Rochefort: Memorias
9
El tiempo cambió de nuevo para mal y nos llevó cuarenta y ocho horas cruzar los mares que nos llevaron a Londres; el sol abrió solo el ojo sobre nosotros cuando ya nos encontrábamos bien entrado el estuario del río Támesis. Me pasé todo ese tiempo atormentado por unos celos que nunca quise, ni deseé ahora que los sentía.
Contemplar a mademoiselle Dariole cuando se aferraba a las cuerdas haciendo frente a la lluvia y conversando con el capitán con el grito quebrado de un muchacho adolescente; o contemplarla en el atestado camarote, el rostro entusiasmado mientras interrogaba a M. Saburo sobre sus catanas... Es un tormento, pensé. Un tormento que me impide pensar en mi obligación.
El Willibrod echó amarras en uno de los muchos muelles del Pool o «Estanque» de Londres, al sur del Puente de Londres con sus casas y diecinueve arcos. Supongo que me llevó menos de cien latidos encontrar al espía que observaba el barco, pero tengo la ventaja de haber hecho carrera de tales cosas.
No es que hubiera un agente principal en semejante lugar; solo el soplón medio que suele tener en nómina un maestro de espías y que echa una mano viendo quién llega a diario en los barcos. Se apoyaba en el muro de una taberna de puerta baja que la mañana veía atestada de capitanes que hablaban de viajes y mercaderes que se quejaban de la podredumbre que se arrastraba entre sus cargamentos. Se alquilaría como típico intérprete de viajeros, supuse.
Pero no conmigo.
Una llegada muy diferente a la última, ésta; en la barcaza del rey, con mi señor Sully, al llegar de Dover. Me tuve que asegurar durante todo el camino que los malditos ingleses trataban al duc de Francia con suficiente respeto, después de que el señor de Dover engatusara a M. de Sully para que, con todo nuestro séquito, hiciéramos la visita del castillo, y solo para aceptar la gratificación acostumbrada por ver el lugar que pagamos todos y cada uno de nosotros.
En esos días desembarcamos al oeste de la ciudad, río arriba; no aquí, en los distritos más pobres del este. Las calles de Londres parecían tan frías como las recordaba y el horizonte que había detrás de las escaleras de Santa Catalina era una procesión interminable de agujas de iglesia bajo el cielo crujiente de mayo.
—Habrá otros espías —le advertí a M. Saburo—. En cualquier ciudad con una corte real el suelo está sembrado de informadores.
—¡Hai! ¡Edo! —Saburo se encontraba a mi lado, ante la baranda del barco, y en los brazos llevaba un bulto envuelto en los pliegues de la capa. Supuse que había ocultado allí el casco de guerra nihonés. Jamás abandonaba su persona. Emitió un sonido basto, como una carcajada.
—¿No importa que no nos estén buscando a nosotros?
—Eso es.
Río arriba se encontraban las almenas de una gran fortaleza, como el Arsenal en el que de común reside M. de Sully, aunque los ingleses utilizan el suyo también como prisión. Más allá de esa torre real hay una gran catedral gótica que había perdido su aguja en un incendio muchos años antes. Me hizo anhelar por un momento primero París y Nuestra Señora, y luego la lujosa casa llamada «Arundel», allí, en Londres, donde se había alojado entonces todo el séquito de mi señor.
—Saburo-san. Tened la amabilidad de volver a poneros el capuz de vuestra capa.
Era, de hecho, mi capa; mi capa de viaje, con capotillo y capuz que le había quitado a un desgraciado soldado enemigo en los Países Bajos. La he llevado durante más de una década desde entonces. Nadie nos confundiría con viajeros acaudalados.
Saburo estiró el brazo, se subió el capuz de un tirón y bajó la pasarela con grandes zancadas.
Yo recogí las alforjas, me las eché al hombro para ocultar el rostro y bajé tras él por la tabla con aire gacho, encorvándome un poco para disimular mi altura.
Tanaka Saburo no era lo bastante extraño como para que un hombre viera de inmediato que había algo raro en él, pero no obstante tenía cierta tendencia a atraer la atención. Nadie me miró cuando desembarqué. Ni a mademoiselle Dariole, según vi, cuando nos siguió ataviada con sus ropas de hombre. El espía inglés observó solo al hombre de Nihón, con la punta de la lengua atrapada entre los dientes como un niño que memoriza la gramática latina.
