Capítulo 21
Bien; tengo que reconocer —explicó Lucas cuando estuvieron acomodados en el salón del trono para deliberar—, que de todo lo que nos ha dicho el «Dragón Dorado de la Sabiduría», he comprendido menos de la mitad.
—Yo sólo un cuarto —dijo Jim.
Los demás asintieron porque les sucedía lo mismo.
Bien —dijo Lucas y encendió su pipa—. Por lo tanto no podemos hablar mucho; no nos queda sino confiar en que las palabras del dragón sean exactas.
—¿Qué puede ser ese «Ojo de la Tempestad» —preguntó el emperador, sumido en sus pensamientos—, en el que Jim ha de descubrir una estrella?
—¿Y qué puede ser un país que se llame «País que no puede existir»? —añadió Li Si y escondió la cara entre las manos.
—¿Y qué debe significar eso del vencedor que resulta vencido? —pió Ping Pong—, ¿y aquello de que lo que se ha perdido cuando se recupera se pierde, o lo de la mirada que atraviesa, o lo de los vencidos, y todo lo demás?
—En realidad no sé —dijo el emperador—, lo que puede significar todo eso.
Lucas lanzó unos anillos de humo y luego dijo:
—Yo creo que lo iremos comprendiendo poco a poco. A su debido tiempo. El dragón nos lo ha dado a entender así.
Además opino, como él, que es mucho mejor que descubramos, sin ayuda, el misterio del origen de Jim.
—Antes tendremos que vencer a los Trece Salvajes —murmuró Jim—, eso también nos lo ha dicho.
—Es imprescindible que lo hagamos —aclaró Lucas—, porque si se nos escapan y llegan a las rocas magnéticas y no encuentran al dragón… ¡quién sabe lo que harían con Molly!
—Y —pió Pin Pong—, ¿ahora qué haremos, mis honorables maquinistas?
—Ya lo has oído —contestó Lucas—. Necesitamos un barco armado, completamente azul y cubierto de dibujos que parezcan olas. También necesitaremos velas.
—Si os parece, mi barco imperial —ofreció el emperador—, está a vuestra disposición. Ya habéis tenido ocasión de comprobar que es muy rápido, enormemente resistente y tiene mucha estabilidad.
—Gracias, Majestad —dijo Lucas—, me parece que es el más indicado.
Se dirigieron todos hacia el puerto para dar las órdenes oportunas.
Tres días eran muy pocos para equipar el gran barco imperial con suficientes cañones y armas y para pintarlo de azul desde la quilla hasta la punta del mástil y recubrirlo de líneas onduladas blancas. Pero el emperador contrató a un verdadero ejército de obreros y especialistas y el trabajo adelantó rápidamente. Jim y Lucas pasaban la mayor parte del tiempo en el barco y ayudaban en lo que podían. Además tenían que decidir cómo se tenía que hacer todo.
La noche anterior al día fijado para la salida, ya estaba todo preparado. El casco del barco había quedado precioso. El emperador ordenó que las velas se hiciesen con seda azul celeste. En la cubierta se dispusieron en dos hileras los cañones pesados, diez a cada lado. Se engancharon diez fortísimos y experimentados marineros que sentían impaciencia por enfrentarse con los malvados Trece Salvajes.
El barco tenía que hacer un viaje de prueba. Jim y Lucas se quedaron en tierra para comprobar el efecto del camuflaje.
Era tan perfecto que de tanto como se parecía a las olas, ya a media milla marina de distancia no se le podía distinguir a simple vista.
El pequeño Ping Pong estaba con ellos. Su capacidad extraordinaria, por la cual había merecido el cargo de superbonzo y el batín de oro, se volvía a revelar en aquellos días. Se había preocupado con verdadero celo de que todo se hiciera según los deseos de los dos honorables maquinistas. En los dos últimos días no habían tenido un momento de descanso. Y ahora se sintió orgulloso porque todo estaba terminado. Además había decidido tomar parte en el viaje.
Con aire de importancia dijo:
—Para una captura tan importante y tan difícil como la de los Trece Salvajes, es indispensable la presencia de una persona que ostente un cargo de importancia. Sólo así será legítima la captura.
Naturalmente, Lucas y Jim intentaron disuadirle, haciéndole comprender los peligros de la empresa. Pero Ping Pong estaba empeñado en ir con ellos. Como, al fin y al cabo era superbonzo, los dos amigos tuvieron que conformarse. De todos modos exigieron una promesa formal de que cuando hubiera peligro se metería bajo cubierta, en su camarote, para que no le pasara nada.
Cuando Jim y Lucas volvieron aquella noche al palacio del emperador, sentían gran confianza en el éxito del viaje, que empezaría en la tarde siguiente, a la hora fijada de antemano.
Después de la cena Jim y Li Si salieron a pasear un rato por el parque imperial y dieron de comer a los búfalos domésticos de púrpura, con el largo pelo ondulado y a los unicornios chinos cuya piel brillaba como si fuera luz de luna líquida.
Los dos niños se habían llevado siempre de maravilla. Pero precisamente aquella noche, la víspera de la peligrosa aventura que Jim iba a emprender, sucedió algo que hacía tiempo que no sucedía: Jim y la pequeña princesa riñeron. En realidad no existía motivo serio para ello. Es muy corriente que esto ocurra. Luego, nadie sabe cómo, empezó en realidad la discusión.
