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13 de septiembre de 1942

Mi querida Kahlia:

Han tenido lugar sucesos inesperados. Tengo en casa un huésped que no se quedará aquí por mucho tiempo. ¿Cómo podría encontrarse una vía de salida segura para él? Es prácticamente imposible, pero quizá Bronek conozca alguna manera.

Mientras desayunábamos esta mañana, mi huésped me ha dicho, con gran cortesía, que hoy celebran ellos el día de año nuevo, el Rosh Hashaná. Le pedí que me lo deletreara, y así lo hizo, escribiéndolo en el margen de un periódico de Bruselas de 1933 (por aquellas ironías, junto a un artículo que tranquilizaba a sus lectores asegurando que Hitler no iba a desencadenar jamás una guerra en Europa). Cuando lamió la punta de mi lápiz de tinta y se aplicó a la tarea de escribir, me asaltó de pronto la idea de que nunca jamás me había visto tan cerca de un ultraortodoxo, aunque naturalmente conozco a muchos judíos. Este es tan diferente, en cultura y en temperamento, de Sara (que es tan moderna) y de mi abogado Bahlkoyv (que es liberal), y de Kohn, que vendía periódicos en la esquina (devoto pero de lo más corriente)... Corrientes... sí, pero se han ido, y ahora este aparecido vive conmigo.

¡Qué raros son estos jasidim vestidos de negro! Los torpes intentos de comunicación por parte del chico adoptan la forma de gestos universales, la lengua común del hombre. Mientras giraba el papel para que yo pudiera leerlo, me sonreía con timidez, mientras pronunciaba poco a poco las suaves sílabas judías, enseñándome, dando por sentado que yo estaba deseando aprenderlas. Se me ha trabado la lengua al pronunciarlas, lo que le ha hecho reír. Qué regocijo tan súbito en un rostro tan sombrío. Qué parecido a todos los jóvenes de cualquier sitio: atrapado en las garras de una guerra atroz, pero impulsado por el entusiasmo y la inocencia de la juventud.

Mi situación se ha vuelto precaria. Tiene que irse, y pronto.

* * * *

Las campanillas de la puerta de entrada repiquetearon contra el cristal, y Pawel alzó la mirada para encontrarse con una mujer a la que reconoció de la parroquia, la señora Lewicki, la cual se le acercó con el ceño fruncido, aguantándose con las manos en las solapas la carga que llevaba debajo del abrigo.

—Pan Tarnowski, vengo a venderle algunas cosas de gran valor. Abrió el abrigo y dejó caer un pequeño montón de libros sobre el escritorio. Él los examinó. Eran cuatro títulos, todos ellos con el lomo dañado. El primero, una versión en polaco de Los endemoniados de Dostoievski editada en 1912 en San Petersburgo, incluía un manido mensaje garabateado en el frontispicio y tenía el papel muy amarillento; obviamente, se trataba de papel prensa barato. El segundo, Destino, de Cyprian Norwid, publicado en Varsovia poco después del cambio de siglo, llevaba una introducción del crítico Przesmycki y tenía manchas de tinta y Páginas gastadas que olían a moho. El tercero era Los tejones, de Leonov, en polaco, impreso en 1924 por el editor soviético Shabashnikov. Horror, un comunista. Pero la composición tipográfica era muy decente, buena la encuadernación.

—¿Dónde ha encontrado este libro? — preguntó Pawel, sin delatar emoción alguna. — Era de Janusz, del invierno que estuvo estudiando en Zúrich. Se lo dio un profesor. Usted ya comprende por qué tengo que vender los libros de mi hijo —se justificó—. No he sabido nada de él desde que entraron los alemanes. Mi marido está con fiebre botonosa, necesito medicinas, comida. ¡No hay trabajo! ¿Me los compra?

Una expresión de dolor cruzó el rostro de Pawel, que levantó los brazos con gesto de impotencia.

—No tengo dinero.

—¡Sí que tiene! — gritó ella con acritud—. Usted es rico. Su hermano tiene un próspero negocio de relojería. ¡Y a usted su tío le dejó una fortuna!