Supongamos que acudo ahora al hombre que tiene Sully aquí, Beaumont. Pero es posible que lo hayan reclamado. O arrestado, incluso. No, lo primero, sondear el terreno...
—La Medici pronto tendrá agentes aquí, si no los tiene ya —comenté mientras me movía al lado de Saburo—. Y, si conozco Londres, los informadores del maestro de espías inglés, Robert Cecil, estarán en las calles y tabernas, junto con otros aficionados locales.
Habrá agentes de España, conocidos y desconocidos para el Gobierno inglés. Turcos. Eslavos. Agentes de la república de Holanda, que con toda probabilidad serán espías económicos, a menos que provengan de entre los exiliados franceses de la corte del archiduque y la archiduquesa. Podríamos encontrarnos con unos cuantos sacerdotes jesuitas bien ocultos. ¡Y cualquiera ellos podría ir disfrazado de cualquier otro!
No puedo utilizar el nombre de Rochefort. Ni Belliard. Ravaillac habrá hablado hace días.
—Rápido, ahora, pero que no parezca que tenéis prisa. —Acompañé a Saburo entre la multitud que atestaba las escaleras de Santa Catalina, evitando a los marineros que descargaban los barcos y consciente de que Dariole me seguía.
Por el camino que yo habría escogido para adentrarnos en las calles que nos llevarían al centro de Londres, lejos de estas parroquias apartadas, un grupo de hombres salió por fortuna de un callejón y se nos puso en medio. En el curso de la bulla para evitarlos conseguí perder al informador. Entrecerré los ojos para mirar a mi espalda y vi que se lo llevaban hacia las tabernas entre hombres enjutos con aspecto de mercaderes aventureros. Lo venció la sed o quizá esperó treinta latidos de más. Hice que nos alejáramos de allí y nos perdiéramos entre la multitud antes de que pudiera alcanzarnos, con el sudor cálido corriéndome bajo la camisa y las tiras de la gola.
Dariole nos alcanzó con paso arrogante, sin preocuparse de que el tramo de espada que le asomaba por detrás golpeara las pantorrillas de los hombres.
—Por ahí.
—Espero que vuestra memoria para las ciudades sea mejor que para los idiomas, mademoiselle...
Me lanzó una mirada y nos adelantó a grandes zancadas, llevándonos por caminos que yo recordaba de forma vaga de mis vagabundeos menos oficiales, por Hogges Lane hasta Towerhill, donde caminamos entre mujeres que tendían la colada a secar sobre el césped y luego entramos en la ciudad por el noreste, por Marck's Lane. Me desorienté en algún sitio al sur de More Gate, dentro ya de las murallas de la ciudad.
—¿Habéis estado aquí antes? —La frase de Saburo, cuando me miró, terminó en una nota creciente, interrogativa—. ¿Nos alojamos donde os alojasteis entonces?
—El duc de Sully era el invitado de honor del rey inglés. —Sacudí la cabeza para no pensar en ello y esbocé una sonrisa sombría—. No me parece muy probable que nos inviten a pasar a la casa de ningún gran señor, messire Saburo. Debemos arreglárnoslas solos.
Al dejar París diez días antes estaba corto de fondos. Y una semana de gastos después, además del pasaje del Willibrod... Cuando es tan evidente que un hombre deja el país huyendo de las autoridades, con frecuencia paga por encima del precio de mercado. El importe del pasaje de un caballo en un barco, según una vieja costumbre, es dos veces y media el precio de un hombre. El capitán del Willibrod, que reconocía a un hombre en apuros en cuanto lo veía, me cambió los billetes de dos pasajeros por el jaco andaluz además de por un poco de la plata que me quedaba.
No tendré más que dos libras esterlinas para cuando haya cambiado la moneda.
—¿Vamos a la corte pronto? —gruñó Saburo.
—Si queréis tener alguna esperanza en la corte, necesitaréis dinero suficiente para engrasar las manos de los cortesanos y un traje de velarte decente como mínimo. Yo diría satén, salvo que esta es la corte inglesa, no la francesa...
Me lanzó una mirada perspicaz.
—Estáis pensando que deberíais abandonarnos ahora que estamos en Londres, Rochefort-san. Solo que todavía somos una dificultad para vos.
Saburo hizo un amplio encogimiento de hombros.
