19

El conde Smokrev entró y cerró la puerta.

Inspeccionó la librería con visible placer, demorando su mirada en David.

Este se quedó lívido. Se le cayó la escoba de las manos y retrocedió hacia las escaleras.

—Vas a quedarte donde estás —dijo Smokrev.

—La tienda está cerrada —intervino Pawel.

Smokrev se volvió lentamente hacia él.

—Mi querido amigo, me tenías reservado lo mejor para el final. ¿Dónde has encontrado esta exquisita pieza de porcelana judía?

—Me voy arriba, Pawel —balbució David.

—Tú te quedas aquí —dijo Smokrev con severidad afeminada, para recuperar acto seguido su edulcorada expresión.

—Salga de mi librería.

—No creo que estés en situación de darme órdenes, precisamente. Mide tus palabras con cuidado.

—Es lo que hago. Está usted invadiendo mi negocio.

—Una llamada de teléfono, y tu vida habrá llegado a su fin, caminito del Umschlagplatz.

—Usted no haría eso. No es usted un traidor, conde.

—No te burles de mí —dijo—, yo ya soy un traidor a tus ojos, y tú lo sabes. ¡Estúpido! Si se miran las cosas desde una perspectiva más amplia, eres tú el verdadero traidor, si es que quieres darte cuenta.

—Este no es momento para debates. Márchese.

Smokrev echó la cabeza hacia atrás y soltó una risotada, con la boca muy abierta, dejando ver muchos empastes de oro. — Tú me subestimas —dijo.

—Si piensa traicionarnos, adelante, hágalo ya, pero no juegue con nosotros.

Smokrev se paseó poco a poco por el establecimiento, con paso pomposo, con un temblor en la sonrisa, agarrando sus guantes de niño con una mano y haciéndolos restallar en la palma de la otra.

—Claro que, por supuesto, hay otra posibilidad.

—Sí, la hay. Puede sencillamente marcharse e irse a su casa a disfrutar de su día de descanso. Y olvidarse de lo que ha visto aquí. Eso es lo que haría cualquier ser humano decente.

—Yo nunca he pretendido hacerme pasar por un ser humano decente. ¡No soy ningún hipócrita!

Se acercó tanto a Pawel, que sus rostros quedaron excesivamente próximos el uno del otro.

—¿Crees acaso que no tengo ojos en la cara? ¿Piensas que no soy capaz de ver cuál es la situación exacta que hay aquí? Tú eres un hombre tan corrupto como yo, mariquita. Sí, Goudron me explicó muchas cosas acerca de ti, de tus perversidades, de tus conquistas, ¡de la forma en que jugaste con sus sentimientos para luego dejarlo tirado en el arroyo en Berlín, delante de todo el mundo!

—Eso no es cierto —balbució Pawel—. Es una falsedad.

—¡Es una falsedad! — le remedó Smokrev.

—Es que lo es.

—Ah, claro, sí, ¡qué mentira tan enorme! Goudron no tenía ningún motivo para mentir.

—Toda su vida estaba plagada de mentiras. Usted lo sabe, su vida también lo está.

El conde dio un paso atrás y propinó a Pawel un lacerante guantazo en el rostro. Más sorprendido que lastimado, Pawel no respondió.

—Escúchame bien, mercachifle —siseó Smokrev—. Eres un fracaso humano. Fuiste una mediocridad como artista, y un chiste en sociedad... ¡Ja!, cuánto nos reímos a tu costa. No ha cambiado nada. No podrías sobrevivir ni un minuto sin mí ni sin Haftmann abasteciéndote de lo necesario como a una mantenida. Has desperdiciado tu vida, y ahora te revuelcas buscando tus placeres furtivos lo mismo que nosotros.

—Aunque eso fuera verdad, que no lo es, ¿qué interés podría tener eso para usted?

Smokrev pareció desconcertado durante unos segundos.

—No soy un hombre inicuo —dijo con un gesto de cabeza—, aunque, por supuesto, a ti debe de parecerte que lo soy. Tengo un temperamento celoso. Lo único que anhelo es libertad para vivir de acuerdo con mi naturaleza.

—Déjenos a nosotros libertad entonces. Siga su camino.

—No es tan fácil, déjame que continúe.

El humor de Smokrev había cambiado. Se sentó en la silla de brazos junto al escritorio, mirando de frente a Pawel y a David.

El muchacho no había tenido nunca un aspecto más judío. Con el solideo ladeado, con las borlas del talit que le asomaban por debajo del borde del jersey, los zapatos sin calcetines... como si acabara de llegar del shtetl.

