Capítulo 20
La mañana siguiente, después del desayuno, Lucas fue a buscar a Jim y los dos se sentaron en el lugar de costumbre, junto a la orilla, contemplando el mar y estuvieron discutiendo sobre lo que tenían que hacer para encontrar la pista de los Trece Salvajes.
Pero no se les ocurría nada.
Cuando llevaban ya una hora sentados y se habían roto la cabeza pensando, se les acercó a grandes pasos el señor Manga, se quitó el sombrero hongo y exclamó:
—Su Majestad, nuestro muy respetado rey, os ruega que os dirijáis al castillo. Según dice, se trata de un asunto diplomático de la mayor urgencia. El emperador de China acaba de llamar por teléfono y os quiere hablar.
Los tres se fueron corriendo hacia el castillo. El rey Alfonso Doce-menos-cuarto les saludó muy amablemente y tendió el auricular del teléfono a Lucas.
—Sí, ¿diga? —dijo Lucas—. Habla Lucas el maquinista.
—Buenos días, mi querido y respetado amigo y salvador de mi hija —oyó que decía la voz sonora del emperador de China—, tengo una noticia muy importante y agradable para usted y para su pequeño amigo Jim. Según los cálculos de nuestros «Flores de la Sabiduría» sólo faltan muy pocos días para que el dragón despierte. ¡Oiga, oiga!, ¿me oye?
—Sí —respondió Lucas—, le oigo muy bien.
—Bien, le decía a usted que el dragón despertará dentro de pocos días y su sueño de un año y su metamorfosis han transcurrido con toda normalidad. Ayer, por vez primera, movió bruscamente la punta de la cola. El zoólogo mayor de la corte opina que esta es una señal segura de su próximo despertar. Yo creo que ustedes tendrán interés en estar aquí en ese momento.
—¡Claro que sí! —exclamó Lucas—, ¡ya es hora!, tenemos que preguntarle varias cosas muy importantes.
—Me lo imaginaba —respondió el emperador—, y por eso he mandado ya mi barco imperial. Dentro de pocos días llegará ahí y les traerá lo más rápidamente posible a China.
—Gracias —dijo Lucas—, es usted muy amable, Majestad.
—¿Cómo está mi hijita? —preguntó el emperador—, ¿se ha repuesto en su encantadora islita?
—Me parece que sí —le tranquilizó Lucas—. Ayuda a la señora Quée en su tienda. Le divierte mucho.
—Me alegro —dijo el emperador, satisfecho—, así ha sido útil. Dígale, por favor, que vuelva a casa con usted y con Jim. Pronto terminarán sus vacaciones y durante un par de días tendrá que preparar sus cosas para el colegio y además cumplir con sus obligaciones de princesa.
—Se lo diré sin falta —le aseguró Lucas.
Se despidieron y así terminó la conversación telefónica.
Lucas, Jim y Li Si se ocuparon en los días que siguieron de los preparativos para el viaje a China. Li Si llenó su baúl que era de la mejor piel china de colibrí (sólo las cerraduras eran, naturalmente, de plata). Lucas hizo un paquete con las cosas que otras veces guardaba en la cabina. Esta vez la buena y vieja Emma se quedaba en casa. Primero, porque todavía no se había repuesto del todo de las fatigas del último viaje y en segundo lugar porque no era imprescindible llevarla. Le sentaría muy bien una temporada de descanso. Además no pensaban estar mucho tiempo ausentes. La señora Quée preparó la pequeña mochila de Jim y puso en ella el uniforme azul de maquinista, recién planchado, la gorra de visera y la pipa.
Por fin llegó el majestuoso barco imperial del emperador Pung Ging. El señor Tur Tur se quedó encerrado aquellos días en casa del señor Manga para no asustar a los barcos que se acercaran. Los dos amigos saludaron al capitán que conocían ya desde la captura de la isla flotante, dijeron adiós a todos los habitantes de Lummerland y subieron a bordo con la pequeña princesa. Como no podían perder tiempo, el barco levó anclas en seguida y se dirigió a toda vela en dirección a China.
