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Había, claro está, niveles de miedo. La apurada situación en que se encontraba Pawel le sacaba de golpe de la angustia crónica de su actitud mental y dirigía su atención al más amplio contexto de la supervivencia. Por lo general, tenía la mirada vuelta hacia dentro, hacia sí mismo, hacia la madriguera de su librería, hacia los mismos libros. Ahora, sin embargo, estaba obligado a mirar más allá de las ventanas del apartamento, de una forma que no tenía precedente para él; es decir, de una forma analítica. Su vecindario, que hasta entonces había considerado algo corriente, se había convertido en un terreno hostil plagado de peligros. Desde la ventana de la sala que daba a la calle contemplaba un escenario de desastres varios. La mitad de los edificios estaban reventados por las bombas o dañados por el fuego. En ese sentido les había ido mejor que a la mayor parte del casco antiguo de Varsovia. Los apartamentos que estaban directamente enfrente de la Casa Sofía habían sido abandonados. A ambos lados de su casa había comercios vacíos. Pero unas puertas más abajo aún vivía gente, y los negocios seguían su curso habitual. Muchos ojos observaban el ir y venir de habitantes y comerciantes. Para la mayor parte de las personas, la vigilancia se había convertido en la principal preocupación, una vez cumplidas las tareas propias del instinto de conservación. Cualquiera que quisiera mirar podía ver toda actividad que se produjera en cualquier punto de la calle. La distancia no era superior a una manzana, aunque había sido dos veces más larga, antes de que, a finales del siglo XVIII, la dividieran por la mitad al construir un muro para cercar el patio de una escuela para hijos de la nobleza. La escuela no era ahora más que un montón de escombros, aunque al muro no se le había desprendido ni un solo ladrillo. En el otro extremo, el occidental, el fondo del callejón se abría dando paso a una calle más ancha, que se prolongaba hacia la lejanía, hasta la avenida Jerozolimskie. Unas pocas manzanas hacia el este estaba el río.

Mientras caminaba por el lúgubre vestíbulo sin luz hasta el fondo del apartamento, Pawel pensó que debía advertir al muchacho de que no permaneciera junto a las ventanas. Aunque el ático de doble vertiente era pequeño y desde él se dominaba el patio trasero, su presencia sería visible para cualquier vecino que levantara la vista y mirara por casualidad en aquella dirección. La gorra, el chal, la cara... sí, especialmente la cara.

Al entrar en su dormitorio, miró por la ventana al patio de abajo. Más estrecho que la calle, solo era accesible a través de un pasaje abierto debajo de un apartamento que sobresalía del edificio. Había en él cubos de basura, bicicletas oxidadas, una pandilla de gatos en busca de comida y el solitario tilo enfermo que plantara el tío Tadeusz cuando Pawel era un niño, y que ya entonces parecía poco saludable. Los niños raras veces se adentraban allí a jugar, pues el lugar estaba permanentemente en sombra. También en él se apreciaban los daños: enfrente de la casa de Pawel estaba el bloque de apartamentos de la siguiente calle paralela; a la mayor parte de las ventanas les faltaban los cristales, y dentro no se veía jamás luz alguna. Sin embargo, había ocupantes, sobre todo personas mayores diseminadas al azar por todas partes: más ojos, más observadores. Patriotas, delatores, gente que odiaba a los judíos, gente humanitaria... ¿Quién podía predecirlo?

¿Y si sucedía lo peor? Entonces, ¿qué? ¿Esconderse en el ático hasta que las SS o la Gestapo echaran las puertas abajo? ¿O salir a rastras por el tobogán de la carbonera hasta el patio? Pero sin duda algún delator informaría a los alemanes acerca de las peculiaridades del edificio, y lo tendrían rodeado. No eran tontos, y, si los rumores eran ciertos, eran expertos en hacer salir fugitivos de sus madrigueras. Si cercaban la casa sin previo aviso, pocas probabilidades de escapar habría. Únicamente quedaría abierta la posibilidad de una huida por los tejados, y aun así, en esas circunstancias el fugitivo sería un blanco fácil. ¿Qué debería hacer el muchacho? ¿Huir solo y dejar a Pawel sentado en su escritorio intentando negarlo todo? ¿Se creerían los alemanes sus mentiras? No era probable. Pero entonces tendría que salir por los tejados con el chico, gateando sobre las tejas de pizarra, jugándoselo todo (una apuesta desesperada y nada realista) a que nadie les viera ni oyera. El estampido de un rifle, y él, Pawel, caería desde una altura de tres pisos para acabar destrozado sobre los adoquines. Siempre cabía la esperanza de que el disparo le acertara de lleno en el corazón.

* * * *

Los siguientes días transcurrieron sin incidentes. Masha, gracias a Dios, se presentó con varias bolsas de verduras, el milagroso regalo de una libra de té, una cesta de huevos y otra salchicha más, gruesa esta vez como el cuello de un ganso. No se había traído a Adam consigo porque cada vez era más peligroso viajar. Confesó haber arrojado más comida por encima de la pared del gueto, y el pavor que había sentido al oír el griterío de alborozo al otro lado. —¿Qué está pasando en Polonia? — exclamó—. ¡Es una locura! ¿Adónde se llevan a todas esas personas? — A campos de trabajo —dijo Pawel con inquietud. No le dijo nada a Masha de su huésped. Ella no volvió a besarle con intimidad, y ninguno de los dos mencionó lo de la otra vez. Le dio dos castos besos en ambas mejillas, que él imitó con exactitud. Se marchó con actitud enérgica, después de un intercambio de promesas de protección mutua.

Aquella tarde se sentó ante el escritorio de la librería, reflexionando acerca de las ironías de su vida, que parecían amontonarse. ¿Su vida? ¿Qué era una vida? ¿No era su vida nada más que una acumulación de experiencias archivadas en una pequeña caja de latón? ¿O era más bien la caja misma? Movido por aquellas preguntas sin respuesta, cogió papel y pluma, evitando dejarse fascinar por los problemas de tiempo y los movimientos subatómicos que siempre cabía encontrar en una gota de tinta purpúrea. Traspasando la abstracción en pos de una apariencia de acción, escribió lo siguiente:

Archivo en una caja de latón, Varsovia,

29 de septiembre de 1942

Esta casa es una caja cerrada con cerrojo. Mi vida también es una caja cerrada con cerrojo. El país entero lo es. ¿Qué es entonces lo que está pasando realmente en Polonia? Dentro de ella se puede hacer cualquier cosa. Todo depende de la naturaleza de quienes controlan la caja.