—¿Cuánto tiempo antes de que no importe si un lord-sama me tortura para sacarme lo que sé? ¿Y lo que ella sabe? ¿O siempre importa?
—Eso —admití- es lo que me he estado preguntando yo también, messire Saburo.
Tuve una analepsia momentánea: vi de nuevo la cabeza decapitada que caía con un golpe sordo sobre la arena, a mi lado. No era que confiase en el hombre de Nihón o que lo tomase por alguien honorable tal y como yo lo entendía; era más que sus costumbres eran bastante extrañas y me parecía difícil que un enemigo lo sobornara sin que resultara obvio. Seguirá sus propios intereses, cierto. Y yo debería cuidarme bien de desarrollar demasiada simpatía por este duelista extranjero, indigente y tan alejado de su hogar.
—Monsieur —dije—, no habría culpado a hombre alguno por ver que las probabilidades eran de doce a dos, o doce a una y decidir que fueran trece o catorce a favor del otro bando. Ni siquiera yo puedo matar a doce hombres en una lucha justa con espada y daga. Lo admito, si no fuera por vos, yo ahora estaría muerto allá, en Normandía.
Primero sonrió y luego inclinó la cabeza en reconocimiento; ambos gestos discretos y sutiles.
—Según están las cosas —añadí—, en estos momentos estoy comprometido con la insensatez de no haberos matado a ninguno de los dos. Hay tanto en juego que no puedo confiar en perderos de vista por un momento.
Fue un alivio poder decir al menos eso sin un motivo ulterior, tratarlo al menos en eso como lo haría un caballero. Han pasado muchos años desde la última vez que pude comportarme así. ¿Y por qué pienso en eso ahora?
—¿Y yo qué? —quiso saber Dariole.
Se hizo añicos mi humor en ese momento. El viento frío me azotaba los mechones de pelo contra la cara sin dejarse intimidar por el ala del sombrero. Bajé la cabeza y la miré: caminaba con los brazos cruzados sobre el pecho.
—¿Y vos qué, mademoiselle?
—Yo... ¡eh! Deberíais seguir llamándome «monsieur».
—¿Esperáis pasar por hombre aquí?
—¿Por qué no? ¡Vos lo hacéis!
Quizá fuera de agradecer, pensé mientras veía a mademoiselle Dariole resollando hasta la incapacidad por la gracia de su propio chiste, que el dominio del francés que tenía M. Saburo era todavía tan pobre que casi no existía.
—Messire, habría pensado que, sea cual sea el equivalente de Les Halles, allí es donde vos querríais ir —añadió por fin la joven.
Los nombres equivalentes acudieron a mi memoria sin esfuerzo después de seis años: Southwark y el Liberty de Bankside, al otro lado del río.
—Tenéis razón, monsieur Dariole. Ese es el tipo de lugar que ocultaría a un agente. Por esa misma razón... que los agentes de Marie de Medici registren Southwark mientras yo me encuentro en un barrio respetable de Londres.
La joven respondió solo con un sonido similar al bufido suave de una yegua.
Había intercambiado no más de diez palabras seguidas con mademoiselle Dariole durante la travesía de ese mar que los ingleses llaman el Canal. Me molestaba darme cuenta que ella no lo había notado, como no había notado que de nuevo le dirigía la palabra; estaba tan cautivada con su nuevo «demonio» que M. Rochefort había quedado casi abandonado.
Cosa que me provocaba a la vez una risa sardónica en mi interior y una profunda cólera.
¡No debería importarme lo que hace o deja de hacer esta jovencita sexualmente laxa! No debería encontrarme (como ahora) observando esa figura ágil y epicena que atraviesa el cieno de Londres y se abre camino entre aprendices, tenderos, clérigos y mujeres que salen a hacer la compra; gesticulando mientras inunda el aire con su cháchara con el samurái. Y, sobre todo, no debería mirar su jubón de lino manchado por el tiempo y considerar que contiene sus senos blancos de mujer, que jamás he visto y que ya no veré...
¡Estoy condenado con las mujeres!
Me encontré mordiéndome el labio mientras caminaba detrás de la mujer y el hombre de Nihón.
Diez días y todo lo que sé de París son los rumores del barco. Debo hacer contactos en cuanto pueda hacerlo sin riesgos. No puedo tomar ninguna medida hasta que tenga información más sólida.
