. No esperará que rompa la relación con la corte. —Recé en silencio, como reza un hombre cuando los dados o las cartas le son hostiles, que fuera verdad. O Dariole está muerta.
Cecil intercambió unas palabras con el guardia que vigilaba una puerta interior y regresó a nuestra conversación con una expresión pensativa en el rostro.
—La casa se cerró al día siguiente de abandonar vos Londres, maese Rochefort. Lo cual, en sí, no es sospechoso. La peste se encona. Tendremos un mal verano. Son muchas las familias que huyen al campo para alejarse de la infección.
—¿Eso ha hecho Fludd, mi señor? —Si tuviera una tercera casa, en las provincias...
—El doctor Robert Fludd, por lo que puedo decir, se ha desvanecido. —La expresión de Cecil estaba entre lo burlón y lo digno. Ha desaparecido ante las mismísimas narices de mis espías e informadores, quería decir. A nadie le gusta admitir eso.
Lancé los dados al azar.
—¿Se ha ido al extranjero? ¿Y mademoiselle Dariole?
—Es posible. Pero no se ha encontrado hombre alguno que los viera tomar un barco. —El secretario se rodeó el cuerpo con unos brazos muy delgados mientras se paseaba por el pasillo. Asintió con un gesto distraído señalando a M. Saburo cuando los guardias lo miraron con expresión interrogante—. Un hombre muy resbaladizo, ese tal Fludd —dijo Cecil—. No confío en él. Sin embargo, si continúa mandándoos recado por carta, pronto habremos encontrado su rastro.
—Una carta quizá muestre con gran claridad el paradero de un hombre. —Evité mostrar el cinismo que sentía solo con gran esfuerzo—. Sin embargo —dije yo también—, mademoiselle Dariole está muerta si se observa que me vigilan.
Me quedó claro por su expresión que no le importaba en absoluto la existencia de aquel chico-chica; ni tampoco podía concebir que su vida fuera importante, por no hablar ya de su muerte. No me esperaba otra cosa.
—Si eso ocurre, si muere —expliqué despacio—, esta conspiración ya no será de mi interés y ya no consentiré seguir tomando parte en ella. —Me olvidé, de momento, de lo que tendría que hacer después para conseguir información de París. No pienso convertirme en esclavo del secretario—. La supervivencia de Mlle. Dariole es una cuestión de honor, monsieur.
A Cecil no le gustó aquel simple «monsieur». Su cara, cuando se encontró con que necesitaba pedirle a un conspirador que continuase con sus planes para atentar contra la vida del rey, también era digna de verse.
Levantó la cabeza y me miró sin, al parecer, ser demasiado consciente de cómo me elevaba sobre él.
—Quizá debería haber enviado a M. Herault de vuelta a París bajo vigilancia armada, como sugerí en primer lugar. Todavía puedo hacerlo.
No he manejado esto bien; quería picarlo no obligarlo a ponerse en su lugar.
A mi espalda, Saburo bramó sus primeras palabras.
—Si matan a Dari-oru-sama, informaré al rey emperador Jacobo. Y a mi shogun. —Saburo se detuvo y cruzó los musculosos brazos—. Estoy obligado a ayudarla. Giri. Carga. Deber. Como Rosh'fu'san. Pediré la ayuda del rey emperador Jacobo para encontrarla, como diplomático y embajador de Nihón.
Cecil parpadeó y también se detuvo en seco. Me di cuenta de que me había quedado con la boca abierta y la cerré. La descripción que había hecho maese Saburo de sí mismo al decir que era un ignorante capitán de infantería no era del todo correcta al menos en un aspecto: alguna atención debía de haber prestado a las manipulaciones diplomáticas de su embajador.
Si hubiera tenido a Dariole allí conmigo, habría estallado en carcajadas y allá mi señor Cecil con su dignidad.