Tengo que pedirle a mi huésped que me cuente más detalles acerca del gueto. Lo he intentado un par de veces, pero siempre su rostro se vuelve impenetrable, sin expresión. Tan solo sus ojos delatan un sufrimiento sin mesura, que nace de la pérdida de sus padres. ¿Cuántas personas habrán muerto ahí dentro? Dos días antes de su inesperada llegada pasé por delante de la puerta del gueto de Plaza Mirowski. Una pequeña multitud de ciudadanos se había detenido a este lado de la alambrada y observaba el interior. Miraban, sin más, como si contemplaran un espectáculo trágico. El cielo estaba totalmente cubierto, la sensación de espanto era palpable. Junto a la garita del centinela había una niña de unos ocho años en medio de un charco de sangre, mientras los soldados alemanes la rodeaban, fumando un cigarrillo y bromeando entre ellos, como si no hubiera pasado nada importante. Habían disparado contra la niña por intentar meter comida furtivamente en el gueto. Ella aún sostenía una patata arrugada en una mano. Mientras la niña se moría, los soldados se la arrebataron de entre los dedos de una patada, y fue rodando hasta ir a parar al desagüe, donde otros niños se lanzaron por ella.

Estaba seguro de que tenía que tratarse de un incidente aislado... terrible, pero una

aberración y nada más.

Soy un monstruo del intelecto. Apenas tres semanas atrás vi cómo mataban a una niña, tengo otra víctima potencial escondida en el ático en este mismo momento, y estoy aquí sentado, escribiendo. Ay, Dios mío, ¿quién es el loco? ¿Son las personas como mis hermanos las cuerdas...? Bronek, con su arma y sus conspiraciones, escapa al psiquiátrico de la prisión en que el enemigo encierra todo lo que encuentra. Jan se refugia en sus relojes, en esos modelos en miniatura del universo, una huida interior. Pero, ¿y mi vía de escape? ¿Cuál es?

Más tarde preparó una bandeja de cena, mientras, de vez en cuando, lanzaba ojeadas por la ventana e imaginaba las incontables personas que morían de hambre a un tiro de piedra de su apartamento. Se debatían desesperadamente por una patata, mientras él se daba un banquete compuesto por un nabo entero y tiras de repollo hervido. Cargando con un sentimiento de culpa y de gratitud, subió la escalera hasta el ático. Deteniéndose en el descansillo, observó a David Schäfer en el otro extremo de la habitación, paseándose de un lado a otro delante de la ventana, mientras leía y recitaba en voz baja. La concentración del muchacho era total.

Pawel se aclaró la garganta.

—Si yo no fuera quien soy —dijo con tono admonitorio—, tú muy pronto ya no serías quien eres.

David alzó la vista, sobresaltado.

—¿No me has oído subir las escaleras?

El chico se ruborizó y movió la cabeza en señal de negación.

—Deberías tener más cuidado, debes tenerlo —le reconvino Pawel, apretando los labios mientras depositaba la bandeja en un baúl.

—Lo siento, pan Tarnowski.

—Y además estabas desfilando delante de la ventana.

—Cada vez hay menos luz. ¿Sabe? Era urgente para mí acabar de leer este tratado...

—¿Pero es que querías proclamar tu presencia a los cuatro vientos? ¿Por qué no abres la ventana y te pones a gritar? ¿Por qué no le dices a todo el mundo bien fuerte: «¡Aquí hay un judío escondido!»?

—Lo siento de veras, no volveré a ser tan descuidado.

Pawel se sacó una bombilla del bolsillo. Aquel mismo día había canjeado un pequeño y bonito ejemplar de Bartek el vencedor, de Sienkiewicz, por tres bombillas usadas. ¿Era capaz aquel chaval de comprender tamaño sacrificio? ¿Se creía que la luz no costaba nada? Pawel enroscó la bombilla en un casquillo que colgaba de un cable clavado a lo largo de las vigas del techo. Una vez hecho esto, cubrió la ventana con un retal de tela negra.

—Por la noche, la cortina... siempre. Durante el día, alejado de la ventana... siempre.

—Sí, siempre —sonó la balbuciente respuesta, acompañada por un sumiso asentimiento con la cabeza.

Mientras daban cuenta de la comida, el enojo de Pawel con el chico fue menguando y se impuso la reflexión acerca de lo que había detrás de aquella actitud descuidada. En todo caso, revelaba una cierta ingenuidad, una falta de astucia que parecía inexplicable en un superviviente del gueto.

¿Qué tipo de personalidad era la suya, en realidad? Había en él algo infantil, y también algo antiguo. Mostraba un temperamento serio, por lo general dispuesto a escuchar, muy perceptivo... como la pupila dilatada de un ojo oscuro. Pero su porte solemne era perfectamente natural, ni pretencioso ni ostentoso. Su dignidad irradiaba por igual a través de sus maneras filosóficas como cuando era devuelto, en raros momentos, a la alegría despreocupada de la juventud. Estas cualidades, unidas a su aspecto fuera de lo común y a su melodiosa voz (de un registro entre el de tenor adolescente y el de suave bajo adulto), infundían en aquellos momentos en Pawel un profundo desasosiego.

Aquel sentimiento de atracción, se dijo a sí mismo, era el resultado de la soledad, a la que de pronto venía a consolar una compañía... una fraternidad provisoria con alguien no muy diferente de sí mismo.

Después de la colación, que consumieron en menos de tres minutos, David se levantó y atravesó la estancia hacia un vacilante laberinto de libros amontonados. Se arrodilló entre dos pilas.

—Hoy he avanzado mucho —dijo, con ánimo aún apagado, pero más recuperado.

Había tres divisiones principales, y otras varias más que representaban subcategorías. Los libros de la derecha eran los que tenían un valor excepcional, de acuerdo con los gustos y convicciones del muchacho. Había entre ellos muchos estudios bíblicos, y mucha filosofía. Los llamaba «la casa de oro». A la izquierda estaban los que consideraba carentes de utilidad. En su mayor parte los había juzgado de forma correcta: tontas noveluchas polacas, narrativa política del Berlín de los años veinte, historiografía superficial y cosas similares. A ese montón lo llamaba «el pilar de sal». Entre ambos estaba el montón mayor: las obras de las que no estaba seguro. En esta selección, Pawel encontró mucha buena literatura. David la llamaba «la tierra de frontera».

Era evidente que todo aquel material no procedía de una yeshivá. Tal vez procediera del amigo abogado católico de Bahlkoyv, que con toda probabilidad habría ido recopilando libros de diversas fuentes con el fin de camuflar las capas superiores de cada una de las cajas. Increíblemente optimista, pensó Pawel.

Habían ido perfeccionando el procedimiento hasta convertirlo en una rutina. Por la noche, Pawel subía con la comida al ático y, después de comer con el chico, repasaba la selección del día. De la pila central cogió un gran volumen, correspondiente a una antología de obras de teatro, y se puso a hojearlo, deteniéndose en algunas palabras o frases que parecían resaltar del críptico texto.

—¿Le gusta ese inglés? — preguntó el chico.

—Estoy tratando de descifrarlo.

—Es muy interesante.

—Ah, ¿sí? ¿Te lo parece? He intentado leerlo en la traducción al polaco, porque todo el mundo parece entusiasmado con él. Me parece innecesariamente complicado, como un cuadro embellecido con demasiados adornos.

