13
A la noche siguiente, Pawel estaba en la cama, con las rodillas dobladas hacia arriba, escribiendo en la contraportada en blanco de un libro inservible.
—Disculpa, Pawel.
—¿Querías decirme algo?
—Sí, me preguntaba si no te importaría contarme más historias.
Pawel sonrió ante la persistencia del joven. No tenía muchas ganas de aceptar la propuesta, pero no encontraba ninguna razón para rechazarla, de modo que cerró los ojos y rastreó en su mente argumentos, símbolos, metáforas para una historia. No se le ocurría nada.
Abrió los ojos y se quedó mirando a David. El tiempo se hacía más lento, los contornos de la habitación perdían consistencia. Parecía en aquellos momentos de suspensión que sus almas salvaban un vacío, buscando conocerse la una a la otra. Pawel veía ahora cuán grande era el abismo. Que no se comprendían mutuamente era obvio para ambos. Pero había algo más, una dolencia que no podían aliviar la charla ni la información. Esto le apenaba, y advertía que la pena se había incrementado de forma proporcional al aumento de familiaridad entre ellos.
—¿Te resulto una molestia, Pawel?
—No.
—Veo algo en tus ojos.
—Cansancio, nada más.
—Yo veo tristeza. Primero sonríes y luego te pones triste. ¿Por qué?
—Si estoy triste es solo porque mi exprimido cerebro no es capaz de concebir un entretenimiento para ti.
—No, hay algo más. Algo que resulta un enigma para mí.
—Ah, huyó el niño y regresa el filósofo.
—Lo siento. No te gusta que te someta a interrogatorio. — David se frotó la frente distraído, con una expresión súbitamente sombría y angustiada—. Soy un betler —dijo en un susurro.
—¿Qué es un betler?
—Un mendigo.
—Tú no eres ningún mendigo, eres mi huésped.
—Soy una carga para ti. Debería marcharme. Admítelo, por favor, soy una carga para ti.
—No pienso admitir una cosa así.
—No piensas admitirlo, dices. Esa respuesta puede significar tanto que es cierto como que no lo es.
—Tienes que aprender a convivir con el misterio, David.
—Mi vida no está hecha más que de misterios.
—Entonces permíteme una respuesta rabínica. Hay cargas, cargas muy pesadas incluso, que aligeran el peso de la vida de un hombre. Y cargas que, al serle suprimidas de su vida, aplastan a un hombre.
David frunció el entrecejo, mientras sus ojos sondeaban los de Pawel con sobria fascinación.
—Eso que has dicho es muy interesante. — Hizo una pausa—. Pensaré en ello toda mi vida.
—¿Toda tu vida? Qué honor para mí. Y ahora, si me prometes quedarte callado y sin hacerme preguntas tan solo durante unos minutos de tu tan joven vida, intentaré pensar en alguna historia. ¿De acuerdo?
—De acuerdo.
—Me la inventaré sobre la marcha, será una historia original.
—¡Ah, excelente!
—Si resulta una historia que no puedes entender, ¿me prometes no hacerme preguntas sobre ella?
—Eso es un poco difícil, ¿y si...?
—¿Me lo prometes, mi querido huésped?
—Te lo prometo, mi querido anfitrión.
—Una historia es una semilla sembrada en el corazón. Llegan el viento, la lluvia y el sol, y si la tierra es buena, la semilla dará su cosecha. ¿Acaso la semilla necesita saber todo esto?
—No.
—¿Y la tierra?
—No —rió David.
—Primero estás triste y ahora te ríes. ¿Por qué?
—Me río de ti, Pawel.
—Ya lo veo, dime el motivo.
—Porque hablas exactamente como un zaddik.
—¿Un qué?
—Un hombre sabio, un hombre santo. Así es como hablan cuando cuentan una historia.
—Yo no soy sabio, y tampoco santo.
—Ya, ya —dijo David con una sonrisa irónica—: ¡eso es lo que el zaddik dice siempre!
—Me lo has prometido, no rompas tu promesa antes de empezar.
—Lo siento, a partir de ahora estaré en completo silencio.
David cerró los ojos. Las velas de los iconos arrojaban un resplandor rojizo sobre su rostro, suavizando los huecos socavados por el hambre bajo los pómulos y las cejas.
