Capítulo 2

A la mañana siguiente el cielo permanecía todavía negro y cubierto.

De lo primero que Jim se acordó al despertarse fue de un sueño extraño que había tenido durante la noche. Estaba debajo de un árbol muy alto, reseco y muerto. No tenía hojas y la corteza resquebrajada dejaba ver la madera desnuda y seca. El tronco estaba agrietado, como si sobre él hubiesen caído miles de rayos. Muy arriba, en lo más alto de la copa del gigantesco árbol muerto, un enorme y siniestro pájaro desplumado, de aspecto miserable, descansaba en una rama. Permanecía muy quieto, pero de sus ojos brotaban continuamente gruesas lágrimas del tamaño de un globo y resbalaban hacia abajo. Jim quiso huir porque temió que cuando las grandes lágrimas llegaran hasta él le cubrieran de agua. Entonces el enorme pájaro gritó:

—¡Por favor, Jim Botón, no huyas!

Jim se detuvo asombrado y preguntó:

—¿Cómo es que me conoces?

—Pero si eres mi amigo —dijo el pájaro.

—¿Qué puedo hacer por ti, pobre pajarraco? —preguntó Jim.

—Ayúdame a bajar de este horrible árbol muerto, Jim —respondió el pájaro—, si no lo haces tendré que morir aquí. ¡Estoy tan solo, tan terriblemente solo!

—¿No sabes volar? —le chilló Jim—, ¡eres un pájaro!

—Pero Jim, ¿ya no me conoces? —respondió el pájaro con voz tremendamente triste.

¿Cómo puedo saber volar?

—Por favor, deja de llorar —dijo Jim sintiéndose muy desgraciado—, tus lágrimas son demasiado grandes. Si me tocan me ahogarán y entonces no te podré ayudar.

—No, mis lágrimas no son mayores que las tuyas —siguió diciendo el pájaro—, ¡míralas otra vez!

Jim siguió atentamente una lágrima que caía y vio con asombro que a medida que se acercaba a él se volvía más y más pequeña. Cuando cayó sobre su mano, era ya tan minúscula que ni siquiera la sintió.

—¿Quién eres, pajarraco? —preguntó Jim.

Y el pájaro chilló:

—¡Mírame bien!

Entonces Jim se dio cuenta, como si lo estuviera viendo claramente, de que el pájaro no era un pájaro sino el señor Tur Tur.

En aquel momento se despertó.

Mientras desayunaba con la señora Quée y la pequeña princesa, seguía pensando en su sueño.

—¿Estás enfadado conmigo por lo de ayer? —preguntó por fin la princesita que estaba arrepentida de haber molestado a Jim.

—¿Ayer? —contestó Jim distraído—, ¿por qué?

—Porque te dije: «¿lo ves?».

—¡Ah! —dijo Jim—, eso no tiene importancia, Li Si.

Lucas llegó y se interesó por cómo habían pasado la noche; lo primero que hizo Jim fue contarle su extraordinario sueño. Cuando hubo terminado, Lucas permaneció largo rato en silencio sacando grandes nubes de humo de su pipa.

—Sí, el señor Tur Tur —gruñó—, pienso muchas veces en él. Sin su ayuda nos hubiéramos perdido en el desierto «El Fin del Mundo».

—¿Cómo estará? —murmuró Jim.

—¡Quién sabe! —dijo Lucas—. Seguramente seguirá viviendo completamente solo y aislado en su oasis.

Cuando terminaron de desayunar, la señora Quée retiró la vajilla de la mesa y la princesita la ayudó a lavarla y secarla, mientras Lucas y Jim se disponían a contestar a las muchísimas cartas. Lucas escribía y Jim le ayudaba lo mejor que podía, pintando como firma su carita negra al final de todas las cartas, las doblaba y las metía en el sobre, les ponía el sello y las cerraba. Cuando hubieron terminado todas las cartas, a Lucas el maquinista, que era verdaderamente un hombre muy fuerte, le dolía la mano de tanto escribir. Y Jim, que había pegado todos los sellos y todos los sobres lamiéndolos con la lengua, se recostó completamente agotado en su silla y exclamó:

—¡Oh, cadamba, que dabajo dan pedado!

En realidad había querido decir: «¡Oh, caramba, qué trabajo tan pesado!». Pero la lengua se le había quedado pegada en la boca. Se tuvo que lavar los dientes y hacer gárgaras, porque si no, no hubiera podido comer con los demás al mediodía.

Por la tarde llegó el cartero acompañado del señor Manga. Habían visitado al rey Alfonso y habían recibido la orden de que avisaran a todos los súbditos para que se dirigieran a palacio. Así lo hicieron.

El rey estaba sentado, como siempre, en su trono vistiendo el batín de terciopelo rojo y calzando las zapatillas de cuadros escoceses. Junto a él, en una mesa a propósito, estaba el gran teléfono de oro.