Unos días más tarde, en una mañana luminosa, el barco imperial atracó, en medio de una multitud jubilosa y muchas bandas de música, en el mismo muelle desde el cual, un año antes, había partido con los mismos viajeros, en dirección a Lummerland. Hacía exactamente un año y por lo tanto el dragón durmiente tenía que despertar aquel mismo día.
Cuando Lucas y detrás de él Jim y Li Si del brazo, bajaban por la pasarela del barco, vieron a lo lejos a cuatro portadores de sillas de manos que se acercaban corriendo llevando sobre dos varas doradas un gigantesco asiento que parecía estar vacío.
—¡Dejadme bajar! ¡Dejadme bajar! —exclamó una vocecilla nerviosa y los viajeros descubrieron entre los almohadones del asiento a un muchachito minúsculo que vestía un batín de oro.
—¡Ping Pong! —exclamó Lucas, contento—, me alegro mucho de volverte a ver.
Los portadores dejaron el asiento en el suelo y los dos amigos y Li Si le estrecharon con mucho cuidado la mano al superbonzo. Durante el tiempo transcurrido el muchachito había crecido y ahora medía ya como el doble de una mano normal. Ping Pong se inclinó hasta el suelo y pió:
—Siento una gran alegría, mis respetados maquinistas de una locomotora condecorada. Estoy fuera de mí, estoy hechizado al volver a ver a nuestra princesa Li Si, parecida a un pétalo de rosa. Es tan grande la alegría que siento, que soy incapaz de cumplimentaros debidamente deseándoos salud y felicidad.
Ping Pong tardó un buen rato en serenarse y entonces se le ocurrió pensar que no podía hacer esperar mucho al muy poderoso señor el emperador, que seguramente estaría deseando estrechar entre sus brazos a su hijita y a los dos ilustres héroes maquinistas.
Los viajeros, acompañados por el superbonzo, montaron en una carroza china de muchos colores tirada por seis caballos que les esperaba y se dirigieron hacia Ping donde todas las calles estaban engalanadas con guirnaldas de flores. Una inmensa multitud con niños y niños de los niños recibió también a los recién llegados con exclamaciones y gritos ensordecedores.
El muy poderoso emperador en persona les esperaba en la escalinata de noventa y nueve escalones que conducía a la puerta del palacio.
—¡Nobles amigos! —gritó desde lejos y bajó corriendo con los brazos abiertos—. Por fin os vuelvo a ver. ¡Sed bienvenidos!
Luego estrechó sobre su corazón a la pequeña princesa contento de volverla a ver y de que tuviera tan buen semblante.
—Bueno —dijo cuando hubieron terminado los saludos—, no nos entretengamos, vayamos sin pérdida de tiempo a ver al dragón, si no, llegará el momento del despertar sin que estemos nosotros presentes. Seguidme, por favor, que yo os guiaré.
Mientras cruzaban la gran puerta de ébano, la pequeña princesa les susurró a Lucas y a Jim:
Os asombrará ver el aspecto de la casa del elefante donde metieron al dragón hace un año. Antes estaba medio derruida, pero mi padre la ha mandado reconstruir y adornar magníficamente.
Así era. Ya desde lejos, mientras se acercaban a la casa del elefante cruzando el parque de palacio, lo vieron brillar y resplandecer por entre los árboles. Los dos amigos se detuvieron embobados ante el suntuoso edificio y casi olvidaron que tenían que entrar en él. El emperador había hecho transformar la cuadra con su gran cúpula en una pagoda con muchos pisos y cientos y cientos de torrecillas en punta que rodeaban una enorme torre principal. Todo estaba lleno de hermosas figuras, adornos y pequeñas campanas.