—Muy bien —asintió Cecil—. Haré que mis hombres busquen a la señorita Dariole. Si la encuentran, os enviaré recado. Más no puedo hacer, entendedlo. Maese Rochefort, espero recibir un informe detallado vuestro sobre este asunto de Somerset.
—Os enviaré planos y esbozos de las cuevas —dije—. Mi señor... ¿es posible pediros...?
—No deseo que el conde Henry Percy reciba advertencia alguna. —Cecil me lanzó la mirada de un hombre que está de vuelta de todo. Las velas que rielaban en aquel aposento le iluminaban la gorguera, las manos blancas, el rostro blanco y dejaban al resto de su persona sumido en una oscuridad aterciopelada. Y continuó—: Sí, es posible que hayan llevado a la joven a su alojamiento de la Torre. Pero vos no tenéis ninguna excusa para ir allí, maese Rochefort. Y si lo hacéis, eso advertirá a mi señor de Northumberland. No permitiré que se ponga fin a esta conspiración hasta que yo así lo decida.
—Mi señor, vos debéis tener agentes propios, ¿agentes que Fludd y Northumberland no puedan reconocer?
—No estoy seguro de eso. —Cecil frunció el ceño—. Pero... cierto es que no me place la idea de que unos hombres rapten y oculten a una joven en un castillo real con el propósito de hacer daño a su majestad. Sir William Waad, el representante de la corona en la Torre me debe algunos favores. Haré que sir William instigue un registro, tan completo como pueda hacerlo de forma encubierta.
Me incliné con un floreo del penacho de mi sombrero; Saburo hizo una profunda y dignísima reverencia.
—¡Necesitar audiencia pronto! —comentó el samurái con tono gutural al incorporarse—. ¿Voy a ver al rey emperador Jacobo ya, gran daimyo?
El secretario de Estado inglés miró el pasillo, un cruce de corredores no muy lejano. Supuse que pretendía que tomáramos el que nos sacaría del palacio.
—Puede que no sea pronto, lo lamento. Su majestad se ha ido al norte, a Newmarket, para las carreras de caballos. Pero eso le será útil a maese Rochefort, ¿no es cierto? Le dará tiempo para aparecer en los ensayos de la mascarada de Somerset y dar la impresión así de que está obedeciendo las instrucciones de Robert Fludd.
Id a Wookey, haced lo que os mandan. Lo que mandaba Cecil además de Fludd. No podía estar más claro. Y debo hacerlo; me estarán vigilando los hombres de Fludd.
Asentí con una reverencia y miré a aquel hombre diminuto.
No me sorprendería demasiado (dado que la ausencia de Mlle. Dariole me ata a Inglaterra y a esta conspiración) que el propio Cecil supiera algo más sobre su paradero de lo que afirma, y se callara. Pero nada puede hacerse sobre ello en este momento.
—Enviaré recado desde Somerset —dije—. Mi señor, una última cosa. Si no hay nuevas noticias de Francia, ¿me permitís entonces suplicarle a vuesa merced que mande recado en la otra dirección, un mensaje a monseigneur el duc de Sully?
La lúgubre expresión de Cecil no cambió.
—No veo por qué no, maese Rochefort. Utilizamos al embajador inglés en la corte de la reina regente para llevar asuntos de naturaleza diplomática. Es posible que le pida que hable con monsieur de Rosny.
Que Cecil supiera mis asuntos no me complacía demasiado; encontrar algún otro modo de llevarle un mensaje cifrado a mi señor el duque me superaba. Y debe estar advertido.
Al tiempo que asentía con una reverencia y me disponía a partir, Saburo lanzó un gruñido sordo y se señaló, no el pecho, observé, como habría hecho un europeo, sino el rostro.
—Rosh'fu'san va a Woki. Yo espero aquí. Veo al rey emperador cuando él lo desee, gran daimyo Seso. Y si sé algo de Dari-oru-sama, Rosh-fu, os lo digo.