Jim estaba acariciando un mono sedoso que se le había acercado y se le ocurrió decir:
—¿Sabes que Ping Pong viene con nosotros?
—No —respondió la pequeña princesa, sorprendida—; ¿no tiene miedo?
Jim se encogió de hombros y siguió su paseo hacia un ciervo azul con cuernos de plata que pacía en un prado, junto a un surtidor.
Li Si luchaba consigo misma. Tenía un miedo terrible de los piratas, pero si Ping Pong iba con ellos y si Lucas estaba allí, la cosa no podía ser tan peligrosa. Y había deseado muchas veces en secreto poder correr una aventura como aquélla.
Alcanzó corriendo a Jim y, con el alma en un hilo, le preguntó:
—¿Podría ir con vosotros?
Jim la miró confuso.
—¿Tú? —preguntó—. Eres demasiado miedosa.
—No tengo miedo —dijo Li Si y se sonrojó—; además Lucas irá con nosotros y tú siempre has dicho que estando él, a uno no le puede ocurrir nada.
Jim sacudió la cabeza.
—No, Li Si —dijo amablemente poniéndole el brazo sobre los hombros—, esto no es para ti. Tú eres una muchachita y además una princesa. Eres algo poco corriente. Si las cosas se ponen mal, no nos podremos ocupar de ti. Tampoco podremos volver atrás si resulta que eres demasiado impresionable. Tienes que ser comprensiva, Li Si.
Jim no lo había dicho con mala intención y la pequeña princesa quizá hubiese cedido, porque, en realidad, tenía miedo. Pero el muchacho había hablado como si le diese una orden. O al menos así lo creyó ella. Esto la ofendió en su dignidad de princesa y entonces habló su espíritu de contradicción. Y tenía, tal como Jim había podido comprobar en otras ocasiones, un espíritu de contradicción muy desarrollado.
—Pero yo quiero ir con vosotros —dijo—, e iré.
—No —contestó Jim—. Es asunto de hombres. Lucas también lo ha dicho.
—Tú —exclamó Li Si desdeñosa—, te das demasiada importancia. Y si te atreves a ir es porque Lucas va también. Eres un niño y todavía no sabes leer ni escribir.
Entonces Jim se molestó porque pensó que la princesita no tenía que decirle una cosa así.
—Hay hombres —dijo—, que aprenden a leer, a escribir y otras tonterías como ésas y hay hombres, en cambio, que corren aventuras. Mejor será que te quedes aquí y sigas estudiando ya que presumes tanto y eres tan lista.
—Iré con vosotros.
—No.
—Claro que sí.
—No.
—Verás como voy —exclamó Li Si y se marchó corriendo.
Jim se apoyó en el lomo del ciervo azul, le dio unos golpecitos en el cuello y murmuró ceñudo:
—¡Qué presumida… esta princesa sabihonda!
Pero se puso muy triste porque, en realidad, quería mucho a Li Si y sentía haber reñido con ella.
La princesa corría hacia su padre que, sentado con Lucas en la terraza de su palacio, contemplaba la puesta del sol.
—¿Qué pasa, Li Si? —inquirió el emperador cuando la vio llegar—. Pareces muy afligida.
—Jim ha dicho que yo no puedo ir con ellos, porque no es un viaje para mí. Pero yo quiero ir.
—En esta ocasión Jim tiene razón —contestó el emperador, sonriendo—; es mejor que te quedes conmigo. —Y acarició la cabeza de su hija para tranquilizarla.
—¡Pero yo quiero ir con ellos!
—Escúchame, señorita —dijo Lucas amablemente—; vendrás con nosotros en alguna otra ocasión. Esta vez es imposible. Una batalla con piratas no es ciertamente lo más a propósito para una muchachita delicada como tú.
—Pero yo iré con vosotros —insistió Li Si, terca.
—Las aventuras como ésta —agregó Lucas pensativo—, parecen muy divertidas cuando alguien las cuenta. Pero cuando se viven no siempre lo son. Eso lo sabes por experiencia.
—A pesar de todo iré con vosotros —murmuró Li Si.
—No —dijo Lucas muy serio—, ninguno de nosotros se podrá ocupar de ti. Esta vez es imposible.
—Pero yo quiero ir —dijo Li Si.
—Te lo prohíbo —exclamó con dureza el emperador—. No volveremos a hablar de ello.
La princesita se marchó. Se fue a su habitación y se echó en la cama. Pero su espíritu de contradicción no la dejaba en paz. No podía dormir y no hacía más que dar vueltas pensando.
A medianoche, cuando todas sus damas dormían profundamente en la antecámara y todas las luces del palacio imperial estaban apagadas, se levantó y como que la gran puerta de ébano estaba cerrada, salió silenciosamente por la cocina como Ping Pong le había enseñado en otra ocasión.
Las calles estaban oscuras y solitarias.
La pequeña princesa se dirigió al puerto y cuando el marinero que estaba de guardia se fue hacia el otro lado de la cubierta y no la podía ver, subió al barco imperial y se escondió en la despensa detrás de unos sacos.
—Jim se asombrará —pensó mientras se instalaba para estar cómoda—, pero yo iré con ellos.
Y con una sonrisa de orgullo en los labios, se durmió.