17
Durante cuatro días las fuerzas de la naturaleza conspiraron con las de la guerra para oprimir a la población de Varsovia. El termómetro cayó hasta alcanzar un nuevo mínimo, en un momento en que la primavera parecía haber llegado ya a las puertas de la ciudad. Era el último coletazo del invierno, pero se había instalado un clima en verdad polar. Siguiendo sus propios dictados, inescrutables, Baba Yaga apareció cada uno de aquellos días, en una ocasión con un mensaje de Bronek, en otra con retazos de información acerca de los menguados recursos de la ciudad (entre muecas de satisfacción, feliz siempre de ser la portadora de malas noticias), y en otra con algunos libros para someterlos a la valoración de Pawel. No quiso revelar el origen de los ejemplares y pareció contentarse con lo que él tuviera a bien darle por ellos. Aunque él apenas contaba con unos escasos groszy, a ella no se le antojó necesario volver algún día en que hubiera algo más de dinero en metálico con que pagarle, a pesar de que Pawel se lo sugirió. La oportunidad de sentarse en la silla de la librería, beber un poco de té, comer un mendrugo de pan y poder lanzar sus crípticas observaciones era suficiente recompensa para ella. Él sabía sin sombra de dudas que la mujer no era más que «una pequeña patriota», como la llamaba Bronek, y sin embargo no podía evitar preguntarse si había en ella una vena de verdadera locura. Por mucho que lo intentara, no era capaz de abrir el cerrojo de su mente para fisgonear en sus pensamientos secretos. Aunque su aspecto era el de una persona zafia e ignorante, en sus ojos se veía la luz de una inteligencia penetrante. Tal vez no fuera otra cosa que astucia. Era imposible saber si lo suyo era doble personalidad, o si se trataba de una actriz de talento incomparable. Llegó finalmente a la conclusión de que era una mezcla de ambas cosas.
La tarde del cuarto día entró en la librería con escarcha en el labio superior y dos manchas blancas, efecto de la congelación, en sus azuladas mejillas. Cuando Pawel se lo hizo notar, ella se puso a dar brincos por la tienda, llevándose las manos a la cara entre gritos de desesperación. Él le preparó un vaso de té, pero lo dejó en el suelo, donde se enfrió durante veinte minutos, mientras ella no dejaba de pisotear y gruñir. Se le saltaban las lágrimas de dolor.
—¿Le duele mucho, pani? — se interesó Pawel.
—Escuece como mil demonios. Pero así es la vida, ¿no? Si no quieres que te duela nada, ¡pues entonces mejor congélate! Así no sentirás nada de nada. Pero si quieres estar vivo, que duela.
Viendo que no podía hacer nada, se quedó unos minutos observándola, mientras ella se debatía con sus propias carnes.
—Así, así está mejor. Ahora ya noto que entra en calor. Gracias, buen chico.
Al inclinarse para recoger del suelo el vaso que le había traído él, rezongó:
—¡Puaj, este té está frío!
Pawel subió al piso de arriba para preparar más té, y cuando regresó se la encontró hundida en la butaca de su escritorio, dormida.
Él se sentó un rato a la mesa donde restauraba los libros, contemplando el sibilante amasijo de harapos.
Pobre alma, pensó, ¿hay alguien a quien pertenezcas? ¿Fuiste alguna vez una niña pequeña, con un vestido de encaje, en procesión? ¿Fuiste alguna vez la criatura más encantadora del mundo? Debías de ser la niña de los ojos de tu padre. ¿Te sostenía en sus brazos y te acunaba por las noches, para dormirte, cantándote una nana? ¿Se quedaba embobado por lo pequeñita que eras? ¿Se preguntaba si albergabas en tu seno la matriz de muchas generaciones futuras? ¿Señora...? ¿Cómo te llamas?
Al cabo de una hora la mujer se estremeció, miró el reloj, lanzó a Pawel una mirada feroz y dijo con voz amenazante:
—¿Por qué no me ha despertado?
—Parecía tan cansada...
—¿Y cuándo no he estado yo cansada? Para estar cansado hay que estar vivo. Ahora llegaré tarde a mi cita.
—¿De qué cita se trata?
—Eso no tiene por qué saberlo.
—Lo siento, ha sido una impertinencia por mi parte.
—¿Acaso se cree que porque es amable puede tomarse según qué libertades? ¿Piensa que eso le da superioridad sobre mí... que no soy más que una vieja estúpida y harapienta que apesta?
—Nada de eso, pani.
—Y deje de llamarme pani. Soy una panna, una panienka, ¡una dulce señorita, y no señora!
Bueno, así que era eso, la niña de los ojos había perdido su brillo hacía mucho tiempo.
—Panna, entonces. Ya que ha perdido su cita, ¿puedo ofrecerle otro vaso de té?
—¡Olvídese del té!
Pawel se preguntó si la mujer pensaba quedarse todo el día allí sentada en su escritorio, su escritorio al fin y al cabo, castigándole por no comportarse de un modo tan infame como los alemanes.
—Es usted la maleducada —dijo.
Ella lo fulminó con una mirada torva, para sonreír acto seguido, como una alimaña malhumorada atrapada en una trampa de buen humor.
—Buen chico. Un buen chico es lo que es usted.
—Deje de llamarme Buen Chico. Soy pan Tarnowski.
Ella se rió.
—Buen Chico, me gusta mucho usted.
—¿Por qué me habla en ese tono, si tanto le gusto?
—No me gusta la lástima.
—Pues es obvio que se sirve de ella.
—Cierto, cuando controlo al que me tiene lástima, y si es necesario.
—¡No es usted lo que aparenta, panienka!
—Usted tampoco, kruliczyk.
