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No es que Pawel Tarnowski fuese un hombre de una inteligencia excepcional, ni que estuviera especialmente dotado para destacar en nada, aunque eran muchos los que pensaban que era inteligente, dándolo por sentado tal vez por su temperamento reflexivo y taciturno, o por el simple hecho de ser librero. Su principal cualidad (aunque para él era más bien una maldición) era que tenía una sensibilidad especial para comprender las complicaciones de la vida. Por otro lado, Pawel vivía con el convencimiento de que su vida carecía de valor para los demás. Su madre y su padre lo habían querido tanto como habían podido, pero ya no estaban con él, y de sus dos hermanos mayores no puede decirse que se hubiesen desentendido de él, pero era una carga para ellos y siempre lo había sido. Eran mucho más arrojados y siempre culminaban con éxito cualquier empresa. Además, estaban casados. Él no. Eran de carácter fuerte y decidido, mientras que él adolecía de una irremediable timidez, defecto que había de vencer todos los días y solo después de mucho esfuerzo. Pero no siempre había sido así. Su primer recuerdo era el de la nieve, la nieve cayendo del cielo sobre Varsovia ante sus ojos atónitos mientras reía con la boca abierta. Tenía dos años, quizá tres. Alzaba los brazos por encima de la cabeza, como invocando aquella efusión de los cielos.
Y así era. El incienso era algo que ascendía; la luz, en cambio, bajaba. Arriba la luz, abajo la oscuridad. Y cuando sucedía que era la oscuridad la que se instalaba arriba, de noche o en los días más tristes de invierno, entonces los ángeles enviaban la nieve como una señal. No lo olvides, Pawelek, parecían decirle. Estamos aquí. Te damos estas estrellas como mensajeras.
Y sucedió que papá tuvo que marcharse y aquella ausencia duró muchos, muchos años. Mamá recibía a veces la visita de algunos sacerdotes y de otra gente importante. El tío Tadeusz también venía a verla de vez en cuando; le traía dinero y entonces mamá lloraba de gratitud.
Al principio, Pawel insistía en saber cuándo iba a volver papá, pero poco a poco se dio cuenta de que era mejor no seguir preguntando, porque siempre que lo hacía, mamá se echaba a llorar. Era un llanto distinto, que nada tenía que ver con la gratitud.
Por eso se lo preguntó a sus hermanos. Bronek tenía ocho años, que eran muchos. Jan era mayor aún, tenía diez. Ellos sabían muchas cosas que Pawel ignoraba. A veces, Jan le decía:
—Volverá cuando los rusos le dejen ir. Y ahora deja de portarte como un niño pequeño.
Bronek le decía lo mismo, y subrayaba la frase dándole un buen puñetazo en el brazo para que no lo olvidara.
—Deja a mamá tranquila, idiota. ¿No ves que se pone triste cada vez que preguntas por papá?
No recibió ninguna carta de él, ningún mensaje, ni siquiera ningún pequeño regalo como los que siempre le daba antes de irse de viaje: el avión biplano de madera, todo rojo, con una hélice de metal a la que se le podía dar vueltas, la lupa para mirar la vida que corría en miniatura bajo las hojas húmedas de los Jardines Sajones, la canica de color azul con aquellas manchas que parecían las nebulosas de un planeta... Tal vez porque todas estas cosas se rompieron o se perdieron, lo cierto es que el rostro de papá se fue desvaneciendo en el recuerdo.
En verano, el tío Tadeusz compraba un billete de tren a cada uno. A veces, aunque no muchas, iban a la granja que sus primos tenían en Mazowiecki, en la parte menos montañosa del este de Varsovia. Pero lo que sí hacían siempre en agosto era pasar unos días al sur de los Montes Tatras, en la granja donde su abuelo había sido muy rico hacía tiempo, la misma donde ahora era muy pobre. El abuelo era viejo y tenía el pelo blanco; en pocas ocasiones se mostraba contento. Iba y venía con un montón de medallitas de santos que tintineaban debajo de su estrafalaria camisa de lino, aunque estuviese amontonando el heno o recogiendo el estiércol en el cobertizo de los gansos. Le gustaba que los niños le llamaran «JaJa», aunque solo Jan y Bronek se atrevían a hacerlo. Pawel sentía una gran admiración hacia el abuelo, pero no sabía cómo dirigirle la palabra: era tan grande y tan fuerte, unas veces cariñoso y otras temible, pero siempre imponente.
