Capítulo 1
En Lummerland hacía casi siempre buen tiempo. Pero, naturalmente, también había días en que llovía. Eran pocos, eso sí, pero llovía a cántaros. Nuestra historia empieza precisamente en un día así.
Llovía y llovía y llovía.
Jim Botón estaba en la pequeña cocina de la casa de la señora Quée y la princesa Li Si también se hallaba allí porque le habían dado catorce días de vacaciones en el colegio. Cada vez que iba a Lummerland de visita, se preocupaba por encontrar un bonito regalo para llevarle a Jim. En una ocasión fue una bola de cristal dentro de la que había un minúsculo paisaje chino. Cuando se la sacudía, nevaba dentro de ella. En otra ocasión le regaló una sombrilla de papel de muchos colores, y en otra, un sacapuntas muy práctico que tenía la forma de una locomotora.
En cambio esta vez le había llevado una maravillosa caja de pinturas chinas. Los dos niños pintaban, sentados el uno frente al otro, sobre la pequeña mesa de la cocina. Junto a ellos se sentaba la señora Quée. Se había puesto las gafas y leía en voz alta una historia de un libro muy grueso y tejía al mismo tiempo una bufanda para el muchacho.
Era una historia muy interesante, pero Jim miraba y volvía a mirar, algo distraído, por la ventana en la que las gotas resbalaban como pequeños riachuelos. La cortina de agua era tan espesa que casi no se veía la estación de Lucas, donde Molly, la pequeña locomotora, segura y seca, estaba junto a la gorda y vieja Emma bajo el alero del tejado.
Pero no debemos pensar que fuese una lluvia triste, como ocurre entre nosotros. No, de ninguna manera, porque en Lummerland el mal tiempo no es verdaderamente malo sino alegre y jubiloso. Es más bien una especie de concierto de agua. Las gotas de lluvia caían y tamborileaban y chapoteaban alegres sobre el cristal. Las goteras gorgoteaban y los chorros de agua llegaban a los charcos murmurando como si una multitud entusiasmada estuviese aplaudiendo.
Jim vio salir a Lucas de su pequeña estación. El maquinista levantó la mirada hacia el cielo, montó en su Emma y salió con ella a la lluvia. Molly se quedó al cobijo de la estación. Había crecido mucho y era ya casi como la mitad de Emma. Un medio súbdito como Jim podía permanecer cómodamente en su cabina.
Lucas dio un par de vueltas alrededor de la isla sólo para que nadie pudiera ni tan sólo suponer que cuando hacía mal tiempo en Lummerland fallaba el servicio del ferrocarril. Luego volvió a llevar a Emma junto a Molly, bajo el tejado de la estación, se levantó el cuello de la chaqueta, se metió la gorra hasta la nariz y con pasos muy largos se dirigió hacia la casa de la señora Quée. Jim se levantó de un salto y le abrió la puerta a su amigo.
—¡Brrr, qué tiempo! —gruñó Lucas al entrar, mientras sacudía su gorra.
—¡Buenos días, Lucas! —dijo Jim, sonriendo.
—¡Buenos días, colega! —respondió Lucas.
Jim no sabía muy bien lo que significaba esa palabra, pero comprendió que era algo que se decían los maquinistas entre sí. Miró de reojo a Li Si para ver si lo había oído. Pero parecía que la pequeña princesa no veía en ello nada de particular.
Lucas saludó a las dos señoras, se sentó en una silla cerca de la mesa y preguntó:
—¿Me podríais dar una buena taza de té caliente con un hermoso chorro de ron?
—Claro, Lucas —dijo la señora Quée amistosamente—, el té caliente previene los enfriamientos en un tiempo como el que tenemos. Li Si me ha traído un paquete del mejor té chino y también encontraré un chorrito de ron.
Mientras la señora Quée preparaba el té y un delicioso aroma llenaba la habitación, Lucas admiró los dibujos de Jim y de Li Si. Luego guardaron todas las cosas que habían sacado para pintar, y pusieron la mesa.
Por último la señora Quée les sorprendió con un gran bizcocho de Saboya dorado, espolvoreado con mucho azúcar molido. No es necesario proclamar que tenía un sabor exquisito, porque es ya sabido que la señora Quée era maestra en estas cosas.
Cuando ya no quedó ni una miga, Lucas se recostó en el respaldo de su silla y llenó su pipa. También Jim fue a buscar la suya, con la que tiempo atrás le había obsequiado la pequeña princesa como regalo de esponsales. Pero no fumaba de verdad. Lucas le había disuadido, explicándole que cuando se empieza a hacerlo ya no se crece. Entre los mayores eso no importa porque ya son bastante altos, pero Jim era todavía sólo medio súbdito y claro está que no querría seguir siéndolo siempre.
