Capítulo 27
Cuando llegaron ante la gran pagoda, Lucas le dio su vela a Jim para que la sujetara e intentó abrir el candado que cerraba la cadena. Al principio lo hizo con cuidado, pero al no lograr abrirlo, empleó toda su fuerza. Aunque se esforzó todo lo que pudo, no consiguió nada. La cerradura no cedía.
Se levantó, se secó el sudor que le caía por la frente y gruñó:
—Es imposible romper este condenado hierro.
—Claro —contestó tristemente el emperador—; se trata de una cerradura «No-se-abre», una antiquísima obra de arte china. Nadie ha conseguido nunca abrir uno de esos candados.
Uno de los piratas se acercó y dijo:
—¡Venid, hermanos!
Los piratas entregaron sus velas a los que les rodeaban, se colocaron a los dos lados de la puerta, cogieron la cadena, que era de acero chino triple, y empezaron a tirar. La cadena se tensó y durante un rato no se oyó más que el jadeo de aquellos hombres. De pronto sonó un ruido agudo y metálico y la anilla central de la cadena saltó hecha pedazos.
—¡Mis respetos! —murmuró Lucas—. Nadie lo hubiera conseguido con tanta facilidad.
Los piratas abrieron las puertas de la pagoda y entraron en ella. Todo estaba envuelto en la mayor oscuridad y tuvieron que esperar que entraran Jim y Lucas y los demás con las velas. Los adornos del techo y de las paredes brillaban misteriosos en la penumbra. Los dos amigos se acercaron al «Dragón Dorado de la Sabiduría», que seguía en la misma postura, echado y con la cabeza apoyada sobre las patas anteriores. Parecía no darle importancia al daño que se le había querido hacer. En su boca se dibujaba una mueca irónica. Los dos amigos esperaron con las velas en la mano. En medio del silencio se oía el chisporroteo de las llamas.
Los piratas se habían detenido atónitos y miraban fijamente al dragón.
—No —dijo por fin uno de ellos—; éste no es el dragón que buscamos. ¡Por el infierno y la muerte, que Maldiente tiene otro aspecto! Nos habéis mentido.
Uno de los piratas sacó, con mirada de rabia, su sable.
Entonces el dragón se empezó a mover. Volvió hacia los piratas sus ojos de esmeralda y en su mirada volvió a brillar el extraño fuego verde. Los gigantescos hombres estaban como paralizados.
—Yo soy el que buscáis —la voz metálica y misteriosa resonó desde el interior del «Dragón Dorado de la Sabiduría»—. Pero vosotros, que erais mis compañeros, ya no me reconocéis, porque me he transformado.
Los piratas estaban confundidos y no sabían qué decir. Pero uno, más atrevido, exclamó fuera de sí:
—¿Por qué nos traicionaste?
—No os he traicionado —dijo el dragón—. Yo sabía que había llegado el momento de sacaros de vuestro error. Para que por fin seáis lo que tenéis que ser y sirváis al rey que es mi señor y que será también el vuestro.
—Nunca serviremos a nadie —rugieron los piratas—, mientras seamos los Trece Salvajes.
—No sois los Trece Salvajes —tronó la voz desde el interior del dragón.
Los ladrones del mar le miraron con la boca abierta.
—¿Quiénes somos, entonces? —preguntó uno de ellos.
El dragón se volvió hacia la pequeña princesa que, por el miedo, se había agarrado a la mano de su padre.
—Princesa Li Si —habló el dragón—, tú estuviste en Kummerland y aprendiste cuentas en mi colegio. ¿Estás dispuesta a ayudar a tu salvador a enderezar lo que está torcido, tal como está escrito en el antiguo mensaje oculto en el cetro del rey Baltasar?
—Sí —suspiró Li Si—; lo haré con mucho gusto.
—Cuenta entonces cuántos son esos que se llaman Trece Salvajes.
La pequeña princesa obedeció y sus ojos se abrieron por el asombro. Para asegurarse volvió a contar. Por fin dijo:
—Sólo son doce.
El efecto que estas palabras produjeron en los piratas fue muy curioso. Palidecieron y de repente parecieron muy desamparados. Los demás, sobre todo Lucas y Jim, se quedaron sin palabras por la sorpresa. Nadie hasta entonces había pensado en contar a aquellos hombres.