Babscia, la abuela, era tan mayor como el abuelo, aunque más dulce; siempre miraba con ternura a Pawel, y le sonreía. Olía a lavanda y a salvia, un aroma agridulce que era exclusivo de ella, nadie más despedía aquel olor. Rezaba el rosario con Pawel todas las noches, mientras él se iba quedando dormido bajo la manta azul que tenía bordado su nombre, Pawelek, y también un corazón y una cruz. El viento entraba por la ventana y llegaba al pie de la cama, las cortinas se agitaban, los pájaros se llamaban unos a otros en la noche, y las estrellas, infinitas, brillaban igual que copos de nieve.
En aquella casa el sueño era profundo y dulce, aunque a veces Pawel se despertaba, en mitad de la oscuridad de la alcoba donde dormía él solo, un poco asustado por el canto monótono de las lechuzas en el bosque de cerezos y por las imágenes imborrables de los cuentos sobre los osos pardos que el abuelo había cazado en el bosque hacía mucho, cuando era joven. O sobre los lobos que perseguían a los niños en las ventiscas de nieve, en invierno. Pero aquellos pequeños miedos pasaban pronto y enseguida volvía a quedarse dormido.
A veces soñaba con papá. A veces incluso llegaba a recordarlo. Le quedaba, por ejemplo, el maravilloso recuerdo del día en que, hacía ya mucho, poco antes de que tuviese que partir para luchar en la guerra contra Rusia, vestido con uniforme de soldado y la insignia del águila bicéfala en el pecho, lo puso sobre su regazo. Papá lo abrazaba y le besaba las mejillas, y hasta le dio un caramelo de jengibre.
—Dziecko, mi pequeño —murmuraba papá—. Mój synu, hijo mío.
Y entonces, sin apartarse de Pawel, depositó en sus manos un paquetito envuelto en papel de color rojo.
—Es para ti, para ti —le susurró papá al oído, abrazándole con fuerza.
Pawel rompió el envoltorio lleno de ansiedad y descubrió una figurita de latón. Era un diminuto caballero matando un dragón. El niño empezó a jugar hasta que unas gotas de baba azucarada cayeron sobre ella; y entonces la besó, lo cual hizo reír a papá.
—¿Cuántos años tienes, hijo mío? — le preguntó papá. Pawel le enseñó los cinco dedos de la mano.
—Dooos.
—Muy bien, tienes dos años. Ahora tengo que marcharme, Pawel, para luchar como este valiente caballero. Si la batalla va bien, volveré cuando tengas... —y le mostró tres dedos.
Pero los tres dedos llegaron y pasaron, y luego fueron cuatro. Pasaron con ellos los inviernos y los veranos, las hojas nuevas y las viejas, el hielo y el fuego. Cuando tenía cinco años se escapó a los Jardines Sajones, él solo. Ese día, mamá se encontraba en el mercado comprando verdura y pescado para la comida, y Jan y Bronek se quedaron cuidando de él. Sus hermanos empezaron a darse empujones y a pelearse en el suelo del dormitorio. A Pawel le hacía gracia porque parecían dos ardillas persiguiéndose, como las que ha bía visto subiendo y bajando del muro que había detrás del establo, en Zakopane. Primero era uno el que acometía al otro, y luego al revés, así hasta que se agarraban, y entonces se liaban a puñetazos, con el rubio cabello desmelenado y las caras rojas de rabia, tirándose una y otra vez al suelo, dando golpes en los muebles, llorando entre tortas y bofetadas, gritando, correteando y persiguiéndose otra vez por toda la casa.
Pawel se cansó enseguida del espectáculo y se fue al salón, donde se puso a jugar en el suelo, junto a los rayos del sol de la mañana, con unos ángeles de papel de periódico que había recortado. Deseó que papá estuviese allí para poner orden, de modo que Jan y Bronek dejaran de pelearse, y, sin más, regresó al dormitorio a buscar la figurita del caballero y el dragón, que guardaba debajo de la almohada. Después de sortear un puñetazo perdido de Bronek, corrió hasta la puerta de entrada y salió al descansillo de la escalera. Desde los otros pisos llegaban sonidos familiares de juegos y discusiones. El aire estaba saturado de olor a col hervida.