Sobresalían las dos vainas cortas y curvas de las espadas del extranjero y le marcaban una forma extraña en la capa; yo había observado que las llevaba metidas por la faja de tela que le envolvía la cintura, de modo que no se cayeran. A un hombre acostumbrado a las largas vainas de los estoques podría parecerle desarmado. Dariole no iba vestida con la suntuosidad suficiente para ser un imán para un ratero. Yo mismo no parecería más que un simple rufián callejero con un estoque sajón y un sombrero al estilo francés.
Mademoiselle Dariole se detuvo en un lugar en el que tres caminos estrechos y dos más amplios daban a un espacio abierto. Estábamos ahora entre casas mejores, con los pisos bajos de piedra y solo los superiores de ladrillo y yeso, y a cierta distancia de las fiebres intermitentes que acompañarían a las cercanías del río de la ciudad.
La joven frunció el ceño.
—Lo recordaba más grande...
—Me presentaréis como «M. Herault». Un buen nombre hugonote. Por ahora, M. Saburo y yo os esperaremos aquí.
—¿Dando órdenes, messire? —Su voz parecía suave, pero en sus ojos había un brillo de acero cuando se volvió hacia mí—. ¿Queréis que os vuelva a patear el culo?
Volví a sentir la frialdad de la costa de Normandía con un impacto fiero. Me encontré con que deseaba abofetearla como se abofetea a una mujer, no golpearla como se hace con un hombre.
—Mademoiselle... ¿Alguna vez me encontré de veras vencido?
—¿Que si...?
—Debéis admitirlo, sois una mujer. —La recorrí de arriba abajo con la mirada. No me llegaba más arriba de la clavícula.
Decidí decir lo que había estado pensando a bordo del barco: Podría romperla solo con las manos.
—Mademoiselle, pensadlo: una parte de mí debe de haberlo presentido siempre... y se contuvo. ¿Cómo si no, a pesar de la habilidad que se tenga, podría una débil mujer derrotar a un hombre fuerte?
—Contenerse. —Repitió las palabras sin expresión—. Messire, sois un idiota. ¿Por eso no os encontré acercándoos a mí a hurtadillas y empujándome por la borda? ¿De veras pensáis que podéis vencerme?
Le brillaba en los ojos la burla. El aliento áspero me quemaba el pecho. La insolencia de su mirada hizo que me tensara como si todo en mí fuera un puño.
—¡Debo de haberlo sabido!
Ella cambió de postura y yo me moví. Me moví como lo hace un hombre por costumbre, para ponerse él y su espada en el lugar más ventajoso. Sus ojos se entrecerraron, ranuras bajo el resplandor del sol de mayo. Su rostro hablaba de una mofa que no expresó con palabras.
Contuve mi genio con cierta dificultad.
—¡Vamos! ¡Id a buscar a vuestro primo! —Y añadí en francés un colofón breve—: No es menester alarmarlo apareciendo por primera vez ante su puerta con un matón armado y un «demonio».
Se alzaron las comisuras de su boca. Por un momento no fue chico-chica ni hic mulier. No sabría ponerle nombre a lo que era, con aquella sonrisa de golfillo.
—¡Esperad aquí! —Y atravesó con paso largo el cruce de calles.
Eran en su mayor parte viviendas privadas; había una tienda algo más lejos, calle abajo, a mi izquierda, pero eso era todo. Las calles estaban más tranquilas; pocos hombres pasaban a nuestro lado. Me retiré con sutileza bajo las sombras de los aleros cercanos y me llevé a Tanaka Saburo conmigo.
El olor de Londres es diferente al de París. Siempre con el estuario al fondo y el aroma a estiércol de vaca de los campos cercanos. El sol me calentaba la espalda. La cloaca o canal para el agua del medio del camino estaba atascado por las heces y restos lanzados desde las ventanas y era obvio que había llovido en los últimos días. El agua se salía de la cloaca y se derramaba sobre el tosco pavimento en algunos sitios. Saburo y yo pisamos algún centímetro de agua para llegar a terreno más seco.
Miré atrás y vi a Dariole andando con grandes zancadas entre un par de ingleses ataviados con el azul de los sirvientes hasta la puerta de un edificio situado en una esquina. Parecía una casa acomodada; construida durante el mandato de algún rey anterior y con los pisos superiores construidos con madera de roble y sobresaliendo sobre la calle hasta casi encontrarse con las otras casas a medio camino. En mi barrio de París podrían haberlo dividido en casas para diferentes huéspedes. Aquí estaba claro que era la residencia de una sola familia.
