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Archivo, 2 de noviembre de 1942

Esta pequeña historia está salvándome la vida. Escribir acerca de Kahlia y de Sofía ha activado los poderes latentes en mi cerebro y me ha distraído de las obsesiones de mi corazón.

¡Qué grande es el misterio del alma humana! Cada alma atesora su propia medida de locura y de gloria. Somos nosotros los que elegimos cuál de las dos potenciar, si la una o la otra. Ante nosotros están dispuestas la vida y la muerte. La esperanza y la desesperación. El amor y la pasión devoradora. Vamos así configurando la forma a través de la cual puedan actuar el cielo o el infierno.

Le he pedido a Dios desapego, se lo pido cada día en realidad, y me lo ha dado. Por el momento siento un alivio considerable, pero me pregunto por cuánto tiempo. Me tranquilizo pensando que el tiempo es finito. La guerra continúa avanzando hacia un resultado desconocido; sea cual sea este, algún día tendrá que terminar. Entonces seré libre. Mientras tanto, sigo dando de comer a mi huésped, respeto su dignidad y protejo su autonomía tanto como su vida. Tal es la forma permitida que ha encontrado mi amor lastimado.

Y algo más que eso, por cuanto puedo construir un mundo en pequeño en unas cuartillas de papel. Este es todo mi poder, mi único retoño, mi legado. No me importa que pueda no ser nada más que un analgésico contra el dolor de la realidad. Si por otra parte el acto de la creación es una inmersión que traspasa las barreras de irrealidad en que está encerrada nuestra época, entonces como hombre tengo una vía de escape. No sé qué hay de cierto en todo ello. Al menos de momento es una alternativa a la locura.

A lo largo del mes de noviembre, el texto en forma de obra de teatro emanó de él sin disminución, sin necesidad de premeditación, repleto de pensamientos religiosos que no había sospechado albergar en su interior. Esto le resultaba especialmente perturbador, a causa de su reciente combate cuerpo a cuerpo con Dios. Le asaltaba el remordimiento cada vez que recordaba aquel agrio diálogo o monólogo, sobre todo después de dar con un pasaje de las Escrituras en el que se afirma que quienes se encolerizan con Dios se exponen a la destrucción. De este modo, el miedo se sumó a la vergüenza.

En su lectura del Antiguo Testamento, le llamó la atención una idea expresada por varios profetas: «El principio de la sabiduría está en el temor de Dios.» Pensó que sin duda aquello debía de ser un acertijo indescifrable. ¿Había que temer a un «Dios de Amor»? Y si era así, ¿a qué clase de temor se referían los profetas? ¿A un puro terror? ¿A un cobarde arrastrarse? Si esto era así, el entendimiento humano era todo él una falsa ilusión, el esplendor del universo era un rostro hermoso hendido por una espada. Y el lado más horrible de todo ello sería la ineludible conclusión de que tanto el rostro como la espada eran los esclavos de un bárbaro de proporciones cósmicas. Pawel estuvo dándole vueltas a la cuestión, y la visión desde cada uno de los diferentes ángulos parecía ofrecerle argumentos que se contraponían el uno al otro. Si Dios era un tirano, de acuerdo con la acusación de Goudron, entonces sencillamente no era posible el amor, sino tan solo la obediencia a partir del miedo al castigo. Si por el contrario era puro Amor, tal y como creía gente como Rouault y el padre Andréi, ¿por qué había tantos servidores de Dios que hablaban de su ira, de su justicia?

Los problemas difíciles e intrincados se multiplicaban. Cada una de las preguntas originaba nuevos dilemas.

En los primeros días en que había cogido la pluma para redactar Andréi Rubliov había llorado con frecuencia, antes que nada por la angustia que le producían las contradicciones de su personaje: su anhelo de orden divino, su incapacidad absoluta para abrir el corazón a ese orden. No había tardado en ir a buscar la confesión en la parroquia local, donde había confesado su ira hacia Dios y había recibido la absolución del sacerdote, pero había regresado a casa solo para encontrarse el mismo temor y la misma vergüenza esperándole.

Una semana más tarde, después de misa, mientras bajaba distraído los escalones congelados de la iglesia, resbaló y se golpeó en la nuca, y se magulló el codo y la pantorrilla. Se quedó unos segundos aturdido en la acera, hasta que una joven religiosa se arrodilló junto a él y le ayudó a incorporarse. Ella le miró a los ojos con comprensión.

—Confíe en Jesús en todo lo que tenga que suceder —le había dicho.

Él ignoró aquellas palabras, considerándolas la clase de comentario consabido que solo las monjas pueden permitirse con un desconocido. Se limitó a sacudirse la tierra y los fragmentos de hielo de la ropa, sin contestarle nada.

—El miedo es el gran enemigo —añadió ella con voz tranquila—. El miedo hace que nos encerremos en nosotros mismos. — La guerra no puede durar mucho más —murmuró él. — La guerra durará hasta el final de los tiempos. Pero si vive instalado en el miedo, no podrá oír la voz de Dios.

Pawel la miró con mayor detenimiento.

—Abandónese al Señor con plena confianza —concluyó—. Así los demonios no podrán tocarle.

¿Los demonios?, se preguntó Pawel. Le dio las gracias por haberle ayudado y se marchó a toda prisa calle abajo.

* * * *

Durante las semanas siguientes, mientras continuaba trabajando en el drama teatral, su angustia fue disminuyendo con ritmo constante, por lo que pudo concentrarse en las cuestiones planteadas por los personajes y por el tema central. Aunque el problema del miedo y del amor permanecía sin resolver, la constancia obsesiva con que daba vueltas en su mente era menor. Era consciente de que dicha cuestión se abría paso por sí misma en la obra, casi como si tuviera voluntad propia. Y en él iba ganando terreno la noción de que un Dios que permitía que se lo humillara y ejecutara de forma tan brutal estaba demostrando algo acerca de la naturaleza de su amor, y de una manera tan radical, que no había lugar a interpretaciones erradas. Pawel contemplaba la inmensidad del universo y su insignificancia dentro del mismo. Y con todo, Dios había sufrido por él, Pawel, un hombre sin importancia, una mota de polvo. ¿Por qué lo había hecho? ¿Qué estaba pasando exactamente en aquel universo tan extraño? El cuadro de Rouault de la agonía de Cristo afloraba a su imaginación. Hizo suyo el recuerdo y lo readaptó, de forma que en la obra que estaba escribiendo se convirtiera en el Cristo iconográfico de Rubliov, que era al mismo tiempo imagen de la faz revelada de Dios y ventana abierta al rostro oculto de Dios. ¿Por qué esta convergencia de ocultamiento y revelación? ¿Tal era el efecto buscado, que el hombre amara lo revelado pero temblara ante lo oculto?

Quizá el temor de Dios fuera algo por completo diferente de los terrores paralizantes que hacían las delicias de los demonios. ¿Existía un miedo santo, compatible con la confianza en Dios? Si Dios era en verdad puro amor, entonces el significado que se daba a la palabra temor en el Antiguo Testamento no se correspondía con el miedo que sienten las personas cuando se ven amenazadas por los desastres naturales o por los ataques de un enemigo. El miedo a la Gestapo tenía que ser diferente por completo del miedo sobrenatural que sintiera Moisés ante la visión de la zarza ardiente. Y no era tampoco, sin duda, lo mismo que el temor reverencial que sintieron los apóstoles en la montaña donde tuvo lugar la Transfiguración. Ni era la atracción temerosa, mezcla de deseo, falta de valía y miedo a perder, que había sentido por Kahlia al oírla tocar a Bach en la Universidad de Varsovia. Aquello había sido un sentimiento de arrebato ante la presencia de la gloria inaccesible. Una gloria bajo forma humana, reveladora pero esquiva. Ella había sido para él un icono del esplendor del ser perfecto. La gloria como... amor.

