EPÍLOGO
Los guardaespaldas irrumpieron por la puerta, seguidos por Lev.
—¡Vamos, deprisa, o perderá el avión! — rugió, echando humo. Lanzó una mirada a la mujer—. ¿Por qué demonios es tan importante este ridículo ser?
Ewa Poselski se levantó lentamente de la silla y rebuscó en el bolso. Sacó algo de él, lo besó y lo puso entre las manos del político, apretándoselas. Acto seguido, sin ver nada y entre grandes suspiros, cruzó la puerta y salió de su vida.
Tomaron a tiempo el avión en La Guardia e hicieron escala en París, donde enlazaron con el vuelo de El Al con destino a Tel Aviv. El reservado VIP del avión estaba prácticamente vacío. La secretaria del político volvió a primera clase para hablar de las inminentes elecciones con otros miembros del equipo, dejándolo a solas con Lev. Este era el asesor ejecutivo y el director de la campaña. Su gran inquietud, apenas domeñada bajo sus fríos ademanes, puso sobre aviso al político de que estaba a punto de recibir una lección sobre estrategia y estilo. Una azafata les trajo bebidas, y se sentaron uno frente al otro.
—¿Qué le pasa? Ha sido un discurso excelente. Mañana mismo aparecerá transcrito íntegramente en la página cuatro del New York Times. Debería estar entusiasmado. Ha sido esa vieja, ¿verdad?
—No es ella solo.
—¿De qué se trata?
—Es una pieza de la historia.
—¿De la Shoah?
Él asintió con la cabeza y bajó la vista hacia la palma de la mano.
Su colaborador miró allí también.
—¿Qué es eso?
—Un medallón envuelto en una carta. Un mensaje lanzado por encima de un muro.
—¿De alguien a quien conocía?
—Sí.
Lev alargó la mano y dio unos golpecitos sobre el medallón.
—Hemos perdido una importante reunión por culpa de esta distracción. No podemos permitirnos estos excesos. Tenemos una larga lucha por delante. Si hemos sobrevivido los últimos veinte años ha sido gracias a que hemos tenido la cabeza despejada y unos nervios de acero. Por favor, no más sentimentalismos.
—No son sentimentalismos.
—Dígame qué es entonces, porque parece que hubiera visto un fantasma.
—Nada de fantasmas —dijo el político, sacudiendo la cabeza—. Una ventana al pasado. ¿No es extraño que uno vea mejor el futuro mirando hacia el pasado?
—¿De qué está hablando?
—No voy a presentarme a las elecciones, Lev.
—¡Pero qué diablos! ¡No me venga con esas! ¡No es el momento!
—Sí, es el momento. Si espero un poco más, ya no podré elegir.
—¡Esto es una locura! ¡No puede hacerle esto al partido! ¡Y no se atreva a hacérselo al pueblo! No por culpa de un momento de nostalgia o de lo que esa mujer haya podido decirle.
—Ella no era más que una mensajera.
Lev guardó silencio, a la espera.
—¿Ha amado usted alguna vez algo, Lev? Sí, por supuesto, usted ama a su esposa y a sus hijos, y un kibbutz entero lleno de nietos. Me refiero a amar algo que no se puede ver, pero cuya ausencia se siente cuando ya no está. Ese tipo de cosas.
—Claro. ¿El espíritu de toda una nación, por ejemplo? ¿Y qué me dice de la promesa hecha a un montón de gente que cree en usted?
—¿Debe un hombre vender su alma por el bien del pueblo?
—Tómese una semana de vacaciones. Estamos todos agotados. No tome decisiones precipitadas. Maldita sea, ¿no lo ve? Le están sirviendo el país entero en bandeja de plata. Tendrá la oportunidad de cambiar las cosas, de traer la paz al mundo.
—Nadie puede hacer eso sin ayuda. Si lo intenta, se convertirá en un tirano, en nada diferente a aquellos que perpetraron la Shoah. ¿Eso es lo que quiere para mí?
—Dice cosas que no tienen sentido. Tiene los nervios crispados.
—No, al contrario, siento una gran paz por primera vez desde hace décadas. No tengo por qué seguir trepando hacia el poder, solo para, cuando haya acumulado el suficiente, hacer del mundo un lugar seguro. Eso es una gran mentira, amigo mío.
—¿Lo cree así?
—Recuerdo un poema que me enseñó mi padre cuando aprendía a cantar. ¿Quiere que se lo cante?
Lev miró por encima del hombro.
—No —dijo con tono seco—. Por favor, no me lo cante.
