Rochefort: Memorias

40

Hay hombres en los Países Bajos, en esas sectas igualitarias de las que Ámsterdam está plagada, que no se arrodillan salvo en dos contextos, ante su Dios en la iglesia y con sus putas durante la cópula. Por la relación que he tenido con ellos, no me cabe duda de que han olvidado lo que significa arrodillarse como gesto de sumisión ante un superior según el orden social, o por un servicio honesto o en cualquier otra súplica que no sea erótica. Por consiguiente suponen que toda sumisión es erótica y pierden de vista las complejidades del asunto.

En el muelle de Nagasaki me encontré rodeado de un país entero de hombres que no le dan ninguna importancia al hecho de postrarse boca abajo cada vez que hablan con un hombre de rango superior.

Ocurría a mi alrededor, Gabriel Santon y yo nos abríamos camino con paso enérgico entre la multitud hacia el navío europeo que acababa de echar anclas, pasando al lado de señores samurái y sus sirvientes.

Visualicé durante solo un instante lo que habría pasado en la corte de Henri de Navarra si todos se hubieran visto obligados a inclinarse ante el rey y ante cada noble de rango superior al suyo. M. le duc incluso: ¡cabeza abajo y culo arriba delante de su noble monarca! La rígida dignidad de Sully sobreviviría a la experiencia, sin duda, aunque solo fuera porque no habría hombre que se atreviera a reírse.

Pero no la dignidad de M. Rochefort, comprendí. Y me encontré pensando, una vez más entre tantas, en Mlle. Dariole.

—¿Crees que es ella? —le pregunté a Gabriel a pesar de mí mismo.

—Se parece a tu descripción del muchacho. De la chica —se corrigió Gabriel Santon.

Hubo un momento de silencio entre los dos que solo llenaron los gañidos de un perro que pasó disparado entre las piernas de todos y el parloteo de los vendedores de comida. Gabriel se llevó la mano a la cara y se rindió a un aullido ahogado.

—¡Una chica! —consiguió decir al fin, tiempo que yo había necesitado para asegurarles a varios nihoneses que mi sirviente nambanjin no estaba en absoluto enfermo ni loco.

—Solo se divierte demasiado —gruñí—. «Bárbaro» del sur quizá no sea mal término en su caso.

Gabriel bajó la mano, se rodeó el vientre con el brazo y vi que se mordía el labio.

—Ríete —le sugerí con amargura—, dado que es obvio que es eso o provocarte una hernia.

—No me lo puedo creer. —Sacudió la cabeza—. No es que tu inteligencia haya sido nunca excesiva. Pero un muchacho que es una muchacha... Por los clavos de Cristo, ¿es que no te han enseñado nada?

—Pasé demasiado tiempo en el Ejército. Embrutece la inteligencia de un hombre.

—De eso no cabe duda. —Gabriel me lanzó una mirada deliberada de arriba abajo—. De otro modo yo no estaría aquí, ¿no? Algo tiene que explicarlo.

Me protegí los ojos con la mano cuando llegamos al final del terreno. Más allá de la playa, en el puerto de Nagasaki, con las velas recogidas y perfiladas contra las lejanas montañas una carraca holandesa se mecía con suavidad sobre el agua reluciente.

—Además, Gabriel, no recuerdo que tú notaras jamás que él era ella.

Mi sirviente estalló en balbuceos.

—¡Una mujer!

—Me parece que seguiré oyendo hablar de eso, es obvio que para ti es una diversión sin fin.

Gabriel se pasó la mano por el pelo, que ya comenzaba a ralear y se volvió a poner su amplio sombrero de paja. A la sombra de este vi que reducía su expresión a algo que, sin ser una gran sonrisa, no dejaba de ser alegre.

Es la necesidad de alivio, comprendí mientras me detenía y observaba a un grupo de samuráis, funcionarios del puerto que discutían con los oficiales del rangaku, les ponían las cosas difíciles; no hacía falta saber el idioma para darse cuenta.

Ni Gabriel ni yo podíamos creérnoslo, que hubiéramos llegado tan lejos, que hubiéramos sobrevivido para llegar tan lejos, y para encontrarla, al final del viaje...

El mar es lo bastante grande como para que dos hombres, una vez separados, jamás se vuelvan a encontrar sobre él. Habría apostado el copioso regalo de fondos de Cecil, cuando abandoné Inglaterra, a que Robert Fludd y el samurái se bajarían en Lisboa; no podía fiarme de que Mlle. Dariole comprendiera lo mismo. Cuando el movimiento del barco se alteró bajo mis pies al salir de Londres (tengo experiencia suficiente en asuntos marítimos como para reconocer que estábamos dejando las aguas del estuario y nos adentrábamos en mar abierto) el cielo que teníamos delante era lo bastante oscuro como para que se vieran las estrellas y a nuestras espaldas los últimos rayos de sol sacaban reflejos naranjas de las ventanas de Greenwich y me pregunté si quizá, y sin saberlo, no habría disfrutado ya de mi último encuentro con Mlle. de la Roncière.