—Pero hay que entender la poesía que hay en su manera de embellecer. Hay que leerlo en el original inglés. Si supiera inglés como yo, se daría cuenta de que nunca utiliza una palabra porque sí.

—¿Cómo es que te dio por aprender una lengua tan difícil? — le preguntó Pawel, devolviendo el libro a la pila.

—Hace mucho tiempo, mi padre y mi madre pensaron en ir a vivir a Norteamérica, con mi tío, que es sastre en Brooklyn. Es un barrio de la gran ciudad de Nueva York. Estudio la lengua desde 1931, cuando tenía seis años... el año en que partió mi tío. Esperamos mucho tiempo mientras reuníamos el dinero suficiente y llegaba el permiso de emigración. Esperamos demasiado tiempo.

Pawel recordó con el entrecejo fruncido aquel año de 1931, el mismo en que él había llegado a París con la cabeza llena de sueños de grandeza, como ferviente acólito de la diosa Arte.

David volvió a la tarea de seleccionar. Era interesante captar una imagen fugaz de la mente de aquel muchacho, pues gran parte de su manera de pensar se revelaba en su criterio. Mientras le observaba tomando decisiones, Pawel comentó:

—Pareces saber mucho de literatura. Es algo muy poco habitual.

—¿Por qué es poco habitual? — replicó David.

—Pensaba que vuestro pueblo era muy cerrado, que despreciabais todo aquello que no pertenece a vuestra cultura.

El muchacho reflexionó sobre ello, con expresión neutra.

—Despreciar es una palabra muy fuerte.

—¿Estoy equivocado, entonces?

—No, eso es verdad entre muchos de los jasidim.

—¿Pero no en tu caso?

El tono de David al dar la respuesta fue cauteloso:

—Yo no desprecio a nadie. El hombre es incompleto en sí mismo.

—¿Incluso los jasidim?

—Sí, por supuesto. Nosotros también somos hombres...

—Has dudado.

—Tengo que decir que en mi lectura en privado de los pensamientos de los hombres... de toda clase de hombres, he encontrado muchas cosas buenas. — Hizo una pausa—. Y muchas malas. Por lo general, el mal está entretejido con el bien.

—¿Dónde has estudiado literatura? ¿No llevas una vida aislada del mundo?

—Mi padre me dio permiso para leer en las bibliotecas de la ciudad, sobre todo en la universitaria, aunque no me he matriculado nunca. Lo hizo para que yo fuera capaz de comprender los lenguajes de los hombres.

—El lenguaje es un don, como dijiste el día en que nos conocimos.

—Sí, el lenguaje es un don. Pero no me refería tanto al léxico cuanto al alma del lenguaje... del lenguaje celestial.

—Lenguaje celestial. Una bella expresión. ¿Se trata de algún concepto importante del pensamiento jasídico?

—En cierto sentido, sí. Está implícito en los escritos de algunos de nuestros maestros.

—También en los de los nuestros. Pero en una forma más que implícita.

—En vuestra literatura está muy implícito, pienso yo.

Pawel se extrañó ante el uso que hacía David de la palabra vuestra, como si el inmenso y abigarrado archipiélago de la literatura occidental fuera una entidad simple.

—¿Has leído novelas, entonces? — preguntó.

—Sí. A veces en la lengua original, que es lo preferible. He disfrutado leyendo en alemán, en francés, en italiano, en inglés...

Señalando hacia la pila mayor, Pawel dijo:

—A eso lo llamas «la tierra de frontera». ¿Por qué?

—Es un territorio que está en los dos polos, el de la sabiduría y el de la estupidez —dijo David con sobriedad.

Había colocado a Shakespeare, Thomas Mann y Sigrid Undset en un subapartado del montón al que llamó (con una fugaz sonrisa) «la casa de los gentiles justos». Pero a Sigmund Freud, un judío, lo había puesto en un grupo al que llamaba «la casa de los tontos listos». Un montón más pequeño lo había etiquetado como «la casa de los sitra ahra».

Pawel se arrodilló para inspeccionar los libros agrupados en esta última categoría. No habría sabido decir nada acerca de ellos. Eran en su mayor parte libros de espiritualidad y teorías de psicología.

—¿Por qué estás tan seguro de que estos proceden de la otra orilla?— preguntó Pawel.

—Hay dybbuks trabajando en estos escritos.

—¿Qué es un dybbuk?

—Un espíritu maligno.

—Deberías ir con cuidado a la hora de decir que un hombre está influido por un espíritu maligno solo porque no estás de acuerdo con él. A lo mejor en sus ideas se encuentran algunas verdades.

—Sí, es posible. Uno no obsequia a su enemigo con un regalo mortal envolviéndolo en una caja con un sello estampado que diga: mentiras, veneno, engaño. Le presenta el regalo mortal en un envoltorio atractivo, en el que ponga: amor, paz, unidad.

Pawel cogió uno de aquellos libros y lo hojeó. Atraído por un pasaje, se detuvo y leyó una página, y luego otra.

—Sus ojos leen inquietos, pan Tarnowski. ¿De qué se trata?

—Es un poema.

Pawel leyó en silencio el texto entero.

—¿Podría recitarlo? — le pidió el chico.

—No sé si te gustaría. Es como caminar por una ciénaga. Está lleno de símbolos confusos.

—¿En qué sentido?

—El autor dice que hay dos fuerzas primarias en la existencia y que las dos son demonios y — dioses a la vez, el Árbol de la Vida y Eros, ambos mezcla de bien y de mal. Al Árbol de la Vida lo llama El Que Crece, a Eros lo llama El Que Arde. Eros tiene la forma del fuego. Da luz consumiendo, destruyendo. El bien y el mal están unidos en su llama. El bien y el mal están unidos en el Árbol de la Vida por el proceso de crecimiento.

El rostro de David se torció en una mueca de desagrado.

—Solo hay un Árbol de la Vida —exclamó—, ¡la Torá! ¡En él no hay mal!

—Al parecer, el autor no está de acuerdo contigo. Parece que dice que no encontraremos la felicidad hasta que el árbol de la vida y el árbol del conocimiento del bien y del mal se integren en nosotros.

—¿Que el mal se integre en nosotros? ¡Eso es ridículo!

—Hay más. Es un himno a alguna clase de ser sobrenatural.

Cuando Pawel hubo concluido su lectura silenciosa, alzó la vista.

—Cree que el dios supremo contiene en el seno de su divinidad tanto a Jehová como a Satanás, a partes iguales... David se tapó los oídos.

—¡Basta! Eso es una abominación. ¡No puedo soportarlo!

—Sí, por descontado, tienes razón, es una idea horrible. Pero solo es un poema.

El muchacho dejó escapar el aire.

—Las palabras tienen mucho poder —dijo con vehemencia—. Tienen vida propia. Decantan para uno u otro lado el equilibrio del mundo.

Pawel reflexionó sobre ello, perdiéndose en un ensueño por momentos.

—Eres un joven nada corriente —dijo por fin.