Empezó a bajar las escaleras, llegó hasta la puerta y salió a la calle. Allí tropezó con dos vecinos del mismo edificio, un hombre y una mujer que discutían y gesticulaban con grandes aspavientos. Se detuvo a observarlos un rato, pero no tardó en perder el interés y decidió buscar un lugar más tranquilo donde poder jugar con sus ángeles. Guiándose por la intuición, más que por el recuerdo, el niño empezó a caminar en dirección norte cantando las letras de la calle —zielna—. Enseguida llegó a una avenida más grande —krolewska—, y giró a la derecha para avanzar por ella, cantando también sus letras. Un poco más adelante, alcanzó los árboles y las extensiones de hierba de los Jardines Sajones.
Durante cuatro horas estuvo recorriendo sus senderos, cogiendo flores para mamá, o sentado bajo los castaños, contemplando los frutos verdes y erizados meciéndose al viento. Aún faltaba mucho para que maduraran y cayeran al suelo, pero tenía la esperanza de poder recogerlos pronto para llevarlos a Zakopane y hacer con ellos un gigantesco rosario. Le pediría al abuelo que le hiciera los agujeros en las castañas, y también un poco de cordel, para unirlas todas y así poder regalárselas al tío abuelo Nicholas por Navidad.
Sacó los ángeles del bolsillo y esperó a que una ráfaga de aire hiciera balancear y susurrar a los árboles para soltar los trozos de papel, que salieron volando hasta perderse sobre la ciudad. Luego se sentó a la sombra de un tilo con la figurita del caballero y el dragón en la mano, y empezó a hablar con el caballero y a pedirle que fuese muy, muy valiente. Pensó en papá y se puso a imaginar qué estarían diciéndose ahora el uno al otro, y a qué lugares irían juntos, y qué se sentía cuando estaba entre sus brazos. Se echó sobre la hierba y se quedó medio dormido, hasta que le despertaron unas moscas que le zumbaban en la cara. Se dio cuenta de que tenía los pantalones sucios y húmedos porque había rodado por la hierba hasta la tierra negra y mojada de un lecho de rosas.
Miró a su alrededor en busca del caballero y el dragón, pero no pudo encontrarlos. Tampoco pudo pensar más en ello, porque de pronto se vio sobresaltado por los sollozos de una mujer. Miró hacia arriba y vio a mamá dirigiéndose hacia él, dando grandes zancadas y seguida de Jan y Bronek, los dos con cara de circunstancias.
Una pequeña bofetada y un abrazo, lágrimas y una regañina, todo a la vez, porque mamá estaba enfadada y feliz al mismo tiempo, mientras le sacudía la suciedad de los pantalones y de la camisa. Jan y Bronek lo miraban todo sin moverse, preocupados por haber perdido a su hermano pequeño.
Como de costumbre, aquel mes de agosto fueron a Zakopane, en un verano de cielos claros y hermosos. Pawel se olvidó de recoger las castañas, y por eso no pudo hacerle el rosario al tío abuelo Nicholas. También olvidó dónde había perdido la figurita del caballero y el dragón. La echaba de menos porque le gustaba hablar con el caballero como si fuese papá, convencido de que en algún lugar del mundo, muy lejos hacia el este, papá oiría su voz. Pawel ya no pensaba tanto en él como antes, y el recuerdo de la figurita acabó desdibujándose también en la memoria.
En Zakopane jugaba en el desván con los soldaditos de plomo del abuelo y los adornos de Navidad, sobre todo con los ángeles de cristal que volaban hacia arriba y hacia abajo, desde el cielo a la tierra y al revés, dejando a su paso un polvo dorado que era como un mensaje. Era tan feliz allí, en el desván, persiguiendo a los patos en el estanque o revolcándose en los prados y en los senderos de montaña que había detrás de la casa... Parecía que allí siempre lucía el sol, un sol más grande que el de Varsovia, rodeado de rayos blanquecinos y más altos que las agujas de los campanarios. Todo estaba bien, muy bien, con el aire oliendo a pino, la sangre en las mejillas, el zumbido de los insectos entre el heno, y la sensación de calor en las piernas mientras corría y saltaba por el camino de tierra que llevaba desde la granja y a través del bosque de abedules hasta el palacio donde había nacido el abuelo.