—Ya ves, soy un hombre impetuoso. No me tengas en cuenta ese guantazo. Yo olvidaré tus despiadadas críticas. Puesto que Pawel no replicaba, el conde continuó:

—Repasemos las cosas que tenemos en común, Tarnowski. Ambos somos polacos. Ambos somos hombres de mundo. Tenemos un pasado similar.

Levantó la mano con rigidez para acallar las protestas de Pawel.

—Ambos somos sensibles a la causa de la cultura. Los dos apreciamos... la belleza.

Lanzó una sutil mirada hacia donde estaba David.

—¿A qué viene todo eso? ¿Qué es lo que quiere?

—Todo esto me devuelve al punto que toqué hace apenas un minuto.

—¿Y que es...?

—Que existe otra posibilidad.

—¿De qué se trata?

Smokrev no respondió de forma inmediata. Permanecía sentado, observando a David. El muchacho bajó la vista. El conde adoptó un tono de voz más grave.

—Él supone un peligro para ti.

—Un coste que estoy dispuesto a asumir.

—Yo podría liberarte de esa carga. Aquí estás demasiado cerca del gueto. Al final, acabarán registrando hasta el último armario de esta zona. Yo le esconderé en mi casa de la ciudad, cerca del palacio. Es un barrio excelente, no buscarán por allí. Mi asociación con la Cámara de Cultura del Reich me protege.

Pawel quedó momentáneamente abrumado por la proposición del conde. Era un ofrecimiento que no podía rechazarse sin considerarlo con detenimiento. En aquella casa deteriorada, el agua, el alimento y el combustible eran bienes esporádicos, en el mejor de los casos. ¿Podían él y David tener la esperanza de sobrevivir a la ocupación, cuando era cada vez más posible que los alemanes no se marcharan jamás? Solo era cuestión de tiempo que apresaran al muchacho.

—David, ¿querrías ir por favor a prepararnos un poco de té? — dijo Pawel.

—Gracias, David —dijo el conde con afectación.

Cuando el chico hubo desaparecido escaleras arriba, Pawel se volvió hacia Smokrev mirándole con frialdad.

—Puede hablar sin rodeos.

Smokrev cruzó las piernas y entrelazó las manos sobre las rodillas. Se puso a juguetear con un anillo que llevaba en el dedo índice, haciéndolo girar una y otra vez, como si reflexionara acerca de lo que iba a decir.

Pawel esperaba, de pie delante del conde, en actitud de total tensión.

—Relájate —sonrió Smokrev—. Toma asiento.

Pawel reprimió su irritación ante aquella inversión en los papeles de la autoridad y se sentó como un empleado obediente.

Mientras los dos hombres se miraban cara a cara, el sol dejaba atrás las ventanas de la librería. Las persianas pasaron del dorado al gris, sumiendo la estancia en la penumbra.

—No soy un hombre cruel —dijo Smokrev—. A mí no me gusta lo que están haciendo los alemanes. No es ningún placer para mí ver cómo tantas personas jóvenes y hermosas se disipan en forma de humo. Os estoy ofreciendo a ti y al muchacho la oportunidad de vivir. Aceptando ciertas condiciones, podrías continuar con vuestra relación sin que os molesten.

—No le entiendo.

—Vamos, vamos, has dicho que hablaríamos sin rodeos.

—¿En qué consiste exactamente su proposición?

—El chico es tu amante. Yo le salvaré.

—Él no es mi amante.

Smokrev levantó las manos.

—¡Con este hombre no hay forma!

—¿Cómo piensa salvarle?

—Le llevaré a mi casa en mi coche oficial. A mí nunca me paran. Ir caminado sería demasiado peligroso, aunque fuéramos provistos de papeles. Ese rostro maravilloso es inconfundiblemente judío. En la calle hay demasiados ojos que vigilan, no descansan, ojos alemanes y ojos polacos; la Resistencia me odia, los alemanes odian a los judíos... una receta que solo puede generar problemas.

—¿Y luego?

Smokrev sonrió, abriendo los brazos.

—Luego, arropado por el calor de mi hogar, estará a salvo y seguro. En realidad, todos estaremos mucho más seguros. — El conde reanudó el jugueteo con sus anillos—. Tú podrías verle de vez en cuando, yo te facilitaría los permisos necesarios para poder venir a mi casa en calidad de proveedor de libros de calidad, después del toque de queda. Él y tú podrías pasar la noche juntos, si quieres. Tengo unas habitaciones encantadoras, es una vivienda muy grande; una pena que esté tan vacía. Antes de la guerra disfrutábamos de aquellas fiestas encantadoras. Ahora vivo solo con mis criados... aunque, por supuesto, son de lo más comprensivo. Una visita al mes sería de justicia.