David le miró perplejo. Frunciendo el ceño, hizo un gesto en dirección a la pila de libros y, hablando pausadamente, dijo:

—¿Dice eso solo porque soy capaz de detectar el tufo a veneno? Desde luego, no sé mucho acerca de los designios de los dybbuks, pero ese hombre pretender abolir las diferencias entre el bien y el mal. ¿Es que piensa que son reflejos exactos de un mismo poder divino último?

—Eso parece. — Pan Tarnowski, esta es una idea que tiene su origen en el otro lado. A ellos les gustaría que pensáramos así, para que les hiciéramos el trabajo más fácil.

—¿El trabajo?

—Acabarían destruyendo en nosotros lo que queda de nuestra semejanza con el Uno Santísimo, que perdimos con la caída de nuestros primeros padres. ¿Acaso desea este autor invertir la Caída del Hombre? No podrá. — Aquí David Schäfer señaló hacia el montón de la sitra ahra con rabínica autoridad—. ¡Esos libros nos llevarían a una segunda Caída del Hombre!

—Cuando oigo esas palabras que salen de tu boca es como si oyera el alma de un anciano hablando a través de los labios de un niño.

—Mi padre me decía eso mismo. Sí, con esas mismas palabras. Adoptó un aire pensativo antes de añadir con educación y firmeza: «No soy ningún niño.»

—¿Tu padre era profesor?

—Era sastre. Pero era sabio.

—¿Dónde está tu padre ahora... si lo sabes?

Los ojos que se volvieron hacia Pawel se clavaron en él con tal fijeza, expresando tal pesadumbre, que se quedó un momento desconcertado.

—Mi padre, estoy seguro, reposa en estos momentos en el seno de Abraham. Se lo llevaron a la Umschlagplatz, donde meten a la gente en los trenes, hace dos meses. Yo me escondí en las alcantarillas.

Pawel apartó las cortinas de la ventana. Las nubes nocturnas estaban iluminadas por la luna.

Entonces se dio cuenta de que el sonido de los disparos se había hecho tan habitual que ya no reparaba en él.

* * * *

Archivo, 5 de octubre de 1942

No comprendo por qué no interviene Dios, por qué no rasga de arriba abajo el velo del cosmos y le revela al pueblo judío su nuevo testamento, y a los gentiles la maldad de sus guerras y persecuciones. El dolor que siento por lo que respecta a esta cuestión no guarda relación alguna con mi preocupación por el fugitivo del ático. Debo concluir, por tanto, que ese dolor nace de una fuente más personal. ¿Es mi propio sentimiento de abandono lo que veo grabado en el drama que vive ese pueblo?

La mente me dice que Dios está presente, aun en medio de esta guerra... Sí, admito que creo en todo lo que se me enseñó acerca de Él. Pero el corazón tiembla ante el abismo insondable de su silencio, de su inacción frente a acontecimientos catastróficos.

Creo con la razón, pero no con las emociones. De modo que sigo siendo, como siempre, un hombre escindido. ¿Quién podría confiar en un hombre así? Yo mismo no confío en Haftmann, el GespaltenmenschÜbermensch, el Superhombre que lleva la escisión dentro de sí. Así que, ¿por qué iba a confiar en esta caja llena de contradicciones, en este archivo de historias banales a la que tengo la presunción de llamar mi ser auténtico?

David Schäfer... he ahí un alma unívoca, en la que no parece haber división interior alguna, ni escisión entre fe y personalidad, entre intelecto y sentimiento, ni con relación a ningún otro aspecto de su ser. Hay momentos en que puedo sentir casi su confianza en sí mismo, libre de dudas. Hay momentos en que le envidio. Los judíos son inflexibles por lo que hace a sus creencias. ¿Será esta la razón por la que se los rechaza de un modo tan generalizado? ¿Y por qué ese rechazo ha crecido con tal rapidez, hasta convertirse en un odio irracional? Irracional... un término por el que suele entenderse una aberración meramente psicológica, sociopolítica o cultural. ¿Es solo eso?

Si este muchacho que ha encontrado refugio conmigo es un fugitivo, es porque el enemigo quiere destruirle. No es posible que la voluntad de Dios fuera que viniera hasta mí. Es evidente que si los poderes de la maldad humana no hubieran desencadenado esta guerra desastrosa, él habría seguido su proceso de educación hasta convertirse en un maestro de sabiduría entre su pueblo, y nuestros caminos jamás se habrían cruzado. Pero su familia está muerta, y a él lo persiguen. ¿Habrá recurrido Dios a un plan alternativo? ¿Forma parte este retorcido corazón mío de un plan divino? ¿Cómo podría ser esto posible? ¡Seguro que mi condición es la de lamentable accidente!

Pawel dejó la pluma a un lado, dejó escapar un gran suspiro y enderezó la espalda con un sonoro crujir de vértebras. La taza de té que tenía al lado se le había enfriado. La apuró. Se frotó los ojos y apagó la luz. La fría lluvia de otoño batía los cristales de la vitrina delantera de la librería. Se pasó la noche entera dando vueltas en la cama, con la vela votiva roja encendida delante del crucifijo y de los iconos del hogar.

* * * *

A primera hora de la mañana del domingo se oyó un rasgueo frenético en la ventana de la carbonera, en la parte trasera del edificio. Pawel bajó la escalera dando tumbos a ciegas para abrir la puerta de atrás. Bronek irrumpió de sopetón, y se quedó jadeando unos segundos. Fornido y más bien bajo, con el pelo rubio platino de su niñez ahora castaño y greñudo, conservaba audazmente la vena campesina del linaje de los Tarnowski.

—Pawel... a la gente que se llevan a los reasentamientos... los matan...

—Quizá es que han muerto algunos... —balbució Pawel.

—¡No! ¡Los matan a todos!

—No puede ser verdad.

—¡Es verdad! ¡Lo es! Hay varios campos de exterminio. La resistencia se ha enterado de que Majdanek y Treblinka no son los peores, aunque son terribles. Hay un campo de trabajo al sur de Cracovia, cerca de Ovicim, que ellos llaman Auschwitz, en el que han matado a cientos de miles de personas. Y va a más.

—¿Cientos de miles? Eso es imposible.

—Es posible. Algunos han conseguido escapar, no muchos, podrían contarse con los dedos de la mano... Todos cuentan la misma historia.

—Deben de ser rumores, y se limitan a repetirlos. Cosas así se oyen desde el verano pasado.

Los dos hermanos se miraban fijamente, Pawel a la defensiva, Bronek respirando con dificultad, con los labios apretados con gesto de impotencia.

—¡Maldita sea, Pawel! — le espetó Bronek—. ¡Por qué siempre tienes que ocultarte las cosas como son!

—¿Qué quieres decir... con eso de ocultarme?

Bronek levantó la mirada hacia el cielo y las manos, dándolo por imposible.

—¿Qué has querido decir? — insistió Pawel.