En una ocasión, solo por capricho y sin decir nada a nadie, llegó hasta allí solo y lo vio completamente cerrado. Sabía que lo tenía prohibido porque el abuelo decía que a los nuevos propietarios no les gustaban los intrusos, aunque por supuesto a ellos no les importaba para nada portarse como intrusos con el abuelo cuando se les antojaba, sin previo aviso, cuando llegaba el día de cobrar el alquiler y se presentaban en el viejo caserón donde ahora vivían el abuelo y Babscia. A pesar de todo, Pawel quiso echar un vistazo al palacio, convencido de que no estaba haciendo nada malo, ya que, al fin y al cabo, todo aquello había sido de los abuelos en el pasado, y tal vez aún lo fuese, porque los caballos jamás olvidaban a las personas que habían vivido con ellos. El propietario y su familia estaban fuera ese día, y los criados del palacio parecían haberse vuelto invisibles también. Bronek le había dicho que no eran seres reales, que podían aparecer y desaparecer a su antojo, porque habían sido creados de la nada a partir de un conjuro secreto y mágico que solo conocía el nuevo propietario. Por eso no había nadie para impedir que Pawel se asomara de puntillas a una de las ventanas, pero no vio recuerdos ni cosas mágicas al otro lado del cristal. Pese a todo, se quedó fascinado por el modo en que la luz se derramaba hacia el interior de la casa desde los grandes ventanales, reflejándose en las arañas de cristal del techo y en las cornamentas de ciervo que colgaban de la pared. Se detuvo un momento a contemplar una alfombra de piel de oso con una enorme boca abierta, pero al ver que el animal no estaba vivo sonrió y regresó a casa, dando brincos por el camino.
La vida era un juego, sí, todo consistía en jugar. Hasta las cenas con el abuelo y Babscia eran una especie de juego. Por mucho que mamá le hubiese dicho que tenía que ser lo más educado posible con ellos, sabía perfectamente que en aquella casa nadie lo iba a regañar por meterse un trozo de salchicha ardiendo en la boca, haciendo muecas y goteando baba mientras todos se reían, y que podía beber todos los vasos que quisiera de zumo de limones y naranjas españolas con agua de soda, un lujo del que el abuelo no podía prescindir porque en el pasado había sido rico aunque ahora fuera pobre.
—¿Qué hay de malo en ser un arrendatario? — quiso saber Pawel un día, interrumpiendo una conversación en tono de preocupación entre Babscia y mamá.
—No tiene nada de malo —le explicó mamá con calma—; es algo menos que ser conde.
—Pero será mejor que no digas esa palabra delante de tu abuelo —añadió Babscia.
—¿Es que no le gusta, Babscia?
—Lo pone triste, Pawelek.
Cada año pasaba lo mismo. El verano era siempre demasiado corto. Justo acababan de llegar y ya tocaba coger el tren para volver a Varsovia, al gris edificio de pisos de la calle Zielna, a las lluvias de otoño, a los árboles despidiéndose de sus hojas, a las marcas de vaho que dejaba en el cristal de la ventana de la cocina mientras miraba el muro detrás del cual vivían los judíos. A los días interminables que pasaba hojeando los libros de imágenes que le prestaba el tío Tadeusz, mientras Bronek y Jan estaban en la escuela, porque eran mayores y siempre lo serían. A los gatos del callejón que engordaban y luego adelgazaban para volver a engordar otra vez. Al hielo resquebrajándose sobre las aguas del Vístula, al río congelándose de nuevo. A las campanas anunciando la Navidad, la Pascua, la misa del domingo, las oraciones de la mañana, las de la tarde, las muertes, los nacimientos. Y mientras pasaba todo esto, él se iba impregnando del silencio a través del cual seguían cayendo los mensajes, lo mismo que la nieve, que el polvo, que las semillas desde los jardines invisibles del cielo.