También Pawel cerró los ojos. Lo que era imposible apenas unos minutos antes parecía fluir ahora sin esfuerzo desde un depósito de creación.
Esta es la historia que contó:
Había una vez un niño que era el príncipe de un reino situado en las montañas del este. Su padre, el rey, tuvo que marcharse cuando él era muy pequeño, apenas si andaba, pues la reina había muerto y el pobre hombre no podía soportar vivir en la casa del que había sido su primer y único amor. El rey tenía intención de estar fuera por poco tiempo, pues amaba tiernamente a su hijo, pero al mismo tiempo no deseaba mostrar su aflicción en público. Paseando solo y triste por el bosque, se encontró con esa bestia a la que llaman serpiente, la ancestral embaucadora del género humano, que le venció y se lo comió allí mismo. Jamás llegó a palacio noticia del hecho.
El niño gritaba llamando a su padre, pero las brumas de la mañana y el negro cielo de la noche no le respondieron. Día tras día, él seguía llamándolo. Semana tras semana lo llamaba. A los meses les siguieron los años, hasta que la pena infantil se convirtió en un dolor que ya no podía soportar por más tiempo.
—¡Oh, arrancadme este corazón mío y no permitáis que vuelva a albergar sentimiento alguno! — gritó a las estrellas en el cielo.
Y una noche en que estaba durmiendo en la cama entró un pájaro por la ventana y le arrancó el corazón. Dejó en su lugar una pequeña piedra y se marchó volando. Al despertar por la mañana, el príncipe no sentía nada. Ni felicidad ni tristeza.
El chico creció hasta convertirse en un joven. Era alto, y veloz cuando recorría las montañas. Recibió instrucción por parte de los mayores eruditos del país. Los más valerosos caballeros lo adiestraron en el arte de la espada y en el código del valor. Cazaba osos con arco y flechas.
Exterminaba hasta la más pequeña de las serpientes que se arrastraban por la espesura. Era sumamente devoto y pródigo en sus limosnas a los pobres. Era maestro en todas las virtudes, que ejercía con el más perfecto decoro, pero no sentía nada. Jamás lloraba, nunca sonreía. Pero el pueblo le amaba, pues en todo mostraba su excelencia. Muchos querían buscarle compañera, casarlo con alguna de las hermosas doncellas de aquellas tierras.
—El rey lleva demasiado tiempo ausente, y el trono vacío —decían—. El príncipe ya es un hombre, y dotado además de todas las gracias y merecimientos para ocupar el trono. Es un joven regio, noble y reservado en su conducta, es bueno y valiente.
—Tiene edad para casarse — decía la gente a los viejos cortesanos—. Tenéis que encontrarle una esposa bonita y virtuosa, para que así podamos volver a tener una reina.
Pero el príncipe no tenía ojos para los amores humanos. Cuando llegaron hasta él noticias de los deseos del pueblo, su expresión se tornó solemne, y subió hasta lo alto de la montaña más elevada del reino, donde permaneció sentado largo tiempo en soledad. La noche vino y se fue, y el día llegó. Y la noche volvió iluminada por una luna tan redonda y amarilla como un tazón de mantequilla derritiéndose bajo el sol del verano.
Una alondra surcó el cielo y vino a posarse en su rodilla.
—¿Por qué te estás aquí sentado, contemplando los valles y las montañas, príncipe? — pió la alondra—. ¿Tienes el corazón afligido?
—No, no tengo el corazón afligido. No siento nada.
—Eso es algo muy triste —cantó la alondra—. Mi corazón llora por ti.
—¿Qué es eso a lo que llamas corazón? — preguntó el príncipe.
—¿El corazón? Ah, es una historia muy larga para contártela aquí, en la cumbre de una montaña.
—No será tan importante, entonces. Esta montaña es el lugar más alto del mundo. Desde aquí se ve todo. Aquí se entienden las cosas ocultas.
—Se entienden algunas cosas —replicó la alondra—. Sí, algunas cosas grandes, incluso. Pero no todas las cosas. En realidad, ni siquiera las más grandes.
—Entonces, ¿dónde puedo entender la cosa más grande de todas? ¿Me contarás tú su historia?