El político se puso a cantar en yiddish:
Los pobres quieren ser ricos,
los ricos quieren ser reyes,
y los reyes no estarán satisfechos hasta que lo gobiernen todo.
Miró por la ventana, a las estrellas.
—Llevaba tantos años sin cantar... Es bueno cantar. Te sientes bien, muy bien. ¿Sabe qué pasaría si un gobernante llegara alguna vez a la máxima cota de poder absoluto? Al final se convertiría en un monstruo como Hitler o Stalin.
Lev dio un largo trago, hasta vaciar el vaso.
—Lo tenía por una persona realista.
—¿Realista? ¿Qué es una persona realista? Yo ya no sabría qué responder a eso.
—Ayer sí lo sabía. Ayer estaba dispuesto a todo. Siempre proclamó que lo hacía por su familia, y por todos los demás que perecieron.
—Sí —replicó lentamente—. Sí, lo hacía por ellos.
—Y por Ruth —añadió Lev con tiento.
—Y por Ruth.
—Cuando la mataron, pensé que lo habían matado a usted también... espiritualmente.
—Casi lo hicieron. ¿Sabe cuántas noches me he pasado sentado con una pistola cargada en la mano durante los últimos dos años, diciéndome que podía meterme el cañón en la boca y apretar
el gatillo? ¿Sabe lo difícil que fue no hacerlo?
—Pero luchó. Luchó con más fuerza que ningún otro hombre que haya conocido. ¿Por qué se rinde ahora?
—No estoy rindiéndome. La naturaleza de la guerra está cambiando. Mi papel en este frente ya no tiene razón de ser.
Inclinándose hacia delante, Lev le puso la mano en el brazo.
—Ella está muerta —dijo—. Los que la mataron están muertos. Pero el recuerdo está muy fresco... Es un recuerdo terrible. Tómese tiempo. Necesita esta misión. Y nosotros le necesitamos a usted.
—No.
Lev se recostó en su asiento, exasperado.
—Tomando en consideración la posibilidad de que no esté bromeando, debo preguntarle qué piensa hacer ahora.
—Presentar mi renuncia al primer ministro mañana por la mañana. Y después marcharme.
—¿Adónde?
—Debería ir a Varsovia. Quedó completamente destruida, ¿sabe? Pero las calles son las mismas. Caminaré por ellas, contemplando los adoquines. E iré a Treblinka, donde murió mi familia. Y a Auschwitz. Un hombre al que conocí murió allí... o al menos es muy posible que muriera. Él me salvó la vida. Tengo que visitar los lugares donde todos ellos sufrieron. Necesito guardar silencio. Necesito escuchar.
—Los soviéticos nunca le dejarán entrar en Polonia.
—Puede que no. Todo ha sucedido tan deprisa... Necesito tiempo para pensar. Hemos tenido muy poco tiempo, ¿verdad? ¿Por qué vamos siempre al galope hacia algún objetivo indefinido?
—El tiempo es un lujo que no podemos permitirnos.
—El tiempo es una necesidad. El tiempo y el silencio. De lo contrario repetimos el pasado, y nos encontramos haciendo las mismas cosas que antes hicieron nuestros opresores.
—No sea absurdo, nosotros no somos hombres malvados.
—¿Hay alguien inmune? Dígame, Lev, ¿cómo llegan los hombres malvados a ser lo que llegan a ser?
Lev le observó con frialdad. El político lo conocía lo suficiente como para ver que estaba haciendo esfuerzos por encontrar una ilación lógica. —Hay otras cosas que me gustaría hacer. Cuando era joven quería desenterrar el pasado. Quizá me dirija a las excavaciones de Jericó: cerca hay una colina que aún no ha tocado nadie, y tal vez me permitan ayudar a encontrar vasijas antiguas. Podría ir al desierto, acampar en Masada, contemplar las estrellas. O construir un pequeño bote y navegar en torno a Kinneret. O caminar por el monte Carmelo. Una cosa es segura: no volveré en busca del poder.
—¿Cómo lo sabe?
—Lo sé.
—¿Qué quiere decir con ese «lo sé»? ¿Cómo puede estar tan seguro?
—Lo único que sé es que si ignoro este medallón, nunca encontraré mi verdadero nombre.
Lev resopló con discreción.
—¿Su verdadero nombre? ¿Qué debo entender con eso? Yo le diré cuál es su verdadero nombre: usted ha nacido para el poder. Tiene estilo, tiene fuerza, y tiene esa mente inteligente tan suya. Es una persona con ética, y la gente le adora. ¡Podría liderar este condenado mundo si lo deseara!