Un pirata se levantó y dijo penosamente:
—Esto no es posible. Siempre hemos sido doce. Uno era el capitán. Entre todos sumamos trece.
—No —dijo Li Si—; el capitán era uno de vosotros.
Los piratas hicieron un esfuerzo tan grande para pensar que empezaron a sudar.
—Es posible que tengas razón —dijo por fin otro—; pero ¿no sumamos trece?
—No —aseguró Li Si—; sólo doce.
—Eso es demasiado difícil para nosotros —murmuró un tercero—; no lo entendemos. ¿Doce y un capitán suman sólo doce?
—¡Que el demonio eche la cuenta! —gruñó de pronto el cuarto.
—Entonces no somos los Trece Salvajes —dijo el quinto—; ni lo hemos sido nunca.
—No —dijo el dragón—. Estabais equivocados. Yo siempre lo supe.
Reinó el silencio. Los piratas estaban quietos e inspiraban lástima.
La voz del «Dragón Dorado de la Sabiduría» resonó en el silencio.
—¡Vosotros, los que sois mis dueños, venid junto a mí!
Jim y Lucas se acercaron al dragón.
—Sabéis ya mucho —dijo, resoplando el dragón—; pero todavía no lo sabéis todo.
—Sí —respondió Jim—; seguí tu consejo, «Dragón Dorado de la Sabiduría», y descubrí el misterio de mi origen.
—Ya lo sé, príncipe Mirra —la voz llena de misterio salió del pecho del dragón—. Pero no serás rey hasta que encuentres tu reino.
—¿Me puedes decir dónde está? —preguntó Jim, lleno de esperanza—. He pensado que, a lo mejor, tú lo sabes.
—Lo sé —dijo el dragón, y en su cara volvió a asomar la sonrisa irónica—. Pero me veo obligado a callar porque no ha llegado todavía el momento de decir nada. El maravilloso reino de Jamballa está oculto y nadie podrá encontrarlo.
—¿Lo tendré que descubrir yo? —preguntó Jim, desilusionado.
—Esta vez no podrás, mi pequeño señor y dueño —le dijo el dragón—; nadie te podrá ayudar, más que esos doce que creían ser trece.
Los piratas le miraron asombrados.
—Has de saber, mi pequeño maestro —siguió diciendo el dragón—, que aquel rey con la cara negra, el sabio Baltasar, tenía un temible enemigo. Ese enemigo era yo. Ya sabes que los dragones somos viejísimos. Pero aquel rey no fue capaz de vencerme para transformarme en «Dragón Dorado de la Sabiduría». Eso lo has conseguido sólo tú, príncipe Mirra.
Los piratas se agitaron y Jim se volvió para mirarlos. Uno de los gigantes se acercó a él y le examinó de arriba abajo.
—¿Dice la verdad el dragón? —preguntó por fin con voz ronca—; ¿le derrotaste?
—Sí, junto con Lucas —respondió Jim, asintiendo con la cabeza.
—¿Y le has transformado? —inquirió el pirata.
—No —dijo pensativo Jim—; en realidad no hemos sido nosotros. Sencillamente, le salvamos la vida y le trajimos aquí. La metamorfosis la hizo él sólo.
—Sí —gruñó Lucas—; así fue.
—Jim Botón —exclamó el pirata, con ojos brillantes—, nos venciste y nos salvaste la vida. Tú y tu amigo vencisteis también a ese dragón y lo dejasteis con vida. Por eso se ha transformado y te llama su dueño. Nosotros juramos que si alguien nos derrotaba dejarían de existir los Trece Salvajes. Pero resulta que los Trece Salvajes no han existido nunca. Pollo tanto, no existen. Te pregunto, ¿aceptas ser nuestro jefe? Ya llevas la estrella roja.
Jim miró asombrado a Lucas, que había empujado hacia atrás su gorra y se rascaba detrás de la oreja.
—Me parece que no puedo aceptar —dijo Jim, después de pensarlo un rato—; no quiero ser jefe de una cuadrilla de piratas.
—¿No nos podríamos transformar como el dragón? —preguntó ilusionado uno de los piratas.
—No —resonó la voz del «Dragón Dorado de la Sabiduría», y la sonrisa irónica volvió a asomar en su cara—. No podéis. Yo necesito un señor y lo tengo ya. Pero para que este niño se convierta también en vuestro amo le tenéis que dar antes un reino.
