Capítulo 30

Al cabo de un par de semanas volvió el barco con los anteriormente llamados piratas y en cubierta se movía una masa alegre de muchos colores. Eran los niños de todos los países del mundo con sus numerosas familias.

Los anteriormente llamados piratas, para que los niños vieran en seguida que ya no eran los Trece Salvajes, se habían quitado del sombrero las calaveras con los dos huesos cruzados y en su lugar habían cosido unas escarapelas con los siete colores del arco iris que eran los colores nacionales de Jimballa.

Naturalmente a la llegada hubo un sinfín de exclamaciones de alegría mientras los niños saludaban a sus libertadores. Cuando el jaleo terminó, Lucas dijo:

—Bien, han llegado ya los invitados a la boda. Me parece que no hay ya nada que la impida. La podríamos celebrar hoy mismo.

—Sí —dijo Jim—, creo que sí.

Decidieron pues, celebrar el festín aquella noche en la vieja ciudad de piedras preciosas, cerca de la costa oeste de Jimballa. Para ello mandaron a los Doce Invencibles a prepararlo todo.

Los niños y sus familias subieron con Jim y Lucas a Lummerland porque lo querían conocer, ya que habían oído hablar mucho de él. El rey Alfonso Doce-menos-cuarto les recibió en su pequeño reino y les dio la mano a todos. Lo mismo hizo el señor Manga. La señora Quée, que se había puesto muy colorada por la nervios, estuvo toda la tarde preparando chocolate y bizcochos dorados. Todos los comieron muy a gusto, incluso los que no los habían probado nunca, como el pequeño indio y el niño esquimal. Las golosinas de la señora Quée les gustaron mucho, casi más que los filetes de búfalo y que el aceite de hígado de bacalao caliente que comían en sus casas.

Pasaron toda la tarde jugando y como los niños venían de lugares distintos de la Tierra, cada uno sabía algún juego que los demás no conocían. Por último, todos se sintieron algo cansados por todo el jaleo. Además llegó la hora de dirigirse a la ciudad de piedras preciosas; Jimballa era un país muy grande y el camino era largo.

Lucas preparó a la vieja y buena Emma porque quería que asistiera al gran momento de la boda de Jim y Li Si. Además los niños que se cansaran por el camino, podrían montar en ella para descansar. Y entre aquellas numerosas familias habría seguramente algunos viejos, abuelos y tíos abuelos, para los que el largo viaje a pie sería demasiado fatigoso.

Lucas hizo que Emma silbara, la comitiva se formó y se puso en movimiento. La vieja locomotora avanzaba lentamente y de vez en cuando se detenía para que los invitados que admiraban las maravillas del nuevo país y lanzaban muchos ¡ahs! y ¡ohs!, tuvieran tiempo de contemplarlo todo tranquilamente. Empezó a anochecer y cuando llegaron a la ciudad de las piedras preciosas, era ya de noche.

¿Quién puede describir lo que descubrieron sus ojos?

Los Doce Invencibles habían encendido cientos de hogueras por todos sitios, en el interior del viejo templo derruido, en las calles y patios y detrás de los muros del palacio de piedras preciosas. Toda la ciudad brillaba como si fuera una gigantesca lámpara maravillosa. Por encima de ella el cielo estaba sereno y lleno de estrellas. Desde la cercana orilla llegaba el murmullo del mar. Brillaba con una luz suave verdosa y todas las olas, las grandes y las pequeñas, tenían coronas de espuma en las que centelleaban incontables chispas de luz.

—Mira —le dijo Jim a Li Si mientras se dirigía con ella de la mano hacia la locomotora—, ¡son las luces del mar!

—Sí —dijo la princesita, asustada—, si no hubiera sido por ti y por Lucas, no existirían.

Se encaminaron hacia el centro de la ciudad y cuanto más se adentraban por las calles y plazas que brillaban con una luz maravillosa, más sorprendidos se sentían. Por fin la comitiva se acercó a una plaza redonda y grande en cuyo centro, sobre un pedestal, había un trono de piedra blanco como la nieve. En él había grabadas palabras muy misteriosas.

Los Doce Invencibles estaban colocados alrededor de la plaza formando un círculo como si fuesen los números de un gran reloj y sostenían grandes hachones encendidos. Cuando vieron llegar a Jim y a Li Si exclamaron con sus voces potentes:

—¡Vivan nuestros novios, viva, viva!