—Si echa un vistazo a esta sala, verá toda mi fortuna. Y en cuanto a mi acaudalado hermano, tiene una esposa y un hijo a los que alimentar. Mi cuñada es... —estaba a punto de decir «judía», pero se contuvo.

—Entonces deme algo de comer, aspirinas, cualquier cosa —suplicó ella.

Pawel rebuscó entre sus cosas y volvió con una pastilla de jabón Castile, una col agujereada por los gusanos y un frasco azul que contenía media docena de sedantes, que Sara le había proporcionado durante los peores momentos de su crisis suicida. Y unas pocas monedas, todo el dinero que había en la caja registradora.

La mujer cogió las cosas y se marchó sin decir palabra.

Pawel no se había fijado siquiera en el cuarto libro. Era una vieja obra rusa de finales del siglo XIX. Fuente cirílica elegante impresa en papel de tela de calidad, con fotografías de iconos. MOCKBA 1897. Un estudio sobre el pintor de iconos Andréi Rubliov. El nombre le resultaba desconocido. ¿Rubliov? Tradujo laboriosamente algunas líneas del texto:

Andréi Rubliov fue un monje y pintor de iconos nacido en Rusia en el año 1360. Su infancia se desarrolló durante el período de las guerras contra los tártaros, y al llegar a la juventud se acogió a la dirección espiritual de san Nicón, sucesor de san Sergio en el monasterio de la Santa Trinidad, cerca de Moscú. Poco se sabe de su educación artística, salvo que estudió durante un tiempo con Teófanes el Griego. A Rubliov se le considera universalmente como el más grande maestro ruso de la pintura de iconos...

De ello daban prueba las ilustraciones del libro, que contempló en silencio. Eran como manantiales. Los ojos, sobre todo los ojos, rebosaban una elocuencia muda.

Pawel recuperó el aliento, tras advertir que llevaba varios segundos sin respirar. Allí tenía el equivalente visual de aquello que había sentido ante el icono de la Virgen de Czstochowa, un resurgimiento de la vida, una luz sombría y esplendorosa. Un misterio tan profundo y tan elevado que, o bien salías huyendo, o bien te arrodillabas en veneración. Se oyó un fuerte golpetazo procedente del piso de arriba.

En la tienda había dos personas curioseando, pero no levantaron la vista de los libros.

Intentando pasar inadvertido, Pawel fue al almacén, en la trastienda, subió las escaleras, cruzó su dormitorio hasta el armario tapado con una cortina y ascendió el último tramo de escaleras hasta el ático.

Encontró al fugitivo trajinando con una caja.

—¡No tienes que hacer el menor ruido! — susurró Pawel con vehemencia—. ¡Puedes buscarnos la muerte a los dos!

—Lo siento —dijo el muchacho—. Se me cayó un libro sin querer.

—¿Un libro? ¿De dónde has sacado un libro?

Señaló hacia el montón de embalajes junto al descansillo. La tapa del situado más arriba estaba abierta.

—Estaba volviéndome loco, aquí arriba. Se me hace más fácil si tengo lectura. Por favor, no le importa, ¿verdad?

—No, no, claro que no.

—Son libros judíos, en yiddish, en hebreo. El Talmud, el Midrash. Tiene usted aquí una biblioteca entera de textos sagrados. Una yeshivá completa.

—Estoy seguro de que no se trata de ninguna biblioteca judía, porque el hombre que me vendió esos libros era un abogado católico de ód.

El abogado, recordó Pawel, era un socio de Bahlkoyv. Habían negociado la venta en octubre de 1939, apenas unas semanas después de la invasión.

Hay varias personas que me han pedido que acepte sus colecciones de libros a cambio de libras esterlinas o billetes americanos, si ello es posible, le había dicho el abogado.

Por supuesto, para entonces era ya imposible obtener divisas extranjeras. Pawel no tenía.

Tiene usted fama de persona juiciosa, pan Tarnowski. Esta remesa la ponemos en sus manos.

El abogado le propuso un buen precio en moneda polaca. Pawel aceptó.