¡Conejito! Estuvo a punto de replicarle, pero desistió.
—¿Sabe? Si no fuera usted un conejito tan lindo, habría tomado en serio pedirle que se uniera a nosotros.
—¿Unirme a ustedes?
—Bronek ha vuelto.
—¿Ha vuelto adónde?
La mujer dejó escapar un suspiro.
—¿Puedo confiar en usted, kruliczyk?
—No tema, panienka.
—El futuro está gestándose en estos precisos momentos.
—Una filosofía de la historia a la que no tengo nada que objetar.
—No me sea listo. Escúcheme. Es el yunque contra el martillo. Los alemanes no pueden ganar esta guerra. Seguirán haciendo mucho daño, será terrible. Puede que maten a millones de personas más. Puede incluso que destruyan Varsovia por completo. Himmler estuvo aquí en enero. Le vi subirse a un coche delante del palacio Brühl. Están tramando algo muy gordo, se lo digo yo. La resistencia también lo sabe.
—¿Lo saben ustedes o lo sospechan?
—Yo no he dicho «nosotros».
—No le entiendo.
—Yo no soy de la resistencia, al menos no tal y como la entiende usted.
—Me está confundiendo. Bronek está...
—Ah, sí, nuestro querido Bronek. Estaba en la resistencia regular, pero ha vuelto con nosotros.
Se preguntó si la locura de la panienka no estaría reafirmándose. Vio como en una imagen fugaz lo que era la vida de aquella mujer, aquella anciana indigente que vagabundeaba por la ciudad entreteniendo a los tenderos con su mística, sus historias y sus intrigas. Tal vez fuera un modo práctico de no pasar frío y conseguir alimento.
—Acompáñeme arriba —le dijo Pawel—. Déjeme que le prepare algo de comer.
Ella no tuvo nada que objetar a eso. Pawel subía la escalera delante, lentamente y haciendo todo el ruido posible para dar tiempo a David a esconderse.
Una vez acomodada en una de las sillas de la cocina, su sermoneo prosiguió entre bocado y bocado de col hervida.
—Destruirán el gueto, eso por descontado —declaró con un amplio gesto con el brazo.
—¿Por qué?
—Los judíos están respondiendo. Los alemanes entrarán en el gueto, casa por casa, hasta tenerlos a todos... a los que queden. Y luego, ¡bum! ¡Abajo con todo!
—¿Por qué iban a tomarse tantas molestias por un puñado de fugitivos? No son más que unos pocos kilómetros cuadrados de viviendas.
—A mí no me lo pregunte, yo no soy alemana. Ellos odian a los judíos, y el odio también tiene sus preferencias. Después venimos nosotros. Somos los siguientes.
—No, no puede ser, es demasiado fantasioso.
—Hace diez años, la gente pensaba que no era posible una guerra como esta. Y aquí estamos, en plena guerra. Y está resultando ser cada vez peor de lo que habíamos imaginado.
—Sí, eso es verdad.
—Pawel Tarnowski, cuando el gran ogro alemán se vuelva a su casa, ¿qué cree que quedará?
—Será el momento de reconstruir Polonia.
—¿Con un ejército soviético dentro de nuestras fronteras?
—Ya los hemos expulsado otras veces.
—Esta vez no podremos. Primero dejarán que los alemanes nos destrocen, y una vez hecho esto, vendrán a hacer la limpieza. Polonia será comunista.
—Eso no podrá suceder jamás.
—¿Usted ha visto Treblinka? ¿Ha visto Majdanek, Chelmno, Belzec, Ovicim? Escuche, cualquier cosa puede suceder. Cualquier cosa.
—Cuando los ingleses y los americanos desembarquen en Europa, nos liberarán. Jamás permitirán que Stalin se coma media Europa.
—¿Lo piensa en serio? Estarán tan agradecidos a los soviéticos por haber arrojado a diez millones de rusos contra las armas alemanas, que les darán la mitad de Europa. Ya lo verá. Por eso tenemos que prepararnos ahora. Estamos formando un frente socialista para crear nuestra propia forma de comunismo. Yo soy oficial de la Guardia Popular.
Pawel reprimió una sonrisa.
—¿General Panienka? — dijo.
—Ríase si quiere. Pero es lo que vendrá.
Siguió allí sentada, bebiendo y parloteando, hasta que, de improviso, se oyó un ruido sordo sobre sus cabezas, por encima del techo. Pawel hizo un esfuerzo por no mirar hacia arriba, observando a la mujer. Tampoco ella levantó la vista, ni le miró. No se produjo el menor cambio en su expresión, ni la menor señal de que hubiera advertido nada. Pero el flujo de su conversación cesó; se quedó pensativa, con la mirada fija en el suelo.
Pawel estaba sintiéndose verdaderamente incómodo, cuando ella dijo, sin motivo aparente:
—Un hombre como usted, todo un príncipe, debería tener compañera.
—Vivimos tiempos difíciles para el amor.
Ella rezongó.
—No hay invasor que haya podido detener jamás el amor entre los chicos y las chicas.
—Los alemanes son los peores invasores que hemos tenido que soportar jamás.
—Sí, sí, los alemanes, los alemanes son unos bastardos, cierto. Están mandando también a montones de polacos a las chimeneas. Pero al menos están limpiando Polonia de judíos.
—No diga eso —replicó Pawel con vehemencia—. ¡Los judíos son personas!
Ella no le contestó de inmediato, sino que se limitó a lanzarle una de sus miradas de hurón.
—¿Personas? ¿Quién ha dicho que no sean personas?
—¿Y si es verdad eso que dicen... que asesinan a millones de personas? ¡Piénselo bien!
—Es verdad.
