Capítulo 26

¿Qué había sido de Ping Pong después de haberse salvado del naufragio del barco imperial azul en su pequeña cuba de madera, como si fuese un bote de salvamento?

Él también había corrido la aventura más extraña de toda su no muy larga vida. Lo que hizo mereció que, desde entonces, todos aquellos que se enteraron sintiesen por él la mayor estimación. Cuando estaba tan abandonado y a tantas millas de cualquier auxilio humano, en su pequeño barril de madera sobre las agitadas olas, empezó a pensar en lo que podía hacer. Pero mientras estaba ocupado en este trabajo le molestaban mucho las olas que le zarandeaban de un lado para otro. Si Ping Pong hubiese tenido a su lado a alguien que le hubiese apoyado hubiese pensado en presentar una respetuosa reclamación. Pero no había más que tempestad y olas.

A pesar de haber pensado durante mucho rato no consiguió dar con un plan ingenioso. De pronto, el viento de la tempestad se metió debajo de la sombrilla y la arrastró. Ping Pong agarró rápidamente el mango de su pequeña protección contra el sol y, enfadado, estiró hacia abajo. Pero el viento le volvió a jugar la misma broma. Cada vez que él tiraba hacia abajo, el viento la volvía a levantar. Ping Pong hizo fuerza con todo el peso de su pequeño cuerpo y estuvo a punto de caerse del barril. Pero el minúsculo dignatario no soltó ni el mango de su sombrilla ni el borde del barril. De repente se le ocurrió una idea maravillosa: con el cinturón de su batín dorado ató el mango de la sombrilla al asa del barril y de esta forma transformó su vehículo en un, por cierto, muy curioso barco de vela. El resultado fue que el viento arrastró el barquito a una velocidad vertiginosa, por el mar.

Si no le hubiese acompañado la fortuna el arriesgado buque hubiese sido arrastrado hacia la inmensidad del mar abierto. Pero, por suerte, el viento soplaba hacia tierra, exactamente hacia el país chino. Y aquella misma noche en que Jim llegaba al «País que no puede existir», atracaba Ping Pong, con su sombrilla hinchada por el viento, en el Puerto de Ping.

En cuanto le descubrieron, le pescaron y le llevaron a tierra. Lo primero que hizo este notable niño de niños después de su salvación, fue pensar en la salvación de los demás. Ping Pong ordenó en seguida que todo lo que tuviera remos o velas, es decir, toda la flota china, zarpara en busca de los náufragos y, naturalmente, intentara ver si era posible encontrar también a los prisioneros de los Trece Salvajes. Mientras se preparaban los barcos, el pequeño superbonzo fue a ver al emperador y le informó exactamente de lo que había sucedido. La pena y la desolación del emperador al enterarse de aquella terrible noticia fue enorme.

—Así es que ahora —murmuró con cara muy pálida—, la he perdido y he perdido además a mis amigos.

Se dirigió solo a su aposento y se puso a llorar desconsolado.

Ping Pong volvió rápidamente, en una carroza china, al puerto. La flota estaba preparaba para zarpar. Subió en seguida al mayor de los barcos, el cual, sin pérdida de tiempo, se colocó a la cabeza de los demás para guiarlos hacia el lugar de la horrible derrota. Le seguía un verdadero bosque de mástiles, grandes y pequeños. Más tarde los barcos se dispersaron y buscaron durante toda la noche, a la luz de las antorchas, a los náufragos. Os anunciamos que consiguieron salvarlos a todos. Algún tiempo después, por esta proeza, levantaron un monumento de tamaño natural al valiente superbonzo, y para que nadie tropezase con él, colocaron la estatua sobre una columna muy alta de jade verde. Hoy sigue allí y todo el que visita Ping lo puede admirar.

Después de recoger a los náufragos, la flota no volvió en seguida a China; siguió buscando porque Ping Pong no quería abandonar a sus amigos prisioneros de los Trece Salvajes.

Por eso, cuando a la noche siguiente, el barco pirata llegó a Ping y atracó en el muelle, no había nadie en el puerto esperándoles. Es fácil imaginar el terror de los habitantes de la ciudad. Todos creyeron que los Trece Salvajes habían llegado para asaltarla, saquearla y reducirla a cenizas. Muchos huyeron con sus familias hacía los campos y los más valientes se encerraron en sus casas atrancando puertas y ventanas.

Cuando Lucas y Jim, seguidos por Li Si, el capitán y los marineros, bajaron a tierra, miraron a su alrededor, asombrados porque el puerto y las calles estaban desiertos como si hubiesen llegado a una ciudad muerta.

—Hemos llegado, muchachos —dijo Lucas—, pero me parece que no nos esperaban.

Al principio los piratas tenían miedo de bajar a tierra. Pero por fin se decidieron a hacerlo, uno tras otro, ceñudos y desconfiados.

Los recién llegados tuvieron que dirigirse a pie al palacio real porque por más que buscaron no pudieron encontrar en ningún sitio las pequeñas carrozas chinas. Las calles y todas las plazas aparecían desiertas y silenciosas a la luz del anochecer. Las puertas de las casas estaban cerradas y no se veía luz en las ventanas. El palacio imperial también estaba a oscuras. Los soldados de la guardia no habían huido; pero se habían dirigido al puerto dispuestos a enfrentarse con los Trece Salvajes. Habían tomado el camino más corto y por eso no se habían cruzado con los recién llegados.