Ya verá que el contenido es mejor de lo que cabría esperar. Algunos de los ejemplares no son representativos del grueso del material. Guarde bien este tesoro. Si las circunstancias lo permiten, se los compraré de nuevo, dejándole a usted un margen de beneficio razonable, cuando expulsen a los alemanes.

Por entonces habían acordado que los libros quedarían temporalmente almacenados en la Casa Sofía, sin ser puestos a la venta... solo por unos meses. El abogado estaba convencido de que los ingleses pondrían freno con rapidez a los ambiciosos planes de Hitler con respecto a Polonia. Así, movido más por afición cultural que por sentido del negocio, Pawel había aceptado los veinte embalajes de madera sin examinar el contenido.

En el otoño de 1940 había desatornillado una de las tapas y echado una ojeada al interior, solo para encontrar noveluchas baratas, biografías de santos mal escritas, libros revisionistas de historia soviética, los Evangelios en chino (ilegibles) y algunos libros infantiles americanos pobremente ilustrados (también ilegibles). El batiburrillo de títulos incompatibles más deprimente que hubiera visto jamás. Había dejado de lado aquella compra, que consideraba su mayor error en Casa Sofía. ¡Vaya tesoro!, había refunfuñado con indignación. Aceptando que le habían timado, como tantas otras veces en su vida, no buscó más.

Ahora desempaquetó el embalaje completamente.

—Había varias cosas sin valor encima del todo —dijo el muchacho—. Pero debajo, mire, ¡el Humash en hebreo, con los comentarios judíos clásicos! Todo un hallazgo, ¿no?

—Yo no sé hebreo —murmuró Pawel.

La mayor parte del resto de libros era de la misma naturaleza. Mientras seguía desempaquetando las demás cajas, comprendió que debía de tratarse de la biblioteca de un experto en las Escrituras, disimulada de aquella manera para poder transportarla de ód a Varsovia.

Al darse cuenta de que había dejado la tienda desatendida demasiado tiempo, se apresuró a bajar la escalera. Los dos clientes se habían marchado. Sobre el escritorio había una prueba de que en su ausencia un tercero había venido y se había ido:

Apreciado Tarnowski:

He encontrado el libro del poeta Slowacki mientras usted estaba ausente. El precio estaba anotado a lápiz en la guarda, de modo que me he tomado la libertad de comprarlo sin su conocimiento. Espero que no lo considere un acto de despotismo por mi parte. Le dejo el dinero.

Saludos cordiales,

Dr. Haftmann.

¡Haftmann! ¡Oh, no! ¡Mientras él estaba arriba abriendo una mina de literatura judía, abajo en la tienda había un comandante alemán de la Cámara de Cultura del Reich buscando palabras iluminadoras en un poeta profético católico!

Asustado por haber escapado por tan poco, Pawel se quedó mirando la nota hasta que se tranquilizó. Luego, impulsado por un pensamiento súbito, se metió el dinero en el bolsillo, colocó en la ventana el letrero de «Vuelvo en diez minutos» y salió a la calle. Haftmann no estaba a la vista. Cerró la puerta con llave y se dirigió andando deprisa hacia la avenida principal, giró a la izquierda y continuó hasta el bloque de apartamentos de la señora Lewicki. Conocía su domicilio porque ambos asistían a misa con regularidad en la iglesia de la parroquia y solían volver a casa por el mismo camino. Encontró su apartamento en el segundo piso. Había un crucifijo colgado de la puerta por el lado del vestíbulo.

Cuando abrió, la mujer torció el gesto con enojo.

—¡Demasiado tarde! ¡Ya cerramos el trato!

Habría conseguido cerrar la puerta si su fuerza hubiera sido mayor que la de Pawel.

—Un momento, por favor, pani Lewicki —dijo él, pasando el dinero a través de la rendija—. No tasé bien el valor real de los libros. Aquí tiene el resto.

Ella miró el dinero, lo cogió y cerró la puerta sin una palabra.