El miedo empezó cuando tenía seis años. Sucedió, por extraño que parezca, a finales de uno de los veranos en Zakopane, en la época en que corría ya el rumor de que los rusos estaban liberando prisioneros. Todos estaban felices, especialmente mamá. Solo el tío abuelo Nicholas no lo estaba. Ahora se emborrachaba más de lo habitual con aguardiente de cerezas. Juraba y perjuraba, por mucho que el abuelo y Babscia le pidieran que no lo hiciera.
—Será mejor que no os acerquéis mucho al tío abuelo durante un tiempo— les dijo mamá a los tres niños después de hacer que se sentaran sobre una pequeña tapia, a una prudente distancia de la casa.
—Pero ¿por qué, mamá? — protestó Bronek—. Es muy simpático.
De todos los parientes de Zakopane, el tío abuelo Nicholas era el favorito, porque cantaba canciones muy divertidas, explicaba muchas historias y hacía trucos de magia. Cuando los demás adultos no miraban, se desabrochaba la cremallera y desafiaba a los niños a ver quién hacía el pipí más largo. Pero lo mejor de todo era cuando se sacaba el ojo de cristal y lo dejaba caer en la mano, para luego lanzarlo por los aires, cazarlo con la boca y volver a introducirlo en el hueco rosado de la cuenca del ojo, antes de que ningún adulto se diese cuenta.
—Es un secreto, chicos —les decía en un susurro—. Nuestro pequeño secreto. No se lo digáis a nadie y habrá más secretos. — Y así los tres le dedicaban una mirada furtiva y se estremecían de la emoción ante aquella complicidad.
—Es que el tío abuelo es muy simpático —sentenciaron los tres—. El más simpático de todos.
Ahora mamá contraía las facciones del rostro en una mueca de desagrado, aunque su voz seguía sonando dulce.
—Lo era —dijo con mucho cariño—. Pero no siempre ha sido tan simpático. Y no queremos que vuelva a ser como antes. Y no quiso añadir nada más.
Los dos hermanos mayores se retiraron al cobertizo del heno para considerar la situación a partir de lo que ya sabían. Dejaron que Pawel se quedara a escuchar después de hacerle prometer que no iba a decir nada.
—El tío abuelo fue soldado —dijo Jan, a quien le gustaba leer libros gordos y pensar en las cosas—. Quizá mató a demasiada gente, o mató a los que no tenía que matar.
—No es eso —replicó Bronek, negando con la cabeza con autoridad—. He oído a «Jaja» y a Babscia hablando del tema. Después de ser soldado fue profesor. Daba clases en una gran escuela, muy lejos.
Todos abrieron los ojos como platos. Los profesores eran objeto de una gran consideración. Los chicos respetaban mucho a varios de los que conocían.
—¡Cómo iba a ser profesor! — exclamó Jan con gesto de incredulidad—. ¿Nos has visto cómo se pone de violento y desagradable cuando está borracho? Los profesores no son así.
—Eres idiota —le regañó Bronek—. Precisamente le enviaron a casa porque era violento.
—Pero si siempre ha estado en casa —se atrevió a decir Pawel.
Sus hermanos le dirigieron una mirada de desdén.
—Siempre no —dijo Jan, meditando sobre las fechas y acontecimientos que conocía—. Recuerdo muy bien cuando vino a vivir con «JaJa» y Babscia. Yo era pequeño entonces, como tú. Babscia nos dijo que venía de trabajar en otro país...
—No era otro país —le interrumpió Bronek—. Era la cárcel.
—Babscia nunca nos miente —protestó Pawel.
—Todos mienten —sentenció Bronek— cuando no quieren que sepamos nada sobre algo muy malo.
—Papá está en la cárcel. ¿Es eso algo muy malo?
—Es diferente —le respondió Bronek—. Papá está en la cárcel porque es bueno. El tío abuelo estuvo en la cárcel porque era malo.
—¿Y sigue siendo malo?
—Eso cree mamá... —repuso Jan.
—Mamá cree que puede haberse vuelto malo otra vez —aclaró Bronek.
—Ya, pero es muy simpático —dijo Jan.
—Y muy divertido —añadió Bronek, recordando haber pasado momentos divertidísimos con él.
—¿Y qué más da lo que diga mamá? — sugirió Pawel.
—Los mayores andan siempre preocupados por todo —dijo Bronek encogiéndose de hombros, levantándose de un salto y dando el asunto por zanjado.