Y empezaron a cantar su nueva canción.

Mientras ellos cantaban, los niños y sus familias se situaron junto al trono y también vitorearon a la pareja principesca.

Jim y Li Si se detuvieron delante de los escalones que conducían al trono.

La señora Quée y Lucas se acercaron a los dos niños llevando los trajes de boda. A la pequeña princesa la señora Quée le puso un manto real blanco en plata, cuajado de perlas, sobre los hombros, y la larga cola resbaló por el suelo. En la cabeza le colocó la corona de novia de la que colgaba un velo blanco. Luego Lucas le puso a su pequeño amigo un manto real de color de púrpura bordado en oro. En los ojos de Lucas había una sombra de intranquilidad y seguramente si hubiese tenido su pipa en la boca hubiese lanzado grandes nubes de humo que era lo que hacía siempre cuando estaba emocionado.

Cuando los dos niños se hubieron puesto sus trajes de boda, el emperador de China se dirigió hacia ellos cruzando lentamente la gran plaza. Llevaba en las manos un gran almohadón de terciopelo y sobre él los atributos de la realeza: la hermosa corona del santo rey mago Baltasar, su cetro, una graciosa corona china para Li Si y la estrella roja de cinco puntas de los antiguos Trece Salvajes.

El emperador se colocó entre los dos niños. Lucas cogió a Jim de la mano, la señora Quée llevaba a la pequeña princesa. Subieron todos por los escalones. Se detuvieron delante del trono y el emperador, en voz baja, pero que se oyó por toda la plaza, dijo:

—Hijos míos, coged estas coronas. Desde hoy, este viejísimo y reconquistado país vuelve a tener un rey y una reina.

Después de haber pronunciado estas palabras, el emperador entregó a Lucas el almohadón, cogió con las dos manos la corona de doce puntas y se la colocó a Jim en la cabeza. Luego cogió también la pequeña corona china y se la puso a su hija Li Si. Jim, obedeciendo a una seña del emperador, cogió el cetro que Lucas le ofrecía. Y se lo entregó a la joven reina. Por último, Lucas prendió la estrella roja sobre el manto de su amigo. Entonces los dos niños se sentaron el uno junto al otro en el trono blanco lleno de misteriosas inscripciones.

Durante la ceremonia el rey Alfonso Doce-menos-cuarto se había mantenido en un discreto segundo lugar porque la suya era sólo, por así decirlo, una visita diplomática a un país extranjero. Pero ya no se pudo contener por más tiempo, se arrancó la corona de la cabeza, la agitó en el aire y exclamó:

—¡Viva siempre el rey Mirra! ¡Viva siempre la reina Li Si! ¡Larga vida a la pareja real! ¡Que nuestros dos países mantengan siempre buenas relaciones de… eh…!

Perdió el hilo del discurso por la alegría inmensa que sentía y no supo seguir; pero los demás se habían sumado a sus vítores y no se dieron cuenta de ello. Ping Pong, que estaba al lado del rey, dio un salto y pió:

—¡Oh, oh, oh, estoy fuera de mí por el entusiasmo, oh, oh, oh, que espectáculo!

El señor Manga, que estaba junto a Ping Pong, dijo:

—¡Yo soy su maestro, piense señor superbonzo que yo soy el preceptor de un rey! ¡Esto es más que ser ilustre, es ser noble!

Entonces el señor Tur Tur, que por precaución se había escondido en el ténder del carbón, empezó a gritar lo más fuerte que pudo con su tenue voz:

—¡Muchas felicidades, mis mejores deseos, viva la joven pareja real!

Y Emma silbó y resopló para demostrar su gran alegría.

El emperador de China levantó la mano y los gritos cesaron. Habló en medio de un completo silencio:

—En este momento, mis queridos amigos, se funde en forma misteriosa el principio con el fin. El último eslabón de la cadena se une al primero, el círculo se cierra.

Todos permanecían en silencio meditando sobre las palabras del emperador, cuando de pronto llegó del mar el sonido de extrañas cornetas.

—¿Quiénes serán? —le susurró Jim a Lucas.

—Quizá nuestros amigos, los hombres del mar —opinó Lucas—; seguramente querrán celebrar la fiesta junto con nosotros.

—Vayamos a recibirlos —dijo Li Si.

