Capítulo 7

—¿Entiendes lo que significa? —preguntó Jim, desconcertado.

—Reflexionemos —dijo Lucas—. ¿Has visto alguna vez un imán corriente?

—Sí —respondió Jim, excitado—, claro que lo he visto. La señora Quée tiene uno en la tienda. Tiene la forma de una herradura.

—Exacto —afirmó Lucas—. Todos los imanes tienen un polo norte y otro sur y cuando están en un mismo pedazo atraen. Pero esto no es un imán normal.

Lucas fumó pensativo en su pipa y prosiguió:

—En el imán de Gurumuch, cuando las dos partes están separadas, la fuerza se oculta en cada una de las mitades. Cuando se unen las dos rocas entonces surge la GRAN FUERZA. Jim, muchacho, nos las tendremos que entender con un imán muy singular.

—¡Ah! —dijo Jim—, y lo más singular es que a este imán se le puede conectar y desconectar.

—Exactamente —respondió Lucas, y asintió con la cabeza—; alguien tiene que haber sacado la pieza de unión entre el final de las dos raíces. Lo tenemos que encontrar.

Se pusieron a buscar. Pero, naturalmente, la cosa no era fácil en aquella gigantesca gruta de estalactitas y estalagmitas, con sus incontables galerías y cuevas laterales, y además porque no sabían cómo era exactamente la pieza de unión. Para colmo, sus velas se consumían cada vez más.

—No podremos seguir mucho aquí —dijo Lucas, al cabo de un rato, preocupado—; nos exponemos a quedarnos a oscuras.

Al oír esto, y a pesar de que hacía tanto calor como en un horno, Jim sintió un escalofrío en la espalda. Se habían alejado bastante del agujero de la gran raíz de hierro. Se movían como dos pequeños gusanos de luz por la noche eterna de aquel fantástico reino subterráneo. Si las velas se consumían, les envolvería la oscuridad y no encontrarían nunca más el camino para salir.

—Sería mejor que nos volviéramos en seguida —se atrevió a decir Jim, y en aquel mismo instante tropezó en algo y se cayó. Su vela se apagó.

—¿Te has hecho daño? —le preguntó Lucas, acercándosele.

—No —respondió Jim, y se levantó en seguida.

Lucas le tendió su luz y con ella Jim encendió de nuevo su vela. Luego iluminaron el suelo para ver en qué había tropezado Jim. Descubrieron una cosa curiosísima, una especie de cilindro de cristal completamente claro y transparente de forma parecida a un rodillo de amasar, pero mucho más grande. En el interior del cilindro había un hierro que llegaba de un extremo a otro.

Los dos amigos se miraron unos segundos, perplejos.

—¡Caramba, muchacho! —gruñó por fin Lucas—. Si no hubieras tropezado con él no lo hubiéramos hallado nunca. ¡Es la pieza de unión!

Jim estaba orgulloso de haberlo encontrado, aunque en realidad el mérito no era suyo.

Lucas se inclinó sobre el cilindro de cristal y lo examinó detenidamente.

—Me parece que está en perfecto estado —dijo por fin.

—Me gustaría saber —exclamó Jim—, quién ha sido el que lo ha desmontado y lo ha traído hasta aquí.

Apoyaron con cuidado los dos cabos de vela sobre el saliente de una roca, levantaron entre los dos la pesada pieza de conexión y fueron avanzando, metro a metro, hacia el lugar entre las dos raíces. De vez en cuando tenían que descansar para respirar y secarse el sudor que, por el calor, les caía desde la frente a los ojos. Como puede comprenderse, para este transporte emplearon mucho tiempo y se olvidaron por completo de vigilar las dos velas que se estaban acabando.

Les faltaba sólo un metro para llegar al lugar de la conexión cuando dejaron su carga para descansar; se dieron cuenta entonces de que la luz, que les llegaba muy débil, empezaba a vacilar.

—¡Se apagan! —gritó Jim con los ojos muy abiertos por el terror y quiso correr hacia las velas pero Lucas le retuvo.

—¡Quédate aquí! Han ardido del todo y no se puede hacer nada. Si te vas, nos perderemos en medio de la oscuridad. Por encima de todo tenemos que seguir juntos.

Durante unos segundos las lucecitas siguieron bailando en una esquina de la gigantesca gruta de roca; luego se volvieron más pequeñas y se apagaron. Los dos amigos contuvieron el aliento, oyeron un ligero chisporroteo y les envolvió la eterna oscuridad de la cueva submarina.

