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Archivo, 4 de marzo de 1943
¿Cuándo acabará este invierno? La penumbra gris que envuelve continuamente la ciudad parece alargarse un poco más a cada día que pasa, y el sol casi nunca consigue penetrarla.
He estado leyendo los poemas de Cyprian Norwid; ha sido mi primer encuentro con él.
Murió de pobreza y hambre... en París, por supuesto. ¡Dónde si no! También he releído los Sonetos de Crimea de Mickiewicz. De ambos he extraído y copiado breves fragmentos especialmente luminosos, como para reservarlos para una reunión incomprensible. Pero ¿qué retrataría la suma total, en realidad? Estos fragmentos, ¿son meros pedazos de un espejo roto, o los componentes de la gran vidriera de una catedral, solo comprensibles cuando la luz se derrama a través de ellos? En verdad, no sé cuál de las dos cosas soy yo. Sigo siendo incomprensible para mí mismo. ¿Todos los hombres son así?
Si somos obras de arte de Dios, y si uno no debe sucumbir al señuelo del antiicono (el falso yo), es fundamental buscar, por imposible que pueda parecer, la intención del artista. La belleza que hay en el hombre y en la naturaleza insinúa una misteriosa unidad en la existencia. La tentación de aferrarse a un fragmento (tanto al falso como al verdadero) y olvidarse del todo es continua. Pero si uno se queda ahí y no va más allá, se cierra la posibilidad de ver el rostro oculto... que es la Belleza misma. Y se cierra también así la posibilidad de amar.
Contra las ventanas arreciaron hostiles vientos durante toda aquella semana. El viernes, los últimos restos de carbón se habían ido en forma de humo, y no quedaba dinero para comprar más. Pawel y David se vieron obligados a reemprender la quema de libros. Hurgando aquel día en un oscuro rincón del sótano, Pawel encontró una pequeña estufa de leña, con sus tubos. De la medida de una caja para botas, era la estufa portátil de acampada que había pertenecido antaño a su abuelo. Los ciervos repujados que saltaban y se encabritaban en los laterales estaban oxidados, pero por lo demás estaba en buen estado. El abuelo se la llevaba a sus cacerías de montaña, y decía que mantenía una tienda caliente toda la noche, una vez bien cerrados el tiro y la portezuela. Por la mañana aún quedaban ascuas encendidas, se jactaba. Se pasaron la tarde entera del domingo acondicionándola en el dormitorio, que era la habitación más pequeña y por tanto la más fácil de cerrar para que conservara el calor. Pawel quitó el cristal superior de la ventana que daba al callejón de atrás y lo reemplazó con una lámina de estaño, en la que había abierto a golpes un agujero, con el coste de una alarmante cantidad de ruido y un corte en el dedo pulgar. El tubo, paralelo a la pared exterior de ladrillo, llegaba bastante arriba, aunque no hasta el tejado. Tenía miedo de que pudiera prender fuego al alero, pero pensó que no sería peor que morir congelados.
Cerraron la puerta del desván y las puertas de la cocina y la sala de estar, con el fin de que no se fuera el calor que pudiera proporcionar la estufa. Encendieron el fuego, que ardió con intensidad un rato, alimentado con las finas maderas de las cajas de embalaje que habían partido. Pero aquel fuego de astillas no duró más de una hora. El libro que arrojaran a aquella pequeña hoguera necesitaba una fuente continuada de combustible para consumirse.
Pawel se pasó el lunes en la planta baja, en la tienda, con el abrigo de invierno y los guantes forrados de piel de conejo puestos. Solo entraron tres clientes aquel día, ninguno de los cuales compró nada. David pasó el rato leyendo en el primer piso, junto al calor intermitente de la estufa, con un cierto confort siempre que no se quitara el grueso abrigo de paño. Después de cerrar la librería, y de una cena miserable que consistió apenas en un bocado, se retiraron al dormitorio. David bajó el colchón del desván y lo desenrolló en el suelo. Se sentó encima, arrebujado en una manta de lana, y se quedó mirando al vacío, agrandado por sus propios pensamientos. De vez en cuando alimentaba el fuego. Pawel estaba tumbado en la cama, leyendo.
—Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que hablamos —dijo el chico.
—Hemos hablado esta mañana.
—No me refiero a la catalogación. Me refiero a la lengua de los prisioneros.
—¿Al código de golpecitos en la pared de la celda? ¿No lo hicimos ya? ¿Es preciso repetirlo?