Todos estuvieron de acuerdo y la comitiva, con Emma y los Doce Invencibles, se dirigió a la cercana costa atravesando la ciudad. Al llegar al mar contemplaron un espectáculo maravilloso. Del horizonte llegaba otra comitiva; cientos de hombres del mar tocando sus cornetas de caracolas. En el centro avanzaba una gigantesca concha de nácar arrastrada por seis morsas blancas. Sobre ella viajaba Sursulapitchi, que llevaba un largo velo de novia de fina seda de algas, y a su lado se hallaba Uchaurichuuum. Detrás flotaba otra barca de nácar, sobre la que había algo que no se distinguía bien, porque estaba casi completamente cubierta con grandes hojas.

—¿Habrán encontrado a Molly? —preguntó Jim, y su corazón empezó a latir con fuerza.

—Mucho me equivocaría si no fuese así —gruñó Lucas, excitado.

Cuando la comitiva de los hombres del mar llegó a la playa, Jim les saludó como rey de aquel país y les presentó en seguida a la pequeña princesa.

Sursulapitchi y Uchaurichuuum se miraron sonriendo, y la sirena dijo:

——Nosotros también nos hemos casado hoy.

—¡Rayos! —exclamó Lucas—. ¿Ha podido cumplir Uchaurichuuum el encargo del rey?

—Así es —respondió el Nock con caparazón, con su voz melodiosa—; con la ayuda de mi amigo Nepomuk, que os manda sus saludos. Las cosas le van muy bien y está encantado. Pero su celo le impide abandonar su puesto de guarda de las rocas magnéticas para venir. Esta noche hay, por lo que podéis ver, gran iluminación en el mar; él está preocupado, y si abandonara su puesto le podría ocurrir algo a algún barco.

—¡Bravo! —dijo Lucas, aprobando la decisión—; decidle, por favor, que estamos muy contentos de él y que le enviamos nuestro saludo.

—¿Habéis encontrado a Molly? —preguntó Jim, que ya no se podía contener.

Sursulapitchi y Uchaurichuuum volvieron a mirarse sonriendo. Luego el Nock con caparazón, con su voz cantarina dijo:

—Os tenemos que agradecer que hayamos conseguido fabricar el «Cristal de la Eternidad». Por ello la primera obra maestra que hemos realizado ha sido la transformación de la pequeña locomotora. La encontramos hacia el sur, en el lugar más profundo del océano. El medio dragón y yo transformamos el hierro en ese cristal indestructible, indestructible como nuestra amistad y nuestro agradecimiento.

Al terminar estas palabras, los hombres del mar retiraron las hojas que cubrían la segunda barca de nácar y… allí estaba Molly, transparente como el agua, límpida y… preciosa.

Empujaron a la pequeña locomotora hasta la playa y la colocaron delante de Jim. Éste la tocó cuidadosamente con la mano como si temiera que pudiera desaparecer. Pero no desapareció. Era una verdadera locomotora y hasta había crecido algo.

—¡Gracias! —tartamudeó Jim con los ojos muy abiertos—. ¡Gracias!

Al cabo de un rato preguntó:

—¿No será demasiado delicada?

—Oh, no —respondió Uchaurichuuum—; el «Cristal de la Eternidad» no se puede romper.

—¿Entonces no se romperá nunca? —preguntó Jim.

—Nunca —aseguró el Nock con caparazón.

Lucas había ido a buscar a la vieja Emma. Es fácil imaginar la alegría de ésta al volver a ver a su hija y contemplar su aspecto tan encantador.

No habían terminado las manifestaciones de cariño entre las dos cuando de pronto se oyó en el mar un espantoso chapoteo. El agua se levantó formando como una montaña y entonces apareció la gigantesca cabeza de Lormoral, el rey del mar. Contempló un momento en silencio a las dos comitivas, asomó una sonrisa en su cara autoritaria, y su voz sonó como el eructo de una ballena:

—¡Felicidades, felicidades!

Y desapareció hacia las profundidades, en medio de un horrible fragor.

—¡Ése era mi padre! —explicó la princesa de los mares, como si se excusara—; ahora sentaos, por favor; va a llegar el cuerpo de baile del mar.

Todos se sentaron cómodamente; los hombres del mar, en la húmeda orilla; los demás, sobre la tierra. Entonces el séquito de la muchacha del mar empezó a bailar una danza maravillosa.