Una semana después llegaron las noticias que tanto habían esperado. Papá se encontraba en un campo de internamiento en Bielorrusia y tardaría dos días en llegar a Varsovia en un tren del ejército. Mamá, el abuelo, Babscia y tío Tadeusz se apresuraron a coger el tren que llevaba de Zakopane a la ciudad. Allí se encontrarían con papá, para traerlo inmediatamente a casa del abuelo. Mamá quiso que los tres niños los acompañaran, pero el tío Tadeusz dijo que era una manera muy tonta de tirar el dinero, teniendo en cuenta que iban a traer a papá directamente a Zakopane. Según él, el padre debía reunirse con sus hijos en el hogar familiar. Todos, menos mamá, estuvieron de acuerdo con la decisión. Y nada pudo hacerse para cambiarla.
En ausencia de los mayores, Ludmilla, la doncella, una campesina muy simpática aunque de rudos modales, recibió el encargo de cocinar para los niños y de asegurarse de que no se metieran en ningún lío. El tío abuelo estaba más borracho que de costumbre y ahora dormía en el cobertizo del heno, de modo que no iba a suponer ningún problema. Durante la primera jornada, los tres hermanos estuvieron entusiasmados ante las posibilidades que les brindaba aquella inesperada libertad.
Jan y Bronek no tardaron en escabullirse de la pequeña rutina cotidiana: se esfumaban por el bosque y solo regresaban para las comidas. Ludmilla los regañaba tres veces al día, los atiborraba de pan con mantequilla, salchichas kielbasa y queso de cabra, y chasqueaba la lengua ante ellos con impotencia.
Después del almuerzo, cuando Pawel se encontraba a solas con ella en el enorme fregadero de la cocina, Ludmilla lo sentaba sobre sus rodillas y le daba almendras, le acariciaba el pelo y las mejillas, no dejaba de darle besos y de soltar un suspiro tras otro.
—¡Pero qué niño tan hermoso eres, Pawelek! ¡Ay, eres precioso!
Él se revolvía avergonzado, porque adjetivos como hermoso y precioso se reservaban para las mujeres y las puestas de sol. Pese a todo, ella era muy simpática y le contaba cosas sobre todos sus nietos, que se habían ido a Czstochowa para encontrar trabajo, y sobre su marido, que había fallecido por una enfermedad en los pulmones, y también sobre Nuestra Señora de Czstochowa, que tenía la marca de dos cuchilladas en la cara desde que unos hombres muy malos habían querido destruir el icono en Jasna Góra, y ni siquiera se habían arrepentido por ello, ni habían caído muertos allí mismo. No dejaba de santiguarse ni de atiborrarlo de almendras, hasta que ya no pudo más y consiguió por fin liberarse de sus brazos.
Era una sensación maravillosa, la de poder ir libremente por la casa a donde se le antojara: al ropero con olor a lavanda y salvia, al desván con las cajas de los adornos de Navidad, al bote de almendras de la despensa mientras Ludmilla fregaba los platos; al cajón del escritorio del abuelo, donde este tenía guardadas sus medallas de guerra, al patio de los gansos, donde corría de acá para allá agitando los brazos como si fueran alas y persiguiendo a una gansa hasta que un viejo macho venía a darle picotazos en las piernas desnudas... Es verdad que evitaba sobre todo la cuadra, donde vivía el peligroso caballo, pero era muy valiente cuando había que meterse en el estanque para atrapar al pez de colores. Qué más le daba si se le mojaban los pantalones y la camisa; hacía tanto calor que la ropa se le secaba antes de que nadie se diese cuenta.
Después de la cena, el reloj del vestíbulo dio las ocho. Ludmilla se secó las manos con el delantal y les anunció que se iba a casa.
—Y ahora os ponéis el pijama —les dijo con la mayor gravedad de la que era capaz, aunque allí nadie se la tomaba en serio— y os metéis en la cama, o la bruja Baba Yaga vendrá a buscaros y nunca más volveréis a ver a vuestro pobre papá.
—Vale —contestaron Jan y Bronek, meneando las rubias cabezas y los ojos—. Vale.