—Sí —asintió David—. Es preciso. Si no conseguimos hablar con voz veraz, nuestra lengua perece. En el gran tejido de la existencia, una lengua muerta ya no es vivida, ni se puede actuar sobre ella.
—¿Qué es entonces una lengua viva?
—Los prisioneros quieren hablar con fluidez. Con un lenguaje que fluya en un sentido y en otro, como el agua de la vida. No debe parar.
—¿Por qué no debe parar? A veces los ríos se desbordan y la gente muere ahogada.
—Eso no pasa entre tú y yo. El mayor peligro que nos amenaza es la sequía.
Pawel suspiró, dejó el libro a un lado y dijo:
—Las palabras solo forman los planos de la vida. Los actos constituyen la argamasa. A nosotros nos es posible no actuar.
—Ya hemos hablado antes de esto, Pawel. ¿Lo has olvidado?
Pawel se encogió de hombros. Estaba claro que David estaba dispuesto a seguir adelante.
—Así como el constructor fortalece sus brazos y pone a punto sus manos por ensayo y error, practicando con los materiales propios de su arte, de igual manera las personas que dialogan amplían y pulen el ámbito de su lenguaje.
—La argamasa, sin piedras, empieza por ser un caldo espeso y acaba siendo un bloque de cemento.
—Las piedras sin argamasa empiezan siendo un sueño y acaban en escombros.
Pawel se rió a regañadientes.
—Esa cabecita tuya, David Schäfer, qué rápido va. El chico se sonrió.
—Convendrás entonces en que ambas cosas son necesarias, tanto la argamasa como las piedras.
—¡De acuerdo, está bien! ¿De qué quieres hablar entonces?
Pero a Pawel le salió la pregunta con un tono un poco más cortante de lo necesario. A David se le borró el entusiasmo del rostro.
—Lo siento, no pretendía ser tan brusco —se disculpó Pawel.
—Lo comprendo, Pawel. Como tantas veces, he invadido la intimidad de tus pensamientos. Me he puesto a hablar sin escuchar.
Se levantó y salió de la habitación. Pawel reanudó la lectura. Estuvo leyendo durante una hora más, inmerso en una introducción a la espiritualidad rusa.
... el movimiento espiritual conocido como hesiquiasmo. El creyente toma conciencia de un modo aún más profundo de su condición de pecador y de su indigencia ante Dios. Se trata de desprenderse de todo orgullo, de todos los poderes y pasiones salvo del amor a Dios y a la humanidad.
Pawel pensó para sí: Tengo que incorporar esto a la pieza teatral. ¿Cuándo vendrá Haftmann?
En un momento en que levantó la vista, se dio cuenta de que David había vuelto a la habitación. Estaba sentado en el suelo, con las rodillas bajo el mentón, observándole con una expresión sombría y prolongada.
—¿Qué haces? — le preguntó Pawel.
—Escuchar la voz de tu alma. Tengo la esperanza de oírla.
—¿Y qué oyes? — dijo Pawel, casi divertido.
—Oigo dolor.
Ante eso no había respuesta posible. Abrió la boca con la intención de decir algo para cambiar de tema, pero las palabras murieron en su boca. Finalmente carraspeó y preguntó:
—¿Tú sientes dolor?
Un simple asentimiento de cabeza, pero el muchacho no dio más detalles.
Aunque tampoco abandonaba su puesto de escucha.
—¿Cuál es, pues, tu veredicto? ¿Por qué ese dolor? — preguntó Pawel.
—Una vida es una palabra dicha —replicó David tangencialmente.
—Hay dos clases de dolor que penetran hasta el interior de una vida. Si una vida, al decirse, no es escuchada, ese es un tipo de dolor. Si una vida, al decirse, es inclinada hacia una palabra falsa, ese es otro tipo de dolor diferente.
—¿Acaso no sienten dolor todos los hombres?
Un nuevo asentimiento rabínico.
Ambos permanecieron un rato mirándose en silencio.
—El dolor que siente una persona —dijo David por fin— es una señal de estar despierto. Es el precio de la conciencia.
—¿Tiene algún valor, ese dolor? — preguntó Pawel.
—Sí, mil veces sí.
—Con tal de que sea una conciencia auténtica, y no un autoengaño...
Nuevo asentimiento de cabeza.
Antes de apagar la vela de un soplido, Pawel ofreció a David una de las mantas de su cama.
—No.
—¿No?