La luz primaveral caía sesgada y levantaba vapor de la mugre fría del camino que se interponía entre ella y nosotros. Sorprendí la expresión de asco de Saburo.
—¡Asquerosos gaijin! —murmuró.
—Es una ciudad grande —contemporicé yo—. Habrá cincuenta mil almas aquí en Londres, messire; sus desperdicios deben ir a algún sitio.
—¡Y en Osaka quinientas mil!
Habrá perdido la noción de los números ingleses, pensé.
—Medio millón en Osaka, ¡nada de suciedad! Esta basura está tirada aquí toda la noche. ¡Durante días! ¿Qué es eso? —El rostro de Saburo se arrugó de cólera, o quizá solo fuera confusión. Seguí su mirada.
Dariole se encontraba delante de la gran puerta de roble, enfrente de los sirvientes de Markham. Se oía su voz aguda desde el otro lado de la calle cuando miré.
—¡... ver a messire Guillaume Markham!
Guillaume. «William». No, comprendí. Un tal «Griffin Markham» es el hombre que recuerdo. Puede que sean familia, o no, y si esto continúa, debo hacer averiguaciones; el tal maese Griffin era uno de esos traidores a la corona inglesa de los que recuerdo haber oído hablar en mi última visita a esta ciudad.
¡Quiero verlo! —Por el énfasis que ponía, no era la primera ni la segunda vez que Dariole lo había dicho.
El mayor de los dos hombres dijo con desdén:
¡Apuesto a que sí, muchacho!
¡Merde!, pensé mientras me preguntaba qué comentario me había perdido durante el momento que me llevó hablar con Tanaka Saburo.
—¡Soy su pariente, imbécil! —Dariole levantó la cabeza para mirar al hombre, casi a punto de empezar a dar patadas con las botas en el suelo—. Su pariente, de Francia...
—Pues claro que sí —la interrumpió el segundo hombre, más fornido—. Y yo soy el Papa, ¿a que sí?
—¡Bendecidme, padre! —Un inglés flaco salió por la puerta para unirse a sus compañeros con una rapidez que me llevó a creer que había estado escuchando por la ranura de la puerta. Otro con jubón azul y calzas ahuecadas. Llevaba una librea en la manga, pero no se correspondía con la que había tallada en la piedra, encima de la puerta. Bien, nuevos ricos. Este tercer hombre se limpió la nariz en el puño.
—¿Quién es este mocoso hideputa?
Leí una indignación rígida en los hombros de Dariole.
—¡Soy Arcadie-Fleurimonde-Henriette de Montargis de la Roncière! ¡Y ahora id a llamad a monsieur Markham!
El mayor de los hombres tenía el cabello blanco y recortado que le asomaba por debajo del gorro de lana. Se echó a reír.
—«Arcadie». ¿Así que somos una chica, eh?
El sirviente flaco se inclinó hacia delante como si quisiera meter la nariz en la discusión.
—¡Con los franceses nunca se sabe!
La conocida tensión que da comienzo a una pelea se hizo sentir por mi espina dorsal. Nada más que lacayos riñendo, pero la chica va a ensartar a uno o dos, o a los tres. Y los ingleses son muy tiquismiquis en lo tocante a sus sirvientes, así que esto se va a convertir en un buen escándalo con el que yo no debería tener nada que ver.
—¡Se parece bastante a una chica, verdad, muchachito afeminado!
—Puede que sea un chico, ¡un mariquita francés!
El hombre mayor y el fornido atosigaban a Dariole con su presencia, uno a cada lado, con una amplia sonrisa. Los insultos eran despreocupados, pensé, pero el tono no era amistoso.
—¡Pero es que soy Arcadie! ¡Id a buscar a monsieur de Markham o lo sentiréis! ¡Haré que os azote!
Es el acento.
Chillón y casi cómico por la distorsión que le provoca la cólera.
Y un hombre o un muchacho que pierde los nervios es siempre una figura irrisoria...
¡Dios bendito, jamás debería haberle confiado nada a ese chico... chica!
—¿Por qué la tratan de forma irrespetuosa? —murmuró Saburo a mi lado—. ¿Hay una riña dentro de su clan?