—Por cierto, ¿dónde se habrá metido Nicholas? — murmuró distraídamente—. Bueno, no importa. Estará durmiendo. — Y, atándose un pañuelo en la cabeza de grises cabellos, les advirtió—: Y ahora sed buenos. Si no os portáis bien, os venderé a los judíos. Os aseguro que harán salchichas con vosotros, renacuajos.
—¡Nos portaremos bien! ¡Nos portaremos bien!
Y así era, porque los dos chicos mayores estaban tan agotados después de haber corrido y brincado tanto durante el día, que cuando se metían en la cama se quedaban dormidos enseguida.
Pawel, que había dedicado la mayor parte de la jornada a otras actividades más reflexivas, permaneció sentado en el alto taburete de la cocina, mirándolo todo y escuchando los sonidos que hay en una casa cuando la gente ya se ha retirado. La vieja madera crujía, el reloj dio las nueve y una polilla empezó a revolotear alrededor del quinqué. Pawel le lanzaba soplidos para alejarla de la lámpara y que no se quemara, pero siempre volvía. Cuando finalmente oyó el chasquido del insecto ardiendo en la llama, sintió un nudo en la garganta. De repente tuvo ganas de ver las estrellas.
Saltó del taburete, abrió la puerta de la cocina y salió al patio. Allí se estiró junto al estanque y fijó los ojos en lo más alto, hasta que le pareció que las estrellas cantaban mientras surcaban el cielo. Los insectos cantaban también, y las aves nocturnas añadían sus propias notas. Pensó que sería ideal pasar la noche fuera de la casa, algo que jamás había hecho, aunque le asustaba un poco pensar en los osos pardos y en los lobos de las montañas. Pero tampoco tenía tanto miedo. Papá volvía a casa, aunque le resultaba difícil recordar cómo era. A lo mejor a papá le gustaría meterse con él en el estanque y atrapar al pez de colores. Se reirían juntos y ya ninguno de los dos olvidaría jamás el rostro del otro.
La noche apenas aliviaba un poco el calor sofocante del día. No recordaba haber pasado tanto calor. El sudor le corría por la frente hasta que le escocía en los ojos y notaba que le hacía cosquillas en el pecho. Tenía la camisa empapada, y hasta los pies descalzos estaban mojados. Sin pensárselo dos veces, se metió en el estanque y estuvo chapoteando un rato. El agua estaba caliente y el pez le iba picando en los dedos de los pies. Las flores del estanque destilaban su perfume. Ya refrescado, Pawel salió del agua y se quedó sobre la hierba, goteando.
De pronto, dos enormes brazos peludos le sujetaron desde atrás por la cintura y lo alzaron con fuerza. El niño emitió un chillido de terror, porque sabía muy bien que eso era precisamente lo que hacían las brujas y los osos con los niños perdidos. Empezó a dar gritos y patadas hasta que los brazos lo bajaron hasta el suelo, y entonces oyó el vozarrón del tío abuelo Nicholas riendo con todas sus fuerzas.
—Hohoho, Pawelek —exclamó el tío abuelo—. Mi ratoncito. Vaya si te he asustado. Pero ya ves que solo soy yo. Tranquilo, no te haré daño.
Pawel sintió un gran alivio. Poco a poco dejó de jadear, y el corazón volvió a latirle con normalidad.
—Vaya, vaya, estás mojado —dijo el tío abuelo, poniéndose torpemente de rodillas ante él—. Estás completamente empapado, caballerete. Vamos, deja que el tío te seque.
Y abrazó a Pawel contra su pecho desnudo y con mucho pelo, que olía a aguardiente. A Pawel no le gustó e intentó deshacerse de él, pero, al fin y al cabo, se trataba de su tío, y además era muy simpático.
—No, no —le susurró el hombre, desabrochándole la camisa y reteniéndole junto a él con el pliegue del codo rodeándole la espalda.
—Quiero irme a la cama, tío —balbució Pawel—. Quiero entrar en la casa y ponerme a dormir.
—Sí, claro; tienes que irte a dormir, pero estás empapado.
El niño se sentía confundido y muy incómodo mientras se dejaba desnudar por él. No le gustaba nada. Mamá era la única que siempre lo hacía, antes de meterlo en la bañera llena de agua caliente con sus barquitos de juguete. Y ahora aquellas manos rudas lo estaban desvistiendo con movimientos suaves y rápidos. Pawel empezó a temblar y apenas pudo contener un sollozo.