Tormentas, costas difíciles, piratas, hambre, pérdida del rumbo. Viajaba sola; podrían haberle rebanado la garganta antes de dejar atrás Rochester. Doce mil millas navegan los barcos españoles y holandeses para llegar a los Japones...

Durante el viaje a Lisboa dormí con una premonición de lo que serían esas doce mil millas, era consciente del abismo negro que teníamos bajo nosotros, separado de los cuerpos cálidos solo por unas cuantas planchas de roble. Y en esas profundidades se podría intentar respirar, llenarse los pulmones de agua...

Desperté con una sacudida de una pesadilla en la que había visto a Dariole muerta bajo el mar del Golfo de Vizcaya, el rostro oscurecido por el cabello que le flotaba alrededor, y me encontré con que estábamos atracando en Lisboa, donde había demasiados padres de la Compañía de Jesús para mi gusto. Me dediqué a la tarea de descubrir noticias e identifiqué a dos hombres que respondían a las descripciones de Fludd y Saburo y que, tras haber disfrutado de mejor tiempo en su travesía que nosotros, habían partido una semana antes de que nosotros atracáramos, en un barco que se dirigía a la provincia de Nagasaki, en Nihón. No había ninguna información concreta sobre un joven, o muchacha, que viajara a solas a ese mismo destino.

No tenía otra alternativa, debía seguir a Fludd.

Lo mejor que pude encontrar fue un navío que partía rumbo a Madagascar. Después de eso, no me pareció que fuéramos demasiado afortunados en nuestra elección de navíos, ni nos acompañó la suerte en cuestión de vientos, mareas y tormentas. Nos movíamos también inmersos en un mar de ignorancia; si Dariole lo había seguido, ya podría haber dado alcance a Robert Fludd, que podría estar muerto y enterrado en las cálidas tierras de Goa o Macao y nosotros jamás lo sabríamos. Mucho habría que decir de la resignada fortaleza de M. Santon durante ese viaje: soportó mis temores y angustias, así como las incomodidades de camarotes diminutos y mares inmensos.

Tampoco se me escapaba que, si por ventura averiguábamos en qué barcos navegaba el doctor Robert Fludd, tendríamos la seguridad de que esos barcos no se iban a hundir.

—Quizá no haya calculado hasta el último detalle de lo que podía salir mal en el asesinato del rey Jacobo —comentó Gabriel Santon cuando le hablé de lo ocurrido—. No hubo tiempo. Pero apostaría a que hizo lo que hace cualquier hombre sensato, se buscó un refugio por si acaso le estallaba todo en la cara.

Me pareció una suposición razonable. No había, sin embargo, rastro de él. Pasaron los meses, otoño, invierno. Pasamos por las tierras de los árabes y las de los hindúes. Cuando al fin llegamos a las miles de islas diminutas del mar que rodea la provincia de Nagasaki ya era primavera. Y en el mismo puerto de Nagasaki, cosmopolita como era y repleto de portugueses, españoles y hombres de los Países Bajos, no me dieron noticia alguna de un hombre que se pareciera a Robert Fludd ni de ningún samurái que respondiera al nombre de Tanaka Saburo. Llegué incluso a ir y volver de Hirado, costa arriba, pero las autoridades holandesas y de los Japones que había allí no me pudieron decir nada.

—Quizá hicimos mejor viaje que ellos —vaciló Gabriel—. ¿Habremos llegado más rápido? No es imposible, Raoul.

Decidí que podía inquietarme por lo que estaba ocurriendo en París, a medio mundo de distancia, y consumirme por el chico-chica, o podía armarme de paciencia. Como teoría no estaba mal. Pero incluso instalado en una de las pensiones de la ciudad, en una colina al lado del barrio holandés, Gabriel Santon perdía los estribos un día sí y otro también con la intención de que dejara de lamentarme.

—Yo no me lamento —dije con cierta dignidad.

Y mientras los hombres bramaban órdenes, me protegí los ojos de la luz demasiado brillante y vi que un bote más pequeño abandonaba la carraca.

—Es evidente que las autoridades del puerto están cooperando. —Supuse que un soborno había cambiado de manos. El agua destellaba al elevarse los remos. Había varios hombres en el bote, vi cabezas y hombros. Me crucé de brazos, consciente de cierta agitación. Aquel no era el primer barco de Macao que venía a recibir.

Los primeros hombres que bajaron a la orilla me hicieron darme la vuelta y quedarme observando la cuenca de tierra que alberga a Nagasaki y las colinas que se alzan tras las casas, para que nadie me viera el rostro.