* * * *

Haftmann. No hubo jamás caballero más educado. ¡Ojalá todos los invasores fueran así! Había entrado en la librería por primera vez hacía tres años, con el uniforme gris de la Wehrmacht, aunque con un porte regio que lo hacía diferente. Entró rodeado de soldados, que fueron cogiendo los libros que él les señalaba, principalmente literatura antinazi y cualquier cosa que llevara impresos caracteres hebraicos. Todas las publicaciones periódicas quedaron confiscadas, y en su lugar dejó una pila de periódicos propagandísticos alemanes impresos en polaco. Alto, elegante, de cabello plateado, se presentó como el comandante Kurt Haftmann, al tiempo que le ofrecía la mano. Pawel se volvió sin estrechársela.

—Por supuesto, comprendo perfectamente sus sentimientos —dijo el alemán en un polaco fluido y con voz profunda, refinada, que delataba erudición—. Yo en su lugar estaría furioso. Por si le sirve de consuelo, le diré que me produce no poca angustia el cumplimento de mi deber.

¿Angustia?

—Yo era profesor de literatura, antes de que el partido insistiera en que ayudara al Reich en sus necesidades en el ámbito de la cultura. En realidad, soy doctor en literatura. No soy un soldado, tan solo soy un asesor a sueldo, de verdad, un lego. No me desprecie tan abiertamente hasta que me haya escuchado.

La pura curiosidad acabó persuadiendo a Pawel para que le prestara atención.

Haftmann hizo un gesto a los soldados para que salieran.

—No me cabe duda de que espera usted que nos comportemos como los bárbaros teutones que considera que somos. Muchos de mis compatriotas no han perdido la oportunidad de estar a la altura de sus expectativas. Pero entre nosotros hay personas a las que no nos gustan los extremismos hacia los que nos arrastran algunos miembros del partido. A mí, personalmente, me disgusta en particular la destrucción de material cultural, sea el que sea. Degenerado o no, es arte. Y ello cabe aplicarlo en especial al arte de escribir, que es mi gran amor. La guerra no durará mucho. Obtenemos espectaculares victorias por doquier. No hay nada que pueda detener la voluntad del Führer. Esto es una realidad histórica. Es el destino. Pero ninguna forma de ver es perfecta, por lo que espero que, cuando la guerra haya concluido, consideremos la preservación de las diversas ramas de la literatura con más tolerancia.

Pawel pronunció sus primeras palabras de respuesta con voz ahogada, en un alemán correcto, aunque esforzado:

—También han quemado libros de cientos de escritores suyos. ¿Le suenan Thomas Mann, Heinrich Mann, Brecht, Zweig, Heine, Werfel?

—Sí, y me siento horrorizado por la destrucción de sus libros. Precisamente por eso deseo ayudarle, y pedirle que me ayude.

—¿Ayudarme?

—Debe comprender que esta conversación no ha tenido lugar. La verdad es un lujo que no podemos permitirnos en este momento de la historia.

—Es una necesidad de la que no podemos privarnos en ningún momento de la historia.

El alemán sonrió con ironía.

—Ah, veo que es usted un hombre valeroso.

Pawel le miró fijamente sin replicar.

—Los elementos más extremistas pretender destruir todo aquello que caiga fuera de los parámetros de sus propias concepciones. Tales parámetros son por desgracia limitados. Yo he recibido el mandato oficial de descubrir y destruir bibliotecas y obras de arte que propaguen una visión antiaria de la existencia. Sé con exactitud cómo debo aparecer ante usted... como un perfecto monstruo. Pero mi amor por la literatura es tan grande como el suyo, si no mayor. Comprenda, por favor, que quiero salvar las grandes obras de la civilización para las generaciones futuras.

—Su Goering dijo que cuando oye la palabra Kultur se lleva la mano a la pistola.

—La Kulturkampf es un problema muy complejo. Le diré solo una cosa: ni Herr Goering ni Herr Goebbels van a estar siempre entre nosotros. Algún día habrá mentes más preparadas que se encarguen de planificar las políticas de actuación. El Führer, como es natural, está ahora ocupado en la estrategia militar, por lo que hay algunas cuestiones culturales que deben esperar al risorgimento que acompañará a la posguerra.

—¿Cómo quiere que le ayude?