¿Amor? ¿Qué era el amor? Toda nueva cuestión le conducía inexorablemente de vuelta hacia esta otra.

* * * *

Archivo, 28 de noviembre de 1942

Amor. Los griegos lo llamaron exousia, aliento que sale del ser. ¿Es la exousia una especie de puente para el alma, el puente del lenguaje celestial? La razón dice que sí. El corazón anhela poder también decir que sí, más no puede. Kahlia, Kahlia, te desvaneces en mi pensamiento, te disuelves en el viento de la noche. Te buscaría en las calles, correría y correría hasta que este dolor que me oprime se acabara y cesara por completo, si no estuviera tan seguro de que una bala alemana pondría rápido fin a mi patético enamoramiento. ¿Correría en pos de algo o más bien huyendo de algo? No lo sé... Pero ¿de qué huyo? ¿Qué es lo que deseo? Atracción o repulsión, palabra o silencio, unión o enajenación. Me parece como si quisiera todo ello... No dejo de ser un corazón escindido.

Leo y releo mi pieza teatral mientras se me materializa delante de los ojos, y me quedo asombrado por el hecho de que todo esto haya salido de mí. Es como si una obra de arte fuera también exousia... una revelación misteriosa del ser. ¿Es entonces una forma de amor? Si lo es, ¿de dónde sale?

¿Y a quién va destinada? No importa si nadie ve, si nadie escucha. La única preocupación del artista es darle existencia. Debe hablar aun sin oyentes. Y debe hacerlo sin esperar recompensa a cambio. Tal es el camino que se abre ante mí. Si quisiera darle la espalda, a buen seguro perecería. Me aferro a esta idea con una fiereza que sobrecoge.

* * * *

Mientras seguía escribiendo, todo lo demás se diluyó en un segundo plano... el frío tras los cristales helados de la vitrina, los dedos azulados y ateridos, los disparos esporádicos de las armas, la presencia de su huésped. Durante este período, el dolor por el exceso de apego no desapareció por completo, aunque acordó una incómoda tregua con el que aún quedaba. Debía recordarse a sí mismo que, si se tocaban las cuerdas equivocadas, fácilmente podía verse arrastrado de nuevo. Se dijo que no debía confundir con amor el impulso de escapar de la soledad. Un icono en el corazón podía degenerar en un ídolo.

—Discúlpeme, pan Tarnowski —dijo David Schäfer una noche, depositando un tazón con sopa humeante delante de Pawel, mientras este leía tranquilamente en silencio sentado a la mesa de la cocina.

—¿Sí? — murmuró Pawel, alzando los ojos distraído.

—No pretendía interrumpirle, pero hoy aún no ha comido.

Pawel dejó a un lado el libro sobre espiritualidad rusa que estaba leyéndose de tirón y se quedó mirando fijamente el tazón de sopa, en el que no vio otra cosa que una vasija llena de sangre derramada.

—Debería comer algo —le instó el muchacho, sentado delante de otro tazón igual, cuyo contenido se puso a consumir con cierta ansia—. La remolacha también da fuerza —añadió—. Aporta minerales y azúcar.

Y abandonando cualquier clase de preocupación por la etiqueta, levantó el tazón con las dos manos y se lo bebió entero de tres grandes tragos, señalados por el ascenso y descenso de la laringe en su delgado cuello.

Pawel se llevó un poco de sopa a la boca con la cuchara y volvió a abrir el libro.

—No hemos hablado —le interrumpió David de nuevo, pestañeando y con voz trémula.

—¿Que no hemos hablado? ¿A qué te refieres?

—Desde el día de su gran ira, no hemos vuelto a hablar de verdad.

—Sí que hemos hablado... bastante a menudo. Estoy seguro. David sacudió la cabeza en señal de negación.

—Bueno, es que he estado un poco ensimismado, con mis cosas —dijo Pawel con indiferencia.

—Ah, ¿está estudiando a fondo algo que le interesa?

—Sí, exacto. — Pawel reanudó la lectura.

—Deberíamos hablar de aquel día de su gran ira. Resoplando por la nariz, Pawel cerró el libro definitivamente y se quedó con la mirada clavada en la mesa.

—¿Y por qué tendríamos que hablar de eso? — preguntó en tono grave.

—Porque es una grieta profunda que se ha abierto entre los dos.

—¿Por qué iba a ser eso? Fue un mal día, eso es todo.

—Pan Tarnowski, como ya le dije aquel día, tengo la impresión de que mi presencia es una carga para usted. En realidad, una carga tan grande que lo está matando.

El rostro de Pawel adoptó, más que nunca, la impenetrabilidad de una máscara.

—Y como ya te dije aquel día, tú no me estás matando.

El chico asintió, pero sin cruzar la mirada con la de Pawel. Por fin levantó los ojos y se aventuró a preguntar:

—¿Qué fue entonces lo que le trastornó? ¿Por qué se enfadó tanto? Montó un pequeño caos en la tienda, varios libros se rompieron, oí gritos y...

—Eso no tenía nada que ver contigo.

David se aclaró la garganta.

—Me resulta difícil de creer.

—Pues créelo.

—Entonces, ¿cuál fue la causa?

—Lo absurda que es mi vida.

Tras unos segundos de pausa, David se atrevió a formular una última pregunta:

—¿Yo no formo parte de su vida?

La frase quedó suspendida en el aire, generando tantos pensamientos encadenados en Pawel que le resultó imposible responder. Con el fin de sustraerse a sus propias cavilaciones, apuró la sopa y dejó que el muchacho limpiara la mesa. Inmediatamente después, ambos encontraron espacios por separado en los que meditar en privado.

Era verdad que Pawel llevaba semanas enteras sin hablar apenas con su huésped, más que nada para darle someras instrucciones sobre las tareas de limpieza, o para hablar de la catalogación. David debía de llevar tal vez unos dos tercios de su hercúlea labor. Había caído asimismo en la costumbre de preparar comidas, pues Pawel se había saltado tantas que el chico acabó por hacerse cargo del asunto.

* * * *

—¿Qué está escribiendo, pan Tarnowski? — le preguntó David una noche, no mucho tiempo después. La puerta de la librería estaba cerrada con dos vueltas de llave, y todas las persianas estaban bajadas. David acababa de barrer los pasillos entre los anaqueles y se acercaba al escritorio, desprendiendo una curiosidad no disimulada. Pawel tapó el manuscrito con el brazo. —Una historia.

—A mí me gustan mucho las historias. ¿Me dejará leerla? — Aún no está terminada.

—¿Cuándo la terminará?

—No creo que te resulte interesante.

—Yo pienso que sí. Estoy seguro.

—¿Por qué estás tan seguro?

—Porque la ha escrito usted.

—No está bien escrita. ¿Qué podría haber en ella que te interesara?

—Me interesa porque es mi amigo —dijo con vacilación, al tiempo que se volvía de espaldas, azorado. El hombre y el muchacho reanudaron ambos su trabajo sin hacer más comentarios.

¿Amigo? Ironía a raudales, perspectivas desproporcionadas se abrieron en la mente de Pawel. Suspiró, reunió las páginas del manuscrito y subió a su habitación, para poder escribir en paz.

* * * *

Aquella semana, algo asfixiado por el pequeño mundo de la tienda y el apartamento, salió a la calle, a caminar. El primer día dio un paseo por la orilla del río, por Gdaskie, donde observó a unos trabajadores que reparaban un puente dañado por las bombas. Vivificado por el aire fresco, se decidió a hacer más ejercicio en el futuro. A la mañana siguiente, su ánimo había mejorado tanto que se aventuró a ir más lejos y cruzó el Vístula, adentrándose en el barrio de Praga, donde paseó por el parque Praski. En el extremo norte del mismo, siguió un camino hasta el jardín zoológico.