—¡Pero es imposible!
—¿No cree a su propio hermano? Bronek hace mucho que le habló acerca de todo esto.
—Sí, me habló de ello, pero era demasiado increíble. No hay ninguna nación civilizada capaz de hacer una cosa así.
—¿Qué es la civilización? — resopló la mujer—. No es más que un pequeño pueblo que se ha hecho demasiado grande y demasiado descarado. Y entonces viene el pueblo enemigo y mata a sus bebés clavándoles estacas y se lleva a las mujeres para convertirlas en esclavas. Y los hombres huyen, a excepción de los jóvenes alocados que se ofrecen a los cuchillos de los invasores. El vencedor se queda con todo lo que le es útil, lo roba, quema casas y templos y se vuelve a su pueblo a darse una comilona y a pegarse una buena siesta. No sin antes matar a alguien para arrebatarle el gorro de dormir, por supuesto. Eso es la civilización, amiguito.
—Tiene una visión muy pesimista de la existencia.
—Hablo con palabras simples, no soy tan inteligente como usted.
—Pienso que lo que está diciendo es que nunca cambia nada.
—Eso es, ¡nada de nada! En lugar de una horda de cien salvajes imbéciles, tenemos un millón de salvajes inteligentes. ¿Cuál es la diferencia, le pregunto yo? Millones y millones de personas asesinadas, y las que morirán antes de que todo esto acabe... Diablos, ¿no le dice eso nada? Cuando matan a millones de personas con una simple firma en un papel, ¿qué valor tiene la modesta vida de nadie, eh? La vida es barata.
—Tenemos que demostrarles que nosotros no somos unos salvajes. Tenemos que vivir por la convicción de que cada vida humana, hasta la más humilde, tiene un valor infinito. Toda alma es un icono de Cristo.
—¡Dios! ¡Ustedes, los idealistas! Salvarían hasta a los judíos.
—Sí. Y salvaría a un alemán si fuera una víctima inocente.
—¿Son inocentes los judíos? Mírelos, son ricos. Se defienden entre sí. Huelen. Y esas judías consentidas que seducen a nuestros muchachos polacos, mientras sus maridos van detrás de nuestras chicas...
—Basta —dijo Pawel disgustado—. En toda mi vida he visto nunca nada de todo eso que dice... salvo lo del olor, una vez. Los curtidores judíos huelen mal porque las pieles huelen. Los curtidores polacos también huelen mal, para el caso. Si un judío huele mal, dirá entonces que todos los judíos huelen mal; pero si un polaco huele mal, dirá: «A este tipo le hace falta darse un buen baño». Si un judío es rico, entonces todos lo judíos son ricos; si un polaco es rico, dirá: «¡Vaya un tipo con suerte!» ¿No ve la cantidad de contradicciones que hay en su cabeza?
Baba Yaga desechó con un gesto sus argumentos.
—¿Sabe? Me gusta cuando se pone grosero. Eso significa que hay un hombre ahí, dentro de esos pantalones.
—Según eso, debe de pensar que los alemanes son los mejores hombres, ¡hombres de verdad! Porque groseros, lo son.
—¡Ah, ustedes los intelectuales!
La mujer suspiró, se dio una palmada en las rodillas y se levantó de la silla no sin esfuerzo.
—Hora de irse, Buen Chico.
Exasperado, dijo Pawel:
—Ha sido un placer, General.
Ella le respondió con una mueca de burla.
Deteniéndose en el descansillo, se volvió a mirar al techo, sobre la mesa de la cocina, y luego arqueó las cejas mientras se volvía hacia Pawel. Sin abrir la boca, bajó las escaleras entre crujidos y gruñidos y desapareció.
Archivo, 24 de marzo de 1943
Bajo sus burlas asoma una pregunta legítima: ¿qué es un hombre de verdad?
La distinción entre hombre y mujer es fundamental para la especie humana. Pero dentro del principio masculino hay una amplia variedad de expresión. Las diferencias entre las almas son mayores que las diferencias entre los rostros. David y yo, por ejemplo.
Qué extraño me parece que Dios lo haya puesto en mi vida, y a mí en la suya... si es que el hecho de que vivamos ambos bajo un mismo techo es realmente voluntad divina. El pasado otoño me parecía que solo la locura del mundo, la tiranía del sinsentido, podía haber dispuesto las cosas así. Ahora siento que aquí hay alguna otra cosa que actúa, a diferencia de lo que había supuesto en un principio.
Aun así, para mí es motivo de pesar que la mejor de las almas, el fruto de lo que de mejor hay en el judaísmo, haya venido a depender tanto de mí, el representante más desordenado del cristianismo.
¿Qué tiene que ver realmente Dios en todo esto?
Aquella semana no entró nadie más en la librería. No se vio sombra humana alguna pasar por delante de las ventanas, ni camiones patrulla al final de la calle. Cuando anochecía, Pawel salía furtivamente al patio para cortar, partir o arrancar las ramas muertas del tilo solitario. Se servía con gran derroche de energía de la oxidada sierra de Tadeusz, para fragmentar las ramas en forma de tacos de leña. Así consiguieron mantener el calor del dormitorio durante dos días. Al tercer día, el último libro sitra ahra se había perdido en el cielo, y con él se había terminado toda forma de combustible sólido. El helor se apoderaba del apartamento con rapidez alarmante.
Partieron a trozos una silla incómoda y la quemaron, pero eso apenas sirvió para mantener por breve tiempo a raya el frío invasor. Dejaron encendido el quemador de la cocina ininterrumpidamente, pero con ello apenas consiguieron que se congelara la tubería del agua.
—¿Qué vamos a hacer, Pawel? — preguntó David.