—¿Que qué he querido decir? ¿Que qué he querido decir? Está bien, ¡te diré lo que he querido decir! Me sacas de quicio. Y también Jan está harto de tus agravios, que no se acaban nunca. ¡Pobre Pawel, siempre tan triste! Tan sombrío, tan melancólico. ¡Ay Dios, cuánto ha sufrido, nuestro pobre Pawel!

¿Por qué no te sacudes ese muerto de encima? Ya estamos cansados de ofrecerte el hombro. Ya no eres un chiquillo.

—¿Por qué te has sentido siempre tan desgraciado? Yo sé por qué. Mamá te consintió demasiado. Papá, otro tanto. El abuelo y la abuela, más de lo mismo. Siempre fuiste el niño mimado. Demasiada gente pendiente de ti, de cualquier monería que hiciera el adorable Pawel. Bueno, pues ya estamos hartos. ¡Crece ya de una vez! El mundo es duro, ahí fuera. La gente se está muriendo. Ya no puedes volver a la guardería.

La perplejidad dio paso a la ira.

—No sabes de lo que hablas.

—Sé muy bien de lo que hablo. Cuando papá se marchó, tú te volviste imbécil. Cuando regresaste de París, volviste hecho un imbécil aún mayor. ¿Cuándo vas a...? — Bronek calló de pronto. Mientras se frotaba el rostro, Pawel vio que a su hermano le temblaban las manos, unas manos sucias, con las uñas partidas. Tenía los ojos hundidos por el cansancio y el hambre.

—Lo siento —murmuró Bronek—. No era mi intención decir eso.

Aunque Pawel sentía que le invadía un gran resentimiento, se deshizo de él por pura fuerza de voluntad.

—Tendrás hambre, Bron —dijo con voz inexpresiva. Su hermano asintió con la cabeza.

—Vamos arriba, prepararé un poco de té. Masha lo consiguió.

Sentados ante dos tazas de té negro hirviendo, endulzado con azúcar, Bronek se agitaba con inquietud, mientras Pawel permanecía en silencio, tratando de no mostrarse ofendido. El sol de finales de otoño inundaba la estancia a través de la ventana que daba a la plaza. El tilo susurraba al otro lado del cristal, pidiendo asilo. Pawel abrió la ventana y dejó que entrara el aire fresco.

—Necesito tu ayuda —dijo Bronek en tono de súplica, avergonzado por el hecho de tener que pedirle algo a su hermano inmediatamente después de haberle insultado.

—No tengo dinero —repuso Pawel—, y si lo tuviera no te lo daría para que te lo gastaras en armas. Los alemanes manejan una enorme maquinaria de guerra. Sería como dejarte matar por nada. Como una abeja intentando clavarle el aguijón a la oruga de un Panzer. ¿Por qué iba a proporcionarle a mi hermano el arma con que matarse?

—Alguien tiene que enseñarles que deben pagar un precio por haber violado las fronteras de otra nación. Pero no he venido por dinero para armas. Mira esto. Le entregó una hoja de papel en la que había impreso lo siguiente:

¡A TODOS LOS POLACOS LEALES! En el gueto de Varsovia, tras las paredes que las aíslan del mundo, hay varios centenares de miles de personas condenadas que esperan su ejecución. Sus verdugos recorren las calles disparando a todo aquel que se atreve a salir de casa por la noche o que se les antoja sospechoso a la luz del día. Cientos de niños, cuyos padres han muerto o a los que se han llevado en los transportes de deportación, se han convertido en mendigos. Muchos cuerpos menudos yacen en las calles con una bala alemana en la cabeza. Mujeres y niñas son violadas por bandas enteras de soldados. Hay cadáveres de personas muertas por la fiebre sin enterrar por todas partes. El número oficial prescrito de deportados es entre cinco y diez mil por día. La policía judía está obligada a entregar esta cifra de personas a los verdugos. Si no lo hacen, son ellos los ejecutados. La locura y el odio rigen todas las acciones. El modo en que se carga a las personas en los trenes es tan brutal, que muchas de ellas no llegan a su destino con vida. Los niños van amontonados en furgones con las puertas selladas. La gente va tan apretada dentro, que los muertos no llegan a caer al suelo. No hay comida ni agua.

Los trenes llevan a las personas a los lugares de ejecución, construidos en muchos puntos de nuestra patria. Lo que sucede en el gueto de Varsovia es lo mismo que tiene lugar en otras muchas ciudades, grandes y pequeñas, de toda Polonia. El número total de judíos asesinados supera ya el millón. Ricos y pobres, ancianos y jóvenes, todos han sido condenados a muerte por el Generalgouverneur Frank, obedeciendo órdenes de Hitler.

¡A todos los buenos cristianos! ¡No podemos hacer como Pilatos! No debemos lavarnos las manos ante nuestros hermanos judíos. Si no podemos actuar activamente contra los criminales alemanes, sí que podemos salvar a muchas personas de sus manos. ¡Dadles protección! Es una protesta que nos exige Dios, que prohibió el asesinato de inocentes. Nos lo exige también nuestra conciencia cristiana. La sangre de las víctimas clama al cielo para que se les haga justicia. Quienes no den su apoyo a esta protesta no pueden llamarse católicos.

FRENTE PARA LA RESTITUCIÓN DE POLONIA

—¿Es esto verdad? — Ya te lo he dicho... ¡es verdad! — ¿Cómo puedes saberlo? — Lo sé. Créeme, lo sé. — Me parece demasiado fantasioso, no puede ser verdad. ¿Y qué quieres que haga con esto? Si lo cuelgo en la librería, soy hombre muerto. — No te pido que hagas una cosa tan estúpida. Lo que me interesa es tu prensa, tenemos que hacer copias. Pawel sacudió la cabeza. — No. — Cada hora que pasa se derrama más sangre inocente, ¿y tú dices que no? — No podríamos evitar que nos cogieran. La prensa es muy ruidosa. Además, lleva tres años en el sótano. Tiene piezas oxidadas. No sé si la tinta aún servirá. ¿Y de dónde sacaría el papel? — ¿No tienes papel? — dijo Bronek consternado.

—Bueno, tengo un paquete de papel de escribir a máquina escondido, pero quería reservármelo.

—¡Maldita sea! — exclamó Bronek, dando un golpe sobre la mesa—. ¿Para qué estás reservándotelo?

—Había pensado escribir algunas cosas —murmuró Pawel. Su hermano se quedó mirándolo, sin poder decir nada. Pawel se ablandó.

—Me quedaré un centenar de hojas, y tú puedes quedarte con el resto.

Bronek le agarró del brazo.

—Dios te bendiga —dijo en un susurro.

—En cuanto a la prensa offset, está desajustada.

Y entonces, impulsado más por vergüenza que por patriotismo, dijo: «Tengo una cosa que puede que te sea útil. Ven.»

En un rincón del sótano, debajo de una lona carcomida, encontraron una antigua prensa mecánica manual. El carro negro esmaltado estaba en buen estado, pero los rodillos empezaban a oxidarse. Pawel la limpió con un trapo. Accionó la rueda, el engranaje se puso en funcionamiento, y los rodillos se activaron casi sin hacer ruido.