La docena aproximada de hombres pasaron a mi lado ataviados con túnicas negras, había también dos de gris. Los observé alejarse. Sus túnicas causaban extrañeza entre los linos pálidos del pueblo de Saburo; kirishitans oí que los llamaban. Tanto jesuitas como dominicos, noté.

Su procesión giró hacia una capilla y yo me relajé un tanto.

—Anímate. —Gabriel, a mi lado, también los observaba irse—. Al menos aquí no nos va a colgar ningún jesuita. He oído que los hombres de los Japones clavan a sus criminales en cruces...

Le lancé una mirada.

—Recuérdamelo otra vez, ¿cómo es que te doy empleo?

—Un amo como tú no puede conseguir a nadie mejor.

—Ah, sí. Eso tendrá que ser.

Miré de nuevo al puerto y les eché un último vistazo a los marineros que se inclinaban sobre sus remos. Un hombre más lanzó su fardo a la orilla, se reunió con él, cargó el rollo de mantas al hombro y echó a andar hacia nosotros; entre perros, sirvientes nubios negros, esclavos medio desnudos que transportaban palanquines y hombres con espadas gemelas incrustadas en sus cinturones obi de tela.

La figura delgada de un hombre, estatura media y edad indistinguible a cien metros de distancia.

Será uno de aquellos cuya descripción le ha sacado Gabriel a los funcionarios de aduanas con un soborno.

Entrecerré los ojos bajo aquel calor brillante, mi visión me gastaba las bromas habituales, lo es, no lo es, hasta que se me llenaron los ojos de lágrimas.

Creo que deseo poner fin a toda esta anticipación, pensé. Desesperación y desilusión, estoy familiarizado con ambas sensaciones. Los hombres de los Japones piensan que todos los gaijin se parecen. En las últimas semanas habían sido muchas las descripciones que yo hubiera jurado que pertenecían a Robert Fludd o a Mlle. de Montargis de la Roncière y que habían resultado no parecerse en absoluto.

El hombre parecía joven.

Atravesó el polvo en mi dirección y ralentizó el paso al acercarse. Y por fin se detuvo delante de mí y dejó caer el fardo al suelo.

Bajé la cabeza y miré aquellos ojos brillantes y separados, en un rostro enrojecido por el calor del sol y coronado por una gorra de terciopelo. Parecía bien afeitado, el bigote no era más que una mancha de polvo bajo la nariz. Había posado la mano en la empuñadura de un estoque italiano.

—¿Y esta vez qué es? —Los labios no llegaron a esbozar una sonrisa—. ¿«Herault», «Belliard» o «Rochefort»?

Bajé los ojos y contemplé a Dariole, demasiado atontado para responderle, o siquiera para inclinarme a modo de saludo. La tenía tan cerca...

—¡Habéis cambiado... tan poco! —me maravillé.

Su cabello era un dedo más largo, quizá dos y caía lacio sobre los hombros del jubón. No me pareció más alta.

Me adelanté un paso para abrazarla.

La joven dio medio paso atrás.

Burlado, dejé caer los brazos a los costados y al fin conseguí hacer una reverencia plausible, incapaz de apartar los ojos de ella. Cuando desapareció de su rostro el alivio de ver una cara conocida, lo que lo sustituyó, al mirarme, fue una frialdad contenida, pero inconfundible.

—Bien. Rochefort. ¿Significa esto que tenéis a Fludd?

Demasiado perplejo para mentir, demasiado deslumbrado por su presencia para desear mentir, solo pude decir:

—No. No sé si está ya en Japón.

Levantó la cabeza. La familiaridad superficial que había adquirido yo en unas cuantas semanas se desvaneció y lo vi todo de nuevo a través de sus ojos, el caos furioso de la nutrida multitud y los bajos edificios cuadrados que conformaban el puerto de Nagasaki. La joven olió el aire. El calor ya le había hecho sudar las axilas de la camisa y se había quitado las mangas del jubón. La tela estaba húmeda y oscura. Le ardía el rostro y entrecerró los ojos para defenderse del brillo del sol.

¡Es ella!, pensé. ¡Era ella!

Una voz la llamó.

—¡Monsieur Dariole!

Me sobresaltó. El capitán del barco holandés le dedicó un saludo militar al pasar. La joven se quitó la gorra y se inclinó a modo de respuesta. Sí, se ha mostrado tan sociable como podría serlo cualquier joven durante la travesía...

El capitán del rangaku seguía luciendo jubón y calzas ahuecadas. Sus oficiales y sus hombres (como Gabriel y yo) se habían cambiado y lucían una especie de calzones venecianos que se fruncen no en la rodilla, sino en el tobillo, y están hechos de una tela muy ligera y voluminosa, los marineros afirman que el algodón es tan barato en oriente como el lino en Francia. Observé que Dariole miraba esas ropas más frescas y también al paje nubio que llevaba el sombrero del capitán y un gran parasol que lo protegía de los rayos del sol.