—Sigo con la esperanza de que aparezca pronto alguno de nuestros benefactores. Sospecho que dejan pasar el tiempo hasta verme lo bastante desesperado como para estar dispuesto a desenterrar algún raro tesoro escondido.
—¿Y no podría ser que ni siquiera estuvieran pensando en ti? A lo mejor están acurrucados en sus propios apartamentos.
—Es posible. Pero esté donde esté, no creo que el conde pase frío. No, estará especulando con los efectos del invierno, lo mismo que especula con todo aquello que cae bajo su influencia.
—Ya has mencionado otras veces a ese hombre. ¿Cómo es que tengo su imagen en la cabeza, aunque no le he visto nunca? Tiene una expresión retorcida.
—Su cara es de lo más anodino. No tiene nada de especial. Es su interior lo que es retorcido.
—Claro, en cierto modo todos lo somos —señaló David con tono filosófico—. La pérdida de nuestra metafísica...
—Sí, de una forma u otra, todos tenemos algo dañado.
—¿Qué es lo que se le ha dañado a él?
—Tiene muchos nombres. Pero sería más exacto decir que es el tipo de persona que convierte a las personas en objetos... objetos que él utiliza.
—¿Es fascista?
—Solo por oportunismo. Si los comunistas estuvieran en el poder, sería comunista. Si hubiera democracia, no podrías encontrar un demócrata mejor. Naturalmente, antes de la guerra era noble, lo cual aún le proporciona un cierto estatus entre los alemanes. Son una extraña mezcla de pragmatismo e idealismo, aún no han perdido el amor a los títulos de nobleza.
—No hablemos más de él, Pawel. Hoy el frío es terrible. — Si no conseguimos un poco de carbón, lo pasaremos mal esta noche.
—¿No hay más mantas? ¿No podemos buscar por ninguna parte? En el desván hay baúles.
—Ahí no hay nada que nos pueda servir.
—¿Estás seguro?
—Cuando me hice cargo de la librería, los abrí y encontré las cartas de mi abuela, pañuelos bordados y montones de facturas de la época de la Casa de la Sabiduría. Cosas sin utilidad, nada que pueda ayudarnos. Dudo mucho de que vayas a encontrar una manta o un repollo en medio de todos esos viejos trastos polvorientos. Cerré todo eso hace años y no seguí rebuscando.
—Tal vez debiéramos hacerlo ahora. Podríamos encontrar cosas que quemar.
—Tú mismo, si te sirve para entretenerte unas horas. Yo bajaré a la librería, no vaya a ser que a alguno de nuestros benefactores le dé por acordarse de nosotros.
Las ventanas de la tienda estaban adheridas por el hielo. Había conseguido otro Hamann para Haftmann, y se pasó un cuarto de hora abriéndolo por distintos lugares, buscando pasajes al azar. Al pronunciar las palabras impresas en voz alta, unas nubecillas blancas de vapor salieron de entre sus labios:
—La poesía es una forma natural de profecía.
Estaba observando cómo se disipaba el vapor, cuando oyó gritos procedentes del techo.
—¡Pawel! ¡Pawel! ¡Pawel!
Salió disparado escaleras arriba, y en cuestión de segundos estaba en el desván, jadeando ante David.
—¡Cállate! — dijo muy enojado—. ¿Has perdido el juicio? Vas a conseguir que nos maten.
—Lo siento —dijo David, cuya expresión era de todo menos de arrepentimiento. No dejaba de ir de baúl en baúl, nervioso.
—¡Mira! ¡Mira!
En el suelo, junto a una maltrecha caja de madera decorada con motivos artísticos populares de Galitzia, yacía un vestido largo de satén blanco, una vez desenvuelto del hule que lo protegía. ¿A quién habría pertenecido? ¿Cuántos ovillos se habrían necesitado para su confección?
—¡Estaba debajo de esto!
Una colcha confeccionada a mano, de color azul oscuro con flores blancas bordadas alrededor, y en el centro un corazón, una cruz y su nombre, Pawelek, bordado con hilo azul claro.
—Sí, lo recuerdo —dijo Pawel, meditabundo, mientras acariciaba el ribete azul celeste.
—Creo que está relleno de plumas —dijo David—. Es muy cálido. Aunque huele raro.
El baúl estaba forrado con madera de cedro, y en los cuatro rincones del fondo había bolsitas de espliego y salvia, que explicaban aquel olor. Por lo demás, estaba vacío.
—Ni sombra de repollos, Pawel, pero mira todo esto, ¡es como encontrar un tesoro enterrado!
En el suelo, junto a un gran baúl con cajones, había varios atadillos ligados con una cuerda.
—Mira dentro —dijo el muchacho con voz triunfal. Allí había un bloque de algo que parecía un pedazo de mármol envuelto en cera. David partió un pedazo y dijo:
—Cierra los ojos.
El hombre obedeció.
—Abre la boca.
Al hacerlo, el chico le puso en la lengua un fragmento rocoso con sabor a almendra, que comenzó a derretirse.
—¡Tarta de boda! — exclamó Pawel—. Debe de ser la de mi abuela. Mira, el glaseado imita la arquitectura romana. Es increíble, lo bien conservada...
Aquel baúl, como el anterior, estaba seco y forrado con madera de cedro. La masa se había desprendido hacía mucho de los adornos glaseados; las migajas se habían deshecho y estaban rancias. Debajo encontraron un bote de hojalata que guardaba unos caramelos que sugerían cuentas rojas y verdes de cristal veneciano que se hubieran fundido formando un solo amasijo. Al separarlos y chuparlos, resultaron una gran delicia.