Por fin los dos amigos salieron de su ensimismamiento y siguiendo al emperador entraron por un portal de oro en el edificio. Un silencio profundo les envolvió. Duró sólo hasta que sus ojos se acostumbraron a la luz crepuscular multicolor que provenía de incontables bombillas de colores. En el interior del edificio las paredes también estaban recubiertas hasta el techo de soberbios adornos, que en la penumbra brillaban llenos de misterio. Por la enorme cúpula, en cuyo centro uña gran plancha de ámbar servía de ventana, penetraba un único rayo de luz de un color amarillo dorado que iluminaba en el fondo de la sala la figura del dragón que se iba a transformar.
En el primer momento, Lucas y Jim no podían creer que aquel dragón fuese el que habían vencido en Kummerland. Fijándose mucho encontraron en él algún ligero parecido.
Su morro ya no era tan largo y afilado y el horrible colmillo prominente había desaparecido. Su cabeza recordaba, aunque mucho, la de un león. El cuerpo se había vuelto más esbelto y más largo lo mismo que la cola, que descansaba junto a él enroscada como la de un gato. Y lo que antes era una horrible piel llena de escamas, estaba ahora recubierta de misteriosos dibujos y signos. Yacía allí, como una gigantesca estatua, con la cabeza apoyada sobre las patas delanteras y la luz centelleaba y refulgía sobre su cuerpo dorado.
Jim había cogido la mano de Lucas y los dos se detuvieron en silencio, algo asustados. Casi no podían creer que ellos dos fueran, por su victoria sobre el dragón y además por no haberle matado, los artífices de aquella maravillosa metamorfosis. Pero no había duda.
Detrás de los amigos estaban el emperador con Li Si y Ping Pong. La princesa tenía en sus brazos al minúsculo dignatario y se había cogido de la mano de su padre.
De pronto el brillo y el centelleo de la piel del dragón aumentó en intensidad porque se había convertido en un «Dragón Dorado de la Sabiduría». Por un instante se oyó claramente un extraño sonido. Lentamente, con una lentitud tremenda, el dragón levantó el tronco hasta quedar sentado apoyándose sobre las patas delanteras. Abrió los ojos, que relucían con un fuego verdoso, como dos esmeraldas y posó su mirada sobre los dos amigos.
Involuntariamente Jim apretó la mano de Lucas.
Pasó otro rato y entonces de repente salió del pecho del «Dragón Dorado de la Sabiduría» un sonido sordo, parecido al de un gran gong de bronce:
—¿Estáis todos aquí, vosotros a quienes yo llamo mis señores?
—Sí —contestó Lucas—, aquí estamos.
—Me alegro de que hayáis venido —dijo el dragón—, porque ha llegado el momento de que hagáis lo que se os ha encargado. Hay que resolver el enigma.
—¿Sabe usted…? —Lucas iba a decir «Señora Maldiente» pero de pronto tuvo la sensación de que no se le podía llamar de aquella manera. Preguntó:
—¿Sabe usted, «Dragón Dorado de la Sabiduría», lo que nos proponemos hacer?
—Lo sé —respondió el dragón y por un momento pareció que iba a asomar en sus labios una sonrisa—. Sé todo lo que me queréis preguntar.
—¿Y nos contestarás a todo? —se atrevió a decir Jim—, ¿a todo lo que queramos saber?
—A todo —contestó el dragón—, lo que ahora necesitéis conocer. Si contestara a todas las preguntas que me hicierais sólo por curiosidad no sería yo un «Dragón Dorado de la Sabiduría», sino un dragón de barro de la charlatanería. Por lo tanto, escúchame, pequeño señor y amo: no me preguntes ahora nada sobre tu porvenir. Pronto lo sabrás todo por tus propios medios y tu sabiduría. Pero no ha llegado el momento todavía, debes tener paciencia.
Jim, desconcertado, no se atrevió a seguir preguntando y enmudeció. Lucas iba a preguntar dónde podrían encontrar a los Trece Salvajes, cuando el dragón empezó a hablar:
—Aprestad un barco con toda clase de armamento, pesado y ligero. Que su quilla y sus velas sean azules como el agua del mar. Pintaréis olas en él, desde la quilla hasta la punta más alta. Así será muy difícil verle. Dejad que os arrastre la corriente y os empuje el viento. Os conducirán al lugar exacto, no lo dudéis. Pero si intentáis, por impaciencia o terquedad coger una sola vez el timón, no encontraréis el lugar.