—Es lenta, pero segura —dijo, como si no creyera en sus propias palabras.

—Es perfecta.

De una caja de madera envuelta en un hule Pawel sacó un paquete de papel, que dejó en un banco de trabajo junto a la prensa. Contó cien hojas, que separó.

—Estas me las quedo, el resto son tuyas. Tengo la esperanza de que lo que yo escriba en mi parte del papel ayude a tantas personas como lo que escribas tú en la tuya.

—¿Qué piensas escribir, para que ayude a la gente?

—No lo sé.

—Eres todo un enigma, hermanito —dijo Bronek, sacudiendo la cabeza.

—Bueno, vamos a colocar los tipos. Es domingo, no nos molestará nadie.

Mientras trabajaban codo con codo, Pawel se preguntaba si informar a Bronek o no acerca del fugitivo del ático... Por una parte deseaba demostrar que no era menos que los más valientes, y que también él era capaz de proporcionar refugio. Pero decidió no decir nada. La personalidad de Bronek y la opción que había tomado por la clandestinidad le abocaban casi con toda seguridad a un final fatal. Si le capturaban, lo mejor sería que supiera lo menos posible. Por otro lado, si lo cogían y confesaba haber impreso las copias en Casa Sofía, el final sería el mismo. Con todo, no mencionó a David Schäfer.

Una vez los tipos correctamente dispuestos, Pawel instaló la bandeja en la prensa y dejó a Bronek imprimiendo. Al volver horas más tarde al sótano, encontró a su hermano exhausto.

—¡He impreso un millar de copias! — masculló Bronek—. De ocho mil novecientas. Pensar que con esa prensa grande de ahí estaría todo el trabajo hecho en dos horas...

—Sí, y nosotros estaríamos en el cuartel general de la Gestapo antes de acabar el día.

* * * *

Bronek trabajaba día y noche. De vez en cuando contaba con la ayuda de ciertas figuras anónimas que se colaban deslizándose por el tobogán de la carbonera, y que se marchaban por esta misma abertura. Pawel previno a David de que había gente en la casa, entrando y saliendo a todas horas. Debía extremar por tanto las precauciones para no dejarse ver y evitar hacer el menor ruido.

—¿Son personas peligrosas, pan Tarnowski?

—No son alemanes, ni colaboracionistas. Trabajan para la resistencia. Pero en estos momentos hay que contar con que nadie es de fiar, y cuando digo nadie quiero decir nadie.

El rostro del muchacho permanecía concentrado, como si sopesara el valor de aquella observación.

—¿Nadie? — Nadie. — Pienso que eso es una afirmación general que no deja espacio para las distinciones. — ¿Qué? — medio rió Pawel. — Usted, pan Tarnowski, es una persona en quien se puede confiar. — Pawel se encogió de hombros. — No estés tan seguro. — Estoy seguro —dijo el chico con voz grave, con una expresión a la vez profunda e inescrutable.

* * * *

9 de octubre de 1942

Kahlia:

¿Por qué me resulta tan difícil escribirte esta noche? El sonido de los disparos ha ido disminuyendo hasta hacerse el silencio. Solo se oye el tictac del reloj de pared junto al busto de Paderewski. Mi escritorio se ha convertido en un paisaje completo por sí mismo. En cada uno de sus niveles hay secretos ocultos. En el sótano hay héroes afanosos, que planean furtivamente una revolución de ratones. Allá arriba, en el ático, hay una presencia extraordinaria, un ascua ardiente colocada en un lecho de libros mohosos. No entiendo por qué esta casa no arde en llamas. Que un ser humano tan joven, tan vital, busque la sabiduría es para mí un gran enigma.

David Schäfer me ha dicho una cosa esta mañana. «Entre nosotros hay un dicho: el

hombre que no tiene nada es el hombre que lo tiene todo.» ¡Vaya una frase difícil! ¿Quién es este sabio? ¿Y por qué ha venido a parar a mis manos? A mí, de entre todas las

personas posibles... ¡un hombre aquejado de introversión y de un temperamento hipersensible!

Le tengo miedo. Aunque su presencia, de una forma misteriosa y sin precedentes, ha traído un poco de felicidad a la celda de mi prisión. ¡Qué absurdo! Cuando se vaya, la oscuridad será aún mayor que antes. Quizá es por eso por lo que me inspira temor. Pero también he acabado sintiendo afecto hacia él. Un caso clásico de transferencia, por supuesto. El paria despreciado, el solitario que sufre, el desposeído... Le miro y veo (¡oh, la más extraña de las imágenes ilusorias!) mi propio rostro.

No me atrevo a utilizar la palabra amor. Es un término que disimula nuestra búsqueda egoísta de alivio de la soledad. Pero ¿por qué siento los mismos sentimientos que sentí una vez, y que todavía siento, por ti, Kahlia? Es una pasión muda. No se trata de un impulso de naturaleza carnal, como los deseos furtivos de mi famoso escritor. ¡Oh, que no sea eso!

¡No debo sentir nada! ¡No puedo! Hace demasiados años que renuncié a mi corazón. ¡Soy una piedra!

El lenguaje es un don, dice. Y también una desgracia, respondo yo en silencio. Tan candoroso rostro no podría soportar la expresión de esta verdad. Un puente es una promesa de comunicación, pero puede ser demolido tan fácilmente, acrecentando la crudeza del aislamiento...

Él intenta de forma reiterada tender un puente sobre el vacío enseñándome palabras en yiddish o en hebreo. De esta misma noche: «Mi talit y mi yarmulke son todo lo que me queda». Y me explica que el primero es su chal para las plegarias, y el segundo el solideo.

Yo le respondo: «No tienes nada. Así pues, lo tienes todo».

Su rostro se ensombrece, y permanece en silencio. Entonces veo con desnudez el perenne problema del hombre. Aun en una persona tan dotada como es este joven prodigio, las convicciones de un gran intelecto no consiguen necesariamente transformar el corazón.

* * * *

Bronek terminó el trabajo al amanecer del miércoles.

—Pawel, tienes que ir a ver a Jan —dijo cuando se marchaba—. Anoche alguien me dijo que habían arrestado a Sara y a Itsak.

Y se fue cargado con un paquete de carteles ilegales.

Después de cerrar la librería temprano, Pawel se encaminó a la calle Swietokrzyska. La tienda de Jan estaba cerrada, y las cortinas de las ventanas del piso superior echadas. En el apartamento no había nadie. Al bajar la calle, a media manzana, una anciana que vendía cazuelas de metal abolladas sentada en una caja de madera le informó:

—Pan Tarnowski se ha ido a la entrada principal del gueto a buscar a su mujer y a su hijo.