Mudo de asombro, una reacción no muy acorde con mi edad, pensé: Apenas puedo creer que sea ella la que se encuentra delante de mí...

La voz ronca de Gabriel Santon me arrancó de mis pensamientos.

—Necesitaréis un lugar en el que alojaros. Nosotros estamos en una casa de huéspedes, una vez pasadas las pendientes holandesas. No está tan mal, pequeña mademoiselle.

La mirada de Dariole me pasó de largo y se clavó en él.

—Vos sois Gabriel, ¿cierto? Me acuerdo de vos.

Gabriel le lanzó la mirada que le había visto dedicarle a los reclutas jóvenes del ejército de las Provincias Unidas y ella le dedicó una amplia sonrisa que era a la vez de mocoso y de jovencita.

—No estáis sorprendida, supusisteis que monsieur Raoul estaría aquí, ¿no es cierto, mademoiselle? —bufó mi sirviente.

Ladeó la cabeza un poco hacia un lado, en ese gesto tan suyo que yo me había imaginado sin cesar.

—Si lo hubiera pensado, es probable que me hubiera dado cuenta de que llegaría aquí primero. Siendo la suerte lo que es.

Como si todo estuviera ya acordado y dispuesto, Gabriel recogió el petate de la muchacha.

—Ya llevo yo esto.

Se lo colocó sobre los amplios hombros e inclinó la cabeza con un gesto que no habría pasado por la inclinación de un sirviente en París.

Ella lo miró un momento y luego dijo:

—De acuerdo. Vos primero.

Gabriel se volvió y echó a andar hacia nuestro alojamiento.

A menos que quisiera quedarme allí plantado, debía moverme. La alcancé con dos zancadas.

—Mademoiselle..., vuestro viaje... Vuestra salud...

Por fortuna la joven interrumpió mis balbuceos.

—Rochefort, puesto que estáis aquí, tenemos un problema.

Empecé a recuperar un poco de sentido común.

—Yo diría que sí. Tenéis intención de matar a Robert Fludd.

Se limitó a asentir. Bajo la superficie de brusquedad creí detectar cierta emoción, por la novedad que Nihón representaba para ella, quizá. Contempló el paisaje verde en alza y las montañas que tenía detrás. El pueblo no era más que un montón de edificios verticales, todos de una planta, a los lados de escarpadas colinas y mezclados con árboles. Los caminos que se veían entre las casas de tejados puntiagudos hervían de vida: multitudes de hombres y mujeres, que yo no siempre podía distinguir por la ropa, niños y pollos, estos últimos muy parecidos a los de Southwark. No se me ocurrió hasta que la vi observarlo todo cuánto echaba de menos los olores de París y Londres, tan diferentes de los extraños olores a comida de Nihón.

Dariole fintó hacia un lado de repente para esquivar a unos hombres vestidos solo con taparrabos fundushi que transportaban unas pesadas cajas colgadas de unas perchas que llevaban entre dos. Dariole se volvió con un salto y anduvo de espaldas un paso o dos observándolos alejarse.

—¡Así es como hay que vestirse con este calor! Eh, quizá es lo que yo debería hacer...

Por un momento vi aquel conocido ladeo en las comisuras de su boca, provocado por mi indignación, sospeché. Luego dio media vuelta y volvió a caminar a mi lado.

Bajé la cabeza y la miré.

—Habréis tenido tiempo para pensarlo bien. Vos... No deseo empezar riñendo...

—Entonces no lo hagáis.

—¡Sabéis que no puedo permitiros matar a monsieur Fludd!

—¿No lo podéis «permitir»? —Respiró hondo y dejó escapar el aire entre los labios apretados. Luego dijo con tono deliberado—: Hizo que me violaran y yo pienso matarlo. ¡No he llegado hasta aquí para cuidar de mi salud! ¿Está claro?

Quizá fuera extraño, pero me encontré con que los ocho o nueve meses transcurridos desde que abandonara Europa me habían hecho olvidar los modales de Fontainebleau o St. Germain. Abandoné los buenos modales a cambio de la sinceridad y dije:

—Mademoiselle, sé que es mucho pedir, pero si pudierais comenzar a ver más allá de vuestros intereses personales...

—¡Intereses personales!

—¡Eh!

La voz atronadora de Gabriel Santon la interrumpió, su amplio índice la señalaba sin vergüenza. Dariole quitó la mano de la empuñadura del estoque con lo que yo tomé por un gesto de asombro.

Me di cuenta que también me miraba furioso a mí.

—¡Dejadlo ya! —dijo Gabriel con aspereza—. Raoul, ¿por qué no te adelantas y miras a ver si Mama-san tiene una habitación extra para aquí la mademoiselle?