La fiesta duró hasta muy entrada la noche, y jamás desde que existe el mundo se ha celebrado nada con tanto esplendor. Todos los que estaban allí lo pueden confirmar.

Unos días más tarde, el emperador y Ping Pong regresaron a China. Pero Li Si se quedó para siempre en Jimballa porque era la reina de aquel país. Lucas y Jim construyeron cerca de los límites de Lummerland una casa preciosa, medio palacio chino y medio estación de tren. Allí se instaló la joven pareja real. Li Si aprendía con la señora Quée a guisar y a llevar la casa e iba cada día con Jim al colegio del señor Manga, en Lummerland. El resto del tiempo lo empleaban en reinar los dos juntos. Sólo iban a la ciudad de piedras preciosas cuando había asuntos muy serios o cuando tenían que hablar de cosas muy importantes.

La mayor parte de los niños se quedaron a vivir para siempre allí con sus familias. De su tierra habían traído semillas y las sembraron en aquel suelo tan fértil. Al poco tiempo había una región con praderas y árboles para los indios, otra con campos de tulipanes y prados para los holandeses, otra con una jungla para los niños negros con turbante, y hasta para los esquimales hubo, en la parte norte del reino, un territorio apropiado, donde hacía el frío necesario y que en invierno se cubría de nieve. Abreviando, para todos hubo lo más conveniente. El espeso bosquecillo de corales que había llevado sobre sus ramas a la isla flotante Nuevo-Lummerland, parecía a propósito para hacer gimnasia, trepar y jugar al escondite, y se había convertido en el lugar preferido de los niños.

Poco a poco los nuevos habitantes del reino se fueron acostumbrando al gigante-aparente y éste acabó por poder salir de su casa, incluso en los días más claros, porque nadie le temía. Los niños le saludaban agitando la mano cuando le veían desde lejos, y parecía tener una estatura de muchas millas y llegar hasta el cielo, y él correspondía encantado al saludo. Naturalmente, seguía desempeñando el oficio de faro porque los barcos pueden chocar con la misma facilidad contra un país grande como contra uno pequeño.

Los Doce Invencibles giraban alrededor de Jimballa en su barco, con las velas llenas de perlas y encajes y protegían el reino de su jefe y señor. De esta manera nada podía amenazar al país y nadie tenía que sentir miedo de nada.

Y como en toda aquella parte del mundo no había motivo para temer ningún mal, empezaron a llegar volando desde todas las direcciones grandes cantidades de pájaros de especies distintas, pájaros raros y pájaros corrientes, algunos con hermosas voces, otros que más que cantar graznaban, y al poco tiempo eran ya tan mansos y cariñosos que se acercaban en seguida en cuanto se les llamaba. Más tarde llegaron otros animales. Pero, a pesar de ello, desde entonces Jimballa se llamó «El país de los niños y de los pájaros».

¿Qué sucedió con el «Dragón Dorado de la Sabiduría»?

Jim y Lucas se lo regalaron al emperador de China. Y en agradecimiento el emperador de China mandó bordar la imagen del dragón en todas las banderas y en las vestiduras de los altos funcionarios y de los dignatarios. Estoy seguro de que habréis visto alguna vez una de estas valiosas telas. Ahora conocéis el origen de esa figura.

Lucas siguió viviendo con la gorda y vieja Emma en Lummerland, y varias veces cada día pasaba por la serpenteante vía, atravesaba los cinco túneles y recorría el país de un extremo al otro.

Jim, con la ayuda de su gran amigo, había colocado un precioso tendido de vías por todo el reino para que los niños pudieran ir a Lummerland y volver luego a casa y para llevarlos cuando querían ir a visitar a alguien. Eso les gustaba mucho y lo hacían a menudo.

Lo más bonito era ver a Jim viajando al anochecer con su locomotora de cristal en la que se podía ver el fuego, el agua y el vapor. Él permanecía en la cabina iluminada por el reflejo de las llamas, con la corona de oro en la cabeza y en el pecho la brillante estrella.

Cuando Jim y Lucas se encontraban, se saludaban al cruzarse y Emma y Molly silbaban.

Por encima de Lummerland y de Jimballa se elevaba el señor Tur Tur, y su figura, con el farol en la mano, se recortaba sobre el cielo estrellado y parecía un árbol de Navidad viviente.

Sí, amigos, con esto termina el libro de Jim Botón y Lucas el maquinista.