Capítulo 23

Lucas despertó de su aturdimiento. Todo estaba muy oscuro a su alrededor, pero oyó que alguien, muy cerca, respiraba.

—Hola —susurró—, ¿quién es?

—¿Es usted, señor maquinista? —contestó la voz del capitán también en tono muy bajo—. Me alegro de saberle con vida. Todos temíamos que hubiese muerto.

—¡Ah, capitán, es usted! —gruñó Lucas—; ¿quién más hay aquí?

—Hay, además, once de mis hombres —contestó el capitán—; estamos atados. Nuestra pequeña princesa está a mi lado. Se encuentra bien, todo lo bien que se puede uno encontrar en estas circunstancias.

—¿Qué ha sido esa explosión? —quiso saber Li Si, llena de miedo.

El capitán contestó:

—Seguramente los piratas han volado nuestro barco.

—¿Y Jim Botón? —preguntó Lucas—. ¿Dónde está?

Nadie contestó.

—¡Jim! —exclamó Lucas, y empezó a tirar como un loco de sus cadenas—. ¿No está aquí? ¿Le ha visto alguien? ¿Dónde está Jim? ¿Le ha ocurrido algo? ¿Dónde está mi amigo?

Las cadenas empezaron a ceder y Lucas hizo un intento para liberarse de ellas. En la oscura habitación reinaba un profundo silencio.

Al cabo de un rato, Li Si empezó a sollozar y tartamudeó:

—¡Jim, querido Jim! ¿Por qué no te hice caso? ¡Oh, Jim! ¿Cómo pude portarme tan mal contigo…?

—Demasiado tarde, Li Si —dijo Lucas con voz apagada—. ¡Demasiado tarde!

Jim estaba arriba, en la arboladura, entre las velas de color rojo de sangre y tenía un frío horrible. La ropa mojada se le pegaba al cuerpo, los dientes le castañeteaban y se agarraba a las cuerdas con los brazos entumecidos por el frío. El tifón seguía soplando con la misma fuerza sobre las estrepitosas olas. Pero eso no era lo peor. Mucho más terrible era el modo cómo se balanceaban. Había momentos en que no sabía si estaba arriba o abajo y poco a poco se fue sintiendo tan desamparado y tan desdichado como no se había sentido nunca en su vida. Se asía con la fuerza que le daba la desesperación, ya que no quería que los piratas le descubrieran sentado allá arriba, porque entonces todo estaría perdido. Era el único que quizá pudiera liberar a los prisioneros.

Apretó los dientes. Esperaba que la tempestad terminara por fin. ¿No había dicho el dragón que la meta de los Trece Salvajes eran las rocas magnéticas? Entonces Nepomuk o Uchaurichuuum les podrían ayudar.

Si Jim hubiera podido sospechar hacia dónde se dirigían en realidad, quizá no hubiese tenido fuerzas para resistir. Los piratas habían renunciado hacía tiempo a su plan de ir al encuentro de la señora Maldiente. El ataque del barco camuflado les había hecho desconfiar. Algo les decía que el dragón tenía que ver con ello.

El barco con las velas de color rojo sangre siguió avanzando, llevado por el viento de la tempestad y a una velocidad increíble hacía el sur, ¡hacia el horrible «País que no puede existir»!

El espantoso viaje duró un día largo, porque la tierra de los Trece Salvajes estaba en algún lugar cerca del Polo Sur. Seguramente otro barco cualquiera hubiese tardado semanas en llegar, pero el barco pirata recorrió la tremenda distancia antes de que llegara la noche.

Jim descubrió primero a lo lejos, en el horizonte, algo muy borroso que parecía una gigantesca columna negra, que desde el mar agitado llegaba hasta las negras nubes. Era una columna tan alta y tan gruesa que ningún hombre había visto jamás otra igual. Vio después que unos rayos la atravesaban continuamente y que giraba sobre sí misma a una velocidad vertiginosa. Luego oyó el estruendo indescriptible que salía de su interior y que parecía el de muchos órganos que sonaran a la vez. De pronto, Jim adivinó hacia dónde se dirigía el barco. Lucas en una ocasión le había explicado lo que era una tromba marina: un huracán, un ciclón, de tanta fuerza que levanta el agua del mar hacia lo alto y la lanza violentamente hacia el cielo.

