Capítulo 24

¡El parecido de aquellos tipos era realmente sorprendente! Todos llevaban el mismo extraño sombrero con la calavera y los dos huesos cruzados. Todos llevaban las mismas chaquetas de colores, pantalones bombachos y botas altas. De sus cinturones colgaban puñales, cuchillos y pistolas. Su estatura y sus rasgos eran los mismos. Debajo de sus narices aguileñas colgaban, hasta el cinturón, unos largos bigotes negros. Sus ojos eran pequeños y estaban tan juntos que parecían bizcos. Sus dientes eran grandes y amarillos como los de los caballos y de sus orejas colgaban gruesos pendientes. También sus voces eran iguales, roncas y profundas. En una palabra, era imposible distinguir a uno del otro.

Cuando los piratas terminaron de cenar, todos volvieron a llenar sus jarras y al cabo de un rato empezaron a ponerse muy alegres, todo lo alegres que pueden llegar a ponerse unos personajes tan tétricos como aquellos.

—¡Hermanos! —exclamó uno de ellos y levantó su jarra—. Cuando pienso que éste es quizás el último barril que tendremos de la marca gaznate de dragón —¡infierno, pez y granizo!—, siento que me embarga la ira.

—Tonterías —dijo otro—, conseguiremos más ron y será, por lo menos, tan fuerte como éste. ¡Bebed, hermanos!

Todos se bebieron de un trago el contenido de sus jarras y luego empezaron a cantar, con voz ronca, su canción:

Trece hombres sentados sobre un ataúd,

jo, jo, jo, con un barril de ron.

Bebieron tres días vino a su salud,

jo, jo, jo, con un barril de ron.

Amaban el oro, el vino y el mar,

jo, jo, jo, con un barril de ron.

Pero al fin el demonio los fue a buscar,

jo, jo, jo, con un barril de ron,

jo, jo, jo, con un barril de ron.

Algunas veces cantaban todos a una, otras cada uno solo, según les apetecía. Además intentaban bromear unos con otros y entonces volvían a reír a carcajadas. Parecía un concierto infernal.

—¡Silencio! —tronó uno de ellos—. ¡Os tengo que decir algo!

—¡Silencio! —exclamaron los demás—. ¡El capitán va a hablar!

Un tipo se puso de pie y se colocó delante de los otros con las piernas abiertas. ¡Conque aquél era el capitán! Jim quiso ver si tenía algo por lo que se pudiera reconocer, ya que era exactamente igual que los demás. Le contempló con atención.

—Hermanos —empezó diciendo el capitán—, hoy hemos hecho una presa magnífica. ¡Diablos, claro que lo ha sido! Por eso os digo que es posible que en el mundo haya mellizos, que haya trillizos y cuatrillizos y quizá quintillizos. Pero trecillizos malditos como nosotros, sólo hay unos. ¡Vivan los Trece Salvajes, viva, viva, viva!

Los demás respondieron jubilosos a los vivas dedicados a ellos mismos. Entonces fue cuando Jim comprendió por qué eran todos tan parecidos como un huevo a otro. E intentó imaginar cómo se debía de sentir uno al saber que, por así decirlo, existía trece veces. Estaba muy contento de ser sólo uno.

Se levantó otro pirata y anunció:

—Quiero decir algo. ¡Silencio! ¡Cerrad el pico!

Los demás se callaron, esperando, y el tipo dijo:

Sopla el viento del norte, del sur, del este y del oeste,

el Ojo de la Tempestad es nuestro seguro fuerte.

Un aplauso unánime acogió estas palabras.

Jim estaba ahora convencido de que los piratas no eran demasiado inteligentes. Pero por aquellas palabras había podido adivinar que la fortaleza se llamaba Ojo de la Tempestad. Volvió a recordar lo que dijera el «Dragón Dorado de la Sabiduría».

—¿Qué haremos con los prisioneros? —preguntó uno de los hombres—. ¿Los tenemos que dejar morir de hambre allí abajo? —Y diciendo esto señaló con el pulgar una trampa que había en el fondo de la sala.

Jim, contento, se sobresaltó. Por fin había descubierto el lugar en que estaban Lucas, Li Si y los demás. Pero por el momento no podía pensar en salvarlos. Tenía que esperar a que se le presentara una ocasión propicia.

—¡Tonterías! —gruñó otro—. Se los llevaremos al dragón y nos los cambiará por más ron.