Al pasar junto a un grupo de personas arremolinadas tras un banco de nieve manchado de sangre, se detuvo un momento sin pensar para ver qué era lo que había sucedido. Sabía muy bien que en aquellos tiempos que corrían era peligroso acercarse demasiado a mirar cualquier cosa que no fuera un asunto propio. Pero la visión de la sangre le retuvo. Estaban descuartizando un animal. En un principio pensó que se trataba de un caballo, hasta que vio la cornamenta. Una mujer cortaba el pecho del animal en chuletas, que iba guardando en un saco de arpillera. Tres hombres desmembraban el cuerpo sirviéndose de cuchillos, sierras y hachuelas, mientras dos niños se apresuraban a recoger la nieve, empapada de sangre, en cubos de metal, aunque sin dejar de aprovechar la ocasión de llenarse la boca con pequeñas porciones. Los adultos se quedaron mirando un momento a Pawel, al que increparon e hicieron gestos para que se fuera. Él volvió sobre sus pasos y regresó directamente a Casa Sofía, recordando durante todo el trayecto de vuelta la lejana época de su infancia en que se quedaba arrobado contemplando la manada de ciervos rojos de aquel mismo parque. Y se horrorizó también ante el deseo que le había asaltado de haber podido hacerse con un poco de aquella comida.

Al día siguiente sintió la necesidad de tomar la dirección contraria, como para alejarse lo más posible de la imagen de aquella carnicería, que aún lo acosaba. Caminó hacia el oeste, por Wawelska, sin otro objetivo que el de despejar la mente. En determinado punto del trayecto, se tropezó con una pequeña iglesia, delante de la cual había dos monjas bastante mayores, juntas, de pie, con la mirada gacha puesta en los escalones. Una de ellas sollozaba.

—Yo estuve presente el día en que la instalaron... cuando era pequeña... —decía entre lágrimas—. Me trajo mi madre para que lo viera. ¡Todo fueron cánticos aquel día! El arzobispo ofició la misa de consagración.

—Ya la repararán —le decía la otra—. Algún día volverá a ser tal como era.

—¡Nunca podrá volver a ser igual! ¡Pero mira esto! ¡Mira!

Los escalones estaban cubiertos de fragmentos de vidrio de colores. Uno de los ventanales de encima de la entrada de la iglesia estaba desfigurado por varios agujeros. Pawel subió algunos escalones y preguntó si podía ayudar en algo.

Las monjas lo miraron sin prestarle mucha atención, negando con la cabeza.

—¿Han sido los alemanes?

—No, no han sido los alemanes. Han sido unos gamberros. — Se han puesto a tirar piedras y ladrillos —dijo la otra religiosa—. Estábamos rezando cuando oímos ruido de cristales rotos. La hermana y yo salimos enseguida, pero ellos siguieron con lo suyo, destrozando.

—No hemos podido hacer nada. Les hemos suplicado, pero se han reído de nosotras, sin detenerse.

—¡Y qué lengua, además!

—¡Nuestros propios hijos polacos! ¿Por qué habrán hecho una cosa así?

Pawel contemplaba los restos de cristal y cascotes esparcidos a sus pies. Un ojo de Cristo, parte de una mano, una porción del corazón rodeado de espinas.

Una de las monjas se agachó para recoger el corazón, mientras la otra entraba a buscar escobas y palas. Pawel se alejó.

* * * *

A medida que el invierno iba haciéndose más crudo, Pawel y David pasaban cada vez más veladas juntos sentados a la mesa de la cocina, donde se estaba un poco más caliente, pues los fogones añadían algo de calor a la escasa calefacción que los radiadores pudieran generar. Las reservas de carbón se agotaban. Una de aquellas veladas, Pawel se enfrascó en la lectura de un libro mientras David remendaba una prenda de ropa con aguja e hilo. —Discúlpeme, pan Tarnowski.

Pawel levantó la mirada con cierta irritación.

—Perdón, estaba leyendo —murmuró el chico, agachando la cabeza.

—Es obvio.

—Lo siento. Es que se me había ocurrido una idea interesante y, en mi entusiasmo, no he pensado que preferiría seguir leyendo a...

—¿... a qué?

—A discutirla conmigo.

—¿Cuál es esa idea interesante? — preguntó Pawel, dejando escapar un suspiro.

—Nada, por favor, vuelva a su libro.

Pawel reanudó la lectura.

—¿Es interesante el libro?

Pawel cerró el libro.

—Será mejor para ti que me cuentes esa idea.

—No es nada importante.

Pawel sostuvo su mirada.

—Claro que, en realidad, en cierto modo es importante —se apresuró David a corregirse a sí mismo—. Es sobre el lenguaje.

—¿Sobre el lenguaje?

—Sí, nuestro tema preferido.

—¿Y qué es lo que has pensado hoy sobre el lenguaje?

—Estaba pensando en el lenguaje entre usted y yo.

—¿A qué te refieres?

—Hay muy poco lenguaje entre nosotros.

—No te entiendo.

—Quiero decir que raras veces hablamos. ¿Por qué será?

—Sí que hablamos —se encogió Pawel de hombros.

—Sí. Pero nuestros silencios no hablan.

—¿Nuestros silencios no hablan?

—En mi familia hablábamos mucho, y también callábamos mucho. Las palabras fluían de nuestros silencios.

—¿Qué estás diciéndome?

—Que no entiendo sus silencios, pues incluso el silencio es palabra.

—¿Qué es el silencio entonces para ti?

—El silencio es ser.

—¿Ser? ¿Estás hablándome de filosofía?

—Sí, y de algo más. El lenguaje hablado y el silencio son llaves.

—¿Llaves de qué?

—De la comunión.

—¿A qué te refieres con eso?

—A lo uno.

—Por favor, no me vengas ahora con que eres budista, David Schäfer —dijo Pawel, con la esperanza de que esta brusca observación pusiera fin a la interrupción de su lectura.

—No soy budista —replicó el muchacho con tono ofendido—. Soy un hombre. Esto es algo común a todos los hombres.

—¿En qué sentido?

—El hecho de que un hombre te entregue una llave tiene un cierto significado. Una palabra es una llave. Una palabra es una acción. Sustrae la acción, y el significado no se ha expresado. Es más, cada hombre es una palabra. Tal y como usted es una palabra para mí.

—¿En qué sentido soy yo una palabra para ti?

—Esto no lo entiendo aún del todo, pero en su sentido más común, usted expresa una palabra de protección. Usted me esconde. Me alimenta. Es su parte del diálogo.

—No es un diálogo, en realidad. Lo hago porque es lo correcto.

—Pero hacer lo correcto es expresar una palabra, es decantar, un poco, el equilibrio del mundo.

—Quizás otorgues demasiada significación a cosas que en realidad son normales.

—¿Es normal la vida que llevamos aquí?

Pawel reflexionó acerca de ello antes de responder.

—Supongo que no. Pero el mundo entero está convulso. No hay nada en estos tiempos que sea normal.

—No hay nada que sea normal, corran los tiempos que corran, me parece.

Pawel sacudió la cabeza. Las palabras del muchacho se volvían oscuras.

—Pongamos, pan Tarnowski, que usted y yo vivimos uno a cada lado de la calle, y que la calle divide dos mundos diferentes, mutuamente incomprensibles. Supongamos que yo le tiendo la llave de mi puerta, y usted me ofrece a mí la llave de la suya. Abrimos las puertas y ya está, ahí estamos los dos mirando cada uno al interior de la casa del otro. ¿No es un milagro?

—En mi interior no hay nada que pudiera parecerte interesante.

—Eso no lo creo.

—¿Por qué ibas a querer verlo?