—¡Se lo daremos! —dijo uno de los piratas—. Juramos que obedeceremos a nuestro señor hasta la muerte. ¡Lo juramos!
—Lo que tenéis que hacer —contestó el dragón, y su voz sonó muy potente—; nadie os lo puede ordenar. Lo tenéis que hacer voluntariamente. Se trata de algo tan terrible que nadie más que vosotros tiene el valor suficiente para hacerlo y requiere una fuerza tan grande que solamente vosotros poseéis. Esta hazaña será la expiación de vuestros errores. El príncipe Mirra no podrá pisar su reino hasta que vosotros, los doce mellizos, no hayáis reparado voluntariamente las faltas que habéis cometido.
—¿Qué es lo que tenemos que hacer? —preguntó uno de los piratas.
—El gran reino del rey Baltasar se hundió en el mar —dijo el dragón—, y allí está desde hace ya mil años.
—¿Por qué se hundió? —preguntó Jim con los ojos muy abiertos.
—Porque yo lo hice hundir para acabar con el rey de cara negra que entonces era mi enemigo. Por medio de la fuerza volcánica, sobre la que nosotros los dragones tenemos mucho poder, hice surgir del fondo del mar el horrible «País que no puede existir». El país de Jamballa era como el otro platillo de una enorme balanza y se hundió. Así desapareció y nadie, hasta hoy, ha sabido dónde está.
—¡Ah! —dijo Jim—; ¿si ahora alguien logra hundir al «País que no puede existir», mi reino volverá a subir?
—Así es —dijo el dragón—; pero esto no lo logrará nadie. Ni siquiera yo, porque me he transformado. Sólo esos doce, esos que creían ser trece, lo pueden hacer.
—¿Tendremos que hundir a nuestra propia patria, a nuestra fortaleza «Ojo de la Tempestad»? —exclamaron los piratas.
—Sé que no teméis a la muerte —dijo el «Dragón Dorado de la Sabiduría»—; pero que este sacrificio que os pido es peor que la muerte.
Los piratas enmudecieron.
En sus caras se reflejó el terror.
—Seguid escuchando —la misteriosa voz resonó majestuosa desde el interior del «Dragón Dorado de la Sabiduría»—. En aquella fortaleza del «Ojo de la Tempestad», en el centro del «País que no puede existir», hay una habitación con doce antiquísimas puertas de cobre.
—El calabozo en que estuvimos nosotros —murmuró Lucas al oído de Jim.
—Abrid esas puertas —siguió diciendo el dragón—. Entrará el agua, llenará las galerías y los mil canales, subirá e inundará todo el «País que no puede existir». Cuando el agua alcance el pico más alto y se hayan llenado todas las grietas, el país pesará tanto que se hundirá.
Los piratas se miraron, sacudieron la cabeza y uno de ellos dijo:
—Nosotros hemos intentado ya abrir las puertas porque queríamos saber lo que había detrás de ellas. Pero no lo hemos conseguido.
—No conocéis el secreto —exclamó el dragón—. Sólo es posible hacerlo si se abren a la vez. Por eso sólo doce hombres iguales, con la misma fuerza, el mismo pulso y en el mismo instante, son capaces de abrir esas puertas de cobre. Pero, en cuanto lo hayan conseguido, deben alejarse corriendo para alcanzar su barco porque, si no lo hacen, las aguas los engullirán.
—¿Y dónde surgirá mi reino? —preguntó Jim.
—Vuelve a tu isla, príncipe Mirra —respondió el «Dragón Dorado de la Sabiduría» y el fuego verde de sus ojos se hizo tan brillante que casi no se le podía mirar—. Vuelve a ti tierra. Entonces lo sabrás todo.
Luego el dragón paseó la mirada por los presentes, la fijó a lo lejos y las brasas de esmeraldas parecieron apagarse. Jim hubiese querido preguntar por Molly. Pero sabía que el dragón ya no contestaría. Recordaba además las palabras que éste le había dirigido la otra vez: que lo suyo sería devuelto para siempre y que entonces su mirada lo atravesaría. Eran palabras enigmáticas pero Jim estaba seguro de que llegaría un día en que las comprendería.