Me quedé parado en la calle, me alzaba muy por encima de todos los que me rodeaban, y lo miré con fijeza.

Dariole se llevó la mano a la boca con el pulgar y los dedos a ambos lados de la mandíbula. Se me disparó el corazón cuando reconocí aquel modo tan familiar que tenía de ocultar el comienzo de una sonrisa.

—Os diré una cosa, messire, desde luego hoy en día ya no se encuentran sirvientes...

Sentí que me temblaba el labio.

—Mademoiselle, ¿de repente no tenéis la sensación de que formáis parte de una pareja de niños alborotadores?

Sin esperar a su respuesta le dediqué a Gabriel un saludo militar y seguí adelante entre hombres y caballos.

Dariole vive. El doctor Fludd, si está vivo, sigue siendo un recurso y, si puedo llevármelo de Nihón, sigue siendo lo único que garantiza la seguridad de M. de Sully. Nada ha cambiado. ¡Nada! Pero está viva.

Pronto haría un año de la muerte de Henri. No saber lo que estaba ocurriendo en casa en esos momentos era suficiente para poner a cualquiera furioso. ¿Vivía Sully, lo habían colgado? ¿Qué?

Gabriel Santon era un hombre prudente, no quería ver a su amo comenzar una riña que quizá no llevara a su fin. Sigo sin poder hacerle daño.

La propietaria de la casa de huéspedes, o quizá casa de putas, jamás estuve muy seguro, aceptó las explicaciones que le di en holandés, portugués y un nihonés improvisado de que íbamos a tener otro huésped y me prometió preparar una habitación. Dariole y Gabriel llegaron algo más tarde de lo que me pareció que deberían haber llegado, lo que me llevó a sospechar que uno u otro deseaban hablar en secreto primero.

—Aquí tenéis, mademoiselle. —Me arrodillé y deslicé la pantalla que protegía su habitación.

—Está vacía. —Dariole se volvió varias veces por el pasillo de madera y miro el interior de las otras habitaciones con sus esterillas blancas entrelazadas en e. suelo—. Y lisa. Y no hay ningún mueble.

Sonreí al ver su reacción. Tatamis en los suelos; paneles shoji que como ventanas se deslizan y abren en lugar de puertas... y las constantes pantallas planas que dividen las estancias de las casas. Sí, igual de vacía me había parecido a mí al llegar. Desde entonces había aprendido (como buen soldado) algo más que los rudimentos del idioma. Dejé a Dariole agachada en el interior con el petate a su lado y deslizando de un lado a otro la pantalla mientras sus botas dejaban huellas polvorientas en las esterillas. Detrás de ella, en la habitación, había solo un hueco en la pared y algo que podría haber sido un taburete si fuera más ancho se alzara un poco más sobre el suelo.

—¿Gabriel?

Este salió de una habitación interior que, no obstante, no estaba oscura El interior de las casas es allí mucho más luminoso que en Francia, donde las velas de junco apestan y una docena no ilumina más que un cielo cubierto de lluvia.

—Pensé que quizá quisieras comer algo. —Colocó una bandeja profunda en la esterilla y se agachó a su lado con bastante torpeza.

Los platos de porcelana contenían una extraña mezcla de cocina nihonesa y platos europeos que supongo que en Nagasaki no es tan asombrosa. Comí y más o menos a media colación Mlle. Dariole se acercó paseando por el pasillo y entró a reunirse con nosotros.

La muchacha comió en silencio y la vi observar de vez en cuando a Gabriel Santon. Al fin, casi con educación, dijo:

—¿Vos qué pensáis, messire Rochefort, sigue Fludd haciendo pronósticos matemáticos o este viaje a los Japones es solo desesperación por su parte?

Quería tocarla, atraerla hacia mí. Su rostro lucía el barniz del recuerdo. Fludd, la Torre; Fludd y los hombres de Northumberland, Luke y John, a los que él no ordenó que contuvieran las manos ni los deseos. Nada había dicho, pero no me pareció probable que solo uno la tomara.

—Es difícil de decir —confesé—. Por lo que he observado... es posible que sea un hombre que sabe con exactitud cuándo llegarán sus perseguidores al lugar en el que está, y por tanto abandone ese lugar antes de que nosotros lleguemos. O... puede que esté perdido.

Dariole se limpió la nariz y lanzó un breve bufido lleno de humor.

Le pasé una taza del cha al que Gabriel había terminado por tomar afición, aunque, por razones que yo ni siquiera comenzaba a comprender, el modo que tenía de servirlo provocaba una mueca de dolor en los huéspedes japoneses de la casa.

—Mademoiselle, estoy dispuesto a dejar el tema a un lado hasta que sepamos dónde está Fludd, pero, con todo, no lo vais a matar.