Lev se volvió y se quedó mirando su imagen reflejada en la ventanilla.
David Schäfer vacilaba. Sentía una fuerza invisible que tiraba de él con fuerza desde el medallón. Diversas ideologías en conflicto se sucedían en su pensamiento. Lo principal en todas ellas era el señuelo del bien que podría hacer si él era la persona elegida para que la tierra fuera agraciada con un rey filósofo.
Por un instante apartó la mirada del medallón que sostenía en la palma de la mano, y experimentó por primera vez en su vida la presencia de una inteligencia mucho mayor que la suya. En ella había malicia. Era otro ser, invisible pero que estaba allí, pidiéndole entrar. Y le proporcionaba una sensación exultante, ya que su influjo sobre él, que se había visto debilitado por la llegada de la mensajera, estaba ahora a punto de serle restituido. Le forzaba a pensar en el medallón como en una baratija, un recuerdo del pasado, y en su ascenso al poder político como en un destino que no podía rechazar. La presión que emanaba de aquella oscura presencia era... mala. Sí, por qué no usar esta palabra, pensó. Existía el bien y existía el mal. La presencia mala odiaba. La presencia buena amaba, eso era lo que decía la Torá. Y la antigua mitología. Pero así era.
Con un gran esfuerzo mental, reconoció que él también había odiado. Sí, había odiado a aquellos que habían matado a sus padres, hermanos y hermanas. Habían matado a su esposa y a su hijo. Los habían matado a todos. Habían matado sus sentimientos. Odiaba a quienes dejaron que todo aquello sucediera casi tanto como odiaba a quienes lo habían cometido. Y el odio había florecido en todo su esplendor después del asesinato de Ruth, como si el odio fuese el único antídoto contra la desesperación.
Había querido hacerlo para que ellos no pudieran volver a hacerlo nunca más. Durante la mayor parte de su vida era lo que había deseado, y cuando ella murió, ese deseo se había convertido en una obsesión dominante, bajo la superficie de su admirable imagen pública. Esa cosa había alimentado aquella pasión. Le había empujado implacablemente hacia el poder, al tiempo que hacía madurar en su corazón una semilla negra y mortecina. Ahora comprendía lo cerca que estaba del abismo.
La cosa le escupió un pensamiento en su mente: ¡Si no eres tú, será otro!
En ese momento su colaborador se volvió hacia él y dijo con amargura:
—¡Si no es usted, será otro!
—No seré yo, Lev. Ni ahora ni nunca. Y espero que no haya ningún otro.
—Hay muchos como usted. Encontraremos a otro enseguida.
—¿Sabe lo que es un shammash?
—Por supuesto que sé lo que es un shammash.
—Estoy más seguro que nunca —dijo por fin—. Mi nombre es David Schäfer. Quiero ser pobre.
Veinte años más tarde, un hombre yacía agonizante en su hogar, en un suburbio de una ciudad de Alemania Oriental. Padecía un cáncer en sus últimas etapas, y tenía grandes dolores. Uno de sus hijos, médico, le administró una dosis adicional de morfina, y él comenzó a sentir algo de alivio. El resto de sus hijos, todos prósperos y de mediana edad, estaban sentados en las butacas dispuestas junto a las paredes del amplio dormitorio, hablando con calma unos con otros. Un hermano consolaba a una hermana que lloraba. Algunos de los hijos de sus hijos saltaban y hacían ruido, y enseguida les ordenaban que se estuvieran quietos. Hasta que una tía se los llevó fuera de la habitación.
—Hans —dijo el moribundo.
Un hombre corpulento y parcialmente calvo se acercó al lecho.
—Sí, padre.
—¿Querrás hacer algo por mí?
—Lo que sea. ¿De qué se trata?
—Tienes que prometérmelo.
—Te lo prometo, padre.
—No debes interferir en un proyecto que he emprendido con mis editores. Busca en la caja fuerte que hay detrás del Monet. En ella encontrarás una carpeta que contiene el manuscrito original de Andréi Rubliov.
—¿Tu obra de teatro?
El hombre hizo lo que le habían pedido y regresó con la carpeta.
—La obra no es mía —le dijo su padre.
Se oyeron varias voces que protestaban, los ojos intercambiaron miradas entre sí.
—Tengo la cabeza perfectamente lúcida.
El hijo sacó un manojo de papeles. Leyó la página del título.
—¿Quién es Pawel Tarnowski? — preguntó.
—La persona que escribió esta obra.
Varios miembros de la familia se apresuraron a tranquilizar al anciano diciéndole que él era de verdad el que era, y recordándole que la enfermedad o la medicación le habían desorientado un poco.