En el fondo del baúl encontraron un cofre lleno de fotografías amarillentas por el paso del tiempo. Pawel no reconoció a muchas de las personas que aparecían en ellas, si bien algunos de los rostros de aquellos chicos le resultaban familiares, pues se parecían a sus hermanos. Eran, en realidad, tíos suyos. Las niñeras los habían acicalado de la mejor manera posible, de acuerdo con los restrictivos y recargados modos de la época, con el pelo rubio, casi blanco, liso y aplastado sobre la frente, los labios curvados como cimitarras y los eslavos ojos fijos en el ojo de cíclope de la cámara.
Allí estaba Tadeusz, por supuesto, con el ceño fruncido y los brazos cruzados, con diez años y ya un cascarrabias. Y en otra foto aparecía su padre, con un aspecto en extremo sensible y afligido. Pawel nunca le había visto con aquella expresión, y se quedó atónito al ver reflejado su propio rostro a través de una lente de sesenta años de grosor. Dos de los hermanos de papá se parecían a Jan y a Bronek. Al resto de tíos no había llegado a conocerlos. La otra figura reconocible era la madre de Masha, la tía Irma, una dulce princesa rodeada por una tropa de pequeños y feroces militaristas conjurados para protegerla.
Mostrando en alto otra fotografía, David preguntó:
—¿Quién es este muchacho vestido de blanco?
—Ese soy yo, el día de mi Primera Comunión.
Recordaba aquel día en que había regresado a casa, al salir de la iglesia, envuelto en una nube resplandeciente, llevando consigo su primera experiencia con la Sagrada Presencia, una flor de pasión que ardía con fervor en su corazón. Fue el momento más feliz de su niñez.
En la fotografía llevaba una camisa blanca, pantalones cortos blancos, chaqueta blanca con un clavel blanco en la solapa, un brazalete blanco con letras doradas, calcetines blancos hasta las rodillas y zapatos blancos. Portaba un largo cirio blanco en la mano. Los ojos, negros. Los labios, negros. El pelo, negro, peinado con raya a un lado.
—Pareces muy serio.
—Sí, David, me tomaba la vida tan en serio que casi perezco en el intento.
¿Serio? Sí. En el momento en que el fotógrafo apretaba el disparador, uno de sus hermanos había dicho: «¡Pawel parece una chica!», y Jan y Bronek se habían desternillado de risa, retorciéndose en el suelo como dos comadrejas.
«¡Lo mismo que vosotros, Jan y Bronek! ¡Lo mismo que vosotros!», gruñó el abuelo, lo cual no vino a mejorar la situación, pues en realidad Jan y Bronek habían heredado la constitución fornida y el rostro franco de su abuelo.
Pawel se pasó años evitando mirarse al espejo y atemorizado ante la sola idea de que le hicieran una foto. Por fortuna, en determinado momento de la historia se le cuadraron los hombros y la mandíbula, sus cejas dejaron de ser unos finos arcos dibujados a pluma y sus labios abandonaron el color de fresa jugosa y madura para adoptar un matiz más viril. Aunque ello sucedió demasiado tarde como para servirle de alguna ayuda.
Contemplando una fotografía de unas monjas sonrientes, dijo:
—Cuando era pequeño, solíamos ir a la iglesia de la Visitación. Las hermanas eran tan buenas con nosotros... Mi madre las quería mucho, porque de pequeña había sentido el deseo de ingresar en aquel convento. Hasta que conoció a mi padre, en el Movimiento de las Juventudes Católicas, y no hubo más que hablar. Cuando mi padre murió, mi madre se fue a vivir con sus parientes a Mazowiecki. Ella tenía muy pocas cosas que fueran suyas, y mi padre no nos dejó nada.
—También mi familia pasó necesidades —dijo David—. Aun así, el Señor no nos abandonó. El rey Esteban nos protegió de los cosacos y nos concedió muchos derechos. En el siglo XVII nuestra familia comenzó a dedicarse al comercio textil. Hemos tenido eruditos, rabinos y cantores, pero siempre que se ha tratado de trabajar con las manos, ha sido cortando tela. Yo también quiero ser sastre algún día.
—Tú deberías ser filósofo. Tienes una mente inquisitiva; yo diría que es como una trampa para osos.
David se sonrió.
—Se puede ser filósofo y no obstante ganarse el pan con el sudor de la frente. Trabajar es bueno y necesario. La filosofía es por placer.
—Pues a mí me suena a trabajo muy duro.
El muchacho adoptó un aire pensativo.
—A veces siento el anhelo de ir a la tierra de Israel, donde crecen los naranjos y los granados y nunca hace frío. Me gustaría ser una de esas personas que excavan en los antiguos lugares.
—¿Un arqueólogo? Sí, tú serías un buen arqueólogo. Leerías en la ruinas igual que ahora lees libros.
David se rió.
Sosteniendo una fotografía en la que aparecía una rica casa rural, Pawel dijo:
—Esta era la casa originaria de mi abuelo. Está en la región del Tatras.
—¿Tu familia era rica, Pawel?
—No. Tan solo aparentábamos serlo. Un antepasado mío, oficial del ejército, recibió unos pocos centenares de hectáreas de bosque y pastizales en las tierras altas de manos del rey Esteban, en el siglo XVI. Convirtió todo ello en una propiedad, que siguió creciendo de forma constante durante doscientos cincuenta años después de su muerte. Uno de sus descendientes recibió el título de conde.
—¡Entonces tú eres conde! — proclamó David.
Pawel desechó la idea con un gesto con la mano.
—Todos somos condes. Todo el mundo en Polonia lo es.
—No todo el mundo —replicó David.
Sus ojos se cruzaron por un instante, para mirar a otro lado de inmediato.