En su cuerpo achaparrado se percibía una relajación muy particular. En un europeo yo habría pensado que estaba tan lejos de pelearse como de la Luna. Con la playa de Normandía todavía presente, recordé de forma bastante gráfica cómo había pasado de la quietud al ataque, y todo en un segundo. De un estado de relajación igual que este.
Habría puesto una mano en el brazo de M. Saburo para contenerlo, pero no me pareció una idea muy inteligente.
—Dejad que lo resuelva ella.
—¡Id a buscar a-mi-primo! —Dariole bramó con la cabeza gacha, como un toro a punto de embestir. En la última palabra su voz subió de tono y se quebró. Apretó los puños a los lados, sin ni siquiera acercarse a la espada y la daga—. ¡Sois sirvientes, cochon! ¡Fuera de mi camino!
Incluso a diez metros de distancia vi que le brillaba la cara de sudor y mal genio. En París a estas alturas ya habría desenvainado el estoque. Y no habría perdido los nervios. Cosa que ha hecho: ha perdido la compostura por completo.
¿Por qué no está luchando?
Se me ocurrió de pronto: Ha olvidado quién es.
La persona que es ahora no es la misma que era la última vez que estuvo aquí. Cuando era una niña...
—¡Primo Guillaume! —gritó Dariole al tiempo que levantaba la cabeza y se quedaba mirando los marcos de las ventanas del primer piso—. ¡Wi-lli-am! ¡Soy Arcadie, tu prima Arcadie, la hija de Therese, baja aquí!
La postura de su cuerpo estaba entre lo masculino y lo femenino. No me sorprendió que los tres sirvientes se rieran. Debían de verla (como me había ocurrido a mí) como algo de una fealdad monstruosa: una combinación de muchacho afeminado y una chica que más era un caballo de tiro.
—¡Sal aquí! —bramó la muchacha.
La puerta de roble tachonada de clavos volvió a abrirse. Me llevé la mano a la empuñadura de la espada. Salió otro hombre.
Por el jubón de satén verde botella, las calzas ahuecadas y el delicado encaje de la gorguera, este debía de ser el amo de la casa. Al principio no miró a Dariole; se limitó a chasquear los dedos para dirigirse al sirviente fornido.
—Thomas, ¿qué es esto?
El hombre adoptó al instante una expresión contrita.
—Perdón, señor. Solo nos estábamos divirtiendo un poco.
—¡Que sea en silencio y no a la puerta de mi casa!
—Perdón, señor. —El sirviente inclinó la cabeza y se volvió de nuevo hacia Dariole.
Me puse tenso y esperé que comenzara la gresca..., pero ella no sacó la espada: se limitó a quedarse mirando al hombre de verde.
—¿Primo Guillaume?
—¿Y vos sois...? —le apuntó el hombre con un inglés de Londres muy claro.
—Arcadie de la Roncière. —La línea de sus hombros se alteró. ¿Desanimada? ¿Confusa?—. ¡Tenéis que acordaros! Vine aquí con maman. Tenía cinco años...
—«Arcadie» no es nombre de chico. —El inglés era mayor de lo que el satén le hacía parecer. Su barba puntiaguda estaba teñida de un color castaño bastante improbable. No llevaba espada y no tenía una porra en el cinturón como sus sirvientes. Un hombre de tipo medio, tranquilo en su propia casa y ahora lo molestaba este... ¿Este qué? Sospeché que eso era lo que se estaba preguntando.
La sombra de los aleros no era suficiente en sí para evitar que notaran mi presencia. Cosa que sí hace, como he tenido muchas ocasiones de comprobar, la quietud más absoluta. Me sorprendió observar la misma inmovilidad en el hombre de Nihón.
—Arcadie. —La voz del inglés era irónica—. Y vuestros sirvientes están... ¿dónde?
La cabeza de la joven se volvió a hundir. Me puse en tensión por si ella nos miraba. Lo leí en la línea de sus hombros y en la espalda rígida: Se ha olvidado de nosotros, lo ha olvidado todo salvo al hombre que tiene delante.
—No tengo ningún sirviente conmigo.
—¿Ni equipaje?
—¡Ni equipaje!
—Y, a ver si lo adivino, ¿solicitáis mi hospitalidad y un préstamo insignificante?
Juré por lo bajo sin saber muy bien si debía enfadarme o aplaudir la astuta reticencia de este hombre a que lo engatusaran o engañaran.