—Veo por su expresión que esa pregunta es una mera formalidad. Ha decidido usted no ayudarme de ninguna de las maneras, porque me considera un embaucador. Lleva en los ojos el fulgor febril del idealista ultrajado, lo conozco bien, no en vano lo he observado con frecuencia en mi propio rostro. Sé que aún no está en condiciones de confiar en mí, pero le pido que al menos me escuche.

»Como le decía, el Reich desea destruir todo aquello que esté fuera de su noción de cultura, según sus términos estrictamente definidos. Yo creo que algún día los parámetros volverán a la normalidad, tal vez dentro de diez o veinte años. Ese día llegará, sin duda.

—¿Por qué está tan seguro?

—Porque a la tesis le sigue siempre la antítesis. ¿Ha leído a Hegel?

—No.

—Tendrá sin duda una sección de filosofía —dijo el alemán, recorriendo las estanterías con la mirada—. Esta librería es de una clase superior a las otras que he visitado en Varsovia. Provee usted a gente culta, a los filósofos, ¿no es así?

—Aquí encontrará filosofía clásica y pensamiento católico —murmuró Pawel con frialdad.

—Aún no lo capta, ¿verdad? — replicó el alemán, observándole con atención—. Estoy tratando de decirle que, cuando usted me mira, está viendo a dos hombres en mí: el oficial que está obligado a destruir lo que usted tiene por sagrado y el hombre que desea salvarlo.

—¿Cuál de los dos es en realidad? No puede ser ambos a la vez.

—¡Habla como un verdadero zelote! — Haftmann sonrió una vez más—. Es perfectamente posible ser los dos, pero le aseguro que el de verdad es el hombre. El oficial cumplirá las ordenanzas, destruirá muchos títulos inútiles y algunos valiosos, de los cuales hay numerosos ejemplares guardados a salvo.

—¿Por qué no lo confisca todo?

—Una confiscación total nos obligaría a perseguir tesoros enterrados. Aunque registráramos cada centímetro cuadrado de todas las naciones ocupadas en busca de libros prohibidos, nunca conseguiríamos encontrarlos todos. La gente moriría por preservarlos. Aquí es donde interviene usted.

»En este establecimiento, los clientes entrarán de uno en uno, sin llamar la atención, y le venderán a usted sus tesoros. Usted podrá hacer todos los negocios que quiera. Lo único que le pido es que esté atento a cualquier obra de calidad excepcional, libros de valía perenne para las generaciones futuras, y le aseguro que yo los tomaré en consideración para su compra... Sí, para su compra he dicho. No dispongo de fondos suficientes para ofrecerle una subvención por su negocio, o para retribuirle su ayuda en forma de estipendio. Por el desprecio que se trasluce en su transparente rostro diría que eso supondría el fracaso de mi intento de entendimiento con usted, ¿verdad? Lo interpretaría como un soborno, o como un acto de colaboracionismo.

Pawel apartó la mirada.

—No puedo ayudarle —masculló.

—Antes de la guerra vendía libros. Continuará vendiendo libros. No ha cambiado nada. ¿En qué le parece que puede comprometerle un arreglo así?

Tenía razón, por supuesto. Suponiendo que dijera la verdad y que la incautación de literatura clandestina fuera en efecto con el propósito de salvarla. Toda la cuestión giraba en torno al eje de la integridad personal de aquel Doktor Haftmann. Lo cual constituía una paradoja. Haftmann, obviamente, era nazi. Y ejercía algún tipo de poder, sospechoso de por sí, un argumento definitivo en su contra. Y por propia confesión era un hombre escindido. ¿Podía confiar nadie en un ser así?

—No me cree —dijo el alemán.

Pawel no contestó.

—No tiene que creerme. Limítese a esperar. Verá que no hago nada por perjudicar su negocio.

Entregó a Pawel una hoja de papel con una esvástica púrpura estampada.

—No obstante, este documento informa a Sofía Press de que es estrictamente ilegal publicar libros, panfletos o copias de cualquier tipo de material impreso. Es una ley de aplicación en Polonia y en todos los territorios bajo nuestra jurisdicción. Mis disculpas. Pero puede consolarse pensando que la rama de venta de libros de su empresa tiene permiso para seguir abierta al público.