—¡Rayos y truenos! —refunfuñó Lucas entre dientes y su voz volvió a resonar por las paredes y columnas de piedra.

—¿Qué haremos ahora? —preguntó Jim, que sentía que el corazón le latía muy aprisa.

—No te preocupes, muchacho —dijo Lucas—; llevo siempre un par de cerillas en el bolsillo para un caso de extrema necesidad. Volveremos a encontrar el camino hasta la escalera de caracol. Pero prefiero ser precavido y ahorrarlas todo lo que pueda. Ahora montaremos el cilindro de cristal y para ello no necesitamos luz.

Unieron sus fuerzas para levantarlo por última vez y lo metieron en la hendidura del suelo.

—Lo hemos conseguido —resonó la voz de Lucas en la oscuridad—, ¡ahora a toda velocidad al aire libre!

—Pss —susurró Jim—, escucha, Lucas, ¿qué es eso?

Escucharon. Llegó hasta ellos un sonido extraño, metálico, profundo y sordo como si saliera de las entrañas de la Tierra; el sonido fue aumentando lentamente e hizo temblar el suelo como las vibraciones y resonancias de una campana gigantesca.

—¡Lucas! —gritó Jim y palpaba vacilante en la oscuridad buscando a su amigo.

—¡Ven aquí, Jim! —exclamó Lucas en medio del estruendo.

Lo cogió y lo acercó a sí poniéndole el brazo encima de los hombros para protegerle. Permanecieron así y esperaron por si sucedía algo. De repente terminó el ruido insoportable. Sólo quedó en el aire un canto delicado, alto y cristalino que se volvía cada vez más agudo y delicioso. Al mismo tiempo empezó a salir del cilindro de cristal, situado entre las dos raíces de hierro, una maravillosa luz azulada que iluminó la enorme gruta.

Los dos amigos miraron asombrados a su alrededor. Todas las paredes y columnas de la cueva de estalagmitas y estalactitas relucían y brillaban como si fueran millones y millones de minúsculos espejos, de tal forma que parecía que se encontraran en el palacio de la reina de las nieves.

A los dos amigos les fue entonces muy fácil volver a encontrar la entrada que había en la gran raíz de hierro. Siguieron el pasadizo lleno de curvas que conducían al pozo de la escalera de caracol. Allí tampoco necesitó Lucas sus cerillas porque de las paredes de hierro y del techo salían ininterrumpidamente pequeñas llamas azules como si fueran olas que se cruzaban entre sí y desaparecían.

Al principio Jim sintió miedo de estas apariciones de luz porque temía que le produjeran una sacudida eléctrica, pero Lucas le tranquilizó.

—No hay peligro —explicó—, porque en realidad no se trata de electricidad sino de fuego magnético y eso a los hombres no les hace nada. Se le llama fuego de San Telmo.

Cuando llegaron al pozo de la escalera de caracol se encontraron con que también estaba iluminado por el misterioso fuego azulado. Animosos, emprendieron la larga subida. Lucas delante y Jim detrás.

Después de subir un rato en silencio, al ver que el fuego de San Telmo no disminuía sino más bien aumentaba, Lucas dijo:

—Este imán debe de tener una fuerza increíble.

—Sí —respondió Jim—. Me gustaría saber si ya funcionan las luces del mar.

—Espero que sí —dijo Lucas.

Siguieron subiendo, escalón tras escalón, siempre en círculo. A medida que avanzaban el aire se volvía más fresco porque el calor del centro de la tierra no podía llegar hasta allí.

Por fin alcanzaron, sanos y salvos, aunque muy cansados, la boca del pozo y salieron al aire libre.

Miraron alrededor y el cuadro que se presentó ante sus ojos era de una belleza tan grande que durante largo rato no pudieron pronunciar palabra.

Todo el mar, antes tan oscuro y siniestro, resplandecía desde las profundidades con un brillo verdoso y suave que llegaba desde un horizonte hasta el otro y el color verde era tan hermoso que sólo se podía comparar con el del arco iris o de alguna piedra preciosa muy rara. Las olas, grandes y pequeñas, aparecían coronadas por incontables y pequeñas centellas de luz.

Lucas rodeó con su brazo los hombros de Jim.

—Contempla esto, Jim —dijo con voz apagada y le señaló con su pipa el horizonte alrededor de ellos—. ¡Esto es la iluminación del mar!

—¡Esto es la iluminación del mar! —repitió Jim lleno de admiración.

Y los dos se sintieron muy orgullosos de haber sido capaces de arreglar aquello.