—Yo no puedo —pió la alondra, que agachó la cabeza—. Pero conozco un modo de...
—¿Cómo?
—Tendrías que hacerte muy pequeño, para poder subirte a mi espalda, y entonces yo te llevaría al lugar de las leyendas, donde se dicen las cosas ocultas, las grandes cosas que están registradas en los anales del corazón.
Ante su propia sorpresa, el príncipe sintió un leve anhelo, un centelleo, dentro del pecho, una opresión en el hueco vacío ocupado antaño por su corazón, y en cuya cavidad rodaba ahora una pequeña piedra. Cuanto mayor era el anhelo, más pequeño se hacía él. Fue encogiéndose de tamaño hasta reducirse a las proporciones de un colibrí, y se encaramó a la espalda de la alondra.
—Te ordeno que me lleves al lugar del corazón —dijo en voz bien alta.
—De acuerdo —cantó la alondra, que voló en medio de la noche y del viento.
Sobrevolaron reinos y mares, hasta llegar a una tierra desolada, de desiertos grises y bosques muertos. Llegaron a un castillo situado en lo alto de una elevada colina. Un dragón dormía en la entrada. La puerta y las ventanas del castillo estaban cerradas herméticamente para no dejar pasar la luz, a excepción de una pequeña ventana, en una alta almena. Hasta ella llegaban las ramas desnudas de un roble seco, otrora imponente. La alondra se posó en la más alta. El príncipe se bajó con dificultad del lomo del pájaro y se aferró a una ramita.
—Y ahora cuéntame el cuento —ordenó.
La alondra abrió el pico. El cuello le vibraba y los ojos se le movían danzarines, como si cantara, pero no emitía sonido alguno.
—¡Canta! — gritó el príncipe.
—Estoy cantando —dijo la alondra.
—¡No se oye ningún canto! ¡Solo el silencio!
—Canto en una clave que tú no puedes oír. ¡Mira ahí dentro! — y el pájaro le hizo un gesto con el pico en dirección a la ventana abierta.
Cuán sorprendido quedó el príncipe al ver a una hermosa mujer en el interior. Estaba reclinada sobre una cama, de espaldas a los dos visitantes ocultos entre las ramas, que oían no obstante el sonido de su llanto.
—Amado mío —decía la mujer entre lágrimas—, ¿por qué te ha hecho tanto daño? ¿Por qué nos odia?
El príncipe no podía ver la persona a la que ella hablaba, porque la habitación le era visible solo en parte y porque gran parte de la cama quedaba oculta por la figura de la mujer.
—Escucha y guarda silencio —le dijo la alondra al príncipe en un susurro.
La mujer vertió miles de lágrimas y pronunció muchas palabras en dirección al lecho, pero no obtuvo ni una sola respuesta. Ellos permanecieron sentados un día entero, y toda una noche, y todo el día siguiente también, observando a la mujer mientras atendía pacientemente a quien estuviera en la cama, cuyo rostro quedaba apenas fuera del campo de visión. Ella le daba de comer, le cantaba, le tapaba con un gran edredón azul, sobre el que había bordado un corazón y una cruz, y el nombre de quien yacía en el lecho.
Acabó el día y pasó la noche, y un nuevo día vino y pasó, y el príncipe se cansó de mirar.
—Este es un lugar de desdicha, y lamento el dolor de esa mujer —le dijo el príncipe a la alondra—. Pero aquí no hay ninguna gran historia. Quiero volverme a mi montaña.
—Qué tardo eres en comprender, príncipe, y qué poca paciencia tienes.
—¡Vamos, que esto acabe de una vez! ¿Está hablándole a su hijo, o a su esposo, o a un padre anciano?
—A ninguno de esos.
—¿A un amigo, entonces?
—No.
—¿A su prometido?
Pero la alondra no respondió. El príncipe estaba ahora muy enojado.
—¡Sácame de aquí! — exigió.
—Eso ya no es posible —dijo la alondra—, pues tu peso es excesivo para mí.
Y dicho esto, el pájaro alzó el vuelo, y el príncipe comprobó consternado cómo había recuperado su tamaño original. Las ramas secas comenzaron a crujir y a quebrarse bajo su peso. El dragón se despertó ante aquel estrépito y, olisqueando al intruso, se enroscó en torno a la base del árbol, mirando hacia arriba con malevolencia.