Haftmann cogió un ejemplar del libro de Soloviev.

—¿Lo ha publicado usted?

—Sí.

—Nunca había oído hablar de él. ¿Quién es?

—Fue un pensador religioso ruso que murió en 1900.

—¿De qué trata el libro?

—El autor estaba convencido de que la venida del Anticristo se produciría en nuestro siglo.

—Ah, entonces seguramente creerá usted que nosotros somos el Anticristo. ¿O tal vez los soviéticos?

—Ambos son precursores —dejó escapar Pawel.

—Ya veo. — Haftmann se sonrió de medio lado.

Incapaz de contenerse, Pawel trató de explicarse.

—Soloviev describe el reinado de un Anticristo que es tan absolutamente convincente, y que aparenta ser tan bueno para la Humanidad, que se le considerará el salvador del género humano. Los cristianos y judíos, que se le opondrán, aparecerán como los enemigos de Dios. Soloviev quiso avisar...

—Ya lo he captado, no es tan sutil: el Reich no aparenta ni por un instante ser algo bueno para la Humanidad. ¿Estoy en lo cierto?

Pawel no dijo nada.

—Y, claro está, puesto que somos la brutalidad encarnada, no es posible que seamos la Bestia. Sí, sí, yo también he leído el Apocalipsis de San Juan.

—¿Es usted católico?

—No. Fui luterano de joven... y muy ferviente, por cierto. — Se rió—. Podría decirse que ahora creo en la cultura.

Y tras decir eso se marchó, volviéndose mientras cruzaba la puerta principal:

—Confíe en mí.

El primer acto de confianza de Pawel fue el de quemar los periódicos de propaganda.

Al cabo de una semana volvió Haftmann. Entró como si fuera un cliente más y estuvo una hora

mirando por las estanterías. Pawel hizo que no le había visto. — ¡Qué maravilla! — dijo el comandante con gran emoción al acercarse al escritorio, blandiendo un libro bajo las narices de Pawel—. ¡Un Hamann de la primera época!

Pawel asintió con la cabeza.

—¿Lo ha leído, Tarnowski?

—Hojeado, un par de páginas.

—Es una figura solitaria dentro de la literatura alemana. Uno de los grandes. Casi nadie ha oído hablar de él, ¡pero es un Goethe o un Schiller!

Pawel le observaba pensativo. Aquel oficial alemán, vestido con su disfraz, se comportaba como un chiquillo en Navidad.

—¡Escuche, escuche esto! Es de la Estética: «Hablar es traducir, del lenguaje de los ángeles al lenguaje de los hombres, para que los pensamientos se hagan palabras, los objetos nombres, las imágenes signos.» ¿Lo ve?

Las palabras del escritor eran tangenciales y fuera de contexto, pero lo que sí veía Pawel era que Haftmann podía muy bien ser exactamente lo que él decía ser. Era, en efecto, dos personas; y, es más, el hombre, y no el oficial, era quien parecía llevar la voz cantante.

—Sí, ya veo.

—Por favor —dijo, tendiéndole el importe—, me gustaría poder examinar cualquier cosa que tuviera de este autor. — Como quiera —dijo Pawel a regañadientes.

—Gracias. Y también, si tuviera la amabilidad de apartarme todo lo que tuviera de Péguy o de Pascal, de Dostoievski y de Bloy... aún no he podido encontrar La femme pauvre, ¿sabe? Es un placer tan enorme leer a estos profetas, tan llenos de auténtica sangre... Me gusta también ese inglés, Jones, aunque debo decir que es un poeta muy difícil. Dicen que ni siquiera sus propios compatriotas son capaces de entenderle, pero yo creo que eso es porque no saben cuál es la forma adecuada de leerle. De vez en cuando te lanza verdaderas andanadas que te iluminan la mente con sus imágenes. ¿Ha leído In Parenthesis? Una descripción de la guerra... Unos amigos míos de Inglaterra me lo pasaron de contrabando...