Examinaron en silencio algunas fotos más: unos venados colgados de los árboles, un baile en un salón de palacio, una procesión, un carro cargado y medio ladeado con unos niños en lo alto de la carga de heno sonriendo a la cámara.
—¿Qué pasó con vuestra familia después de que accediera a la nobleza? — preguntó David.
—En vida de mi bisabuelo fue cuando nuestras posesiones comenzaron a declinar. Mi familia se olvidó de sus orígenes campesinos y comenzó a alimentar delirios de grandeza. Pidieron demasiados préstamos, que despilfarraron. Rusos y húngaros vinieron y se marcharon. Nunca llegamos a recuperarnos del todo. Primero perdimos la fuerza, luego el valor. La propiedad se vendió antes de que yo naciera. La familia se desperdigó. Mi padre y su hermano se fueron a vivir a Varsovia. Ninguno de los demás hermanos fue capaz de hacer frente a las enormes deudas acumuladas.
—¿A qué se dedicaban aquí tu padre y tu tío?
—Mi tío había heredado la enorme biblioteca familiar. La hizo traer a la ciudad y abrió esta librería. Mi padre trabajaba en un gabinete jurídico, ya estaba instalado aquí. ¿Sabes? Mi padre me dijo una vez que en su juventud había querido ser historiador y escribir libros sobre Polonia. Amaba mucho nuestro país. Pero le dijeron que la historia no tenía futuro...
—Extraña idea...
—Bueno, en cualquier caso se lo creyó y se hizo oficinista. Entró a trabajar en unas oficinas, en una calle lateral que da a Krakowskie, cerca de la iglesia de la Santa Cruz, donde se conserva el corazón de Chopin. Entre la clientela habitual de mi padre había muchas personas adineradas. Para él era un sufrimiento, ya que había crecido en un «palacio». Mi padre y mi tío solían hablar de él como si se tratara de la finca de un príncipe. Yo lo vi por primera vez al pasar por delante montado en un carro, de pequeño. Me quedé sorprendido al ver que no era más que una gran casona, una casa muy grande, eso sí, rodeada por una próspera hacienda. Los nuevos propietarios nos saludaron agitando el brazo desde la terraza. Mi abuela lloró. Una vez me asomé a sus ventanas, para verla por dentro: un lugar espléndido. Entonces comprendí por qué mis abuelos habían lamentado tanto su pérdida. Ahora vivían en una casa alquilada, dentro de sus antiguas propiedades. Íbamos todos los veranos.
—Y en invierno, ¿dónde vivían?
—Yo crecí en un apartamento cerca de los Jardines Sajones.
—¿Cerca de los Jardines Sajones? — dijo David con expresión perpleja—. Yo también. ¿En qué calle?
—Zielna.
—Nosotros vivíamos en la calle Wielka. En ella nació mi padre, y también yo. Nos mudamos a la calle Zamenhofa cuando yo tenía diez años.
—Wielka, dices. Eso queda justo al otro lado del muro de la calle Zielna.
El hombre y el muchacho se quedaron contemplando el pasado, sin decir nada durante unos minutos.
Finalmente, David cogió otra fotografía.
—¿Y quién es este, Pawel? ¿Un prister?
Examinando con atención la foto, que se había vuelto de color sepia por el paso de los años, vio un hombre joven, alto, vestido con sotana, muy guapo, de pie junto a la puerta principal del «palacio» de Zakopane. Estaba con los brazos cruzados, y la expresión de su rostro era grave y ascética.
—Sí, un sacerdote —dijo Pawel—. Un amigo de la familia, seguramente. O el párroco, quizá.
Dio la vuelta a la foto y encontró escrito en el reverso: Fr. Nicholas Tarnowski.
Sobresaltado, a Pawel empezó a latirle el corazón con fuerza. Le invadió una oleada de terror.
Con ojos llameantes y una gran opresión en el pecho, rompió la foto en mil pedazos y los tiró al suelo.
David se quedó mirándole, atónito.
—¿Por qué has hecho eso?
—No lo sé —jadeó Pawel.
—¿No era una buena persona ese hombre?
—No lo sé —dijo Pawel en un susurro—. No lo sé.
—¿Te hizo daño?
—No. Sí. Hizo una vez algo que me asustó, cuando era pequeño.
Pawel se puso de pie y fue hasta la ventana del desván, donde se quedó unos minutos contemplando la oscuridad nocturna del exterior. Mirando al pasado a través de diferentes lentes superpuestas de valor telescópico, vio con una claridad realzada el significado de tantas cosas que había presenciado de pequeño, y que no había comprendido hasta aquel momento.
Si su tío abuelo había abandonado su vocación superior a favor del alcohol y la indolencia, ¿cuál había sido la razón? Había estado un tiempo en la cárcel. ¿Por qué? Su secreto vergonzoso, conocido por los miembros mayores de la familia, había sido encubierto siempre mediante crípticas referencias.
Era lo mejor que podía suceder, susurró la abuela mientras se alejaba de la tumba del hombre de un solo ojo.
Era mi hermano, le repuso el abuelo. No siempre fue así.
Y el abuelo había añadido, sollozando: ¡Eso lo devoraba todo! ¡Todo!
¿Qué era eso? ¿El fracaso? ¿El alcohol? ¿La cárcel?
¿O era el juego? El juego de desnudar, de forzar, de asfixiar. El juego devorador. ¿Era el sueño lo real, y la realidad el sueño, una relación que se invertía en la mente de Pawelek mientras las garras le separaban los miembros de su nudo protector y se los clavaban en aquel placer cruciforme? Lentamente, el sacerdote caía y caía en el interior de la boca de Wrog, y jugaba mientras caía, el cura mudaba de forma adoptando la del oso de ojos rojos, a lo largo de una serie de pequeñas opciones cuyas proporciones aumentaban y se agigantaban mientras se hundía en el fondo del pozo.