El dragón calló un momento, luego continuó:
—Por fin veréis acercarse un barco con las velas de color rojo de sangre. Llegará por el sur, al amanecer.
—¡Los Trece Salvajes! —murmuró Jim y se estremeció—. Así se hacen llamar —exclamó el dragón—, pero tú, mi querido dueño, después de vencerles por su propia fuerza y flaqueza, les liberarás de su error.
—¿Qué querrá decir con eso? —le susurró Jim a Lucas, pero antes de que éste pudiera contestar, el dragón agregó—: Vienen de su inexpugnable Fortaleza de la Obstinación que ningún ojo humano ha conseguido ver jamás y a la que ningún barco extraño se ha acercado nunca. Está lejos, en aquel horrible «País que no puede existir», a pesar de que hace más de mil años apareció bajo la capa del cielo cuando el tremendo caos de los elementos.
—¿Y hacia dónde se dirigen? —Lucas interrogó impaciente.
—Están en camino hacia las rocas magnéticas, para encontrarse allí con el dragón que era yo, y cambiar el botín que llevan por alguna otra cosa. Se cruzarán en ruta con vuestro barco. Os descubrirán en el último momento. Entonces tendréis que proceder contra ellos con osadía y rápidamente. Pero habéis de saber que son los guerreros más valientes, fuertes y despiadados que existen y que no han sido vencidos jamás.
Lucas inclinó la cabeza pensativo. Jim tenía una pregunta sobre su locomotora en los labios, pero el dragón dijo:
—Recuperarás lo que has perdido. Lo que recuperes lo perderás. Y, sin embargo, lo tuyo se te dará por fin para siempre, pero entonces tu mirada lo atravesará.
Jim se esforzó inútilmente por comprender el sentido de aquellas palabras enigmáticas. Pero pensaba que lo más importante era saber que por último recuperaría a Molly. Esto el dragón lo había dicho claramente, ¿o quizá no? Desconcertado, preguntó:
—¿Por favor, saldremos victoriosos en la lucha contra los Trece Salvajes?
—Vencerás —exclamó el dragón cada vez más enigmático—, pero no en la lucha. Porque el vencedor será vencido y el vencido vencerá. Por lo tanto escúchame, pequeño señor y dueño mío: EN EL OJO DE LA TEMPESTAD DESCUBRIRÁS UNA ESTRELLA; ROJA COMO LA SANGRE Y CON CINCO PUNTAS. COGE LA ESTRELLA Y HAZTE DUEÑO DE ELLA. DE ESTA MANERA DESCUBRIRÁS EL MISTERIO DE TU ORIGEN.
El dragón calló y pareció como si no quisiera ya hablar más. Sus ojos de esmeralda miraban, fijos e inmóviles, por encima de los presentes, hacia lo lejos.
Los dos amigos esperaron un rato, pero no sucedió nada más.
—Parece que nos lo ha dicho ya todo —gruñó Lucas—. Y luego, dirigiéndose al dragón, agregó:
—Muchas gracias, «Dragón Dorado de la Sabiduría». Aunque no hayamos entendido todo lo que nos has dicho, sabemos por lo menos dónde encontrar a los Trece Salvajes.
—Sí, gracias —añadió Jim y sin darse cuenta hizo una reverencia. El dragón no contestó, pero de nuevo pareció que iba a asomar una sonrisa en sus labios.
Los dos amigos salieron pensativos de la gran sala, seguidos por el emperador, Li Si y Ping Pong.
—Ha sido muy extraño —dijo la princesa.
—¿Qué hacemos ahora? —pió el pequeño superbonzo.
—Yo propongo —dijo el emperador—, que nos reunamos en mi salón del trono y deliberemos.
Y en silencio se pusieron en camino.