—Tenemos cinco cobertores, Pawel. Es un número impar. Si me das uno de los tuyos, entonces yo tendré tres y tú dos. Eso no es conveniente, tú necesitas abrigarte. Necesitas dormir para ponerte bien del todo.
—Coge la manta, insisto.
—No quiero. — Su tono No admitía réplica.
Pawel no encontró un argumento convincente.
Se volvió a la cama, se tumbó en ella y se quedó mirando hacia arriba, a la oscuridad, escuchando la respiración de David. Al cabo de un rato, suponiendo al chico dormido en el colchón del suelo, dejó escapar un suspiro.
—Pawel —se oyó una débil voz—, ¿puedo acostarme en la cama contigo?
—No.
—¿No sería mejor que aprovecháramos así el poco calor que tenemos? La cama es amplia. Así no se perdería el calor de nuestros cuerpos. Y ambos tendríamos cinco cobertores.
—No, ya estamos bien así.
—Pero ¿por qué? Mis hermanos y yo solíamos dormir en la misma cama, y siempre dormíamos bien.
—Yo siempre he dormido solo. No sería capaz de dormir con otra persona en la cama. Además, doy vueltas y me muevo mucho. Te tiraría de la cama sin querer, y te romperías la nariz.
David se rió.
—¿Tienes frío?
—Sí, Pawel. Lo siento, no puedo dormir.
—Yo dormiré en el suelo. Súbete tú a la cama.
—Me niego terminantemente a que tú duermas en el suelo, Pawel.
—Está bien, lleguemos entonces a un acuerdo.
El hombre adulto se bajó de la cama y tapó al joven con una manta de lana, haciendo caso omiso de sus protestas. En cuestión de minutos, David estaba dormido; Pawel se pasó otra noche más contemplando las quebradizas estrellas palideciendo en el gris amanecer.
—¿Has dormido bien, Pawel? —No mucho.
—¿Has pasado frío?
Pawel se encogió de hombros.
—Por no hacerme caso —le regañó David.
—Es verdad.
—No lo entiendo —dijo David, hundiendo la nariz en un libro. — Esa debe de ser tu expresión favorita.
—¿A ti te molesta?
—No, pero me hace sentir como si tuviera que tener respuesta a todas y cada una de las preguntas difíciles del universo.
Esta observación, que no había pretendido ser desagradable, David la interpretó como un reproche.
—Soy una molestia para ti —dijo con voz ahogada.
—Yo no he dicho eso.
—Pero es la verdad. Te he metido en un buen lío. Podrían matarte por mi culpa. Pasas frío por mi culpa. Estás en los huesos por mi culpa. Me como tu comida, y te doy el día y la noche con mi cháchara. — Al muchacho se le llenaron los ojos de lágrimas—. Perdóname, Pawel. Yo no quería causarte tantos problemas.
—Ya lo sé —dijo Pawel—. Pero tampoco son problemas tan graves. Tú has aportado muchas cosas interesantes a esta casa, la verdad es que llevaba una existencia bastante anodina antes de tu llegada. Además, ¿quién ha cuidado de mí cuando he estado enfermo? ¿Quién ha sido esa persona?
—Yo, sí —dijo David con modestia—.
Vaya una nimiedad comparada con lo que tú estás haciendo por mí.
—Y aunque no hubieras aportado nada, aunque fueras una completa carga para mí, seguiría escondiéndote. De eso no tienes que preocuparte nunca.
—¿Por qué eres tan bueno?
—Yo no soy bueno. No es más que lo que cualquier ser humano haría por otro.
El chico negó con la cabeza.
—Tú eres bueno —dijo con énfasis.
Pero el hombre que está en guerra es bueno solo de vez en cuando. La batalla se reavivó de nuevo en el corazón de Pawel. Su agotamiento mermó sus reservas de fuerza de voluntad, que hasta entonces había destinado a la resistencia frente a los ciegos impulsos, desviándolo de la cuestión primordial, la de suplicar la gracia.
David Schäfer dormía ahora todas las noches acurrucado a sus pies como un cachorrillo confiado.
Noche y día le asaltaban de forma súbita turbios pensamientos.
Está totalmente a tu merced, le decían tales pensamientos. Podrías hacer con él lo que quisieras.
Él los alejaba de sí sacudiendo la cabeza.
«Estos pensamientos son falsos», se decía a sí mismo con irritación. «Son mentira. ¡Son muerte!»
—¿Tienes dolor de oído, Pawel?
—No, ¿por qué?
—He visto que sacudías la cabeza.
—No era nada, una mosca.
