3

Otros sueños, otros recuerdos. El de un hombre delgado, pálido como un cadáver, llegando a lo lejos con mamá, Babscia, el abuelo y el tío Tadeusz. El hombre se detenía al vislumbrar la casa con una mirada de vago reconocimiento, con los ojos como cuencos y la boca torcida, apretando los labios. Y Jan y Bronek que corrían camino abajo y se abalanzaban sobre él riendo y gritando, papá, papá, papá, y todos, mayores y niños, temblaban de emoción. Y papá que se arrodillaba para abrazar a sus hijos, y papá que gemía.

Solo Pawel se quedó atrás, con la cara contraída y mirándose los pies.

—Ven, Pawelek —le llamó mamá—. Es papá. Ven a darle un beso.

Pawel dio media vuelta y echó a correr tan rápido como pudo hacia la colina, a lo más espeso del bosque. Cuando pasó junto al estanque empezaron a saltársele las lágrimas, sus pies resbalaron con las cerezas negras que había esparcidas y cayó al suelo. Escondió la cara entre los puños y gritó. Siguió gritando hasta que le dolió la garganta y pudo vomitar de su alma el olor a aguardiente de cerezas, aunque enseguida volvió a sentir arcadas.

Unas manos lo agarraron y lo elevaron. Él no dejaba de revolverse y dar patadas. Otras manos le quitaron los puños de la cara, y entonces vio que quien le sujetaba era el hombre pálido y delgado, al que le temblaba la barbilla, mal afeitada, y derramaba desde lo más profundo de sus ojos una tristeza más oscura que la noche.

—Oooh, oooh, mi Pawelek —le tranquilizó mamá, tomando al niño de las manos de papá y abrazándole bien fuerte—. ¿A qué viene esto? ¿Qué te pasa? ¿Qué te pasa?

—No me conoce —dijo papá en tono mortecino y dándose la vuelta.

—Está asustado —rió el tío abuelo, que acababa de llegar balanceándose desde el granero—. Anoche hubo lobos aullando.

—Pero si anoche no aulló ningún lobo —replicó Jan.

—Estabas dormido —le gruñó el tío abuelo— y no pudiste oírlos.

* * * *

Y la vida volvió a la normalidad. En la ciudad no había osos. Tampoco lobos. La pesadilla iba y venía. Casi todos los días papá se sentaba en la cocina y se quedaba mirando la pared o leyendo los periódicos. Jan y Bronek lo obligaban a ejercer de papá, lo hacían sonreír y lo arrastraban al parque o al zoo. Pero Pawel no permitía que papá lo tocase, y solo lo miraba a escondidas.

* * * *

Empezó el colegio. Tenía miedo de los compañeros que le intimidaban, del rugido de los coches en la calle, del profesor que le golpeaba los nudillos con una vara de madera siempre que olvidaba que estaba en clase y dejaba que sus ojos salieran volando más allá de la ventana, como una golondrina que busca cobijo entre las nubes. Aprendió a leer y a escribir. Empezó a leer libros, igual que Jan y Bronek. Prefería estar solo, o descansar por la noche en el salón en brazos de mamá.

—No le caigo bien —le murmuró una vez papá a mamá cuando ya se había dormido.

—Lo que pasa es que no te conoce —contestó mamá—. Un día te conocerá y te querrá.

—Me querrá... —empezó a decir papá, desconectado de todo y clavando los ojos en la pared.

* * * *

Pasó un año más y papá se puso bien. Aunque seguía siendo muy delgado, ahora ya podía jugar con los dos mayores, a los que rodeaba con los brazos, apretándoles las caras contra sus músculos. Con el tiempo, Pawel se dejó aupar en los hombros de papá cuando iban al parque o a misa. Era algo que le daba mucho miedo, ya que podía dejarlo caer, y entonces quedaría aplastado sobre la acera lo mismo que un huevo; luego todos notarían el olor a podrido y tendrían que barrerlo con una escoba para arrojarlo al fuego, donde se quemaban las hojas de los castaños en otoño. Pero papá nunca lo dejó caer. Tampoco llegaron a dirigirse la palabra jamás, aunque a veces papá se lo quedaba mirando, y él también miraba a papá.

* * * *

Papá empezó a trabajar como escribiente en un despacho de abogados. Había más comida, y también muchas celebraciones llenas de alegría. A veces, Pawel reía, y cuando eso ocurría todos comentaban el hecho, lo acariciaban, lo arrullaban con cariño y eran felices. Hasta papá sonreía, y desde el otro extremo de la habitación ofrecía a Pawel la mano, suplicándole con los ojos para que se acercara a él. Pero nunca lo hacía. Se marchaba a su cuarto y se ponía a leer un libro bajo la protección de las sábanas. Aprendió entonces que hay silencios que otorgan poder a las personas. Había quien se movía en torno a él lo mismo que un río rodeando una isla. Otros preferían no acercarse. Y aunque también servía de atracción para otros, que se le acercaban como queriendo meterse dentro, lo cierto es que al final también renunciaban.