—Mis amados súbditos —dijo saludando amistosamente con la mano a cada uno de ellos—, os deseo que tengáis muy buenos días.

Entonces tomó la palabra el señor Manga:

—Todos deseamos a Vuestra Majestad unos muy buenos días y le expresamos solemnemente nuestra humilde y devota sumisión.

—Bien —empezó el rey, y carraspeó varias veces mientras ponía en orden sus ideas—, en verdad, mis amados súbditos, me duele hacerlo pero debo deciros que el motivo por el que os he convocado es muy triste. Es, por decirlo así… en cierto modo…

Carraspeó varias veces más y paseó su mirada indecisa por todos los presentes.

—¿Nos quiere Vuestra Majestad comunicar alguna decisión? —dijo la señora Quée, deseosa de infundirle ánimos.

—Eso quiero —respondió el rey—. Pero no es tan sencillo como parece. En realidad he tomado varias decisiones, exactamente dos. La primera decisión es que he decidido haceros partícipes de mi decisión. Esto ya lo he hecho y con ello os he comunicado mi primera decisión.

El rey se quitó la corona, le echó aliento y le sacó brillo con la manga del batín, tal como solía hacerlo cuando estaba muy preocupado y quería ganar tiempo para poner en orden mis ideas. Por fin se volvió a poner, con gesto decidido, la corona y dijo:

—¡Fieles súbditos!: Lo ocurrido ayer con el barco correo nos ha demostrado que de esta forma no podemos seguir. Es demasiado peligroso. En lenguaje real lo llamaríamos «una situación de desastre».

Significa que se trata de algo que no puede seguir.

—¿Y qué es lo que no puede seguir, Majestad? ——preguntó Lucas.

—Os lo acabo de decir —suspiró el rey Alfonso, secándose con su pañuelo de seda unas gotas de sudor de la frente, porque la audiencia le empezaba a cansar.

Los súbditos esperaron silenciosos a que el rey Alfonso se calmara y siguiera hablando:

—No lo podéis entender porque es demasiado complicado. Lo importante es que lo entienda yo, que para algo soy el rey. Bueno, os he comunicado ya mi primera decisión; la segunda es ésta: tenemos que hacer algo.

—¿Qué tenemos que hacer, Majestad? —preguntó Lucas precaución.

—Os lo voy a explicar —dijo el rey—. Los Es-Un-de-Lu-y-Nu-Lu están en peligro.

—¿Los qué? —preguntó Lucas.

—Los Es-Un-de-Lu-y-Nu-Lu. Es una abreviatura, porque en el lenguaje real se usan muchas abreviaturas. Significa Estados Unidos de Lummerland y Nueva Lummerland.

—¡Ah! —exclamó Lucas—, ¿y por qué se encuentran en peligro?

El rey explicó:

—Ayer, a causa de la oscuridad encalló en la playa de Nu-Lu el pequeño barco correo. Antes, el barco correo sólo llegaba aquí de vez en cuando, pero desde que hemos entablado relaciones diplomáticas con China, el tráfico marítimo ha aumentado considerablemente. Casi cada mes llega el barco imperial de mi muy respetado amigo Pung Ging, emperador de China. No quiero pensar en lo que podría suceder si en la oscuridad chocara contra nuestras costas. Por ello he decidido que tenemos que hacer algo.

—¡Muy bien! —exclamó el señor Manga—. Se trata de una decisión muy sabia. ¡Viva nuestro muy amado rey, viva, viva!

—Un momento —dijo Lucas, pensativo—. Majestad, usted no nos ha dicho todavía qué es lo que tenemos que hacer.

—Mi querido Lucas —dijo el rey en tono de reproche—, para eso os he reunido a todos, para encontrar una solución. Al fin y al cabo, yo no lo puedo hacer todo solo y he tenido ya bastante trabajo con tomar mis dos decisiones. Os tenéis que hacer cargo.

Lucas meditó un momento y luego dijo:

—¿Qué le parecería si construyéramos un faro?

—¡Es una idea magnífica! —exclamó el señor Manga—. Tendría que ser un faro muy alto para que los barcos lo pudieran distinguir desde muy lejos.

—Lo difícil será —dijo el rey, preocupado—, decidir en qué lugar tenemos que construir ese faro tan alto. La parte inferior debería ser muy grande para que no se cayera. Y no tenemos sitio para una torre tan grande y tan alta.

—Eso es cierto —murmuró Lucas, pensativo—. Tendríamos que inventar un faro que fuera lo más grande posible y que a pesar de ello casi no ocupara sitio.

Todos se miraron aturdidos.

—Eso no existe —dijo el señor Manga al cabo de un rato—. Las cosas son grandes o pequeñas, pero es imposible que sean las dos cosas a la vez. Eso está demostrado científicamente.

El rey Alfonso Doce-menos-cuarto suspiró preocupado:

—Yo ya lo tengo decidido. Hay que hacerlo porque no puedo pensar en retirar mi decisión, ¡eso un rey no lo hace nunca! Una decisión es una decisión, y yo no puedo permitir que no se cumpla.