—Porque el hombre no está hecho para estar solo.

—No estamos solos.

David bajó la mirada. Con voz grave, dijo:

—Uno puede estar solo incluso en un hogar lleno de personas que hablan sin cesar.

—Me das un argumento a mi favor. No hay necesidad de hablar.

—Ah, sí, sí que hay necesidad de hablar. No me refiero a emitir ruido por la boca, sino a las palabras que emanan del silencio.

—Ahora sí que me he perdido. ¿Qué intentas decirme, exactamente?

—El discurso veraz es uno. La unión del silencio y la unión de las palabras veraces que emanan de tal silencio. Esta unión es una expansión de la visión.

Intrigado, Pawel le animó con un gesto:

—Continúa.

—Una cosa no está dicha con veracidad a no ser que el hablante esté dispuesto a ofrecer su propia sangre como garantía de las palabras que salen de su boca o de su pluma. La sangre no tiene por qué derramarse, literalmente, pero la disposición a dejar que así sea es esencial de cara a la autenticidad. En las incertidumbres de la vida, es posible que se nos exija el derramamiento de la propia sangre, y es posible que no. Eso no es decisión nuestra. Lo que sí es de nuestra elección es estar dispuestos a hacerlo.

—O sea que piensas que lo que un hombre dice debe ser corroborado por su vida.

—Sí, si se trata de tener autoridad. Por eso debemos tener cuidado con lo que decimos. Una palabra cambia la existencia. Debemos proteger la pureza del lenguaje, pues es el vehículo transmisor, entre una persona y otra, de aquello que es sagrado.

Pawel frunció el ceño y dejó el libro encima de la mesa.

—En una ocasión, un viejo pintor me dijo algo parecido. Me dijo que si los símbolos se corrompen, también los conceptos se corrompen, y a partir de ahí perdemos la capacidad para entender las cosas tal como son. Y que nos hacemos así más vulnerables a la deformación de nuestras propias percepciones.

—Y por tanto de nuestras acciones —añadió David de forma enfática.

Pawel se quedó atónito de pronto por el hecho de que aquellas palabras hubieran salido de la boca de un chico de diecisiete años, que apenas había tenido tiempo para vivir, mucho menos para estudiar las grandes ideas de la civilización.

—La degradación del lenguaje es un síntoma —dijo Pawel a modo de sentencia, sin saber si cabía añadir ya nada más a la discusión.

Pero David Schäfer parecía un pozo inagotable.

—El lenguaje puede proporcionarnos palabras para la plegaria, y la poesía, y los cánticos, y palabras de amor que ofrecer al otro. Pero el lenguaje puede también caer hasta el más bajo nivel, como si se tratara de un sirviente al que se sometiese a los empleos más degradantes con el fin de aumentar las ganancias de su amo. Al reducirlo a los niveles más bajos de servicio, el amo se degrada a sí mismo más que a su sirviente.

—Como un filósofo obligado a amontonar estiércol en una granja.

—No exactamente. Amontonar estiércol puede ser una acción muy noble, cuando se hace como un servicio de verdad. Yo diría más bien como un filósofo que tuviera que hacer cosas malas para su amo. Mentir, por ejemplo.

—O como un hombre obligado a desnudarse, rodeado de ojos que lo devoraran como a un objeto de interés o de deseo. David se encogió de hombros.

—Sí, algo así. O desnudo como un objeto para ser mostrado en una filmación con fines propagandísticos.

Pawel y David guardaron silencio. El joven fue quien rompió la pesadez.

—El lenguaje puede darnos palabras para la plegaria y la poesía, y también gritos y maldiciones —continuó con voz apagada—. Pero no es en sí mismo la fuente de donde salen la plegaria, la poesía, los gritos y las maldiciones. Existe la voz del alma, anterior a las palabras expresadas por el lenguaje. Yo creo que es posible experimentar esta lengua pura del alma sin palabras.

—Una vez más apoyas mi postura: que no es necesario hablar.

—Y aun así estamos hablando de ello.

Pawel sonrió.

—Sí, es cierto.

—Un estado de puro ser es hablar y escuchar simultáneamente.

—¿Siempre? Haces unas afirmaciones inexorables.

—Sí, eso es un defecto mío, lo reconozco. Pero al menos estará de acuerdo, pan Tarnowski, en que hay momentos así.

—Es posible...

—No parece tan convencido como yo.

—Yo no lo he experimentado.

—¿Está seguro? En algunos momentos, en medio de una calle concurrida, sí, incluso en el gueto, he sido capaz de percibir la gran unión, la gran paz que se manifiesta cuando el hablar y el escuchar están sintonizados con la voz de lo Más Alto.

—Yo he sentido alguna vez eso, aunque muy raramente, sobre todo cuando era pequeño — repuso Pawel—. El tiempo se ralentizaba, se imponía una impresión como de algo milagroso. Los ángeles enviaban mensajes, los vertían sobre el mundo. No había más que mirar hacia arriba para verlo, para oírlo, para recibir los mensajes. Pero la infancia pasa. La realidad lo conquista todo.

—La infancia no debería acabarse —dijo David con cierta severidad—. Debería tomar una forma más madura, pero su inocencia de no debería perderse.

—Estoy de acuerdo contigo. No debería, pero se pierde.

—¿No es capaz de reencontrarla? Está por todas partes, nos rodea. Puede reavivarla el aire de las palomas en su vuelo, o los colores cambiantes del cielo, o el flujo de las ideas que van de los labios de una persona al oído de otra cuando sabes que tu palabra ha sido expresada desde la corriente central y oída en la corriente central, y devuelta a través de la corriente central.

—¿La corriente de qué? Esa es la cuestión, ¿de qué? ¿De agua? ¿De tráfico? ¿De ruido?

—De fuego. La corriente de fuego sagrado.

Se quedaron callados de nuevo, mientras cada uno de ellos reflexionaba acerca de lo que la palabra fuego podía significar para el otro.

David prosiguió:

—Si una persona no tiene a nadie con quien poder hablar de esta manera, está condenada a contemplar el reflejo de su propia imagen.

—¿Y eso está mal? ¿Acaso no debemos conocernos a nosotros mismos?

—¿Puede uno conocerse de verdad a través de una imagen reflejada de sí mismo? Una imagen reflejada está invertida, y es plana. ¿Me permite plantearlo de otro modo, pan Tarnowski? Tenemos tendencia a experimentar el yo como el centro de toda existencia. Se corre así el riesgo de hacer que todo y todos giren a mi alrededor... ¿Lo ve? He dicho a mi alrededor, como si todo aquello que no soy yo se limitara a dar vueltas a mi alrededor.

—No es más que una metáfora.

—Sí, pero una metáfora que nace de una actitud fundamental.

Pawel se sonrió, irónico, una vez más entre asombrado y divertido.

—Continúa —dijo.

—Como decía, corro el riesgo de hacer que todo gire a mi alrededor, hacia la pérdida de su realidad. Y al hacerlo, también yo pierdo realidad... No, debería decir que experimento una pérdida de mi realidad auténtica, por mucho que pueda sentirme más real gracias a esa obsesión por el yo.

—No sé si te sigo...

—En realidad, las demás personas son tan reales como yo, aunque yo no lo experimente así.

—Pero así es la vida, ¿no?

—Así es la vida... menoscabada.

—Si lo que dices es verdad, entonces toda existencia humana sufre menoscabo.

—¿No está de acuerdo conmigo en que es así?

Pawel asintió con gesto brusco.

—Sí, lo estoy.

—Entonces, ¿cómo conseguiremos ir mas allá de esa prisión hecha de espejos en los que solo vemos nuestras imágenes distorsionadas? ¿Cómo haremos para salir del sistema solar que gira en torno al yo y unirnos a la gran danza cósmica del universo?