—No hay moscas en invierno.
—Ah, claro, tienes razón. Imaginaciones mías.
Pero las naderías volvían a su mente una y otra vez, insidiosas, y cuando el muchacho alargó el brazo para coger otro libro, y se le abrió el abrigo, dejando ver los pantalones, muy apretados contra los costados, Pawel se vio obligado a mirar para otro lado. Cuando se estiraba hasta la punta de los dedos de los pies como un arco en tensión, con los brazos al cielo y los ojos cerrados, abriendo los labios de adolescente al bostezar, era difícil no sucumbir a la llamada del deseo.
Afligido, horrorizado de sí mismo, Pawel bajaba a la gélida librería, donde se paseaba de un lado para otro, dando vueltas alrededor de los anaqueles, exhalando nubecillas de vapor de puro hielo. Cien veces, doscientas veces, las filas y filas de libros le recordaban que el hombre es una criatura racional.
—¡No soy un esclavo! — proclamaba de un modo terminante que no conseguía ser definitivo.
—¡Dios mío, ayúdame! — exclamaba.
Luego volvía a subir, para tomarse una última taza de té antes de meterse en la cama.
Rezar le ayudaba mucho. Cada vez más, el rosario se convertía en una misteriosa espita interior. Las fuentes de su niñez manaban de nuevo, no siempre pero sí a veces, aunque nunca podía predecir con exactitud cuándo iba a llenarse el pozo.
En otras ocasiones, después de comulgar, con el calor de la Presencia en su interior, se veía a sí mismo reclinado contra el pecho del Señor en la Última Cena. ¿Quién podía explicarlo? ¿Quién describirlo? Por cuanto Cristo estaba dentro de él mientras él estaba dentro de Cristo, sumergido en su corazón. Un misterio dentro de un misterio. Todos los domingos, durante unos minutos, se hallaba en paz y no deseaba otra cosa más que aquella unión invisible. Habría querido quedarse allí para siempre, pero al final siempre había que levantarse del banco y marcharse. Aun así, se iba a casa envuelto en la sensación de ser un niño que descansa en el regazo de Cristo... Un pobre niño, el más pobre de los niños.
—Dziecko —susurraba el silencio—. Mój synu, mi pequeño, hijo mío.
Al volver se encontraba a veces a David meciéndose bajo el manto ritual, murmurando y suspirando mientras rezaba. A cada uno saludaba una clase de paz diferente, y convenían tácitamente en renunciar a todo intercambio de palabras. La necesidad de comprensión desaparecía. Ambos comían en silencio. El tiempo mismo se diluía en un largo y serpenteante río que discurría desde las montañas hasta el mar.
En aquellos momentos, existir era bastante sencillo. Se pasaba horas sentado escuchando el silencio (si es que era un día en que no se oían disparos), observando el paso de la luz sobre las tablas del suelo de la sala de estar, rezando, leyendo la Sagrada Escritura y yéndose finalmente a la cama sin ser molestado por pensamientos.
Había otros momentos en que la guerra tomaba un cariz siniestro, en que los pensamientos retornaban bajo una forma no reconocible de inmediato.
Estaba una mañana rezando delante del icono, antes de bajar a abrir la librería. Llevaba largo rato sin oír voces interiores de consuelo. No sabía por qué habían cesado, y se preguntaba si no sería por no haber consagrado suficiente tiempo a la oración, a pesar de rezar más que en todo el tiempo pasado desde la niñez.
De improviso oyó una voz que le decía: Me traicionarás.
Se le heló el corazón, y al instante abandonó el espíritu de oración. Permaneció de rodillas, temblando, mientras su mente giraba a toda velocidad.
Presa de la angustia, se vio a sí mismo como Judas en la Última Cena.
—Uno de vosotros me traicionará —decía el Señor.
Él no era Juan, ni Pedro, ni ninguno de los demás. Estaba sumido en las tinieblas; no, era las tinieblas mismas.
Se tragó el espanto que sentía y bajó a la planta baja, buscando argumentos racionales, tratando de tranquilizarse.
—Tal vez signifique que hoy va a ser un día de una tentación fuera de lo común. No habrá sido más que una advertencia.
Pero no, la voz no había dicho: Ten cuidado, estás en peligro de traicionarme. Tampoco había dicho: Permanece alerta, hijo mío: el maligno te tentará para que me traiciones. Ni nada por el estilo. Le había dicho simplemente que él, Pawel Tarnowski, iba a traicionar al Salvador del mundo.