El hombre se cruzó de brazos. Vi que Dariole abría la boca y la cerraba de nuevo sin saber qué decir.
—Thomas, ocúpate de esto. —William Markham se volvió y entro de nuevo en la casa. La puerta de roble se cerró tras él.
Solo me concentré en Markham durante medio segundo. El sirviente fornido ya había rodeado la parte superior del cuerpo de Dariole con unos brazos como cepos. El hombre mayor, junto con el flaco, con gestos cautos y simultáneos le sacaron estoque y daga de las vainas, y yo pensé: ¡Dios del cielo, la han desarmado! Y con qué facilidad.
—¡Guillaume! —Dariole no luchó. Se limitó a estirar el cuello para ver más allá de Thomas, para ver la puerta cerrada de la casa—. ¡Guillaume, soy tu prima...!
Y se puso a lanzar un chillido agudo.
—¡Pardiez, pues sí que es una chica! —El sirviente inglés flaco se echó a reír—. ¡O bien el muchacho no tiene verga, una de dos!
—Una mujer que aparece vestida con ropas de hombre, sin sirvientes, sin equipaje, quiere tomar prestado dinero del amo y dice que es prima del amo, ya —gruñó el tal Thomas en un tono en el que no cabía más desprecio—. Sí, seguro. ¡Siento que no podamos complacer a su francesa señoría!
—¡Cochon!
La vi revolverse con los brazos sujetos a los lados, intentando todavía llegar a la puerta cerrada. En su voz había más incredulidad estridente que furia. Contuve el aliento. Esta no es M. Dariole, esta no es la duelista...
Observé cómo sacaba las uñas, arañaba y daba patadas como una niña o una puta.
Los hombres se la tiraron de uno a otro, casi enfermos de risa.
—Rosh'fu'san...
—Son campesinos. —Lo puse en términos que pensé que Saburo podría entender—. Tienden a utilizar porras. No hay hombre que haya ganado honores luchando con sirvientes o aprendices.
—Deberíamos cortarlo, irnos. —Su mano se posó en sus empuñaduras de seda tejida.
—No. Esta lucha es suya, messire.
Y además, ¿por qué debería detenerla yo?
Oculté una sonrisa.
Habrá que rehacer todos los planes, pero de momento...
De momento, ¿por qué no disfrutar de lo que veo?
El hombre delgado levantó el estoque y la daga muy por encima de su cabeza, fuera del alcance de la muchacha. Esta luchaba entre los brazos del fornido inglés Thomas; se puso de puntillas con una sacudida para intentar agarrar... y resbaló. Fue cómico; volvió a caer en las garras del sirviente.
—¡Hijo de puta! —chilló en inglés mientras lanzaba patadas hacia atrás y alcanzaba a Thomas en la entrepierna.
—¡Ya está bien! ¡Tú! Fuera. ¡Y no vuelvas aquí! ¡Haré que el alguacil de la parroquia te saque por More Gate a latigazos!
El sirviente cambió de postura y la sujetó por el cuello del jubón. Aquel manchado jubón de lino no era una prenda que vestiría ningún hombre respetable, ya no; por no hablar de una mujer respetable. Me puse tenso y esperé que Dariole le pegara.
El hombre colocó una patada experta en la parte posterior de la rodilla de la muchacha.
Esta cayó al instante cuando se le dobló la pierna sin querer y quedó colgada de la mano del hombre, medio ahogada.
El sirviente lanzó una gran carcajada, la levantó por el cuello del jubón y lo vi agarrar la tela floja de los fondillos de sus calzones. Dariole agitó los brazos para pegarle sin causar el menor efecto. Hundió los dedos de las botas en el suelo, pero estas resbalaron por el húmedo empedrado.
Saburo exclamó algo en la lengua de Nihón y yo me encontré agarrando la empuñadura del estoque.
El criado tiró hacia arriba de la tela de los calzones de Dariole y esta chilló cuando la prenda le apretó la horcadura de las piernas.
El hombre corrió con ella por la calle y la lanzó.
La joven perdió por completo el contacto con el suelo durante un instante: vi el barro iluminado por el sol bajo ella cuando echó a volar.
Se levantó una gran ola de cieno marrón cuando la muchacha chocó contra el suelo, chocó contra la superficie de la cloaca que recorría el centro de la calle, rodó y cayó cuan larga era, boca abajo, en la mierda.