Afuera empezaba ya el crepúsculo y la lluvia había dejado de ser tan fuerte. Asimismo, en la cocina se estaba caliente y a gusto.
—Hay algo que te quiero preguntar hace tiempo, Li Si —empezó Lucas después de haber encendido lentamente su pipa—, ¿qué tal sigue el dragón Maldiente?
—Sigue durmiendo tranquilamente —respondió la pequeña princesa con su agradable vocecilla de pájaro—. Pero es maravilloso mirarle. Brilla y reluce desde la cabeza hasta la punta de la cola, como si fuera de oro puro. Mi padre ha mandado que le vigilen día y noche unos guardas para que nadie moleste su sueño encantado. He ordenado que le informen en cuanto el dragón empiece a despertar. Entonces os avisará en seguida.
—Muy bien —dijo Lucas—, ya no puede tardar mucho. El mismo dragón nos dijo que despertaría al cabo de un año.
—Según los cálculos de nuestros «Flores de la Sabiduría» —respondió Li Si—, el gran momento será dentro de tres semanas y un día.
—Entonces lo primero que haré será preguntarle al dragón —añadió Jim—, dónde me raptaron los trece piratas y quién soy yo en realidad.
—Ah, sí —suspiró la señora Quée, emocionada. Temía que entonces Jim se alejara para siempre de Lummerland y de ellos. Pero por otra parte también comprendía que el muchacho tenía que descubrir, como fuera, el misterio de su origen. Por eso no dijo nada más y se limitó a suspirar por segunda vez, profundamente.
Luego Jim fue en busca de su caja de juegos y los cuatro jugaron a «Hombre no te enfades» y «Coge el sombrero» y a todos los demás juegos que había en ella.
Naturalmente, casi todo el rato la pequeña princesa estuvo ganando. Esto no era una novedad pero Jim no conseguía conformarse. Quería mucho a Li Si, pero la hubiese querido más si no hubiese sido siempre tan lista. La hubiera dejado ganar de vez en cuando, pero eso era imposible, porque Li Si ganaba siempre, de todas formas.
Afuera se había hecho completamente oscuro y había dejado de llover. De pronto llamaron a la puerta.
La señora Quée la abrió y entró el señor Manga. Cerró su paraguas, lo colocó en una esquina, se quitó el bombín y se inclinó en una reverencia.
—¡Buenas noches, buenas noches a todos! Por lo que veo están ustedes ocupados en la interesante actividad del juego. Sepan, señoras y caballeros, que sentado en mi casa, me sentía muy solo y me pregunté si no les importaría que me uniera a su alegre compañía.
—Nos gustará mucho —dijo amistosamente la señora Quée, y poniendo sobre la mesa una taza para el señor Manga, la llenó con el contenido de la gran tetera.
—¡Siéntese usted con nosotros, señor Manga!
—¡Gracias! —respondió el señor Manga, sentándose—. Les quiero confesar que hace una temporada tengo una preocupación, y me agradaría conocer la opinión de ustedes. Se trata de esto: cada uno de los habitantes de Lummerland está aquí para algo, menos yo. Yo, sencillamente, lo único que hago es pasear y ser gobernado. Estoy seguro de que ustedes comprenderán que esto no puede seguir así.
—¡Qué tontería! —exclamó la señora Quée—, tal como es usted le tenemos todos mucha simpatía.
Y la pequeña princesa opinó:
—Precisamente por ser como es.
—Muchas gracias —respondió el señor Manga—, sin embargo, ser sólo así, sin nada más, no es vivir. Pero puedo añadir que soy un hombre extraordinariamente culto y que tengo grandes conocimientos que algunas veces me asombran a mí mismo. Pero desgraciadamente nadie pregunta sobre eso.
Lucas se recostó en el respaldo de la silla y lanzó, en silencio, unos anillos de humo hacia el techo, luego, pensativo, dijo:
—Opino, señor Manga, que eso se sabrá algún día.
En aquel momento se oyó un fuerte ¡buuum! como si algo hubiese chocado contra la isla.
—¡Ángeles del cielo! —exclamó la señora Quée y por el susto casi dejó caer la tetera—, ¿lo habéis oído?
Lucas se había puesto ya de pie y se había colocado la gorra en la cabeza.
—¡Rápido, Jim, ven conmigo, vamos a ver que es lo que ocurre!