Li Si introdujo a sus amigos y a los piratas en el palacio por la puerta de la cocina porque la gran puerta de ébano permanecía cerrada. Los corredores estaban vacíos y oscuros y los pasos resonaban con gran estrépito en aquel silencio sepulcral.

Cuando por fin llegaron al gran salón del trono encontraron al muy poderoso emperador, solo, sentado en su silla de plata y diamantes, debajo del dosel de seda azul celeste. Había apoyado la frente en la mano y no se movía. Una única vela daba una luz muy pobre.

Luego levantó lentamente la cabeza y miró a los que entraban. Pero como todo estaba muy oscuro no reconoció a sus amigos. Sólo distinguió las gigantescas figuras de los piratas. Se levantó; la barba le llegaba hasta los pies y su cara estaba cubierta de una palidez mortal; sus ojos les miraron impotentes.

—¿Qué es lo que queréis, hombres sanguinarios y sin conciencia? —dijo en un tono muy bajo, pero que resonó por la habitación—, ¿qué buscáis aquí? Me habéis robado ya lo que más quería. ¿Queréis ocupar mi trono y quitarme también mi reino? ¡Eso no sucederá mientras me quede un soplo de vida!

—¡Padre! —exclamó la pequeña princesa, ¿no me conoces?

Corrió hacia él y se echó en sus brazos. El emperador estaba paralizado por la emoción. Lentamente volvió en sí y abrazó con fuerza a su hija. Y mientras dos gruesas lágrimas brillantes corrían por sus pálidas mejillas y rodaban por su barba blanca como la nieve, murmuró:

—¡Es cierto, eres tú, tú mi pequeño pájaro, mi niña! ¡Te he vuelto a encontrar! ¡Ya no tenía ninguna esperanza!

Los piratas les contemplaron con timidez y luego bajaron la vista. Lo que acababan de ver les emocionaba. Era ésta una sensación que hasta aquel momento les había sido completamente desconocida. De repente todo les pareció tierno y raro a la vez y se sentían incómodos. Se les notaba que estaban aturdidos y no comprendían lo que les sucedía.

El emperador abrazó también a Jim y a Lucas y saludó al capitán y a los marineros. Su mirada se posó sobre los piratas y preguntó:

—¿Conque estos son vuestros prisioneros?

—No —respondió Jim—; son libres.

El emperador, asombrado, levantó las cejas.

—Sí —dijo Lucas—, así es, Majestad. Pero a pesar de eso los Trece Salvajes han sido vencidos para siempre. Nosotros no lo conseguimos, pero el príncipe Mirra los derrotó.

—¿Quién es el príncipe Mirra? —preguntó el emperador con gran asombro.

Y entonces le explicaron toda la historia.

Cuando terminaron, el emperador permaneció en silencio mirando con afecto y admiración al pequeño muchacho negro, que era el último descendiente de uno de los tres Reyes Magos. Por fin dijo:

—Haré lo que esté en mi poder, príncipe Mirra, para que recobres el país de tu padre, tu legítimo reino.

Luego cogió la vela y se acercó a los piratas. Los contempló uno a uno como si esperara descubrir algo en sus caras. Los gigantes intentaron que su mirada fuera fiera e insolente, pero no lo consiguieron y bajaron la vista. Al cabo de un rato el emperador sacudió la cabeza y dijo en voz baja:

—¿Estáis vencidos y no os queréis inclinar?

—No —contestó uno de los piratas, con voz ronca—; los Trece Salvajes no se inclinan ante nada ni ante nadie. Llevadnos ante el traidor, ante el dragón. Para eso hemos venido.

—¡El dragón! —exclamó asustado el emperador—. ¡Cielos, le he hecho un gran daño!

—¿Qué ha sucedido? —preguntó Jim.

—Cuando Ping Pong me trajo la terrible noticia, creí que no os volvería a ver —explicó el emperador—, y se apoderó de mí una indignación tremenda. Me dirigí hacia el dragón para reñirle porque supuse que, con sus misteriosas palabras, os había llevado a propósito hacia la perdición. Pero no contestaba ni a mis órdenes ni a mis ruegos insistentes. Sólo os habla a vosotros, amigos. Entonces me sentí poseído por una tremenda ira, y con el propósito de castigarle, mandé apagar todas las luces de la gran pagoda para que se quedara a oscuras. Hice poner gruesas cadenas en la puerta y las aseguré con un candado que ya no se podrá abrir nunca más.

—Un momento, Majestad —le interrumpió Lucas, sorprendido—; ¿ha dicho usted que Ping Pong estaba aquí?

—Sí, nobles amigos —dijo el emperador y les explicó la aventura de Ping Pong y que éste había zarpado con toda la flota en busca de los náufragos.

—¡Ah, por eso no había barcos en el puerto! —dijo Jim.

—¡Rayos! —exclamó Lucas, contento—. Este pequeño superbonzo es un chico estupendo, hay que reconocerlo.

—Sí —añadió Jim—; yo también lo creo.

—Pero, ¿qué haremos con el dragón? —preguntó el emperador—. Quiero verle en seguida para disculparme. Pero es imposible abrir la cerradura.

—Lo intentaremos —dijo Lucas, pensativo.

Cogieron velas de los candeleros y las encendieron en la del emperador; los piratas hicieron lo mismo. Luego cruzaron el palacio desierto y se dirigieron al parque.