—Pero si no es posible —se atrevió a decir la señora Quée para calmarlos—, quizá sea más inteligente dejarlo.

—Eso sería horrible —dijo el rey, estupefacto—, en lenguaje real a eso se le llama crisis, y eso significa casi revolución.

—Espantoso —tartamudeó el señor Manga, palideciendo—. Majestad, en nombre de todos vuestros súbditos le aseguro que en esta revolución estamos todos, sin excepción, de su parte.

—Gracias, gracias —respondió el rey Alfonso Doce-menos-cuarto, haciendo con la mano un gesto de cansancio—, pero por desgracia, eso no sirve para nada. A pesar de ello, seguimos en crisis. ¡Oh! ¿Qué puedo hacer?

—¡Yo lo sé! —gritó de pronto Jim.

Todas las miradas se volvieron hacia él y el gesto de preocupación del rey desapareció. Con una voz llena de esperanza dijo:

—¿Habéis oído? ¡Ha dicho que se le ocurre algo! ¡Tiene la palabra el medio súbdito Jim Botón!

—¿No se podría…? —dijo Jim, nervioso—, ¿no se podría traer al señor Tur Tur a Lummerland y hacerle servir de faro? Ocupa muy poco lugar, pero desde lejos parece una torre enorme. Si por la noche se pusiera sobre el pico más alto de la montaña, con una luz en la mano, se le podría distinguir desde muy lejos. Si se le construyera una casita podría vivir en Nuevo Lummerland. Así ya no estaría tan solo.

Durante un momento reinó un profundo silencio; luego Lucas exclamó:

—Jim, viejo amigo, ¡es una idea maravillosa!

—Es algo más que eso —aclaró el señor Manga, levantando el dedo—, ¡es genial!

—De todas formas es el plan más acertado —exclamó Lucas— que he oído en mi vida.

Y le tendió a Jim su manaza negra. Jim se la estrechó y se sacudieron las manos sonriendo. La princesita, a causa de la excitación se colgó del cuello de Jim y le dio un beso, y la señora Quée, a punto de estallar por el orgullo, no hacía más que decir:

—¡Ah, este chico…, este chico! ¡Tiene siempre unas ideas…!

El rey Alfonso levantó la mano para pedir silencio, y en cuanto hubo cesado el ruido de las voces, exclamó alegremente:

—¡La crisis del reino ha terminado!

—¡Viva, viva, viva! —gritó jubiloso el señor Manga, agitando en el aire su sombrero.

—Antes de dar el asunto por terminado, necesito saber algo más —siguió diciendo el rey—. Por lo que nos han contado Lucas y Jim, resulta que el tal señor Tur Tur es un gigante-aparente.

—Sí —afirmó Jim—, yo mismo lo he visto.

—Bien —respondió el rey—, ¿y se ha ido a vivir al desierto «El Fin del Mundo» para que nadie se asuste de él?

—Sí —dijo Jim—, pero es muy simpático y amable.

—Lo creo —respondió el rey—, pero cuando viva aquí, con nosotros, ¿no le tendremos miedo? Digo esto porque, naturalmente, lo único que me preocupa es el bienestar de mis súbditos.

Entonces, Lucas tomó la palabra.

—Majestad —dijo—, no tiene que preocuparse por ello. Por suerte, Lummerland es tan pequeño que al señor Tur Tur no se le podrá ver desde muy lejos. Desde cerca parece tan normal como usted o como yo. En cambio; los barcos lo verán desde mucha distancia y será muy conveniente que entonces parezca muy grande, sobre todo por la noche, cuando tenga que ser un faro.

—Si es así —dijo el rey Alfonso Doce-menos-cuarto—, ordeno y mando que se vaya a buscar al señor Tur Tur.

—Bien, muchacho —gruñó Lucas, dirigiéndose a Jim—, habrá que ir pensando en ponerse en marcha otra vez.

—¡A la orden! —dijo Jim, y sonrió de tal forma que se vieron todos sus dientes blancos.

—¡Ay, Dios mío! —exclamó la señora Quée, poniéndose las manos en la cabeza, porque en aquel momento se dio cuenta de lo que significaba todo aquello—, no iréis a emprender ahora de nuevo un viaje en el que correréis tan tremendos peligros.

—Querida señora Quée —dijo Lucas, sonriendo divertido—, esto no tiene remedio. No creo posible que el señor Tur Tur venga solo.

—La audiencia ha terminado —anunció el rey.

Les dio la mano a los súbditos y al cartero, y todos abandonaron el palacio.

Cuando estuvo solo, el rey Alfonso Doce-menos-cuarto se recostó, con un suspiro de alivio, sobre los almohadones del trono. Las numerosas decisiones que se había visto obligado a tomar y la crisis del reino le habían agotado. Pero cuando cerró los ojos para caer en un sueño reparador, en sus labios asomó una sonrisa de satisfacción.