—Quizá vaya a entrar hoy un alemán y yo cometa la estupidez de decir algo que perjudique a nuestra Iglesia.
Pero no era nada de eso.
Solo entraron dos clientes, polacos ambos, con la intención de vender sus tristes lotes de libros inútiles y desvencijados. Les explicó que no tenía dinero, pero les dio un nabo a cada uno, y ellos se lo agradecieron.
Las palabras pronunciadas por la voz estuvieron repitiéndole el mismo reproche durante todo el día. Cada vez que irrumpían en su mente, él se estremecía de espanto, y le entraban ganas de llorar.
¿Dónde estaba Jesús? ¿Dónde estaba el gran Corazón? ¿Por qué se había ido?
A la hora de cerrar, Pawel gritaba por dentro sin cesar sus súplicas silenciosas, pero era incapaz de escuchar una respuesta, de sentir sosiego.
«¡Si al menos el padre Andréi estuviera aquí! Él sabría lo que significa, él me lo explicaría.»
Pero el padre Andréi estaba lejos, a salvo en su exilio de Norteamérica.
«¿Cuántas veces en mi vida he pecado en contra de la voluntad de Dios?», pensó. «¿Cuántas veces he desesperado? Sí, yo ya le he traicionado. Tal vez sea uno de los no elegidos. Sin duda estoy perdido, condenado.»
Si así fuera, ¿seguiría teniendo algún sentido demorar por más tiempo la satisfacción sensual?
«¡No, no, no! Aunque yo tenga que caer por siempre en el pozo sin fondo, aun así pediré que mi hermano sea salvo. No pondré en peligro su caminar hacia la luz.»
Pero hasta ese heroísmo, que de hecho no era más que su deber, era un heroísmo distorsionado. ¿Qué le hacia suponer, se preguntó, que hubiese en el chico la más mínima inclinación hacia lo que la tentación sugería? Una mentira tras otra... y todas con el propósito de abocarlo a una espiral que le hundiera aún más en la prisión del yo. Y el método utilizado con él le resultaba demasiado familiar: primero una tentación, luego una decepción que llevaba a la amargura, al odio hacia sí mismo, y finalmente a la desesperación.
Aquella noche, cuando oyó que David había caído en su inocente sueño de respiración sibilante, Pawel se levantó de la cama y se arrodilló delante del icono.
—Madre, háblame, te lo suplico. Voy a perder la cabeza, tengo miedo.
No tengas miedo.
—La voz me ha dicho que traicionaría a tu Hijo.
No puedo hablarte al corazón si tú no confías. Tu miedo cierra todas las puertas.
Se le apaciguó la respiración.
Todos los hombres son capaces de traicionar.
—La voz ha dicho que yo lo haría, como si fuera algo seguro. Hay muchas voces.
Y ya no hubo más comunicación, aunque ahora se había hecho un pequeño punto de luz en su mente, que le permitió dormir con sueño inquieto hasta poco antes del amanecer.
Aquella mañana encontró al viejo capellán en el convento de la Visitación, sentado en el confesionario. Tras el ritual introductorio, el sacerdote le dijo:
—¿Qué querías decirme, hijo?
Pawel se quedó confundido de pronto. No tenía nada que decirle.
—¿Has cometido algún pecado mortal o venial desde tu última confesión?
Pawel se sorprendió a sí mismo al oírse decir aquello que no se le había hecho patente hasta aquel mismo momento:
—No, creo que no.
—¿No estás seguro?
—No sé ver claro, no lo sé. Tengo muchos pensamientos... que son malos... pensamientos impuros...
—¿Los buscas?
—No.
—Cuando se te presentan a la mente, ¿los estimulas, obtienes placer de ellos?
—No, no los estimulo, y aunque se me presentan con formas deleitables, son una fuente de dolor y vergüenza.
—¿Te resistes a ellos?
—Sí.
—Hijo mío, ¿no has oído nunca el viejo refrán: mil tentaciones no hacen un solo pecado?
—Sí, pero sigo sin estar seguro. ¿Soy un depravado?
—Eres un ser humano.
—Soy un ser humano muy débil. Necesito una gracia extraordinaria para resistir a esta maldad.
—El Señor nos da todas las gracias que sean necesarias, pero hay que pedírselas. El invitado se presenta a tu puerta, pero primero tienes que invitarle a tu casa.
—Yo pido y pido, una y otra vez, pero las tentaciones vuelven.