—Ven, baja, oh el más hermoso de los hijos de los hombres —decía el dragón—, y te haré señor de este palacio y rey de este reino.
—No —dijo el príncipe—, porque este palacio es una prisión, y este es el reino de la desolación.
—Entonces yo te daré palacios mejores y reinos florecientes para que juegues. Hay muchos cargos y principados, no tengo más que comerme un rey o dos y todo será mío. Yo te lo daré.
—¿Y por qué razón ibas a dármelo?
—No tiene nada de placentero gobernar el mundo solo. A gusto lo compartiría con un buen compañero.
—¡Mientes! Si tan generoso eres, ¿por qué tienes aquí atrapada a esta dama que no deja de llorar?
—No es más que una loca que solo dice naderías. Si la tengo ahí es porque me ayuda a pasar el rato. Su cotorreo me entretiene.
—¡Aparta de ahí, pestilencia! — gritó el príncipe—. ¡Eres un ser maldito! ¡Fuera!
El dragón se desenroscó del pie del árbol y retrocedió un par de metros, pero su malevolencia se centuplicó, y el príncipe se aferró con fuerza al tronco del árbol, temeroso de que el odio de la bestia pudiera arrastrarlo y hacerle caer.
—Baja —decía el dragón.
—No bajaré —decía el príncipe.
—Por todos los poderes de las tinieblas, ¡te ordeno que caigas! — rugió el dragón.
En el lugar en el que estuviera antaño ubicado su corazón, el príncipe notaba un funesto peso que tiraba de él hacia la boca del dragón. Los dedos del príncipe perdían fuerza al agarrarse a las ramas, la altura le daba vértigo, y le flaqueaba la voluntad. Al darse cuenta el dragón de todo aquello, se convenció de su triunfo.
—Una dieta de reyes es mi mayor deleite —rió—. Ya me comí al padre de esa mujer de la almena, y me comí a tu padre también. Y a ti también te devoraré.
Al oír esto, el príncipe exclamó en voz alta:
—¡Por el poder del verdadero corazón, te ordeno que te vayas!
Desenvainó la espada y, apuntando con ella hacia el dragón, saltó hacia el monstruo. El dragón, cogido totalmente por sorpresa, no pudo escapar lo bastante rápido, y la espada le cortó la cabeza mientras el príncipe caía en tierra.
Durante largo rato permaneció allí tumbado, en medio de la oscuridad. No sentía nada. Le parecía como si le hubieran arrancado no solo el corazón, también el cuerpo y la mente, y se preguntó si no habría sido devorado por la serpiente. Al cabo oyó la voz de una mujer:
—Amado mío —dijo entre lágrimas—, ¿por qué te ha hecho tanto daño? ¿Por qué nos odia?
El príncipe se despertó y se dio cuenta de que estaba en una cama, tapado con un edredón azul en el que había bordados un corazón, una cruz y su nombre. Le dolía el cuerpo de los pies a la cabeza, y en el centro, en el lugar donde antaño tuviera el corazón, sentía una terrible angustia. Le dolía tanto, que el príncipe jadeó y abrió los ojos. Ahora sabía que estaba vivo y que un fuego ardía en su pecho, y que el dolor que le producía era peor que la muerte misma. La mujer le vio los ojos y supo que estaba vivo. Acercó la mano a su pecho y le tocó en el lugar del corazón, y el fuego ardió con más intensidad, aunque ahora era un fuego que daba luz. Se tomó cálido y extremadamente dulce. Y entonces el dolor se diluyó en la nada.
—Por fin despiertas —dijo ella—, tal y como me habían dicho.
—¿Quién? ¿Quién te lo había dicho? — preguntó él. Ella se volvió sonriente hacia la ventana.
—Ella —replicó.
Juntos vieron a la alondra retomar el vuelo desde la ventana. Mientras sobrevolaba los mares, dejó caer una pequeña piedra del pico y no se la vio más.