La muchacha dejó de masticar el arroz y el pescado, hurgó en él con un palillo y me lanzó una larga mirada.

Luego, sin decir nada, se puso de nuevo a comer.

Miré a Gabriel.

Ah, ya entendía. Le había ordenado que no riñera conmigo.

Deseaba sobre todas las cosas rodearla con mis brazos, como había hecho en Londres; pero sabía que eso sería, si acaso, más perjudicial que reñir por un de momento inexistente Robert Fludd.

Saqué parte del cuerpo por la puerta y bramé a las profundidades de la casa para que nos trajeran una licorera de sake.

Pasaron los días. La casa de reposo en la que nos alojábamos, si es que era de mala reputación, era discreta. Además de mercaderes europeos, los samurái locales iban allí a beber aquel repugnante cha, y a charlar y jugar. Yo me mostraba con todos afable, tanto como podía, iba ampliando mis conocimientos de la lengua de Nihón y por ello al parecer me recibían mejor.

Por doquiera que buscara, por mucho que preguntáramos, nadie afirmaba haber oído hablar de Robuta Furada. Ni de Tanaka Saburo.

Pensé que aventurarme en la corte del rey de Japón no era lo que deseaba. Porque si este oía hablar de Fludd, querría disponer de él. Pero también me daba cuenta de que pronto no me quedaría alternativa.

En cuanto habíamos llegado a tierra yo había enviado mensajes a través de un mercader holandés a un tal maese William Adams, un inglés que, según se rumoreaba, ejercía un alto cargo al servicio del retirado rey de Japón, Ieyass. Para cuando en mi tierra natal habría sido mayo se habían extendido rumores que hablaban de la marcha de shogun retirado sobre Kyoto, lugar al que había bajado con cincuenta mil hombres; luego, para mayor confusión, se dijo que se suponía que lo había hecho para asistir a la retirada del antiguo «emperador» de Nihón y la subida al trono del nuevo. Supuse que eso formaba parte de la incomprensible política de esta tierra. Todavía más incomprensible para mí, dado que yo había supuesto que el «shogun» era su emperador rey.

Comprendí que no recibiría respuesta, ni ayuda alguna, de Adams.

—Esta gente quizá no distinga a un namban de otro —le dije a Gabriel cuando el final de la primavera llegó a Nagasaki—. Pero sería de esperar que fueran capaces de reconocer a uno de los suyos. Nadie sabe nada de Tanaka Saburo.

—Quizá se hayan ahogado por el camino. Fludd y él. —Gabriel parecía alegrarse con solo pensarlo—. Dile eso a ella, Raoul, a ver si luego podemos irnos a casa.

Dariole le encargó a un sastre local que le hiciera un traje de lo que recordé que Tanaka Saburo llamaba kosode y kabakama: su camisa y calzones. En contra de lo esperable, la camisa se abría por delante y los calzones de algodón, sueltos y despegados, por un lado.

Dariole se envolvió un largo cinturón de tela alrededor de la cintura; no se diferenciaba mucho (aparte del color acalorado de su tez) de las apretadas multitudes que nos encontrábamos fuera de la casa de huéspedes.

—Todavía os vestís de hombre, mademoiselle —comenté mientras le pasaba el sombrero, un gran plato ancho de paja que debía ponerse boca arriba en la cabeza.

—¿No lo habéis notado? —Dariole señaló de nuevo las multitudes que pasaban—. Todos llevan lo mismo.

Una lenta sonrisa comenzó a extenderse por su rostro y yo no hubiera podido expresar cuánto me alegraba de verla.

—Bien se podría decir que messire Gabriel y vos podríais probar a vestiros de mujer...

—Bien podríais decirlo, pero yo no lo diría donde Gabriel pudiera oíros —comenté—. Me parece a mí que a pesar de la igualdad de atavío y el hecho de que lleven armas, aquí las mujeres no están mucho mejor consideradas que en Europa.

Bufó al oír eso, pero se quedó callada y al poco rato su mano fue a posarse en el guardamano de su estoque. El cual, debo decir, no quedaba muy bien con su ropaje nihonés.

—¡Las camisas y sayuelas no son ropas de soldado! —le comenté a Gabriel unos días después cuando al fin la imitó y se puso el kosode y hakama.

—Oí un proverbio en sus tabernas. —Gabriel me sonrió, se subió los pantalones sueltos que llevaba y se tiró una atronadora ventosidad—. Con calzones y botas, ¿qué salida tiene un pedo?

Se dio una palmada en el muslo y lanzó semejante carcajada que creí que se herniaba. Tales cosas resultan embarazosas en los sirvientes, como pensé comentarle a Mlle. Dariole, que en ese momento estaba apoyada en la entrada de la casa y estallaba en risas con el abandono de un jovencito. Opté por no decir nada. Con cuarenta años algo he aprendido sobre la cautela.