—Hay algo que no has entendido bien, hijo mío. Muchas veces decimos una breve oración y con eso ya logramos que una tentación o dificultad desaparezca. ¡Y ya está! Se fue.
—No es así para mí. Luego vuelve.
—Sí, vuelve. Eso es porque la gracia no es un truco de magia. La gracia es el amor de Dios que fluye hacia ti, y tu respuesta a la gracia debe ser en forma de amor que salga de ti y fluya hacia Dios.
—¿Y por qué no me cambia y ya está?
—Te está cambiando, día a día.
—Yo no veo cambio alguno.
—Nuestros ojos son cegados con gran facilidad por las tinieblas que nos rodean y que están en nuestro interior. Escucha, hijo mío, a lo mejor esa lucha contra el mal es un don que Dios te ha dado.
—¿Un don?
—Cada día te diriges a Aquel que te ama, y cada día le pides gracia para hacer el bien, y solo el bien. Él te la da. Poco a poco, muy lentamente, tal vez durante el tiempo que dura toda una vida, va calando cada vez más profundamente la conciencia de que Él está presente, de que es tu Padre y Señor, de que te ama con un amor total, de que jamás te abandonará. Tú y Él conformáis juntos esta unión fundamentada en la confianza. Y la confianza no es magia. La confianza se construye poco a poco, paso a paso, con paciencia y cuidados.
—Pero oigo una voz, Padre. Una voz que me habla. Y me dice una cosa que destruye toda confianza en mí.
—¿Qué dice esa voz?
—Dice que traicionaré al Señor.
—Hay que ser muy cauteloso con las voces que se oyen. Ese mismo mensaje ya había sido dicho con anterioridad, como sabes.
—A Judas.
—A todos los Apóstoles. ¿Recuerdas el pasaje en que Jesús les dice que uno de ellos le traicionará?
—Sí.
—¿Cuál fue la respuesta de ellos?
—No lo recuerdo.
—Cada uno de ellos se volvió hacia Jesús y le preguntó: «¿Soy yo ese, Señor?» ¿Comprendes?
—No estoy seguro.
—Cada uno de ellos se había reconocido capaz de traicionarle. Cada uno de ellos sabía en lo más profundo de su corazón que podía traicionar a Jesús si las circunstancias no eran favorables. Aun después de haber visto tantos milagros, tantas señales asombrosas, aun después de haber escuchado las palabras de Dios retumbando como el trueno, seguían dudando. ¿No somos también nosotros así?
—Sí.
—De todos los Apóstoles, ¿cuál de ellos preguntó de una forma que no era sincera: «¿Soy yo ese, Señor?»?
—Judas.
—Y eso fue porque ya había puesto en marcha las fuerzas que acabarían con el prendimiento del Señor. Él ya le había traicionado en su corazón, y únicamente faltaba el acto de traición final. Ya estaba hecho, ¿lo ves? Por este motivo lo dijo el Señor con tal certeza.
—Nunca se me había ocurrido pensar en ello.
—Judas eligió traicionarle. ¿Has elegido tú eso, sea cual sea tu acto de traición?
—No.
—Aférrate a eso.
—Pero esas palabras... Son las palabras más terribles que podrían decírseme.
—Seguramente por eso te han sido dichas.
—Me sumí en la desesperación después de oírlas.
—Eso también es algo que cabe esperar. ¿Y no se siguió algún otro tipo de tentación, a consecuencia de la desesperación?
—Sí. ¿Cómo lo sabe?
—Es una antigua artimaña del enemigo. Si puede engañarte haciéndote creer que estás perdido, entonces se lo lleva todo de una sola mano.
—Sigo viéndolo como algo horrible. ¿Cómo podría estar seguro?
—Eres libre. Tu voluntad es tuya. Elige la verdad en todo momento.
—Pero ¿y si no sé reconocer la verdad en una situación determinada? ¿Y si queda confusa?
—Ya veo que tienes muchos temores. Recuerda que el amor perfecto expulsa al miedo.
—¿Cómo es posible encontrar el amor perfecto en estos tiempos?
—Nunca ha habido unos tiempos perfectos para el amor. Tenemos que elegirlo cada vez. Una y otra vez, elegimos. Así es como el amor se hace fuerte.
—Pero para que el amor se haga fuerte hace falta toda una vida de continuas elecciones. Ya es tarde para mí.
—Empieza ahora mismo. En cada instante, el mundo vuelve a empezar de nuevo.
—Soy un árbol demasiado torcido ya. No sé cómo amar.