Y así continuó, un autor tras otro, hasta tal punto que Pawel se quedó momentáneamente abrumado ante aquel entusiasmo, aquel cúmulo de información, aquel arrebato compulsivo de pasión por las abstracciones. No es que no estuviera familiarizado, muchos de sus clientes eran así; seguía sintiéndose incómodo, pero le resultaba difícil no verse desarmado por aquel nazi tan verdaderamente extraño.

* * * *

Pawel cerró la librería a las cuatro. Fuera estaba oscuro y llovía. El viento arrancaba las hojas amarillas del tilo que se agitaba en el patio. Una tarde exactamente igual a aquella, hacía decenios, había pegado el rostro al cristal y se había quedado observando.

—Tío Tadeusz, las ramas se mueven despidiéndose de sus hojas.

Pero el tío Tadeusz se había limitado a soltar un gruñido como respuesta a su sobrino de cinco años, y acto seguido le había dicho que no ensuciara el cristal de la ventana con aquella nariz que le moqueaba.

El librero Pawel Tarnowski subió al piso en el que vivía y preparó una comida a base de verduras, sopa, restos de pan negro y té. Cuando lo llevó todo a lo alto de la escalera del ático, se encontró a David Schäfer sentado en el suelo, con las piernas separadas y rodeado de varias pilas de libros. El chico levantó la mano a modo de saludo.

Pawel rezongó un saludo de respuesta y depositó la bandeja encima de un baúl.

—De ahora en adelante, siempre que oigas pasos deberás esconderte —dijo con seriedad—. Y no tienes que hacer nada de ruido durante las horas diurnas. Mientras estaba esta tarde abajo, en la librería, he oído ruido de desagües. Ha resonado en todo el edificio.

—Lo siento, pan Tarnowski —dijo el muchacho con voz ahogada—. Necesitaba lavarme. Hacía mucho que no podía hacerlo.

Pawel no hizo ningún comentario, aunque percibió que la atmósfera era menos agresiva.

—Los suelos son delgados —murmuró, más blando—. Muchos de mis clientes saben que vivo solo, y a algunos les extrañaría.

Pensaban en todo ello mientras daban cuenta de la comida. El chico devoró una vez más su parte con ansia, y una vez más se sintió avergonzado.

—No he tenido mucho que comer durante los últimos meses —jadeó.

—Estás flaco. Veo, por el chal y la ropa que llevas, que eres un judío ultraortodoxo.

—Somos jasidim.

—Sí, ya lo sé —replicó Pawel con sequedad, tratando de no sentirse violento por la presencia de su huésped—. ¿Por qué llevas el pelo tan corto? Yo pensaba que vosotros os lo dejabais crecer.

—Un día los alemanes irrumpieron en nuestra yeshivá y nos hicieron salir a todos, profesores y alumnos, a una calle concurrida. Nos desnudaron y se burlaron de nosotros ante los ojos de los transeúntes, para que lo vieran. Nos hicieron poner en fila, y nos golpeaban con los fusiles si intentábamos taparnos, por vergüenza. Las buenas personas no miraban. Las malas sí. Los alemanes nos filmaron desnudos. A través de un altavoz proclamaron que el gueto era necesario porque los judíos tenían piojos. Los piojos se crían en el pelo, dijeron, así que había que afeitarnos. Nos raparon al cero, y luego nos pegaron y nos echaron a la calle sin devolvernos la ropa. Fue una humillación.

Por la ventana llegó el tableteo de unos disparos lejanos. Pawel se volvió en dirección al sonido.

—La situación es cada vez peor. ¿Tienes familia en el gueto?

—No. Se los han llevado. Todos los días se llevan a miles de personas, según el número de trenes.

—Tenemos que extremar las precauciones para evitar que nos descubran. Por fortuna, las tiendas a uno y otro lado están vacías. Están tapiadas con maderas clavadas. Hacia allí no hay nadie que pueda oírte. Pero no debes olvidar nunca que bajo tus pies está la muerte instantánea.

—¿Dónde podría esconderme si entra un intruso por sorpresa?

Pawel fue hasta una pared lateral del ático y dio unos golpecitos; luego cruzó la estancia y repitió la acción en la pared de enfrente.

—Creía que podríamos abrir un agujero que atravesara los demás áticos —dijo—. Pero es imposible, la piedra llega hasta el techo.