Y además, verla reír era un gozo, lo hacía ya tan pocas veces.

—Ro-bu-ta Fu-ra-da. —Practicó el nombre y luego me miró—. Quizá ahora tenga un nombre diferente, supongo.

—También hay una descripción.

Gabriel bufó.

—Lo único que oigo es: «¡todos los gaijin os parecéis!»Dariole volvió a sonreír. Me di cuenta de que Gabriel estaba animándola adrede. Creo que le ha cogido cariño al chico-chica.

Nagasaki albergaba gaijin suficientes para que él y yo (y también ella) pudiéramos pasearnos por las casas de juego sin despertar interés. La debilidad del sake me proporcionaba una ventaja que la falta de familiaridad con sus juegos de azar no anulaba del todo. Me encontré casi deseando que aquel extraño verano se prolongara de forma indefinida.

Una mínima pista sobre Robert Fludd y se acabó nuestra tregua.

Monsieur Kenshin era un samurái de unos cincuenta años, un habitual de la casa de reposo; él y yo habíamos tomado por costumbre jugar a juegos de azar en la terraza que se asomaba al patio, mientras yo mejoraba mi nihonés.

Eran ya las últimas horas de la tarde y hacía más fresco, Dariole se tiró sobre los tatamis, detrás del panel que le servía de puerta a la casa. No dejaba de moverse ni de cambiar de postura, sentándose ora de un modo ora de otro, so pretexto de observarnos al samurái y a mí mientras jugábamos a un juego que él llamaba «go».

—¿Deseáis que practiquemos otra vez? —le sugirió Kenshin a Mlle. Dariole.

La joven tuvo al menos la elegancia de ruborizarse, aunque yo vi en su rostro la expresión de un cachorrito esperanzado.

—No querría interrumpir vuestro juego, messire Kenshin.

El samurái, al parecer, practicaba con espadas curvas de madera como las catanas de su propiedad. Era inevitable que Kenshin se encontrara entrenando a Dariole en su uso. La joven se entusiasmó. Había construido también una espada europea de madera con dos simples trozos cruzados al uso de un centenar de años atrás, y en ocasiones la utilizaba para demostrarle la técnica del estoque a Kenshin.

Con la catana la muchacha estaba en esa etapa en la que el deseo aventaja a la técnica y Kenshin con frecuencia la tiraba patas arriba en el polvoriento patio que había bajo las escaleras. A la vez que me proporcionaba momentos de gran regocijo, me alegraba de que Dariole hubiera encontrado un interés que consumiera cada minuto de sus días, la complaciera de un modo tan evidente y, también, pensé, que evitara que pensara en los agravios de Fludd.

—Podríamos terminar este juego más tarde —le sugerí a Kenshin.

Al estudiar el tablero en el que él acababa de abrir una nueva zona de juego me quedó patente que necesitaba hacer un movimiento que anulara esa nueva refriega y, que por supuesto, yo no tenía. Tendría que emplear el movimiento que me correspondía en combatir una posible derrota en la zona en la que ya estaba peleando.

—Cada juego es una metáfora —suspiré al tiempo que me las arreglaba de algún modo para no sonreírle a Dariole cuando se puso de rodillas de un salto sobre la esterilla—. Monsieur Kenshin, ni siquiera dándome nueve fichas negras que pueda colocar por adelantado conseguiréis que gane esta guerra. ¿Por qué no entrenarla a ella?

Kenshin también sonrió.

¡Hai!

Con el calor que hacía, Dariole no vestía otra cosa que no fuera el atavío nihonés y solía ir descalza o con las sandalias de paja waraji. Con el kosodey kabakama me recordaba sobre todo a los niños campesinos de mi tierra natal, que corrían alrededor de sus hogares vestidos solo con una camisa.

Y como a los niños campesinos, a Dariole le desagradaba renunciar a sus ropas una vez que disponía de ellas. Era una fuente constante de diversión observar a la señora de la colada de Mama-san y a otros sirvientes de la casa aprovechar cada oportunidad para sustraer las ropas de Dariole de su aposento cada dos o tres días. Para cuando la joven duelista iba hecha una furia a ponerse su kosode «de la suerte», alguien había descosido las puntadas hilvanadas y la prenda había quedado reducida a los paneles de tela que había que lavar. Me atrevería a decir que jamás había estado tan limpia.

Supongo que fue eso lo que también me empujó a mí a abandonar los jubones rellenos, cosidos y plagados de pulgas que me había traído conmigo y vestir un kimono nihonés sobre los largos calzones hakama, si bien encontraba que aquellas prendas sin forma me ponían en una situación un tanto embarazosa cuando, como en esos momentos, debía cambiar de posición las piernas y sentarme como los sastres para que el estado de mi revoltoso miembro no fuera evidente para nadie más.