Ahora es cuando es más peligroso, le dijo el Niño al chico con el nombre recién cambiado. Porque lo que parece inofensivo pero no es inofensivo conduce al pozo sin fondo.
Cuando las fauces del tío abuelo se cerraron sobre Pawelek, el oso fue devorado aun mientras devoraba al niño.
La sombra desconocida que había visto en el espejo días atrás se acercó y levantó la cara, intentando mirarle a los ojos, con las manos extendidas en ademán de súplica, la boca abierta pero incapaz de implorar, el ojo único sin visión, mientras un fuego enfermizo destellaba en la otra cuenca.
Pawel supo entonces, lo supo de una forma concluyente, qué era lo que había pasado. Vio por primera vez muchas cosas acerca de su mundo, y acerca de sí mismo, que no había comprendido hasta aquel momento. Mientras tenían lugar aquellas revelaciones lancinantes, permanecía inmóvil, como hipnotizado, mirando a la oscuridad a través de la ventana del desván. Durante todo aquel tiempo, David no dejó de mirarle con una expresión sobria y reflexiva, prestando oídos al discurso de su alma: la angustia y el horror manaban del hombre en silencio.
Finalmente, el chico se puso de pie.
—¿Pawel?
No hubo respuesta.
—Pawel —repitió, tocando el brazo del hombre.
Pawel se estremeció, sin que sus ojos dejaran de mirar fijamente al pozo del pasado.
—Dime algo, Pawel
—¿Decir? — La palabra fue emitida en forma de larga exhalación.
—¿Te encuentras bien?
—Estoy bien —repuso Pawel, pasándose la mano por las cejas, señal de que la conciencia volvía a sus ojos, como si regresara de un largo viaje.
—¿Has visto algo?
—Sí, he visto algo.
—¿Sobre el pasado?
Pawel asintió.
—¿Era algo doloroso?
—Sí, lo era.
Permanecieron allí de pie, uno junto al otro, durante varios minutos, sin decir nada, hasta que Pawel sacudió la cabeza y se volvió hacia David.
—Gracias.
—¿Por qué me das las gracias, Pawel?
—Por tu presencia aquí.
—Yo me siento feliz de estar aquí.
Entonces, con un esfuerzo juvenil y no del todo inapropiado por cambiar el humor de la velada, David sonrió y declaró:
—¡Me he reservado lo mejor para el final! ¡Hay más sorpresas! ¡Grandes sorpresas, y deliciosas! ¡Te reirás cuando las veas! ¡Te pondrás a bailar!
—No lo creo —dijo Pawel en un susurro.
Por toda respuesta, el chico se puso a dar saltos por la habitación, como un payaso, hasta un amasijo de cajas de cartón. Su actitud era tan bufonesca, tan poco acorde en verdad con su forma de ser, que Pawel no pudo por menos que esbozar una débil sonrisa.
David cogió una caja cilíndrica forrada con un diseño de lirios púrpuras.
—Las sorpresas —anunció con gesto teatral—. Ven, mira. Dentro encontraron unas pequeñas trompetas de juguete y ángeles de cristal.
—Ya los recuerdo, de cuando era pequeño —murmuró Pawel—. Ya entonces eran antiguos... Son adornos navideños que encontramos en el desván de la última casa de mi abuelo. Seve que mi tío Tadeusz los heredó. Llevan aquí años, no me había dado cuenta de que...
A Pawel se le abrieron los ojos de par en par al coger un angelito y hacerlo girar con cuidado entre los dedos.
—Ahora me acuerdo... —dijo con sonora respiración.
—¿De qué te acuerdas? — le instó David.
—De nada.
—No, dímelo, Pawel, cuéntamelo. Quiero saberlo.
—¿Por qué quieres saberlo? — dijo Pawel, escuchando solo a medias, mientras luchaba contra la succión del antiguo miedo.
—Quiero saberlo porque eres mi amigo —insistió David—. Y porque te di la llave de mi casa, y ahora eres tú el que debe darme la llave de la tuya.
—¿Qué? — Pawel se quedó mirando fijamente al muchacho, tratando de comprender el sentido de lo que le decía. Hasta que recordó algunos pasajes de sus conversaciones anteriores y bajó la mirada hacia el ángel que sostenía en la mano.
—Era verano y hacía calor —comenzó lentamente; a medida que los recuerdos le envolvían, el color volvía a su rostro y la voz se hacía más firme—. Los adultos se habían ido a Zakopane, a buscar hielo, y yo me había quedado solo con mi tío abuelo. Era fácil escapar de él. Cuanto más crecía, más fácil. Nunca subió al desván, yo allí estaba a salvo. Los ángeles eran como soldados, sagrados y valientes. Los quería tanto... Eran mis hermanos, mis amigos. Me pasaba días enteros alineándolos, fila por fila. La luz que entraba por la ventana del desván era dorada. El polvo en suspensión que se veía a través de los rayos de sol caía lentamente como la nieve que cae sobre un ejército en retirada. Los ángeles resultaban victoriosos y los demonios invisibles huían. Una vez que se habían ido, completamente derrotados, hacía sonar las pequeñas trompetas de metal.
—¿Así? — dijo David con una amplia sonrisa, cogiendo una trompeta verde y haciéndola sonar con una estridente nota atonal.
—Sí, así.
—¿Y luego qué hacías?
—Luego hacía sonar otra.
David cogió otra de las pequeñas trompetas y sopló. La segunda nota era más aguda. Cogió un tercer instrumento, que era dorado y estaba adornado con un blasón en forma de corazón blanco, y se lo entregó a Pawel.