—¿Una al mes?

—No debemos levantar sospechas, como comprenderás. Desde luego, me doy cuenta de que una vez al mes no es suficiente para dos jóvenes personas enamoradas. Pero estoy seguro de que no eres ajeno a las privaciones.

Pawel no se permitió mudar la expresión.

—¿Cómo lo haría para disponer su fuga?

—Yo no he hablado para nada de ninguna fuga. Ofrezco refugio. Más adelante, de aquí a unos años, cuando Europa haya sido pacificada, ya llegará el momento para volver a estudiar la situación. Hasta es posible que opte por quedarse conmigo. Tengo una casa en el campo donde podría ser feliz. Hay caballos, tengo mis huertos, mis galgos rusos... a los que adoro... y un estanque encantador que dispuse para dar paseos en barca las noches de verano.

—Déme su palabra de que no le tocará.

Smokrev se echó atrás, ofendido en extremo.

—¿Acaso crees que tengo veneno en la piel? — gruñó. Pawel lo miraba fijamente.

Smokrev, vejado, le devolvió una mirada furibunda.

—¡Te estoy ofreciendo la vida, idiota!

—¿Por qué? ¿Cuál es el precio?

—¿El precio?

—La vida tiene un precio. ¿Cuál es el precio que pide usted? — insistió Pawel.

—Ah, así que por fin hablas sin rodeos, Tarnowski —resopló—. Ya sabía que bajo esa torturada conciencia católica había un sensato hombre de negocios. El precio no es mucho. ¿Acaso crees que yo no sé lo que soy, un noble que vive los últimos momentos de una época moribunda? Aunque aún

poseo un cierto encanto. El chico está iniciado, ¿no? Yo solo pido compartirlo.

Pawel lo miraba con asco.

—¿Hay algún problema en compartirlo, Tarnowski? Puede que a él le guste.

—Fuera —dijo Pawel con voz grave.

—Si no eres capaz de negociar en estos términos, llamemos a las cosas por su nombre. Te daré una buena suma de dinero si convences al chico para que se venga conmigo.

—Váyase ya —dijo Pawel levantándose.

—No te hagas el idealista escandalizado conmigo. Todo hombre en este planeta puede ser sometido o comprado. Pon un precio, pero ahórrame tu hipocresía.

Pawel agarró al conde por las solapas del abrigo, lo zarandeó y lo arrastró hasta la entrada principal. Smokrev se debatía y daba latigazos con los guantes, chillando:

—¡Suéltame! ¡Si no me obedeces, llamaré a las SS!

Pawel le soltó las solapas y alargó la mano para coger el bastón del tío Tadeusz. Enseñando los dientes, lo alzó bien alto, y estaba a punto de asestarle un golpe con todas sus fuerzas cuando el conde retrocedió dando tumbos, mirándole con ojos desorbitados. Pawel se contuvo de repente y arrojó el bastón al suelo. Smokrev giró sobre sus talones, consiguió abrir la puerta y se marchó corriendo calle abajo.

—¿Estás bien? — dijo David, con los ojos clavados en Pawel, que permanecía de pie junto a la puerta abierta, con una expresión como si acabara de ver la muerte cara a cara, los ojos fuera de sus órbitas, los labios retorcidos, el pecho jadeante. Tenía la camisa abierta y los botones habían saltado, la chaqueta de medio lado sobre los hombros.

David dejó la bandeja encima del escritorio, los vasos entrechocándose.

—¿Dónde está ese hombre?

—Se ha ido.

—¿Era el retorcido?

—Sí.

Pawel cerró la puerta de golpe y pasó el cerrojo.

—Arriba, rápido.

Tratando ambos de recuperar el aliento delante de la fortaleza, Pawel, todavía furioso, miraba a un lado y a otro, sin saber qué hacer... ¿Esconderse? ¿Huir? ¿Montar una barricada?

—¿Qué ha pasado? — preguntó David con voz implorante, temiendo lo peor.

La pregunta sacó a Pawel de su confusión.

—Va a denunciarte a los alemanes.

—¿Estás seguro?

—Le he ofendido en su orgullo. Necesita vengarse, y no se conformará con menos que con nuestra muerte. — Pawel hizo una pausa—. Al menos la mía, seguro. Es posible que tenga otros planes para ti, pero en cualquier caso tenemos que salir de aquí.

—¿Adónde iremos?

—A la granja de mi prima. Al este de la ciudad, a unos treinta kilómetros. Podemos ir por el campo. Ella nos esconderá. Pero tú no puedes ir a ninguna parte con esa pinta. — Le señaló el tallit y el yarmulke—. Tienes que quitarte eso.