La deseo aún, pensaba en esos momentos.

Y no deseaba solo que aquella muchacha me castigara...

—Id a buscar bokken —señaló Kenshin.

Dariole hundió la frente en el tatami, se puso de un salto de puntillas y entró corriendo descalza en la casa.

Al sorprender mi asombrada mirada, el oriental comentó en un francés cada vez mejor:

—Consigo enseñarle modales, ¡era hora!

Para que no me viera sonreír me puse de nuevo a estudiar el tablero de go. Pasaron unos minutos en silencio.

—¡Raoul! —Gabriel Santon me llamaba desde la esquina de la terraza.

Le hice un gesto a Kenshin y me levanté al tiempo que recogía el estoque y la daga que había dejado al lado del tablero, luego me acerqué a Gabriel. Del aire de la calle pendía una pálida cortina de humo o polvo. Como siempre, el lugar estaba atestado: hombres, mujeres, caballos; uno de los escasos carros con ruedas que se veían por allí y que pasaba entre chirridos; esclavos y palanquines.

—Nos vigila —dijo Gabriel—. ¿Quieres que me encargue de él?

Vi a un joven nihonés que no hacía demasiados esfuerzos por ocultarse; se encontraba entre un vendedor que ofrecía comestibles de colores asombrosos y un escritor de cartas; el muchacho había clavado la mirada en la casa de huéspedes.

Kenshin se levantó y se inclinó para después retirarse con discreción al interior de la casa. Dariole salió a la terraza vacía y la miró confusa con el bokken de madera en la mano. Le hice una seña.

—Un hombre. Puede que tenga información. Dios sabe que bastante dinero he invertido.

Gabriel no parecía muy contento. Ninguno de los dos pronunció la palabra «asesino» pero yo habría apostado que ambos lo pensábamos. Quizá signifique que Fludd está en el país, o Saburo.

Dariole se dejó caer en una postura muy parecida a la de los samuráis y observó el patio. Se sentó sobre los talones con los antebrazos posados sobre los muslos. Con la banda de tela que le ceñía el kosode al cuerpo era evidente que tenía senos y caderas. Los habitantes de la zona quizá supusieran muy diplomáticamente que el cabello, que le había crecido lo suficiente para llegarle al cuello de la ropa, significaba que era, por supuesto, varón. No me parecía que un europeo pudiera cometer el mismo error al verla en ese momento.

El joven nihonés entró en el patio y se acercó a nosotros. Al llegar al final de los escalones de la terraza se inclinó ante mí.

—¿Rosh'fu'san desu ka?

—Se acerca bastante. ¡Hai! Yo soy Rochefort.

—Mensaje.

No miré a Gabriel. Una mirada hubiera hecho que se lanzara como un poseso contra el muchacho nihonés a pesar de las catanas que llevaba a la cintura. Asentí. El joven samurái se inclinó de nuevo y colocó un paquete de papel sellado en los escalones.

Cuando se dio la vuelta y se alejó, Gabriel se deslizó entre la multitud tras él. Habíamos trabajado juntos el tiempo suficiente, no me hacía falta hacerle ninguna señal para que me obedeciera en tales asuntos.

—Dudo que le siga a ningún sitio que nos resulte de utilidad —comenté—. Aunque es cierto que Gabriel con esas ropas no se parece tanto a un europeo como otros gaijin... Mademoiselle, algo me imagino. Se me ocurre que, durante mi vida, he recibido al menos una carta de más de M. Robert Fludd. Sospecho que esta es otra.

Dariole se puso en pie y bajó los escalones de madera con los pies descalzos y los ojos clavados en el papel.

—¿Ha escrito aquí?

—Creo que reconozco la mano que la ha sobrescrito. —Cogí la carta cuando ella me la tendió—. Sí, la conozco bien. La letra de Fludd.

Dariole hizo una mueca.

—Ha dispuesto de nueve meses en diferentes barcos para hacer sus cálculos matemáticos, por supuesto que sabe dónde estamos.

Rompí el sello.

—¿Y bien?

—Un lugar y una hora. El nombre del lugar no me es familiar, pero me imagino que podemos encontrarlo. No dice nada más que: «Hablemos».

—¡Hablar!

—No es hasta dentro de cinco días. Me imagino que el lugar está a cierta distancia.

—¡O es una distracción y van a tendernos una emboscada!

—O eso. —Doblé el papel, me lo metí en la manga del kimono y bajé la cabeza para mirarla. Luego hice una pregunta retórica—: ¿Cómo das caza a un hombre que siempre sabe con precisión dónde estás?

Con la piel cerosa bajo la quemadura del sol, Dariole completó la frase:

—Esperas a que él te encuentre a ti.