Si Pawel había pensado provocar algún tipo de reacción en David con esta historia, se equivocó una vez más, al igual que había venido sucediéndole hasta el momento. El muchacho permaneció con los ojos cerrados durante varios minutos, no dejando traslucir ningún tipo de agrado ni desagrado, y sin ofrecer comentario alguno. Pawel llegó a pensar si había hecho que se quedara dormido. Pero no era así, porque justo en el momento en que iba a despertarlo, David abrió los ojos.
—El príncipe —dijo con voz queda—, el príncipe encontró su corazón. — Lanzó una mirada fugaz a Pawel—. Un corazón entero.
Sin decir más, se estiró en el colchón, hasta quedarse dormido. A la luz de la vela, Pawel se quedó observándole un rato y luego encendió la lámpara de la mesilla de noche. Tras coger papel y pluma, escribió lo siguiente:
Archivo, 28 de febrero
A ti y solo a ti, oh alma mía, escribo estas meditaciones. ¿Las releeré algún día cuando sea viejo... si es que me es concedido el privilegio de llegar a viejo? Ahí está, durmiendo en un cuerpo de hombre, con una mente que madura a toda velocidad y con un corazón que conserva la inocencia de la niñez. ¿Quién puede haber concebido un misterio así? Pero también él envejecerá... si le es concedido. Y si es así, ¿qué dramas contendrá su vida? ¿Cuál será su misión?
¿Cómo fortalecerle ante su incierto futuro? ¿Cómo amar sin ser posesivo? Qué fácil es que las manipulaciones de la dependencia, la familiaridad y la posesión se cuelen en una relación. Lo que uno desea es atraerse al ser amado con una multitud de ataduras que no le lastimen y hechas de ternura. Qué sutil se vuelve todo.
Hay que mantener ante el propio corazón una vigilancia que es esencial para el ofrecimiento total del yo. No es posible darse así sin ayuda de la oración, pues el hombre por sí solo no es capaz de dominar el impulso a la unión y la culminación. En realidad, sospecho que no es nuestro designio el ser nuestros propios dueños. Si en el matrimonio son tres los que hacen la unión: la esposa, el esposo y el Creador, así debe ser entonces en la amistad.
Amigo o amante, junto a las puertas de tu corazón debe haber siempre un centinela, y ese centinela es la Verdad. Si ignoras sus advertencias, sin duda deberás saber que estás eligiendo. Tú solo eres el responsable de lo que tenga que pasar: la muerte del Amor.
A la mañana siguiente, Pawel se sentía lo bastante recuperado como para bajar renqueando a abrir la librería por primera vez en dos semanas. Se sentó en una silla junto a la puerta, bajo un rayo de luz solar. Se había puesto el traje marrón y la corbata negra, y se había echado sobre los hombros una manta de lana. El hecho de empezar a parecerse al tío Tadeusz era motivo de no poca preocupación para él, pero aun así cogió el bastón con el águila de marfil y se lo puso cruzado sobre las piernas. La tienda estaba vacía, de modo que tenía total libertad para hacer muecas y refunfuñar a la manera del viejo cascarrabias. Se las cantó claras a un invisible Haftmann. Propinó unos cuantos bastonazos a un Smokrev imaginario. Disfrutaba de la sensación, con una leve sonrisa. Bebió a sorbos de su vaso de té con franca satisfacción.
El primer cliente no entró hasta poco antes de mediodía. Del mismo modo que siempre, Baba Yaga introdujo su hedionda carretilla por la puerta. — Tengo libros para usted. — Ah, ¿sí? Enséñemelos. Una colección hecha trizas de los Sonetos de Crimea de Mickiewicz (como literatura, sin precio; como historia, una reliquia; como libro, sin valor alguno); algunas novelas; una colección de cuentos para niños de los hermanos Grimm, con encuadernación en piel y diseño art nouveau, en un estado excelente... probablemente bastante valiosos. Y, finalmente, un mamotreto de 722 páginas de sandeces arias titulado Glazialkosmogonie, un ensayo sobre teoría racial publicado en 1913 por algún pseudocientífico papanatas.
—Al gusto de nuestros visitantes —dijo Baba Yaga. Él se la quedó mirando.
—¿Nuestros visitantes? — Esos que han venido del oeste sin invitación. — ¿Se refiere a los alemanes?
—Tak!