El chico se quedó mirando los flecos del tallit, pasándoles el dedo, con el entrecejo fruncido, reflexionando.

—Pronto —le urgió Pawel—, por favor. Puede que no tengamos mucho tiempo.

David dobló el chal de oración y se quitó el solideo con expresión compungida, depositándolos sobre la tapa de un baúl.

Pawel bajó las escaleras a toda velocidad. En el sótano encontró su ropa sucia de trabajo, los monos que había utilizado para cargar paladas de carbón, un sombrero de fieltro, una chaqueta mugrienta, y volvió con todo ello a toda prisa al apartamento. Cerró la puerta con llave y empujó la mesa de la cocina para atrancarla. Encima de la mesa amontonó todas las cosas pesadas que pudo encontrar. Luego empujó por dentro el armario de su habitación, fue hasta la puerta del desván,

echó el cerrojo tras él y, tropezándose, lanzó el fardo de ropa a David.

—¡Apresúrate!

David se vistió.

—Bien, pareces un obrero.

—¿Y tú, Pawel? No puedes correr por los campos y las zanjas vestido con un traje de calle. Llamarías la atención.

—Ya encontraré alguna otra cosa que ponerme. Necesito unos minutos para escribirle una nota a Masha y dibujarte un mapa. Si llegáramos a separarnos, no tendrías ninguna forma de encontrarla.

Estaba acabando aquellas tareas cuando se oyó un gran estrépito dos pisos más abajo, en la librería.

—Ya están aquí —dijo Pawel.

El ruido de cristales rotos se sucedió al de los primeros golpes.

—Están echando la puerta abajo. Vamos, rápido, sal por la ventana. Ve agachado por el tejado hasta la pared, y luego cruza a los apartamentos del otro lado. Mantente siempre agachado, que no te vea nadie. Continúa siempre por los tejados, aléjate todo lo que puedas, y cuando bajes a la calle ve hacia el río. Cuando llegues a la orilla, sigue hacia el sur. Quien te vea pensará que eres un trabajador que ha salido en domingo a dar un paseo. No te detengas hasta que estés fuera de la ciudad. Entonces busca la manera de cruzar el río. Cuando lo hayas cruzado, dirígete hacia el nordeste, hacia Mazowiecki. No camines con prisas, actúa como si tuvieras todo el tiempo del mundo. Toma, no lo pierdas.

Le metió la nota y el mapa en el bolsillo.

—Pero tú vienes conmigo, Pawel, yo no puedo irme sin ti.

—Yo puedo distraerles un rato... lo suficiente para que tú puedas escapar.

—¡No! — gritó David.

Pawel se acercó a la ventana. El patio estaba desierto.

—Aún no han pensado en rodear el edificio.

Las botas resonaban en la escalera, seguidas al cabo de unos segundos por unos fuertes golpes en la puerta del apartamento.

—¡Tienes que irte ya!

David se aproximó a Pawel y se quedó delante de él, inmóvil, con el rostro demudado por la congoja.

—Un as du vest kumen iber a groysn fayer —dijo con voz ronca—, far groys tsores zoltsu zikh nit farbrenen.

—¿Qué significan esas palabras?

—Es una canción que cantábamos en el gueto —dijo David con la voz quebrada—: Si tienes que cruzar el fuego, no te quemes por pena.

El chico estiró los brazos hacia el hombre.

—¡Vete! — dijo Pawel con gravedad, apartándole.

Con el rostro descompuesto, David se volvió hacia la ventana.

—Vete —repitió Pawel.

El chico se encaramó a las cajas amontonadas. Tras volverse para lanzar una última ojeada a la habitación, salió por la ventana y se fue.

Pawel se puso inmediatamente a apilar baúles y cajas contra la pared, hasta que la ventana quedó oculta.

Esperó pacientemente a que los alemanes encontraran el armario y echaran abajo la puerta del desván. Sostenía un ángel de cristal en una mano y una trompeta de latón en la otra. Tenía miedo. Pero no un miedo desmedido. Cuando los soldados y dos hombres con gabardina de piel llegaron a lo alto de las escaleras, al final de la punta de sus armas encontraron a un hombre flaco y cansado sentado en un baúl, mirándoles sin expresar emoción ninguna.

—¿Dónde está el judío? — rugió uno de ellos.

Pawel se echó el chal de oración sobre los hombros y se encasquetó el solideo en la cabeza. Se puso de pie. — Aquí —dijo, señalándose el corazón con el dedo.