—Enséñame.
Pawel se lo llevo a los labios y consiguió emitir una nota baja.
David se rió como un niño.
—Había también un pequeño tambor —dijo Pawel, lanzando una mirada circular por el suelo—. Un tambor de verdad, con las cuerdas trenzadas en rojo y blanco y membrana de piel.
David cogió la lata de dulces y se puso a golpetear en ella.
—¡Bum, bum, bum! — exclamaba con una sonrisa. Eligió un silbato rojo y sopló.
¡Piii, piii, piii!
¡Bum, bum, bum!
¡Rrr, rrr, piii!
¡Ratatata!
—¿Y luego?
—Luego me ponía a desfilar por el desván.
—¿En serio? ¿Al frente de tus tropas?
—Al frente de mis ángeles, contra las fuerzas de las tinieblas —murmuró Pawel, con un tono que transmitía la futilidad de aquellas fantasías infantiles.
—¡Hacia el este retrocedían! — proclamó David—. ¡Hacia el oeste también! ¡Y al norte y al sur hiciste que retrocedieran, hasta las regiones oscuras de donde salieron!
—Un sueño, un sueño...
—¡Eras muy valiente!
—¿Valiente? Aunque pensaba serlo, no lo era.
—¡Claro que lo eras, Pawel! ¡Lo eras! — gritó David—. Porque es en los desvanes y en los sótanos de la existencia donde debemos ser más valientes. ¡Es en el horno abrasador donde los tres jóvenes bailan en alabanza al Señor! ¡Lo mismo cuando se trata del horno de las penas de la vida! ¡Sí, te estoy viendo! ¡Estoy viendo al pequeño Pawel haciendo sonar la trompeta triunfal y repicando el tambor! ¡Y desfilando por el desván de su palacio, con una sonrisa extasiada!
David se puso a desfilar por la estancia, haciendo sonar una trompeta y repicando en la caja de hojalata. Tan ridículo resultaba, que Pawel se vio distraído momentáneamente de su aflicción.
—Bum, bum, bum —profería David.
Al pasar junto a Pawel, lo agarró por el brazo.
—¡Así! ¡Haz como yo!
Pero Pawel se vio incapaz de seguirle más allá de unos pasos. David seguía desfilando en círculo por el desván, pisando con fuerza, cerrando con el pie las tapas de los baúles con un sonoro golpe, bang, arriba y abajo, arriba y abajo, dando vuelta tras vuelta, piii, bum, bam.
David lanzó los brazos al aire, haciendo girar el cuerpo. Se tambaleó, se enderezó de nuevo, riéndose, y volvió a dar un giro.
—Vamos, Pawel, así, ¡déjate llevar y baila!
Pawel se sentó encima de un baúl y siguió observando al chico mientras este hacía piruetas por la habitación, formando estelas en espiral en el polvo del suelo y emitiendo gritos inarticulados que se le escapaban de entre los labios. Parecía que sus pies se desplazaran sobre el agua, y que tuviera alas que batía salvando las corrientes de viento, flotando como los ángeles cuando bailan a través del espacio infinito.
Pawel vio, como en una visión que estaba más allá de las palabras, que aquella era la verdadera historia narrada por santos y zaddiks. Aunque no se unió al baile, estaba embelesado y, por la duración de aquella representación extraordinaria, se quedó totalmente hechizado.
David se detuvo de pronto y dijo con mirada inquieta:
—¡El ruido!
—El ruido —dijo Pawel, volviendo de golpe a la realidad. Fue hasta la ventana, descorrió la cortina y miró fuera.
—¡Nada!
David se quitó los zapatos, fue de puntillas hasta lo alto de la escalera y se asomó al hueco de la misma, con la palma de la mano alrededor de la oreja.
—¡Nada!
Dejó caer los brazos y sonrió, con el tambor improvisado en una mano y el instrumento de latón en la otra. El pecho le subía y le bajaba por debajo del grueso abrigo de fieltro. Los flecos de su chal de oración colgaban en irregular medida. Las vueltas de los pantalones se le habían desdoblado sobre los tobillos durante el baile. Tenía los pies, desnudos sobre el suelo, blancos como el mármol; los labios, azules; las mejillas y las orejas, rojas y brillantes, como los ojos.
Pawel lo miraba fijamente, como si fuera una aparición, una hoja de fuego, una simetría de luz, una forma que ocupara espacio como la revelación misma.
Una palabra sólida que se hubiera desplegado a partir de la crisálida de la metáfora.
Palabras sueltas se sucedían en su mente. ¡Imagen! ¡Lenguaje! ¡Dialecto! ¡Amor! ¡Don! ¡Denegación! ¡Consuelo! ¡Desconsuelo! ¡Padre! ¡Hijo! ¡Amado! ¡Elías!
Una galaxia de ángeles descendía alrededor del muchacho, blandiendo sus espadas, con los ojos fijos a izquierda y derecha, arriba y abajo... Guardianes, mensajeros, guerreros y un fiero serafin de seis alas haciendo vibrar el aire con sacro fervor.
Elías, dijo el serafín.
Pawel observaba con la mirada inmóvil.
¿Elías?
—¿Por qué pareces tan inquieto, Majestad? ¡No estés preocupado! ¡Estamos seguros aquí!
El chico se enjugó las gotas de sudor que le habían aparecido sobre las cejas a pesar del frío. De sus labios salían nubes de respiración helada.
Parpadeando con brío, sacudiendo la cabeza para liberarse de la alucinación, Pawel balbució:
—Deberíamos bajar a la cocina, aquí nos moriremos congelados.