—¿Cómo? Yo no lo sé con seguridad, pero un primer paso podría ser...

David esperó a que Pawel completara aquel pensamiento. Este último bajó la mirada y se quedó con los ojos fijos en el suelo durante unos segundos, buscando una respuesta evasiva a la pregunta del muchacho.

—Supongo que uno prueba colocando al otro delante del yo... —murmuró, sin levantar los ojos.

—Sí, eso creo yo —asintió David—. Mediante pequeñas decisiones al principio, que luego crecen hasta hacerse movimientos mayores. Pero nosotros debemos elegir ese modo de obrar. — Esbozó de pronto una sonrisa, sin motivo aparente—. Así es como, mediante la elección consciente, uno rompe el trance hipnótico creado por el espejo.

—No seas tan rudo con los espejos. Podemos aprender mucho de ellos.

—O quedar atrapados en ellos.

—Sí, pero en nuestra imagen reflejada vemos lo grandes que somos, como Narciso, o lo pequeños que somos, como San Francisco.

—¿Quién es San Francisco? — preguntó David con curiosidad.

—Un maestro espiritual de mi religión.

—Ah. En eso debo admitir que tiene razón, pan Tarnowski. Me parece que está diciendo que un espejo no es del todo malo ni del todo bueno. Es una oportunidad para elegir. ¿No es cierto que cuando nos miramos a un espejo es como si surgiera una pregunta y se insinuara una respuesta?

—¿Tú crees?

—Una ventana es una clase particular de espejo en el que uno puede optar por ver tan solo la imagen reflejada, o bien por mirar a través de esa imagen, hacia lo que está más allá del recinto cerrado del yo.

Como antes, Pawel cayó de pronto en la cuenta de la juventud de David, tan irreal le parecía la conversación. Decidió acabar sumariamente con la conversación:

—Lo que para ti comenzó en forma de idea se ha convertido en un laberinto de metáforas — dijo—. Lo que para mí empezó siendo una metáfora se ha convertido en una idea.

—Sí —asintió el chico—. Qué interesante.

* * * *

—Me gustan las historias —dijo David pocos días después, mientras servía unos cuencos con nabos revueltos—. Me gusta contarlas y me gusta que me las cuenten.

—Ah, ¿sí?

—Ya se lo había dicho.

—Ah, sí, ya me lo dijiste.

—¿De qué va su historia?

—Es una pieza teatral. No es muy buena, un pasatiempo nada más.

—¿Puedo leerla?

—No es más que el primer borrador.

—Eso es lo de menos. A mí lo que me interesa es el alma de la historia.

—¿Y qué me dices del estilo?

—¿Qué es el estilo? — preguntó David.

—La forma en que el autor cuenta su historia. Aquello que omite y aquello que incluye. El sonido de su voz, el ritmo y la frescura de las palabras... todas esas cosas.

—Oh, sí, ya entiendo que eso es importante. Pero ¿qué pasa cuando se dan todos esos elementos pero la historia es falsa, como una hermosa concha sin nada en el interior, como una estatua sin corazón... como un ídolo pagano?

—No, eso tampoco es bueno. Te sorprendería saber cuántos artistas que yo conozco creen que el estilo lo es todo. Cuando yo era joven y vivía en París, la mayoría de la gente a la que conocía creía sinceramente que si una obra de arte era bella no importaba para nada lo que comunicara, sencillamente. Si era bella, era auténtica.

—Según eso, tiene que propagarse mucha falsedad por esa vía.

—Eso pienso yo. Pero ¿qué me dices si un escritor tiene tanto una buena historia que contar como un buen estilo? Ah, entonces ahí tienes...

—¡La gloria! ¡Gloria bendita!

—Yo iba a decir magia, pero esta palabra a ti no debe de gustarte demasiado, ¿verdad?

—La magia está del lado del Sitra Ahra.

—¿Y qué me dices de tu Cábala? — inquirió Pawel, cogiendo un libro de una pequeña pila que se había bajado del desván para su posterior estudio. A David se le ensombreció la mirada.

—¿No trata de magia y de filosofía judía? — continuó Pawel—. Rescaté esto el otro día del montón de libros descartados. ¿Por qué rechazaste una obra tan famosa como esta?

—¿La has leído?

—No.

—Yo sí la he leído. Consta de dos libros principales, el Libro de la Creación y el Zohar. En ellos hay la más pura sabiduría, pero mezclada con las doctrinas paganas orientales y con las ideas de aquel que es el ángel de la ponzoña y la muerte. Aparecen muchos ángeles a los que no se menciona en las Sagradas Escrituras. Sus mensajes son cuestionables. Yo creo que es posible que algunos sean ángeles caídos disfrazados. Esto abre las puertas del alma a intrusos peligrosos. Es una obra compuesta por muchas piezas que no encajan unas con otras, y hay que caminar con cuidado para no caer en las regiones de los condenados. Así me lo dijo mi padre, y yo creo que tenía razón.

—¿Tu padre era una persona instruida?

—No tenía grandes estudios. Fue a la yeshivá únicamente, no llegó a ir a la universidad. Ya le he dicho en alguna ocasión que era un hombre sabio. Mi madre también era una mujer sabia, pero mi padre tenía una sabiduría única. La gente decía de él que era un zaddik, un justo. No le gustó nada cuando se enteró. Era un erudito de la Torá y de la Cábala. De joven se había sentido fascinado por los misterios ocultos, como tantos jóvenes, y se vio atraído hacia este tipo de estudio durante años. Pero al hacerse mayor se alejó de todo aquello porque había llegado a la convicción de que no era saludable para el alma.

—¿Qué le encontraba de malo?

—Los problemas que ya le he mencionado. Pero sobre todo pensaba que la práctica de la Cábala animaba a una fascinación por las cosas secretas, sobrenaturales, y que esto predisponía a llevar una vida interior dominada por el orgullo y el engaño espiritual. Decía que era mejor no leer este libro hasta la edad de cuarenta años, y aun así solo si la persona había sido agraciada con una excelsa sabiduría y devoción al Ser Supremo, al Señor del Universo. Con todo, mi padre, que era sabio y devoto, abandonó su lectura por completo.

—Eres una persona afortunada por haber tenido un padre como él.

—Sí.

—No todo el mundo tiene esa suerte.

—Y a usted, pan Tarnowski, ¿no le enseñó su padre a discernir entre el bien y el mal?

Pawel miró por la ventana.

—¿Mi padre? Apenas le conocí. Y él apenas me conoció a mí. Lo arrestaron los rusos cuando yo era muy pequeño. Lo liberaron cuando los rusos fueron expulsados.

—¡Qué felicidad debió de sentir usted!

—Había estado ausente tres años. Cuando regresó era un extraño, un hombre destrozado. Había visto cosas terribles mientras estuvo preso. Me miraba y no me veía. Poco a poco fue recuperándose, pero aun así yo sentía que no podía verme de verdad. Yo era su hijo, y él cumplía con sus deberes de padre, pero tenía el pensamiento siempre en otra parte. Conmigo siempre hablaba de cosas intrascendentes. No me escuchaba, no me preguntaba.

—Pero seguro que cuidó de usted.

—Al llegar yo a la juventud, él empezó a tomarse algo de interés. Quería que yo fuera ingeniero, para que pudiera llevar una vida próspera y me ahorrase el tipo de padecimientos por los que él había pasado. Tales eran la esencia y los límites de su amor.

Ya en el momento mismo de expresarlos en voz alta, los pensamientos de Pawel se tambaleaban. Había algo en aquella recapitulación que no era del todo preciso. Acudió a su mente la imagen de un recuerdo de infancia, de su padre suplicándole con los brazos extendidos y los ojos llenos de aflicción, anhelante por que Pawel quisiera ir a él, susurrándole, dziecko, mi pequeño, mój synu, hijito mío. Pero Pawel le había dado la espalda, alejándose de él.