—La morfina...
Él los rechazó con un gesto.
—Yo robé esta obra —dijo.
—Nein, Vati, nein...
—Sí, tu querido papá. Un impostor que ha ocupado durante un cuarto de siglo una cátedra de literatura en la universidad. He vivido todo este tiempo a costa de su reputación. No se trata de una obra inmortal, decían, pero sí de una nota a pie de página de gran valor explicativo de la época. El profesor Haftmann es un artista genuino de la reconstrucción de la posguerra, decían. Y claro, fue tan útil cuando los soviéticos nos encerraron, aislándonos de Occidente... Veían en ella una metáfora de la unidad de Rusia, de la resistencia frente a los chinos.
Su hijo pasó el manuscrito a los demás.
—Lamento haber estropeado vuestro recuerdo de mí. No es un legado muy agradable que dejar a los hijos. Pero hay cosas en el corazón que uno no puede llevarse a la tumba. Hay cosas en cada uno de vuestros corazones que están ahí por mis faltas. Debéis asomaros a esas sombras. La verdad es el poder que os liberará.
El hijo cogió la mano de su padre.
—Ha pasado mucho tiempo, es mejor olvidar el pasado.
—A mí me parece que ha sido esta misma mañana cuando cogí el alma de otro hombre y la llamé mía. Hans, ¿lo hice porque había perdido la mía?
—No, no, no...
—He hecho pasar un manuscrito de contrabando a la Neumann Buchverlag, al otro lado del Muro. Si hubiese sido un hombre honrado y valiente, habría hecho esto hace mucho tiempo. El libro volverá a publicarse de nuevo en primavera con el nombre de su verdadero autor, y con una explicación completa.
La habitación se llenó de emocionados rumores de protesta.
—Me doy cuenta de lo humillante que será para vosotros. Os suplico a todos perdón. Perdón...
Por encima de las extensiones agrestes de la Columbia Británica, las estrellas se veían tan brillantes, que muchas personas que habían caído en la costumbre de no verlas miraban al cielo. La Vía Láctea era un río de pálida luz azulada. Los planetas visibles estaban en su momento de máxima luminosidad. Podían verse las lunas de Júpiter con prismáticos. Venus se veía muy nítida, y Marte era un ojo iracundo justo por encima del horizonte. De vez en cuando caían meteoritos.
En la iglesia parroquial de una remota reserva india se apagaron las luces, y salió una figura por la puerta principal. Era el sacerdote, un hombre mayor de origen polaco.
Era una de las noches más frías de aquel invierno, los árboles crujían como disparos de rifle en los bosques de los alrededores, el humo se elevaba recto desde las chimeneas del pueblo. El párroco se quedó unos instantes inmóvil, hasta que sus ojos se acostumbraron a la oscuridad. Mientras observaba los movimientos en el cielo se preguntaba, como tantas veces había hecho a lo largo de su vida, por qué la gente había dejado de mirar hacia lo alto. La gente de su época había empezado a pensar una vez más que no había Lebensraum... que no había un espacio en todo el mundo, en todo el universo material y en toda la infinitud donde poder destinar un espacio a lo inmortal.
Había conocido a tantas personas así en los campamentos, en las universidades, en las sedes del poder, incluso en el lugar en el que vivía ahora... Todas ellas se veían impulsadas a buscar soluciones, y al hacerlo trataban de imponer su voluntad a los demás. Los peores intentaban imponerla sobre la humanidad entera. Le harían un espacio a la humanidad destruyendo una porción de la humanidad. Al igual que sus predecesores, lo que acabarían haciendo sería desproveer más aún al mundo de espacio y de tiempo. Si levantaban la vista al cielo, lo que veían carecía de significado para ellos, era algo vacío y sin relieve. Mataban la esperanza porque no tenían verdadera esperanza.
El sacerdote suspiró y se quedó contemplando maravillado el cosmos en revolución.
Se estremeció.
—¡Ya es suficiente! ¡A la cama, que eres viejo!
Necesitaba recuperar fuerzas para el día siguiente. Había confesiones que escuchar por la mañana. Ya no venía mucha gente: algunos niños, las personas mayores y los moribundos estarían allí. Luego, por la tarde, iría en motonieve a los demás pueblos, río abajo. Le esperaba un día largo. Tres misas para, posiblemente, un centenar de almas.
Bajando la mirada a la tierra, se volvió y se fue cojeando hacia la cabaña de madera que constituía su rectoría, sin sentir más que un pequeño dolor en una antigua herida.
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