Encontró a su hermano plantado a cinco metros de la alambrada, estirando el cuello y mirando de un lado para otro. En el poste junto a la entrada había un cartel que decía:

ZONA DE RESIDENCIA JUDÍOS

ENTRADA PROHIBIDA

Un barrendero acababa de echar un cubo de agua sobre un charco de sangre, y se disponía a barrerlo hacia la alcantarilla con una escoba.

—Jan, ya me he enterado. ¿Puedo hacer algo?

—La policía no puede hacer nada, yo no puedo hacer nada, nadie puede hacer nada. Esperad aquí. Puede que los hayan metido en el gueto y que sus ángeles velen por ellos más allá de esa entrada. He mandado muchos mensajes a través de desconocidos, y paquetes con comida y dinero. Rezo por que les lleguen. Si es que están ahí...

Permanecieron juntos vigilando. Jan no lo miró.

—¿Vendes libros a los alemanes? — dijo con tono grave.

—Sí.

—Por Dios, ¿qué clase de hombre eres tú?

—La clase de hombre que cree que la verdad es capaz de transformar hasta los corazones más endurecidos.

A pesar de haberlas pronunciado él mismo, sabía que aquellas palabras salieron de su boca flojas y ahogadas, y que sonaban apenas como la justificación de un hombre débil. Jan se limitó a dedicarle una mirada de desprecio, y volvió los ojos de nuevo hacia la entrada. El silencio se hizo insoportable, hasta que Pawel se marchó a toda prisa, haciendo esfuerzos por no correr.

* * * *

David Schäfer estaba absorto en plena tarea de catalogación cuando Pawel le subió la comida aquella noche. Dejó la bandeja junto al chico y volvió a bajar a la librería sin decir palabra. Intentó encolar el lomo gastado de un diccionario encuadernado en piel, pero hizo un desastre y acabó por dejarlo para mejor ocasión. Palabras. Montañas de palabras, ninguna de las cuales era capaz de mantener a raya a los voraces perros de la guerra. Incapaz de trabajar, se quedó mirando el laberinto de anaqueles con libros en la penumbra. El rechazo de Jan se le había alojado en el corazón como una lanza.

Permaneció así, sentado, inmóvil, durante casi una hora, con la cabeza apoyada en las manos. Intentaba volverse de piedra, pero no podía. El inmenso peso de la soledad lo aplastaba y le comprimía los pensamientos, los sentimientos, la carne misma, hasta convertirlo todo en un desecho de pura angustia.

¿Qué clase de hombre eres tú? ¿Qué clase de hombre eres tú? El tono de desdén se hacía cada vez más insoportable a cada repetición de aquella pregunta imposible de contestar.

«¿Qué clase de hombre soy? Te lo voy a decir, Jan, escucha. Soy un cobarde. Soy un fracasado en la vida. No valgo nada como ser humano, ya no digamos como hombre. No soy nada. Soy menos que nada, puesto que la condición de la nada es simple y limpia.»

Soledad, soledad, la soledad sin fin. Las palabras de crítica siempre habían conseguido desmoronarle, porque nunca había habido una réplica que le dijera lo que era, que pronunciara su verdadero nombre o que sonriera ante su rostro oculto. No había en su interior fundamentos sólidos, sobre los que pudiera haber construido un edificio asertivo en el amor compartido. Sin esposa, sin amada, sin amigos, tan solo con una familia que nunca lo había comprendido.

¿Qué era él? Todos los mensajes que había recibido sobre sí mismo eran contradictorios. Giraban en cadencia cíclicamente, negándose el uno al otro sin fin. ¿Qué clase de hombre era? ¿Un extraterrestre, un loco, un héroe, un mutante, un peregrino, un niño tullido, un aspirante a santo, un pecador depravado? Por encima de todo, era un enano que excavaba en las oscuras galerías de las minas literarias, en busca de filones brillantes. Era un conservador de sueños. Sí, el último archivero de historias fútiles.

No habría alegría para él, ni vínculos indestructibles, ni el amor más puro, ni el abrazo más dulce. Ni poemas, ni los nombres que nacen del cariño. Ni sentido.

Ahora todas las certidumbres se venían abajo. Primero habían sido las insinuaciones de las ratas, que le habían roído hasta el núcleo de la razón. Las ratas se habían transformado en osos rugientes con las fauces abiertas y los ojos rojos clavándosele desde el peso de la noche. Luego habían surgido monstruos envalentonados que se enseñoreaban de su mente. Le hacían muecas de desprecio. Le decían cosas oscuras y desesperanzadas, mentiras, mentiras, oh sí, él ya sabía que eran mentiras, pero las mentiras eran la sombra que proyecta la verdad, ¿o no?

No existe el amor para ti, le decían. Eres una aberración destinada a la destrucción.

Sabía que aquellos pensamientos eran imaginaciones distorsionadas causadas por el hambre y la angustia psíquica, por el exceso de soledad y por el miedo permanente. Pero eso no los silenciaba.

Su exterior biológico era perfecto, pero su mente estaba deformada. ¿Cómo podría repararse alguna vez esta lesión fundamental? Ese vacío de la falta de amor en el centro exacto de su corazón, ¿podría aliviarse alguna vez mediante una mirada, una caricia, un abrazo? ¿Quién estaría deseoso de abrazarle? Oh, había muchos, muchos que le habían deseado, que habían deseado sobre todo convertirlo en su objet d’art maleable. Pero ninguno de ellos lo había conocido, y ninguno de ellos, si es que de verdad llegaba a conocerlo, querría abrazarle. ¿Quién podía derretir la piedra?

—Es muy difícil —dijo en voz alta—. A un hombre le resulta muy difícil creer que Dios le ama si no ha conocido antes el amor por otro ser humano.

¿Por qué decía esto? ¿Y a quién?

A su mente acudió por un instante la imagen del fugitivo, allá arriba, en el ático. Un rostro que irradiaba consuelo... Aquella calidez, aquella franqueza, aquella belleza. ¿Belleza? ¡Pero qué estaba diciendo! Alejó aquel pensamiento de sí. No había consuelo posible para un hombre como él. No... su ración diaria consistiría siempre en bandejas de frío plomo.

Veía en esos momentos todas sus debilidades con una cruda claridad. Contó uno por uno sus fracasos: el desencanto de su padre, el triste paso por la universidad, el monasterio que no lo aceptó. Los ojos de Picasso como ágatas negras analizándolo y considerándolo carente de valor. Las legiones de propietarios de galerías de arte que le mintieron y los que le dijeron la verdad, de las dos maneras dolía. Y luego el hombre santo ruso, el starets que no lo tomó por discípulo. Los ojos del maestro pintor francés, los ojos de los estudiantes. El escritor que solo buscaba una aventura, que no se habría detenido a mirarlo dos veces de no haberlo encontrado atractivo. Y por último Kahlia, que lo había mirado una vez, brevemente, para dejarlo sin volver la vista atrás.