Los ojos de David, graves, reflexivos, compasivos, estaban clavados en los de Pawel.

Pawel inspiró de improviso y se irguió en su silla. Carraspeando, dio unos golpecitos en la Cábala con el dedo índice.

—¿Dices que la has leído?

—Sí —asintió David con la cabeza—. Un pecado del que me avergüenzo en grado sumo. Mi padre me prohibió su lectura, pero yo la leí a escondidas, seducido por su fascinación. Fue un acto de desobediencia. Debería haberme limitado a creer a mi padre, pues descubrí que tenía razón, y en cambio ahora hay en mi mente determinadas palabras e imágenes que no me gustan. Ahora tengo a veces que luchar contra ellas, sobre todo cuando estoy muy cansado. En momentos así soy vulnerable al miedo.

—Pero antes has dicho que hay sabiduría en ella.

—Hay cosas buenas, sí, pero también las seducciones del enemigo. Contiene el veneno envuelto en una bella presentación mística.

—¿Crees, pues, que hay un misticismo bueno y otro malo?

—Sí, claro.

—¿Qué pasa entonces si el misticismo malo se presenta envuelto con un buen estilo?

—La respuesta es obvia —se encogió de hombros—. Se convertiría en el peor de todos los venenos.

—¿Cómo podemos distinguir el uno del otro?

—No creo que se trate de una cuestión de saber, al menos no completamente. En un texto hay determinados signos. Este es el reino del saber. Pero lo más importante es que debemos rezar para alcanzar la sabiduría, lo cual entra dentro del reino del espíritu.

—No dejas nunca de sorprenderme —dijo Pawel, sacudiendo la cabeza.

—Pan Tarnowski, también yo me siento sorprendido por usted. — David hizo una pausa—. No le entiendo. Perdóneme por decírselo.

—¿Yo estoy sitra ahra?

David se mostró confuso.

—Por supuesto que no. ¿Por qué me pregunta una cosa así?

—No sé muy bien por qué te lo he preguntado.

—¿Acaso no escribió uno de vuestros comentaristas que «todos los hombres han pecado y caído sin alcanzar la gloria del Señor Supremo»? Es una verdad. Yo también he pecado por desobediencia, aunque, gracias al Único que es Santo, he sido preservado de los demás actos en los que tan a menudo incurre la humanidad.

Esto lo dijo con sinceridad, sin el menor engreimiento.

—Con todo, soy como cualquier otro hombre —añadió—. Yo podría muy bien cometer esos actos.

Reflexionaron sobre ello sin hacer más comentarios. Más tarde subieron al desván, y David le enseñó la selección del día.

—¿Qué vamos a hacer con el misticismo malo? — preguntó Pawel.

—¿Me lo pregunta a mí? Los libros son suyos.

—Tal vez puedas hacerme alguna sugerencia.

—Creo que deberíamos quemarlos, junto con los de este otro montón.

—¿Vamos a hacer como los nazis?

—Ellos queman libros porque odian la verdad. Nosotros destruiríamos un libro porque amamos la verdad. Pero solo lo haríamos después de meditarlo con sensatez, solo si estuviera claro que el libro contenía un veneno mortal.

—No estoy seguro de que me hayas convencido —dijo Pawel.

—Un libro es una palabra dicha a la creación. Su mensaje se dirige al mundo. No se puede retirar.

—Pero cada libro cumple su función específica, ¿no crees? Unos cumplen una función más importante, otros menos, y unos hacen mal y otros bien, y así sucesivamente. Todos realizan una tarea, y así es como crecen las civilizaciones.

—Pero si un libro representa una palabra falsa, supone una semilla de destrucción en el seno de la civilización. ¿Es malo entonces acabar con su tarea?

—Dime una cosa, David Schäfer, ¿piensas que deberíamos quemar, por ejemplo, la autobiografía de Hitler?

—Difícil pregunta. Yo creo que quizá valdría la pena conservarla, porque en el futuro será necesario entender por qué nuestra época es como es.

—¿Y la Cábala? ¿No tendría según eso algo que decirnos acerca de la vida de los judíos? Si nos ponemos a quemar todos los libros que contienen falsedades, no vamos a parar nunca.

—No es que no sea verdad eso que dice, y quizá en un mundo en el que las personas desearan conocer la verdad sería posible leer este tipo de cosas sin verse arrastrado por ellas a la oscuridad. Pero vivimos en una época completamente desquiciada. ¿Hay que darle veneno a la gente, en el estado de salud en que se encuentra?

—Pues entonces empaquetemos esos libros y dejémoslos aparcados a la espera de que vengan tiempos mejores —dijo Pawel.

—Aun así, hay algunos que sigo siendo partidario de destruir. Son capaces de hacer enfermar el alma en cualquier época que sea.

Hacía una noche particularmente fría, con un viento que soplaba con fuerza procedente del nordeste. Cogieron los libros que les cabían en los brazos y bajaron a la caldera del sótano. Tiraron algunos de los ejemplares a los carbones en ascuas.

—Yo soy librero —balbució Pawel incómodo—. Mi trabajo consiste en preservar los libros.

—¿Puedo hacerle una corrección, pan Tarnowski? — dijo el muchacho con humildad.

—Está bien, corrígeme.

—Si me permite decirlo, su trabajo consiste en preservar la verdad. Si alguna vez le hubieran atormentado los dybbuks, no dudaría en quemarlos. He conocido a personas con la mente perturbada y el alma infecta que se habían creído capaces de enfrentarse a estas cuestiones y salir indemnes. ¿No podríamos pensar en estas llamas como en una forma de obtener el bien del mal? Estos libros sirven al enemigo, atrayendo a las almas hacia la oscuridad. Nosotros les estamos dando un mejor uso. Durante un breve tiempo proporcionarán calor a aquellos que se acercan a sus anaqueles en busca de sabiduría.

Pawel lanzó una mirada fugaz al muchacho.

—En eso tienes razón —murmuró.

* * * *

A media tarde del día siguiente entró en la librería un cliente poco habitual. A Pawel no le gustó su aspecto desde el momento mismo en que sonó el timbre. El tipo cerró la puerta sin hacer ruido y se quedó quieto en la entrada, con una inmovilidad que no era natural, supervisando el interior. Sus ojos se demoraban allá donde se posaban, en el bastón del paragüero, en el techo, cuya altura pareció considerar, en un candelero; parecía estar inmerso en la elaborada creación de una impresión valorativa. Sus ojos parpadeaban, sujetos a los más sutiles estímulos de su vivacidad. Tendría poco menos de cuarenta años, llevaba un fino bigote y el cabello algo gris, alisado hacia atrás con afeite, e iba vestido con elegancia, con un abrigo de lana negro hasta los tobillos. Se quitó los guantes de piel, con los que se golpeaba ligeramente la palma de la mano.

Después de dirigir a Pawel una prolongada mirada, se metió en el rincón que contenía los libros de arte y allí se quedó un buen rato. Aunque su presencia no podía obviarse, Pawel le ignoró.

Por fin el desconocido se acercó al mostrador con los libros que había elegido.

Mientras Pawel hacía la cuenta, era consciente de su mirada puesta en él.

—Yo lo conozco a usted de algo —dijo finalmente, con una voz afectada, aristocrática, de tono agudo.

—No recuerdo que nos hayamos visto antes —dijo Pawel.

—Soy el conde Smokrev.

¿Smokrev? Una nota sonó en la memoria de Pawel... escurridiza y, por alguna razón desconocida, discordante. Recordó vagamente a alguien de origen noble llamado Smokrev, en París. ¿Del mundillo literario? ¿Un escritor, quizá?