—No me interesa. — Pues entonces se lo regalo. — No lo quiero. — Úselo de papel higiénico —dijo con voz chillona, estremeciéndose de risa. Pensándoselo dos veces, Pawel dijo: —Lo acepto con gratitud. Era palpable el desequilibrio de aquella mujer, por supuesto, pero cuántas personas cuerdas antes
de la guerra manifestaban ahora un comportamiento extraño...
—Bronek le envía este mensaje —le dijo, entregándole una nota arrugada envuelta en un pañuelo mugriento.
Necesito papel, si puedes. Es para un asunto urgente. Mándamelo a través de esta menuda patriota.
B.
—¿Es amiga de Bronek?
—Socia. Hago alguna cosa más que vender té delante del palacio Staszic, donde resulta útil observar el ir y venir de muchas personas.
—¿Qué otras cosas hace?
—Oh... cosas. Carreteo basura, compro trapos viejos, llevo mensajes de un lado a otro de la ciudad, cuando a algunas personas les sería difícil hacerlo...
—Un negocio peligroso.
—Hay que saber hacer frente a las tormentas.
Él le ofreció la mano y le dijo por primera vez su nombre. Ella se quedó observándole la mano con recelo y finalmente se la estrechó con su marchita garra de ardilla.
—Sí, sí, ya sé quién es usted. Y escúcheme bien, Pawel Tarnowski, y no sea tan estúpido como para echarme demasiadas monedas en el bote. La gente creerá que es rico, y luego se preguntará cómo es que un polaco nada en la abundancia. Mejor compre zapatos a los que van descalzos.
—Así que no está usted tan desorientada como parece a veces, pani.
—Es útil estar loca.
—Sospecho que es todo menos una loca.
—Puede. Oiga, ¿tiene qué comer?
—¿Tiene hambre?
—¿Cuándo no he tenido yo hambre?
Tras un breve momento de deliberación, Pawel dijo de forma abrupta:
—Venga conmigo.
Subieron la escalera tambaleándose, Pawel delante, pisando fuerte y de forma ruidosa.
—Tomaremos un poco de té y un bocado de algo —dijo en voz bien alta. Se produjeron algunos sonidos en el límite de lo audible que por fortuna solo él podía reconocer. Para cuando llegaron al apartamento, David ya se había escabullido en el desván.
—¿Vive solo? — preguntó la mujer, escrutándolo todo con sus ojillos penetrantes.
—Estoy solo.
—Cuánto espacio para un hombre soltero.
Se sentó emitiendo un gruñido en una silla de la cocina. Pawel partió un poco de pan y embutido, lo último de lo último que le quedaba. Preparó un té todo lo cargado que pudo y echó dos terrones de azúcar.
Ella se lo comió todo con rapidez, lanzándole fugaces miradas llenas de resentimiento, como si hubiera preferido que le sirviera un niño cocinado... al pequeño Pawelek quizá.
—Su hermano ha desaparecido —dijo con indiferencia.
—¿Bronek?
—El otro, el que está casado con una judía.
—¿Cómo lo sabe?
La mujer se encogió de hombros.
—Después de que se llevaran a su mujer y a su hijo, estuvo trabajando un tiempo con Bronek. Un día hicieron una redada en el sótano. Todos se dispersaron. Bronek volvió, pero el otro...
—Jan.
—Sí, eso. Él no ha vuelto a aparecer.
Incapaz de decir nada, Pawel observó cómo ella se servía otro vaso de té y se echaba cuatro terrones de azúcar.
—Esto sí que es té de verdad —dijo con desconfianza—. ¿De dónde lo ha sacado?
—De un amigo. ¿Cómo se llama usted?
—No necesita saber cómo me llamo. ¿Dónde tiene el papel?
—¿Cómo sabe que tengo papel?
—Me lo dijo Bronek.
—Él ya sabe que se me acabó el papel. Le di el último que me quedaba.
—También sabe que le han suministrado repuesto.
—¿Cómo lo sabe?
—Se lo dije yo —mostró una desdentada sonrisa, entregándose al pequeño poder que le conferían sus acertijos, relamiéndose con ellos.
—¿Se lo dijo usted?
Ella le miró de frente y dijo con tono de objetividad:
—Bronek trabaja para mí.
—¿Que Bronek trabaja para usted?