Por un momento, su conciencia de la propia identidad se vio sacudida por completo y él se sintió incorpóreo, como si fuera una conciencia separada, a la deriva en un universo carente de orientación, sin fuerza gravitacional de ninguna clase. Agachándose hasta llegar con la cara a las rodillas, se puso a hablar en susurros, a alguien, a quien fuera, sin saber a quién. ¿Le hablaba quizás al padre Andréi? No, incluso él se había marchado.

El dolor se abrió como un absceso y comenzó a supurar:

—¿Por qué nunca he sabido para qué estoy hecho? — exclamó.

Se levantó de un salto y se puso a deambular por delante de los anaqueles, por los pasillos a un lado y a otro de las estanterías centrales.

—¡Ah, mi padre! ¡Mi padre! ¡Me diste la vida pero no me dijiste cómo vivir!

El silencio no contenía respuestas.

—¿Por qué siempre he estado tan solo?

Sollozaba sin hacer ruido.

—Oh Dios, tú me diste ansia de amar. Y luego me dices que no puedo tener amor.

Respiraba con vehemente agitación:

—¡No te oigo! ¿Por qué no me hablas?

Disparos.

—¿Por qué hay solo dos opciones: o esta soledad interminable o la degradación? Quiero morir. Quiero vivir. Quiero estar solo. Quiero amar.

¿Amar? ¿Amar a quién?

¿Se refería a una mujer real, a un hombre real? Pero ¿qué era lo real y lo irreal? ¿Los símbolos mezclados en su interior, que lo condenaban al eterno aislamiento bajo una capa de oscuridad? ¿La marca de una garra de oso en la carne?

—Cerezas podridas —balbució.

El oso loco de lujuria separando las extremidades entrelazadas del niño bajo las ciegas estrellas, abriendo las fauces sobre su pecho, devorándolo hasta lo más íntimo, tocando con las zarpas, en su interior, sus cuerdas más recónditas, el niño con la boca tapada, sus pulmones alzándose en busca de aire.

—Amor... —jadeó al fin, con la mirada fija en las paredes como si acabaran de liberarlo de la prisión, solo para encontrarse en una celda más grande.

Trató de apartar al oso, pero estaba encerrado en su interior. Se debatía, se peleaba con él, una pesadilla, una vieja pesadilla, él ya lo sabía, mientras cada pelo del pecho cubierto de sudor del oso, su peso aplastante, su frenético jadeo, aunaban el dolor con un placer indeseado, y los gritos infantiles eran ahogados más y más profundamente en el fondo de las aguas del silencio.

Apoyado contra un anaquel, con los ojos parpadeantes, Pawel trataba de recobrar el aliento y de reprimir el grito que le nacía en la garganta.

Entonces, y puesto que solo un sueño más potente era capaz de disipar al oso, el rostro de David Schäfer surgió de nuevo en su mente. Los ojos del muchacho, muy abiertos, eran oscuros, poderosos, su presencia era la pupila dilatada del universo, y alargaba el brazo hacia Pawel con la mano abierta, susurrando: Tú eres un árbol de vida para mí.

—¡Un árbol de vida! — exclamó Pawel—. ¿Yo? Sería más prudente por tu parte mantenerte alejado de mí, porque no siempre he sido una persona tan amable, y podría volver a las andadas.

Pero eso era un horror demasiado profundo, eso era convertirse en oso él también.

—¡Mentira! ¡Mentira! — jadeaba.

Pero a una mentira tan poderosa solo podían hacer frente dos manos cálidas que cogían la suya, con la más profunda gratitud en los ojos, con el amor que brillaba en ellos...

Todo ruido y movimiento cesó al instante.

¿Amor? ¿Había existido un indicio de amor en los ojos del chico?

Pawel se sentó en el suelo con la cabeza colgando.

¿Amor hacia él? ¿Amor procedente de un alma totalmente extraña, que no lo conocía, que no podía conocerlo?

Invadido por una ansiedad creciente, y furioso por la imposibilidad de tal consuelo, se puso a hablar en voz baja a las paredes de su celda.

—Oh, Dios, ¿cómo podría amar con la pureza que exiges cuando este peso que llevo dentro de mí me arrastra hacia el desastre? Me siento atraído por él, te lo confieso, y no puedo romper el dominio que tiene sobre mí.

Chirrido de neumáticos. Voces.

—¿Qué puedo hacer? Apartarlo de mí por la fuerza, sacarlo de mi casa, eso sería lo mismo que matarlo. Acabarían con él de inmediato.

Nuevos disparos.

—¿Por qué me has hecho esto?

Se puso de pie de un salto y comenzó a pasearse de nuevo. Frotándose la cara, levantando las manos y dejándolas caer, recorriendo la librería de arriba abajo, cada vez más deprisa, oía sombras que susurraban acusaciones contra él, fuerzas que aplastaban el fino caparazón de su mente.

Se golpeó el pecho con el puño. Le dolió. Volvió a golpeárselo, con más fuerza.

—¡Odio mi corazón! ¡Lo odio! — gritó.

El viento batía la ventana.

—¡Mátamelo! ¡Arráncamelo de dentro!

Pero su corazón no se movió de su lugar, injuriado por su propia mano.

Bocinazos. El apagado fragor de una explosión al otro lado de la ciudad. Hombres dando voces por la calle. Infames maldiciones en alemán. Culatas de fusil aporreando una puerta. El gemido de una mujer. El chillido de un niño.

Él era incapaz de detener aquello, estaba indefenso, solo, sin armas de ninguna clase.

Contempló el laberinto de libros con una mueca de desagrado. ¡Literatura! Literatura... ¡Las olimpiadas de los gnomos de jardín! ¡Una cháchara de enajenados! Dio un paso al frente y de un manotazo tiró al suelo toda una fila de libros. Repitió el gesto con otra estantería, y luego con otra más. Totalmente desbocado, se puso a arrojar libros por toda la tienda a diestro y siniestro, derribando anaqueles, pateando los montones de palabras de un lado para otro. Millones y millones de palabras inútiles, palabras que se amontonaban para formar cadenas enteras de engaños ilusorios, palabras que lo prometían todo y que no daban nada.

Jadeando ruidosamente, cerrando y abriendo los puños, se quedó contemplando el desastre, riendo entre sollozos y mascullando imprecaciones. Luego se arrastró al piso de arriba, hasta el dormitorio. Miró una vez hacia el rincón donde estaba el icono, para apartar la vista enseguida.

Se tumbó en la cama, se tapó con una manta y se hizo un ovillo. Por primera vez desde los años en que perdiera la fe, no rezó. Permaneció horas estirado, con la mirada fija en el pozo negro de la existencia, escuchando los sonidos de la ciudad vulnerada, atento a cada grito sin respuesta, a cada silbido de bala, convencido de que cada uno de ellos señalaba la muerte de un alma. El oso se daba el gran banquete, con la sangre goteándole de las fauces abiertas. Con todo, Pawel siguió aferrándose al último resto de voluntad y luchó. Si quería devorarlo, tendría al menos que pagar un alto precio. Entre tanto, cerraría los ojos, aunque solo fuera un momento.