—Yo en cambio estoy seguro de que lo conozco —dijo el conde.

—No lo creo. Tengo una cara muy corriente.

—Au contraire, tiene usted un rostro único.

Indignado, Pawel estaba a punto de envolver los libros en papel cuando el conde extrajo un volumen del montón. Era un libro sobre arte griego.

—Una cosa —dijo arqueando una ceja—. Creo que en este libro hay errores, lo cual debería bajar su precio, en toda justicia.

Entrecerró el otro ojo, inquisitivo. Pawel esperaba.

—Mire aquí, en la página 386 —continuó el conde, insertando su cuidada uña en el libro y abriéndolo de par en par—. El autor atribuye erróneamente esta escultura a Praxíteles. Bien es verdad que el tema es un hombre desnudo acariciando a un joven, y que al girar la página aparece el Hermes de Praxíteles, una de las grandes obras de arte de todos los tiempos, donde encontramos también el más soberbio ejemplar de belleza masculina que podría imaginarse, y que está acariciando también a un muchacho desnudo... Perdone, le he hecho ruborizarse...

—No me estoy ruborizando —dijo Pawel, aunque sabía muy bien que tenía la cara roja de vergüenza.

—Qué absolutamente encantador —sonrió el conde.

Controlando su irritación, Pawel dijo sin alterar la voz:

—Creo que tiene razón en que esta obra no es de Praxíteles. Probablemente sea de Milo. No obstante, es posible que su interpretación del Hermes no sea la que pretendía el escultor. Podría ser la representación de un padre sacando a su hijo del río en el que acaban de bañarse. Están a punto de vestirse, pero el padre se detiene unos momentos y levanta los brazos en alto para coger uva para su hijo.

—Encantador —dijo el conde en un susurro.

—Le reduciré el precio en un diez por ciento —dijo Pawel con una voz sin tono.

—No será necesario —dijo Smokrev, dejando un montoncito de dinero encima de la mesa.

Mientras Pawel envolvía las adquisiciones, el conde soltó de pronto una breve y sonora exhalación.

—Yo lo conozco. Lo conozco.

Se daba golpecitos con los guantes en los labios.

—Sí, le vi en un salón en París. Usted era aquel amiguito del novelista, Goudron. ¡Qué cosa tan sencillamente increíble! ¡Encontrarle aquí, después de todos estos años!

—Increíble —balbució Pawel.

—Lo dejó destrozado, ¿lo sabía? Tardó meses en recuperarse. — Lanzó una risa maliciosa—. Vaya que sí, pasó el período más largo sin amiguito de toda su vida, hasta encontrar otro.

—Sea lo que sea lo que pueda haber imaginado, está únicamente en su cabeza. Monsieur Goudron fue un benefactor para mí. Me acogió en su casa cuando yo carecía de todo medio de supervivencia.

—Sí, sí, sí. Era un hombre tan generoso... Siempre tan compasivo con todo aquel a quien considerase atractivo...

—Lo está malinterpretando. Fue un acto de caridad por su parte.

—Ah, mi buen y joven amigo, Goudron nunca se equivocó en sus elecciones. Tenía un gusto infalible, como infalible era su habilidad para acertar con, cómo decirlo, con quien pudiera corresponderle.

—En mi caso se equivocó —replicó Pawel con sequedad.

El conde se echó atrás, esbozando una sonrisa astuta, pero aquejado de alguna duda. Veterano él mismo en muchas esperanzas infundadas y campañas concluidas en derrota, consideraba la posibilidad de que el librero pudiera estar diciendo la verdad.

—Lo siento, pero tengo que pedirle que se marche para poder cerrar la librería —dijo Pawel con frialdad.

—Ese tono podría interpretarse como un desaire, pero no me siento ofendido. Usted debe de ser el Pawel Tarnowski que figura en la placa de la puerta, supongo. ¿Existe alguna señora Tarnowski? ¿Su madre, tal vez? ¿Se llama Sofía, entonces?

—Vivo solo. Debo rogarle que se marche ya.

El conde dejó una tarjeta de visita sobre el escritorio.

—Esta pequeña librería ha sido todo un descubrimiento para mí. Tiene algunas cosas excelentes y poco habituales. No tendría más que deshacerse de ese busto de Paderewski, de pésimo gusto. ¿Tiene algún icono ruso a la venta?

—No tengo ningún icono ruso a la venta.

—Pues alguien me había dicho que en la Ciudad Vieja había un tal Tarnowski que tenía iconos para vender.

—Debía de referirse a mi tío. Ya falleció. No me queda ninguno.

—Ah, c’est dommage, una lástima. Particularmente prefiero la pasión, el calor, de las escuelas serbia y chipriota, pero estoy intentando ampliar mi colección. Un poco del frío misticismo del norte me vendría bien para el alma. No porque sea creyente, no me malentienda... soy un adorador del altar del Arte. Aunque usted debería entender. ¿O no es usted pintor?

—No, yo no soy artista.

—Pero, mi querido amigo, recuerdo perfectamente que Goudron me dijo que era usted pintor... más bien con poco talento, según él, pero sincero. Le consideraba a usted de lo más divertido.

Pawel se puso de pie con gesto brusco, disponiéndose a acompañar a Smokrev hasta la puerta, cuando el conde se escabulló por sí mismo.

—No tire mi tarjeta —le lanzó por encima del hombro—. Sería muy imprudente por su parte pasando dificultades innecesarias.

Pawel cerró de un portazo, nada más salir el individuo, haciendo tintinear las campanillas y vibrar los cristales. Echó el cerrojo, bajó las persianas y se dejó caer, furioso, en la silla tras el escritorio.

Cuando fue capaz de mirar la tarjeta, leyó la identidad del nuevo cliente:

Conde Boleslaw Smokrev Cámara de Cultura del Reich

Oficina Polaca de Enlace, Varsovia

Al día siguiente se presentó Haftmann.

—Buenos días, Tarnowski —dijo con afabilidad.

Pawel le dirigió un escueto asentimiento a modo de saludo. Como de costumbre, Haftmann pasó revista a los anaqueles de forma sistemática, tras esperar a que los clientes se marcharan. Una vez vacío el establecimiento, giró sobre sus tobillos y dijo:

—¿Tiene hoy algún título que recomendarme?

—Nie! — replicó Pawel con aspereza en polaco.

Haftmann se acercó hasta el mostrador y preguntó con expresión circunspecta:

—¿Hay algún problema?

—Su socio, el conde Smokrev. Él es el problema. ¿Por qué me lo ha enviado aquí?

—¡Smokrev! — exclamó Haftmann, con una mueca de desagrado—. Yo no le he enviado a ese parásito. Habrá dado con usted por casualidad, supongo. A veces trabaja para nosotros, es coleccionista. ¿Le ha comprado algo?

—Algunos libros sobre arte.

—Propio de él, lo que yo le decía. Su visita no tenía ninguna significación particular. Pero es un tipo viperino, por lo que le sugiero no granjearse su enemistad.

—¿Qué le hace pensar que yo pudiera haber hecho tal cosa?

—La expresión de su rostro... Ese rostro suyo tan peligrosamente transparente en el que se trasluce todo en todo momento. Me atrevería a decir que siente usted desprecio por esa persona, y puede estar seguro de que él también se ha dado cuenta. ¿No es capaz usted de un mínimo de sutileza?

Pawel miró la tarjeta del conde, que estaba todavía encima del escritorio, y en un arranque la rompió en pedazos.

Haftmann levantó los ojos hacia el techo.

—Muy teatral, Herr Tarnowski. Le felicito por esos gestos suyos tan impresionantes.

Pawel se sentó con la respiración alterada y los ojos que se le salían de las orbitas. Sus dedos, nerviosos, se pusieron a revolver los papeles que había sobre el escritorio.