—¡Silencio! —tronó aquel que los demás habían llamado capitán—, aquí nadie más que yo toma las decisiones. ¡Demonio, muerte y pólvora! Y yo decido que mañana por la mañana temprano echemos los prisioneros a los tiburones.

Los piratas gruñeron.

—¡Cerrad el pico! —continuó el capitán—. El dragón no ha vuelto. El dragón nos debe de haber traicionado ya que nadie más que él en el mundo conocía nuestra ruta. El dragón está preparando algo contra nosotros, eso está claro. Por lo tanto, desde ahora en adelante el dragón es nuestro enemigo y no le entregaremos ya nunca más nada. Máximo una carga de dinamita en su gorda barriga.

—¡Bravo! —rugieron los piratas divertidos—. Cuando le encontremos le haremos papilla.

—¿Pero la muchachita —preguntó uno de ellos— también la echaremos a los tiburones?

—No —respondió el capitán—, he decidido que se quede aquí y que en adelante se ocupe de la casa.

—¡Jo, jo, jo! —relincharon los demás—. ¡Es una idea estupenda, capitán, será una broma fantástica y muy divertida!

—¿No os parece —gruñó uno de los hombres— que nuestra pequeña sirvienta tiene una cara conocida? Tengo la sensación de que he visto alguna vez su cara.

—Compadre —dijo otro—, hemos capturado gran cantidad de cosas como ésa. Es fácil equivocarse.

—Sí —añadió un tercero—, a través de los años le hemos entregado gran cantidad de pellejos como ése al dragón.

—Y a cambio nos daba ron —murmuró otro—, hasta esta vez. ¿Recordáis, amigos, aquella vez, aquel muchachito negro? ¿Recordáis cómo flotaba sobre el mar en un pequeño cesto de juncos cuando lo pescamos? Fue después de la gran tempestad.

Jim salió de su atontamiento. ¿Hablaban de él? Sólo podían referirse a él. ¡Seguro! Jim escuchó con el alma en un hilo.

—Junto a él había una corona y algo así como un pedazo de pergamino escrito y enrollado dentro de un tubo de oro. Me gustaría saber qué clase de pellejo era.

Los piratas se habían quedado silenciosos y miraban fijamente ante sí. El hombre siguió diciendo:

—En el pergamino había un condenado refrán, ¿lo recordáis, hermanos? Al que le haga daño al niño, el poder le cogerá y sujetará porque lo torcido se enderezará. O algo parecido. Me gustaría saber qué significa.

—Es una estupidez —gruñó el capitán—, todo es debido a que no sabemos leer bien porque cada uno de vosotros, zotes, sólo sabe leer una letra. Seguramente que ponía algo muy distinto.

—Tú mismo no sabes mucho más —se atrevió a decir uno de ellos.

—¡Silencio! —tronó el capitán y estrelló su jarra contra el suelo—. No quiero rebeliones. Además al niño lo sacamos del agua.

Si no le hubiésemos encontrado nosotros se hubiera ahogado sin remedio. Por lo tanto hicimos una buena obra.

—Pero luego se lo mandamos al dragón en un paquete postal —respondió el otro—, porque no teníamos para llevárselo nosotros mismos.

—¿Crees que le hubiésemos tenido que dar papillas? —añadió con ironía un tercero—. Sois unos papanatas. Si aquel pellejo negro está con el dragón, todo irá bien. De allí seguro que no podrá escapar.

—Estupendo, compadre —dijo el cuarto—, sólo que nunca llegó a su destino. ¿Recordáis lo furioso que se puso el dragón cuando quisimos que nos entregara nuestro ron?

—Terminad ya con esas malditas historias —gruñó enfadado aquel a quien todos llamaban capitán—. Ese estúpido dragón ya entonces nos traicionó. ¡Azufre, pez y estiércol de oso! Pero no volverá a suceder. Le escribiremos una carta diciéndole que hemos adivinado sus intenciones y que cuente con nuestra ira.

Los demás piratas protestaron porque pensaron que les daría mucho trabajo. Querían tener la noche libre y escribir la carta en otra ocasión.

—¡Monstruos marinos, tiburones y morenas! —exclamó el capitán—. Se hace lo que yo mando, ¿comprendido?