—¡No se les ocurrirá dirigirse hacia allí! —fue todo lo que Jim pudo decirse.

Pero casi en el mismo instante llegó el barco a aquel lugar. Entonces se hizo patente la maravillosa, casi increíble, destreza de los Trece Salvajes, que no tenía igual en todo el mundo. Primero rodaron un par de veces a velocidad creciente alrededor de la columna de agua que giraba sobre sí misma. Cuando hubieron alcanzado su misma velocidad, se dirigieron de pronto hacia el centro del torbellino y dejaron que éste les arrastrara. El navío se levantó lentamente hacia lo alto y se metió en la tromba marina. El interior estaba vacío como si fuera un tubo gigantesco. Luego el barco se posó en tierra firme, sobre una especie de rampa que, dando vueltas alrededor de una gran montaña rocosa lo llevó, siempre describiendo círculos, hacia arriba. Como en el interior de la tromba no soplaba el viento, el gran barco siguió su carrera hasta que terminó el impulso que llevaba. Entonces se detuvo.

Jim, que colgaba medio atado de las cuerdas de la arboladura, tardó un rato en recobrar el sentido para mirar a su alrededor. La montaña de roca en la que habían tomado tierra, se elevaba, cubierta de picos y puntas misteriosas, por encima de los mil metros de altura. La piedra, negra como la pez, estaba tan agrietada y rota como si la hubieran hecho a pedazos millones de rayos. Miles de agujeros y miles de burbujas le daban el aspecto de una gigantesca esponja. Había además grandes estrías rojas que recorrían toda la montaña. Éste era el «País que no puede existir».

Para comprender realmente el sentido de este nombre hay que saber algo que en aquel momento Jim todavía no podía saber: todas las islas y montañas del mundo están donde están porque la naturaleza las ha colocado allí. Pero en aquel país no era así. Más adelante descubriremos por qué estaba allí. De todos modos diremos que en aquel lugar no tendría que haber habido más que mar, sobre el cual el viento pudiera soplar sin estorbos. Por ello, perturbado el orden natural de los elementos de la naturaleza, éstos se rebelaban contra la existencia de aquel país y se lanzaban contra él con toda su potencia. Y, como llegaban furiosos desde todas partes, habían formado aquella majestuosa tromba marina, en cuyo interior, tranquila y protegida, se encontraba la montaña de roca.

Jim contemplaba cómo los piratas descargaban y escondían en una gruta muy grande todo lo que habían robado en el barco imperial. Cuando terminaron, fueron a buscar a los prisioneros y los metieron también, en primer lugar el capitán, luego los once marineros, luego Li Si y por último Lucas, por el gran arco de roca.

¿Fue casualidad o fue corazonada que Lucas diera una última mirada a su alrededor y se fijara en la arboladura del barco? De todos modos el caso es que así lo hizo y en aquel momento su corazón empezó a latir con fuerza: durante una fracción de segundo vio asomar por detrás de una vela roja la cara negra de Jim, hacerle un guiño y volver a desaparecer. Lucas no pestañeó siquiera para que los piratas no se dieran cuenta de su descubrimiento, pero a un buen observador no le hubiese pasado inadvertida una chispa que apareció en sus ojos.

Jim se quedó solo en el barco. Durante un momento temió que los piratas arriaran sus velas y le descubrieran. No podía saber que los Trece Salvajes jamás arriaban las velas, a fin de estar preparados para zarpar, en cualquier momento que lo necesitaran.