—¿Qué es eso? — dijo Haftmann.

Pawel vio abierto delante de él el tercer acto de Andréi Rubliov. Se puso pálido de golpe, y Haftmann lo advirtió.

El alemán volvió el montón de hojas. Pawel balbució que era un manuscrito sin valor obra de un dramaturgo polaco desconocido.

—¿Y quién es este tal Andréi Rubliov? El nombre no es polaco.

—Es el protagonista de la obra.

Haftmann hojeó el haz de páginas, hasta dar con la del título.

—Lo ha escrito usted.

Pawel rezongó.

—No tiene ningún valor. Una ilusión vana, déjelo donde está.

Haftmann retrocedió un paso y adoptó una expresión más formal.

—Me gustaría leerlo.

—No, no está acabado. Es solo un primer borrador.

—Lo leeré —dijo Haftmann con firmeza, aferrando el legajo entre los dedos.

—Nie!

—Tak!

—Nein!!

—Ja!!

Los ojos de Haftmann eran de súbito puro hielo, y sus dedos acero.

—Explíqueme, señor benefactor venido de lejos —dijo Pawel con tono feroz—, ¡explíqueme por qué insiste tanto en leer mi obra!

La última palabra la pronunció a gritos.

Haftmann prorrumpió en una carcajada y soltó los papeles.

—De verdad, Tarnowski, ¡es usted un muermo! ¡Tan enfático! ¡Tan intenso! ¡Es usted como tomarse una sobredosis de la droga de la seriedad! Hay en este mundo diez mil dramaturgos intentando desesperadamente que alguien se digne leer sus estúpidas obritas. Y usted hace lo imposible por evitar que nadie lea la suya.

—No está escrita para un público. La escribí para mi propia meditación.

El alemán se quitó la gorra. En un súbito arranque de buenos modales, pidió permiso para sentarse en la desvencijada silla junto a la mesa de restauración de libros, a un par de pasos del escritorio.

—Perdóneme, Pawel Tarnowski —dijo con media sonrisa—. Comprenda mis momentos de esquizofrenia profesional. El comandante Haftmann salió a la superficie por un momento. No volverá a pasar.

—Eso me tranquiliza.

—Créame, por favor. Pero su escrito me interesa muchísimo, de verdad. Recuerde que, primero y antes que nada, soy profesor de literatura. Quizá hasta podría serle de alguna utilidad, tal vez si aceptara algún consejo estilístico. ¿Por qué no pensar que un día yo mismo pudiera traducírselo al alemán? Todo es posible, y otras cosas también, pero tendría que leerlo primero, si es que voy a brindarle alguna ayuda.

—En realidad, yo no le he pedido que me ayude.

—Ciertamente. Sin embargo, usted nunca rechaza la ayuda que yo le ofrezco en otras cuestiones, ¿verdad? — Estas marcadas palabras las pronunció con un tono de exquisita cortesía.

Pawel apretó los labios y bajó la mirada.

—Vamos, vamos, comprendo que no quiera prestarme su manuscrito. ¿No tiene ninguna otra copia?

—No. No pude obtener papel carbón, y tengo muy pocos folios.

—Yo puedo ayudarle en eso. Mañana mismo encargaré una entrega de papel para Sofía. Haga con él lo que quiera.

—Un detalle excesivo, Doktor Haftmann.

—Y tranquilícese, no tiene por qué prestarme el manuscrito original, aunque el ofrecimiento sigue en pie, si deseara contar con un duplicado. Mi secretaria podría pasarlo a máquina en pocos días. Es muy eficiente.

—Es muy generoso de su parte, pero de momento...

—Por supuesto. Lo entiendo. Por cierto, ¿no será quizá de carácter político, su pieza?

—Tiene un enfoque espiritual, y trata de algunas cuestiones estéticas. Está ambientada en la Rusia medieval.

—¿Lejos de territorio prusiano?

—Sí.

—¿Una alegoría sobre alguna invasión bárbara?

—No es una alegoría.

—Muy bien. Bueno, tendría que marcharme. Y lamento haber caído antes en alter animus. Por favor, no se lo tome a mal. No volverá a suceder.

—Los dos hemos estado sometidos a una gran tensión —masculló Pawel.

Siguió con la mirada a Haftmann hasta la puerta.

—Doktor, ¿me permitiría hacerle una pregunta, franca y directa?

—Nuestra relación se sustenta en una franqueza mutua por la que ambos pagaríamos un alto precio en caso de que fuéramos descubiertos. Espero que algún día llegue a confiar en mí. No soy lo que parezco. Por favor, pregúnteme lo que quiera con toda libertad.

—¿Es verdad que las SS se llevan a la gente a los campos de reasentamiento solo para matarlos? Se oyen rumores que dicen que ustedes están gaseando e incinerando a grandes cantidades de población civil.

Haftmann frunció el entrecejo.

—¡Qué ideas tan fantasiosas! Yo no me siento especialmente orgulloso de mis compatriotas de las SS y la Gestapo, algunos se comportan con una gran brutalidad, y se han producido muertes e injusticias, pero en general esos rumores son sencillamente falsos. Hemos implantado un sistema de comunidades de trabajo por toda Polonia, Alemania y Bielorrusia. Le concedo que no deja de ser una forma de explotación, pero no es ni más ni menos que la conducta habitual de las naciones conquistadoras durante el breve período de tiempo que sucede a la ocupación. La situación no tardará en normalizarse. ¡Grandes cantidades de civiles asesinados! Eso es producto de imaginaciones exacerbadas. Yo lo llamaría paranoia. O propaganda difundida por la Resistencia. Buenas noches, Tarnowski.

—Buenas noches, Doktor.

Pawel cerró con llave en cuanto se hubo marchado, y se sentó tras el escritorio. El miedo, la gratitud y el resentimiento se sucedían en su interior. Exhaló un ruidoso suspiro.

—Un detalle excesivo, mi querido Doktor —murmuró—. No sabe cuánto se lo agradezco. Sí, ¡cómo no agradecerles que vayan a tardar tan poco en normalizar la situación! Gracias por aliviarnos nuestra paranoia.

La boca se le retorció en una mueca de amargura. Recogió el haz de hojas de su obra y lo ocultó bajo la caja de latón del cajón inferior.

—Ha sido una estupidez por tu parte, Pawel —se dijo a sí mismo—, has ido demasiado lejos con él. Tienes que andarte con mucho cuidado en todo esto.

Al día siguiente un repartidor dejó un paquete en el lado de dentro de la puerta. Envuelto en papel verde y atado con un cordel rojo, y estampado con una esvástica púrpura, contenía quinientas hojas de papel de buena calidad. Dentro había también una bolsa con un frasco de schnaps, tres libras de té chino y una nota:

Pan Tarnowski:

He estado dándole vueltas toda la noche a mi desliz de ayer. Considero de una amabilidad extrema por su parte que me disculpara tan pronto. Le ruego por favor acepte estos pequeños detalles como muestra de mi respeto y gratitud por su esfuerzo. Cada uno a su callada manera, tanto usted como yo intentamos restaurar el orden en el mundo. Sé que es imposible que llegue usted a confiar en mí del todo. Al fin y al cabo, yo voy ataviado con el siniestro uniforme de combate del conquistador. Pero ansío el momento futuro en que deje de verme como un peligro mortal.

Cordialmente,

Dr. Kurt Haftmann

Haftmann volvió al cabo de una semana, y Pawel le dio las gracias por los obsequios. ¿Sería factible que le hiciera una copia de Andréi Rubliov? Haftmann accedió con afabilidad. ¿Sería una molestia pedirle al profesor un comentario crítico, cualquier cosa en realidad que pudiera aportar una mejora artística? Haftmann accedió también gustoso.