Entonces se fueron a buscar tinta, pluma y papel y empezaron a escribir la carta entre todos. Jim, desde su escondrijo, podía contemplar cómo lo hacían: se levantaban uno detrás de otro y escribían su letra en el papel, porque cada uno sabía leer y escribir sólo una letra. Por ejemplo, uno conocía la A, otro la S, un tercero la M. Pero ninguno sabía la letra del otro y por lo tanto no podían saber que uno de ellos en lugar de G escribiera siempre J. Era precisamente aquél que todos llamaban capitán, porque era el que escribía peor. Todos conocían los números 1 y 3 porque los tenían claros y grandes en la vela de su barco.

Durante el trabajo les empezaron a caer gotas de sudor de la frente y por el esfuerzo casi se les salían los ojos de las órbitas.

Por fin, después de mucho hablar, discutir y deletrear terminaron la siguiente carta:

aPreZiAda seÑora MALdienTe:

NUesTra PaZiEnZiA se HA HajoTado.

la EmOs DescubierTo. SaBEmoS

Ke es HUsTeZ unA TrahiDora.

POR EyO dEsDe haOra Somos

enEmijos. KUAndo la EnConTremos

no ABra salBaCion PARa HUSTeZ.

CoN MaLEbolensiA

Un pUNTapie

Los 13 SAlBajEs

Los piratas eran temerarios, fuertes como osos y osados. Pero ahora, por vez primera, Jim comprobaba, con sus propios ojos, que no era suficiente poseer esas cualidades cuando faltaba la inteligencia. Cada uno conocía una letra. ¿Y él? Ni siquiera una.

Los piratas estuvieron un rato sentados alrededor del fuego, agotados por el pesado trabajo, y se reanimaron con grandes tragos de sus jarras. Algunos se habían quitado el sombrero para secarse la frente, y el que llamaban capitán había tirado el suyo hacia atrás en el suelo.

El sombrero cayó muy cerca del rollo de cuerda en que estaba escondido Jim. Éste contemplaba el curioso sombrero con la calavera y los huesos, y cuanto más lo miraba, más le parecía que en algo era diferente de los otros. Y de pronto lo descubrió:

El sombrero llevaba un alfiler con una estrella roja de cinco puntas y los sombreros de los demás no. En aquel instante comprendió el significado de las palabras del «Dragón Dorado de la Sabiduría»:

«COGE LA ESTRELLA Y HAZTE SU DUEÑO».

Sin reflexionar levantó un poco el rollo de cuerda, de modo que podía pasar el brazo por debajo y sacó del sombrero la aguja con la estrella. Lo hizo en el momento justo, porque el que los piratas llamaban capitán, se levantó, en aquel momento, se acercó balanceándose sobre las piernas, cogió su sombrero y se lo volvió a poner. Jim contuvo el aliento apretando tanto la estrella en la mano que las puntas se le clavaban en la palma y casi le hacían daño. Pero el pirata no se dio cuenta de nada.

—Ahora —dijo al volver junto a sus compañeros—, escribamos la dirección en el sobre, papanatas.

Uno de los que estaban sentados le miró, se fijó bien en él y luego gruñó:

—¿También tú te atreves a opinar, compadre? Mejor será que te sientes y bebas.

—¡Te estás pasando de la raya! —gruñó el primero y le arrancó el jarro de la mano—. Se hace lo que yo mando, ¿comprendes?

—¡Te has vuelto loco, hombre! —dijo el aludido, furioso, y cogió su puñal—. Devuélveme la jarra o te mando al infierno.

—Soy el capitán —chilló el primero—, ¿es qué no tienes ojos en tu calabaza?

—¡Que te parta un rayo! —insultó el otro—. No llevas estrella y por lo tanto no eres el capitán, lo que sucede es que estás borracho.

Sus ojos empezaron a centellear. Sacó el puñal y gritó:

—Te pincharé para que salga el ron que has bebido.

El primero se tocó el sombrero. Como no notaba nada, se lo quitó y miró con asombro el lugar vacío.

—¡Que me aspen! —murmuró mirando aturdido a sus hermanos—. Creí que yo era el capitán. ¿Pero quién es el capitán si yo no lo soy?

El caso era que los piratas eran tan parecidos entre sí que ni ellos mismos se distinguían. No, ni siquiera ellos mismos eran capaces de saber quién era quién. Por eso no tenían nombre y eran sencillamente, todos, los Trece Salvajes. Pero como necesitaban alguien que llevara el mando, sólo obedecían a aquel que llevaba el sombrero con la estrella roja. No se preocupaban de que fuese siempre el mismo o de que cambiase cada día, porque no se diferenciaban en nada.