—Tal vez nuestro Señor esté enseñándote una lección profunda y difícil... y lo haga deprisa, pues el tiempo es breve. Él quiere que tu conquista sea por la fe, no por el conocimiento, o por el poder,
o por el éxito. Tienes que aprender a confiar en Él. — Elige un curioso camino para hacerme ganar confianza. — Piensa en ello como en un atajo a tu alma. Es un camino difícil, pero santo. Podría tardarse
una vida entera en tranquilizarte, como a un niño asustado al que hay que atender continuamente. ¿Tienes hijos? — No.
—A mí acuden muchos padres de familia. Si tuvieras hijos, sabrías que es necesario tranquilizarlos y darles seguridad de vez en cuando. Pero si se les protege demasiado, si no se enseña al niño a aprender lo que tiene que aprender, a superar sus temores, cada vez necesitará una dosis mayor de esa medicina hecha de consuelos. No crecerá. ¿Podría ser que el Señor te pidiera que crecieras muy deprisa? Parece que confía en ti lo suficiente como para ponerte esta prueba.
Fue como si se encendiera una vela en el pozo de la mente de Pawel. Aun así, mientras volvía caminando parsimoniosamente hasta la librería, las sombras de la duda de sí mismo volvían a espesarse. Sin la ayuda de la voz tranquilizadora del sacerdote dirigiéndose a él, el recuerdo de la voz del acusador volvió una vez más. Pero su poder estaba ahora sometido al control de una pequeña luz.
Después de cenar entró en el dormitorio algo turbado. La hora nocturna, la excesiva tensión del día, la inquietud por el magnetismo recurrente de su huésped, el miedo sostenido que rodeaba a la pequeña ciudadela de Casa Sofía, todo ello redundaba en un deseo de huida. No obstante, él seguía rezando las oraciones de la voluntad, sin oír más voces ni recibir consolaciones. Se metió temprano bajo las mantas. En el dormitorio se estaba caliente. David había desmontado el último de los embalajes que quedaban en el desván, que, junto con un marco de puerta ornamental, había reducido a un montón de astillas. El chico había estado alimentando el fuego con esta leña menuda a ritmo regular durante dos horas. Al menos aquella noche podrían dejarse caer cálidamente en la pérdida de la conciencia y la sensibilidad. Mientras llegaba ese momento, David leía tranquilamente un libro, sin hacer comentarios en voz alta. Poco antes de la hora de apagar luces, levantó los ojos del libro y dijo:
—Me llena tal óleo de la alegría...
—¿Qué es eso del óleo de la alegría?
—Un espíritu de unción. Me ha venido en el preciso momento en que leía las palabras de este pasaje.
—¿Qué libro es?
—El Libro de Zacarías. ¿Me dejas que te lo lea?
—Si quieres.
David se irguió en la silla y se puso a recitar en voz alta, con una voz templada que no era de hombre ni de niño:
«Luego el Señor me mostró en una visión a Josué, el sumo sacerdote, que estaba de pie en presencia del ángel del Señor, mientras a su derecha estaba Satanás para acusarle. Y el ángel del Señor le dijo a Satanás: “¡Que el Señor te reprenda, Satanás! ¡Que el Señor, que ha escogido Jerusalén, te reprenda! ¿Acaso no es este hombre un carbón encendido sacado de entre las brasas?”
»Josué, vestido con ropas muy sucias, permanecía de pie en presencia del ángel del Señor, el cual dijo a quienes estaban de pie ante él: “Quitadle esa ropa inmunda y vestidle con ropas de fiesta”»
—Hermoso, ¿verdad? — preguntó David, alzando la vista. Pawel admitió que lo era y cerró los ojos.
—Como el modelo del artista —añadió el joven, echando en el fuego los últimos y patéticos restos de leña menuda. Una vez hecho esto, apagó la luz, se metió bajo los cobertores y se durmió.
Pawel se quedó mirando fijamente la oscuridad durante un tiempo que parecía no tener medida. No podía dormir, aunque lo deseaba con desesperación. Noche y día anhelaba descansar, pero una vez más el descanso no venía. De día dependía del té para proporcionarse energía. Por la noche, el té se le revolvía en las venas y le privaba incluso de aquella forma lícita de huida.
—Hablaré en el vacío —susurró—. Yo no sé si piensas en mí como hijo tuyo. Pero yo te digo, Dios mío, aunque no pueda verte ni oírte, aunque no pueda tocarte, sí, y aunque al final sea arrojado de tu presencia para siempre, aun así, yo creo que eres hermoso. Mis pecados son harapos inmundos, y mis cualidades, mis virtudes y mi inteligencia, todo eso es nada en comparación con la gloria de tu ser.