Como ninguno de los piratas volvió a aparecer a la luz del día, Jim dispuso de mucho tiempo para contemplar tranquilamente el «País que no puede existir». Durante un rato observó la tétrica pared de agua que giraba alrededor de la montaña en un torbellino velocísimo y resplandecía debido a los rayos de luz que la recorrían continuamente. Sus oídos se habían acostumbrado ya al estrepitoso sonido parecido al de muchos órganos y casi no lo oía. Ya no oía ni siquiera el ruido de los truenos. Estaba como sordo. Lentamente su mirada se dirigió hacia arriba y cuando por fin miró hacia lo más alto, distinguió, a una distancia infinita, un pequeño trozo redondo de cielo que, como si fuese un gran ojo irregular, parecía contemplarle.

«EN EL OJO DE LA TEMPESTAD», recordó de pronto, «DESCUBRIRÁS UNA ESTRELLA…».

¡Esto era lo que había querido decir el «Dragón Dorado de la Sabiduría»! ¿Pero cómo podría él alcanzar una estrella que tenía que asomar allá arriba (en el caso de que realmente apareciera allí)? Ya era de noche pero no se veía ninguna estrella.

Jim esperó un rato todavía y cuando por fin la oscuridad se hizo completa, bajó con precaución hasta la cubierta, miró a su alrededor, puso pie en tierra y se deslizó en la gruta en la que habían entrado los piratas con sus prisioneros.

Ante él había un laberinto de galerías de todos los tamaños, desde el diámetro de un túnel de ferrocarril hasta el de una cañería de agua y más estrechas todavía, hasta las ramificaciones más finas. Era, en verdad, como si se moviera por el interior de una esponja gigantesca. Pero la piedra era dura y cortante como negro cristal.

Jim se hubiese perdido sin remedio en aquel laberinto si los piratas no hubiesen señalado su camino con hachones encendidos plantados, a la izquierda y a la derecha, en los agujeros de las paredes.

La galería conducía al interior de la montaña por cientos de vueltas y revueltas; en algunos lugares se estrechaba, luego se volvía a ensanchar y a veces Jim cruzó verdaderas cámaras y salas. Allí estaban almacenados toda, clase de objetos: armas, sacos de lona, rollos de cuerda. A medida que el muchacho avanzaba, el ruido de órganos de la tromba marina se hacía menos estrepitoso. Por fin ya no se oyó nada. Jim percibía sólo sus propios silenciosos pasos y el palpitar de su corazón.

Al cabo de un rato oyó algo:

jo, jo, jo, y un barril de ron…

resonó sordamente desde las profundidades y siguieron unas carcajadas muy fuertes. Jim siguió avanzando. Debía de estar ya muy cerca de los piratas.

Empezó a oír claramente algunas voces. El camino volvió a doblarse en un ángulo muy agudo y cuando se asomó por aquella esquina descubrió ante sí una sala en cuyo centro ardía un fuego muy grande. Alrededor de él estaban los piratas, unos sentados, otros echados sobre pieles blancas de oso. Estaban cenando, y sobre las llamas, encima de un asador había un cerdo entero del que cada uno cortaba, con su cuchillo, la cantidad que quería. Hasta Jim llegaba el ruido que hacían al comer. Después de haberlos roído tiraban los huesos al suelo por detrás de los hombros.

Además cada uno tenía una gran jarra y en cuanto se le vaciaba la volvía a llenar con el ron de un gran barril. La vista y el olor del cerdo asado hicieron que Jim se sintiera desfallecer. Su estómago estaba terriblemente vacío. Pero no era aquél el momento más a propósito para pensar en comer. En silencio y muy lentamente se echó al suelo y se arrastró dando la vuelta a la esquina, hasta la sala, procurando estar siempre fuera de la vista de los piratas. Pero éstos, en aquel momento, no se preocupaban de nada que no fuera su asado de cerdo. Así el muchacho consiguió meterse en un rollo de cuerda. Era un escondrijo muy bueno, porque desde allí podía escuchar todo lo que decían los piratas. Metiendo los dedos entre las cuerdas, podía ver por la rendija toda la habitación. Esperaba averiguar, de este modo, dónde estaban los prisioneros.