—Bueno, ahora sí te secarás —dijo el tío abuelo, recorriendo con los dedos el cuerpo del niño, hasta en las partes más íntimas.
—¡No me gusta! — gimió Pawel.
—Pero si solo es un juego —replicó el tío abuelo—. ¿No te gusta jugar? Pues entonces, juguemos.
Pawel soltó un grito y se zafó de él. Las manos del tío abuelo resbalaron sobre su cuerpo, perdiendo el tacto, y el niño se alejó corriendo. Entró en la cocina, subió las escaleras, se metió en la cama y se tapó con la sábana temblando, temblando. Hecho un ovillo y con los puños pegados a los ojos, empezó a llorar. Todo estaba muy oscuro, y no había una sola vela encendida. Agradeció aquella oscuridad porque así podía esconderse, podía ocultar esas lágrimas que le avergonzaban, y si Bronek o Jan le hubiesen oído, ahora se estarían burlando de él y llamándole de todo.
—Mal, muy mal —dijo sollozando, aunque sin saber muy bien por qué lo decía. Tenía el íntimo convencimiento de que las personas que han bebido demasiado no deberían asustar a nadie, ni fingir que son osos, y que deberían preguntar a la madre antes de desvestir a un niño, y no agarrar a nadie ni retenerle contra su voluntad sin poder dar siquiera un paso atrás. Tampoco deberían echar vaharadas apestosas de aliento en la cara. Todas estas razones parecían estar girando alrededor de Pawel, hasta que al cabo de un rato dejó de llorar y empezó a sentir cierta compasión por el tío abuelo. Se preguntó si habría herido sus sentimientos y decidió que por la mañana pediría disculpas al viejo. Y se quedó dormido.
Durante la noche tuvo una pesadilla. Siempre creyó que había sido un sueño, pero con los años llegó a pensar que tal vez había ocurrido realmente en ese extraño territorio entre el sueño y la vigilia. No estaba seguro, pero su recuerdo fue creciendo con el tiempo, a diferencia de otros sueños, que siempre se desvanecían. Aquel fue creciendo como una pequeña serpiente que va perforando un agujero cada vez más grande en el suelo, sin hacer ruido, deslizándose en silencio y saliendo solo cuando tiene hambre.
Era de noche. Oscuridad total y sin estrellas. Pawel estaba hecho un ovillo, con las rodillas tocándole la barbilla y la cara tapada con los puños. En esta posición flotaba en el agua del estanque, junto a los cerezos. Sabía que era el estanque porque tenía el cuerpo empapado en agua y porque olía a cerezas podridas. Las nubes lo envolvían para esconder su desnudez. Era muy pequeño y sentía mucho haber causado daño a alguien.
Unas manos arrebataban las nubes de su cuerpo. Eran unas manos enormes, ásperas al tacto, pero se movían suavemente, acariciándole los miembros en la oscuridad. No podía ver de quién eran aquellas manos. Se preguntó si era papá que ya había vuelto. Luego las manos le ponían boca arriba, tirando de brazos y piernas para dejarle estirado. Y las manos jugaban, primero con dulzura y luego con más firmeza. Cuando Pawel se quejaba entre lágrimas, las manos se detenían enseguida, y entonces él aprovechaba para buscar cobijo en una nube o en el agua que susurraba debajo. Luego las manos volvían a jugar con él, y sentía entonces el tacto de unos labios sobre su pecho. Quería gritar, pero un oso le amenazaba desde la oscuridad, una bestia que rugía con las fauces bien abiertas para devorarlo, aunque aquel oso no se parecía a ningún otro, porque solo tenía un ojo, de color rojo, que no dejaba de mirarle. El grito quedó ahogado en la garganta. Empezó a dar patadas, pero el oso le clavaba las manos y los pies a la nube. De nuevo empezaba a gritar, pero una zarpa peluda le tapaba la boca y no le dejaba respirar. Una vez inmovilizado, ya nada podía hacer para resistirse a las zarpas, que seguían jugando, hasta que finalmente sentía el peso insoportable del oso cayendo completamente sobre él, y entonces su existencia se desvanecía.