El pozo de sus ojos estaba lleno, curiosamente, y empezaba a desbordarse. Sus manos, por voluntad propia, se alzaron solas hacia el techo.
—He tocado fondo. No veo el cielo sobre mi cabeza, tan solo un punto de luz a través del cual penetra la más débil de las promesas. ¿Un carbón encendido sacado de entre las brasas? No sé si se refiere a mí. No sé si se refiere a este pequeño hermano que está junto a mí. Podría incluso referirse a los dos. O a ninguno. Nada es cierto y seguro.
No replicó voz alguna.
—Oh, padre ausente. Oh, silencio. Pongo mi esperanza en ti, a quien no puedo ver. Mas yo te pregunto: ¿volverá la luz alguna vez? Debo cargar con este fugitivo al que has puesto en mis manos, a pesar de que no tengo fuerzas siquiera para cargar conmigo mismo. Yo te llamo. Te llamo una y otra vez. Pero la noche no habla. ¿Cuándo llegaremos a la lejana tierra? ¿Cuándo llenarán las montañas nuestros ojos? Y si llegamos, ¿acudirán los ángeles a saludarnos? ¿O llegaremos al borde de nuevos pozos y caeremos en el fuego eterno?
Antes de sumirse en la inconsciencia oyó una palabra, como el toque de una madre que le decía en un susurro: duerme.
Archivo, 17 de marzo de 1943
David Schäfer me está enseñando muchas cosas.
De él he aprendido que mi mente es capaz de engañarme. Hace mucho que conozco en realidad esta peculiaridad mía, pero nunca antes se me había revelado de una forma tan cruda. He proyectado en él una imagen de cómo percibo al ser amado ideal. Es un alma excelente, pero no el icono que he creado en mi interior. Esto es para mí un gran enigma. ¿Qué significa? ¿Podría ser que significara que estoy buscando una persona que está más allá de todo ser creado, y de la que este muchacho no sería más que una imagen reflejada?
El amor maduro ve al ser amado tal y como es, y le ama en la realidad de su ser. Pocos alcanzan con facilidad este amor maduro. En mi obra, por ejemplo, ¿Andréi ama lo poético de la belleza más que al Ser que toda belleza representa? ¿Ama a Kahlia a causa de lo embriagador del amor mismo, la ama por ella misma? ¿Puede amarla cuando se ha convertido en la vieja y fea Masha?
David me ha enseñado también que en el interior de mi corazón reside el vértigo que impulsa al hombre a las tinieblas y a la posesión. Si uno busca poseer a otro, resulta a su vez poseído. Utilizar a otro ser humano como un objeto, aun en la intimidad de los propios pensamientos, es degradar el ser de esa persona. Es deshumanizarse a sí mismo, al igual que al otro. Hasta ahora no he caído en esto. Cada día lucho contra ello. Pero no basta resistir. Hay que ver cómo amar de una forma positiva, cómo fortalecerle para que pueda enfrentarse a las pruebas de unos tiempos tan malvados.
Y aun así, aun así, el ansia no desaparece. Aunque mengua, no cesa. De ahí lo penoso del diálogo, pues un deseo así nunca podrá aportar una verdadera unión, ni ningún otro tipo de bien último.
«¿Por qué es esto así?», dama la carne. «¿De verdad es así?»
Sí, lo es. Y aunque la raíz de este amor sea algo bueno, como lo es la raíz de cualquier otro amor humano, su tronco y sus ramas están torcidos. Yo no sé por qué me veo arrastrado hacia un deseo desordenado. Esto es algo que me aflige. Pero me niego a decir que el árbol torcido está recto. Smokrev ha perdido sus derechos sobre la verdad porque ha elegido una mentira como esta. Y ha perdido así la capacidad para amar a los seres creados por sí mismos.
El dolor que causa esto es profundo. El árbol torcido se resiste al aire que lo enderezaría. Sufre. He llegado a creer que este dolor es bueno. Y con toda mi alma me aferro a la promesa de que en el paraíso todo aquello que es amor sincero encontrará su plena realización. Todo sacrificio encontrará una recompensa que sobrepasa con mucho todo consuelo terrenal. Allí, el amor florecerá en todo su esplendor, con un gozo y una gloria sin medida. Tal es mi única esperanza.