Pero cuando descubrieron que ninguno tenía la estrella, se armaron un lío. Cada uno aseguraba que era el capitán y que le tenían que obedecer; se fueron enfureciendo y al cabo de pocos momentos el asunto estaba muy enmarañado. Se daban con las jarras en la cabeza, se empaparon la ropa de ron, repartieron puñetazos entre sí y se revolcaron por el suelo peleándose.

La pelea duró largo rato porque todos tenían la misma fuerza, la misma rapidez y la misma resistencia. Pero al fin acabaron todos tendidos en el suelo, sin sentido.

Cuando Jim vio que no se movían, salió rápidamente de su escondite y los ató con la cuerda del gran rollo en que había estado escondido. Con uno de los puñales de los piratas cortó los pedazos de cuerda que sobraban. Cuando terminó dio un suspiro de satisfacción y prendió la aguja con la estrella roja en su uniforme de maquinista, cogió una antorcha, abrió la puerta de la trampa y bajó por una escalera. Al poco rato se encontró delante de una puerta muy baja. La llave estaba en la cerradura. La hizo girar y la puerta se abrió con un fuerte chirrido.

Los prisioneros estaban echados en el suelo, en una gran habitación redonda cuyas paredes tenían muchas puertas, pesadas y oxidadas.

—¡Jim! —susurró Lucas—. ¡Muchacho! ¡Estaba seguro de que vendrías!

—Me ha sido imposible venir antes —contestó Jim, orgulloso. Luego cortó las ligaduras de su amigo con un cuchillo. Hizo lo mismo con Li Si y con todos los demás.

—¿Dónde están los piratas? —preguntó el capitán, temeroso.

—Arriba —respondió Jim, divertida—, nos están esperando. Venid conmigo, os los presentaré.

Los otros se miraron asombrados. Luego siguieron al muchacho, que les precedió por la escalera llevando la antorcha en la mano.

Los piratas se habían despertado ya. No podían comprender lo que les había sucedido. Hasta aquel momento nadie había conseguido derrotarles.

Jim se les plantó delante y les dijo:

—Yo soy Jim Botón, el que vosotros quisisteis mandar en un paquete al dragón y que nunca llegó a su destino. Esto os lo digo para que sepáis con quien estáis tratando.

Los piratas abrieron mucho los ojos por el asombro y el terror. Lucas, lleno de admiración, le dio a Jim una palmada en la espalda y tronó:

—¡Rayos y truenos! ¿Lo has hecho tú solo, muchacho?

—Sí —dijo Jim.

—Ha sido una hazaña maravillosa —exclamó el capitán, y los marineros, llenos de admiración, gruñeron:

—Este Jim Botón es un muchacho valiente.

—Naturalmente, he tenido que utilizar una treta —explicó Jim—, si no jamás hubiese conseguido vencer a los Trece Salvajes.

Entonces explicó lo que había hecho para prenderlos. Todos le escucharon asombrados y en silencio. Sólo uno de los piratas murmuró:

—¡Demonios! Si este muchacho hubiese sido nuestro capitán hubiésemos llegado muy lejos.

Lo primero que hizo Lucas fue encender su pipa. Echó después grandes bocanadas de humo y cuando habló su voz sonó alegre:

—Jim Botón, eres verdaderamente el chico más simpático que he conocido en mi vida.

Luego la princesita, que hasta aquel momento no había abierto la boca, se acercó a Jim y con su delicada voz de pajarillo dijo:

—Jim, por favor, perdóname por lo que dije y por lo que hice. Fui muy tonta. Ahora sé que no sólo eres valiente, sino también el hombre más listo que conozco. Y cuando alguien es tan inteligente como tú, no necesita saber leer ni escribir ni hacer cuentas.

Jim le sonrió y respondió pensativo:

—Pues yo en cambio he estado pensando en ello, Li Si. Tenías razón. Ahora quiero aprender.

Los marineros llevaron a los piratas atados al calabozo y Jim cerró la puerta.

Cuando volvieron a la sala, se echaron cómodamente sobre las pieles de oso blanco y comieron lo que había sobrado del cerdo asado.

Jim estaba tan cansado y agotado que se durmió con una costilla a medio comer en la mano. Y los demás, siguieron su ejemplo, uno tras otro. Sólo Lucas y el capitán se turnaron haciendo guardia y vigilando el fuego para que no se apagara. Así transcurrió la noche.