—¿No podríamos apilar los embalajes de madera en el fondo, donde está la ventana? Hay los suficientes como para formar una pared casi tan alta como el techo. Podríamos hacerla doble, o triple... ¡una fortaleza! Dejaría un orificio para espiar. Si subiera otra persona que no fuera usted, podría salir por la ventana y saltar por los tejados antes de que llegaran a enterarse de que había estado ahí escondido.

—Oirían el ruido de la ventana al subir.

—Puedo ser muy veloz. Puedo hacerme un pequeño espacio detrás de las cajas. Dormiré ahí. Lo único que necesito es un colchón y material de lectura. Puedo trabajar. Soy fuerte.

En eso estaba en un error.

—¿Qué tipo de trabajo podrías hacer para mí que no nos llevara directamente a un campo de concentración?

—Por la noche podría barrer la tienda, fregar los platos, arreglar cosas. ¿Tiene aguja e hilo? Me he fijado en que tiene los codos de la chaqueta muy desgastados. Yo sabría hacerle un parche con la ropa interior, que está bien.

Pawel se miró los codos. Era verdad, estaban en un estado lamentable.

—Y también, con su permiso, podría revisar con cuidado el contenido de las cajas y separar los libros buenos de los de poco valor. Así le ahorraría tiempo.

Pawel consideró la propuesta.

—Si te doy papel, ¿podrías hacer una lista anotando el título, el autor, la fecha de publicación y el estado de cada uno de los libros?

—¡Por supuesto! — Los ojos del chico brillaron de gozo.

—Existen símbolos de librero para señalar las características de un ejemplar. ¿Crees que podrías aprenderlos?

—¿Puedo quedarme, entonces? Porque todo eso lleva su tiempo.

Pawel suspiró. Su soledad era un bien muy preciado para él, e iba a echarla mucho de menos. Pero ¿qué otra alternativa había? Mandar a aquel muchacho a la ciudad, aunque fuera al amparo de la oscuridad, era condenarlo casi con toda certeza a la muerte. Lo atraparían antes de que hubiera podido recorrer diez manzanas. Tal vez al cabo de algunos meses aquel niño fuese ya lo bastante fuerte como para intentar la huida de Varsovia. Pero por lo pronto había que restituirle la salud. Pawel titubeó ante la palabra niño, ya que el huésped era casi tan alto como él. Tendría que hacerle llegar una mensaje a Masha, suplicándole más comida extra.

Como si fuera un invitado inoportuno, la palabra bello le cruzó también por la mente. Y con ella tomó conciencia de que el rostro del visitante tenía una forma tan armoniosa, tan perfecta, que te entraban ganas de quedarte mirándolo, o bien de apartar la vista. Había procurado ignorar aquel hecho hasta ese mismo momento. De pronto, le pareció que permitir que los ojos se deleitaran era una tentación, la de convertirlo en objet d’art. Una cosa bella, pero una cosa al fin.

Desviando la mirada, Pawel asintió con brusquedad.

—Sí, puedes quedarte.

El chico cogió a Pawel de la mano y se la apretó. Miraba al hombre con gratitud y afecto. Tanto la mirada como el gesto eran completamente infantiles.

—Es usted uno de los hasidei umot haolam... un gentil justo.

—¿Yo? ¿Justo? — Pawel rió sin sentido del humor.

—Es usted un árbol de la vida para mí, pan Tarnowski. La Torá es el árbol de la vida. ¡Así que la Torá está viva en usted!

Pawel se puso de pie, masculló una excusa y bajó al piso inferior para acabar de anotar los registros del día. Sus ojos se negaban a centrarse en el papeleo administrativo. Las palabras se le amontonaban confusas en la mente: Torá. Niño. Árbol de la vida. Justo. Bello.

Un miedo inexplicable se le extendió por el cuerpo, surgido de una profunda cavidad interior. Esforzándose por no perder la concentración, se puso a leer con dificultad el texto del libro sobre Andréi Rubliov. Las imágenes lograron finalmente tranquilizarle. El mundo dejó de dar vueltas. Pasada la medianoche se fue a dormir, cansado.