Los dos amigos marcharon corriendo hacia Nuevo Lummerland que era donde se había oído el ruido. La lluvia había parado, pero era noche cerrada y sus ojos tardaron un buen rato en acostumbrarse a la oscuridad. Sólo se distinguía el contorno de algo muy grande.
—A lo mejor es una ballena —opinó Jim.
—No, no se mueve —dijo Lucas—. Parece más bien un barco pequeño.
—¡Eh, eh! —exclamó de pronto una voz—, ¿no hay nadie ahí?
—Claro que sí —contestó Lucas— ¿a quién buscan?
—¿Es ésta la isla de Lummerland? —quiso saber la voz.
—Esto es Nuevo Lummerland —aclaró Lucas—, ¿quién es usted?
—Soy el cartero —dijo la voz con tono lastimero, desde la oscuridad—. Esta tarde, a causa de la lluvia he perdido el rumbo. Y como está tan oscuro que no se puede ver ni la mano delante de los ojos, mi barco ha encallado. ¡Lo siento mucho, tenga la bondad de perdonarme!
—No tiene importancia —exclamó Lucas—, ¡pero baje usted del barco correo, señor cartero!
—Me gustaría —se oyó que decía el cartero—, pero tengo un saco tan lleno de cartas para Lucas el maquinista y para Jim Botón y además es tan pesado que yo solo no lo puedo llevar.
Los dos amigos se subieron al barco y ayudaron al cartero a bajar el saco a tierra. Luego unieron sus fuerzas para transportar la carga hasta la pequeña cocina.
Se trataba de cartas de todas las formas y tamaños y de todos los colores, con los sellos más raros, porque venían del interior de la India y de China y Stuttgart y del Polo Norte y del Ecuador, en una palabra: de todos los países habitados. Los que las mandaban eran niños y los que todavía no sabían escribir, como Jim, habían dictado la carta a alguien o sencillamente la habían dibujado. Todos habían oído hablar o habían leído las aventuras de los dos amigos y sólo querían que les aclararan algún detalle, o invitaban a Jim y a Lucas o les felicitaban.
Seguramente ahora alguno de mis queridos lectores querrá saber si su carta también estaba allí. Sí señor, allí estaba. Con esto lo confirmo formalmente.
Había además cartas de los niños que Jim y Lucas habían liberado, junto con la pequeña princesa Li Si, de Kummerland, la Ciudad de los Dragones.
—Les tenemos que contestar a todos con una carta —dijo Lucas.
—Pero —exclamó Jim, muy asustado—, yo… ¡yo no sé escribir!
—¡Ah, es cierto! —murmuró Lucas—, bueno, lo tendré que hacer solo.
Jim permaneció en silencio. Por vez primera, deseaba saber leer y escribir y estaba a punto de decirlo, cuando la pequeña princesa, con tono desdeñoso, le dijo:
—¿Lo ves?
No dijo más pero fue suficiente para que Jim no expresara su deseo.
—De todas formas hoy es ya algo tarde —dijo Lucas—. Lo haré mañana.
—Será lo mejor —opinó el cartero—, yo me quedaré aquí esperando y así mañana me podré llevar vuestro correo.
—Eso es muy amable por su parte —dijo Lucas.
—Si usted quiere —el señor Manga se metió en la conversación—, puede pasar la noche en mi casa. Podríamos hablar un rato de geografía, que es una ciencia sobre la que usted, como cartero, seguramente sabe mucho y que a mí me interesa sobremanera.
—Con mucho gusto —contestó el cartero, contento, y se levantó—. Les deseo a todos muy buenas noches. —Y dirigiéndose a Lucas y a Jim añadió—: Debe de ser muy bonito tener tantos amigos.
—Sí —dijo Lucas sonriendo satisfecho—, así es, ¿no es cierto, Jim?
Jim asintió.
—¡Mucho más que eso! —aclaró el señor Manga con aire de importancia—, es fantástico. Señores y señoras, muy buenas noches.
Con esto se fue hacia la puerta para dirigirse a su casa. El cartero le siguió, pero se detuvo y volviéndose exclamó:
—Debo añadir, que mañana por la mañana temprano me excusaré ante el rey Alfonso Doce-menos-cuarto por haber encallado en las orillas de su reino.
Luego marchó a la casa del señor Manga.
Lucas también dio las buenas noches y dejando una nube de humo detrás de sí, se dirigió pesadamente hacia su estación, donde la pequeña Molly dormía tranquilamente junto a la grande y gorda Emma.
Y pronto se apagaron todas las luces en las ventanas de las casas de Lummerland. Sus habitantes dormían en sus camas, el viento silbaba entre los árboles y las olas, grandes y pequeñas, murmuraban en la playa.