—Sí, para mí trabaja —dijo con irritación—. Las cosas no siempre son lo que parecen. La gente no tiene por qué ser un niño bonito como usted para hacer algo grande en este mundo.
Pawel se echó hacia atrás, ofendido.
Ella se rió.
—Oiga, estamos en guerra. El demonio hace su agosto. ¿No tiene ojos en la cara?
—Ya lo sé, es horrible.
—No sabe de la misa la mitad —dijo ella con desagrado—. Bueno, ¿va a darnos el papel, sí o no?
Bajaron el tramo de escaleras, y Pawel le pidió que esperara junto al escritorio de la planta baja. Bajó al sótano a buscar en el lugar oculto el paquete de papel de oficina que le había proporcionado Haftmann y lo subió a la tienda. Allí estaba Baba Yaga esperándole, inclinada sobre la carretilla, que había colocado bajo la cortina en ausencia de Pawel. Soltando un gruñido, le arrebató el papel de las manos y lo metió debajo del amasijo de harapos.
—¿No quiere ya Bronek usar mi prensa? — preguntó Pawel.
—Aquí vienen demasiados invitados. Hemos encontrado otra prensa.
Y dicho esto salió por la puerta empujando la carretilla. Una vez se hubo marchado, Pawel examinó con más detenimiento los libros que le había dejado en el escritorio. Entre ellos había uno en francés... una novela de Léon Bloy.
—Ha tenido la librería cerrada —dijo Haftmann.
—He estado enfermo.
—Ah, lo lamento entonces.
—Doktor, ¿les falta mucho para acabar la copia de mi manuscrito?
—¿Su manuscrito? Oh, sí, ya está casi listo. Esa mujer tan vana es desesperante, me refiero a mi secretaria. Se pasa el día en la oficina mirando a las musarañas, y al final de la jornada no ha mecanografiado más que una página o dos. Se ha comprometido con un joven soldado de la Wehrmacht.
—¿No habría disponible otra secretaria, quizá?
—Solo tengo una asignada. No se impaciente, será cosa de unas semanas más.
Haftmann se puso a rebuscar por los anaqueles. Al cabo de diez minutos volvió al mostrador, hablando animadamente y mostrando un libro en alto a los ojos de Pawel.
—¡Una novela de Bloy! — exclamó—. ¡Bloy! Esto es una joya. ¿Cómo no me lo había dicho?
—Se me había escapado, por culpa de la enfermedad...
—No es La mujer pobre, claro está, pero es otra que he deseado durante años, El desesperado.
Haftmann permanecía junto al mostrador, incapaz de resistirse a catar algo del texto.
—Escuche esto, escuche: Nuestra libertad y el equilibrio del mundo son interdependientes, y esto es lo que debemos comprender si no queremos quedarnos atónitos... —Haftmann levantó la vista—. Un escritor contundente, ¿no le parece?
—Es muy bueno.
Pawel se preguntaba si el profesor había entendido de verdad el significado del pasaje, pues si así era tenía que considerarlo una amenaza para su causa. Tal vez aquella peligrosa idea estuviese a salvo encerrada en la historia de otra persona. Procuraría pensar en ello cuando se marchara Haftmann. Le costaba concentrarse, el gusanillo en el estómago no se lo permitía.
—Tarnowski, no está escuchándome.
—Le escucho, Doktor. Continúe, por favor.
—Se lo digo de verdad, debería dedicarse más a leer los libros que vende. Este es una combinación extraordinaria de misticismo francés e inspiración poética: «Cada vez que un hombre engendra un acto libre, proyecta su personalidad al infinito. Si le da a un pobre una moneda a regañadientes, esa moneda perfora al pobre la mano, cae al suelo, perfora la tierra, abre orificios en los soles, atraviesa el firmamento y compromete al universo entero. Cuando se engendra un acto impuro, se oscurecen quizá miles de corazones a los que no se conoce.»
Haftmann levantó la cabeza del libro con expresión solemne. Se miró el reloj con gesto enérgico.
—Es tarde —dijo en voz baja.
—Doktor, ¿diría usted que la cultura puede crearse o mantenerse allí donde no hay libertad?
Sin responderle, Haftmann le dirigió una mirada impenetrable, le pagó el libro y se marchó.