* * * *

Cuando tenía ocho años pasó un verano estupendo en Zakopane. Allí tuvo una aventura maravillosa con el abuelo. Entraron los dos en una cueva muy grande, armados con una espada, con la excusa de matar al dragón que habitaba en lo más profundo de la caverna. Pasó mucho miedo, pero sobrevivieron. A partir de entonces empezó a llamar al abuelo «JaJa», lo cual hacía que el abuelo se sintiera muy contento. Antes de terminar el verano, el tío abuelo murió, atragantado con un hueso de pollo.

—Es lo mejor que podía pasar —oyó Pawel decir a Babscia en un susurro dirigido al abuelo, mientras se alejaban de la tumba.

—Era mi hermano —contestó el abuelo—. No siempre fue así.

—Hasta que se convirtió en lo que era.

—Lo destruía todo, todo.

Y por primera vez en su vida, Pawel vio a un hombre viejo y fuerte hundiéndose y sollozando sin poder contenerse.

* * * *

En los meses que siguieron a la aventura de la cueva y a la muerte del tío abuelo, las pesadillas de Pawel empezaron a ser menos frecuentes y llegaron casi a desaparecer. En su lugar se instaló una tristeza permanente. En el colegio, sus notas eran las mejores de la clase, y así fue durante todos los cursos hasta que se graduó, ya que, a diferencia de sus compañeros, no dejaba que sus inquietudes se dispersaran en mil y una actividades. Había descubierto en los libros un territorio aparentemente infinito en el que se podía sumergir a voluntad, dejando atrás las tristezas de su mundo. Cada nuevo libro era una puerta por la que accedía a otros libros. Le ofrecían un tesoro inagotable de conocimiento.

Ya desde la infancia empezó a mostrar interés por el arte. A veces se ponía a dibujar a lápiz en las hojas sueltas que papá traía del trabajo. Cuando dibujaba pájaros o nubes se sentía feliz. Era como si volara. El dibujo se convirtió en una especie de lenguaje, aunque sabía muy poco de su vocabulario. Era, además, como tender un puente desde una isla, para así poder evitar las aguas agitadas de la gente, que nunca dejaba de hablar ni de ir de un lado para otro.

Pero también él se movía. Todos los días caminaba varios kilómetros, y siempre solo: en las calles, en los parques, cruzando a veces el gran puente sobre el Vístula al final de la Avenida Jerozolimski y luego hacia el este, por el jardín zoológico de Praga, hasta llegar al gran cementerio católico, para luego volver al centro por el puente Gdansk y quedarse vagabundeando por el cementerio judío, cerca del barrio de Muranow. Aquí no se veía la profusión de crucifijos, vírgenes y ángeles a la que estaba acostumbrado; era, simple y llanamente, la superpoblada ciudad de los muertos. Vacías de toda imaginería, las lápidas proclamaban en caracteres hebreos sobre la piedra desnuda la gran fidelidad de este pueblo al reino de la palabra.

Aquellos judíos eran desde luego desconcertantes para él. No es que le desagradaran, como le sucedía a mucha gente. Al fin y al cabo, jugaban y crecían y estudiaban y morían igual que todos los hombres. Pawel solía hacer dibujos de sus niños jugando en las aceras, de los adolescentes siempre cargados de libros, y de los hombres que llevaban unos candelabros gigantescos por las calles en los días de celebración.

Lo único que a Pawel le proporcionaba algún momento de paz era su fe en la religión. Después de sus largos y solitarios paseos, a menudo entraba en una iglesia, se sentaba en el último banco y se quedaba en silencio, porque Dios también prefería el silencio. También allí descifraba los mensajes que llenaban el aire, brillando como el oro en cataratas de luz que se derramaban desde las vidrieras. El olor del incienso, el polvo suspendido, pequeñas plumas. Luego estaba la Sagrada Comunión, a la que se entregaba con la más profunda y silenciosa paz. Y la confesión. Pero esto era algo que a veces le turbaba, aunque por razones muy diferentes a las de Jan y Bronek, que estaban obsesionados con las chicas. Para él, el problema estaba, precisamente, en la ausencia de pecados. Cuando el sacerdote indagaba un poco en su vida, preguntándose qué le estaría ocultando aquel penitente, la mente de Pawel se quedaba en blanco. No había nada que contar, excepto un sentimiento de cierta aversión hacia determinadas personas, las mismas que se empeñaban en fisgonear en sus pensamientos.

Aun así, a pesar de estos islotes de luz, a medida que los años fueron pasando, Pawel sintió que la oscuridad también crecía. Todavía tenía pesadillas de vez en cuando, y ponía todo su empeño en luchar contra el peso de una angustia que iba y venía. Durante meses era capaz de no sentir nada más que una total impasibilidad, pero ya había decidido que prefería eso a la depresión.

Las pesadillas eran a veces de lo más perturbadoras. A menudo veía en ellas una serpiente que se convertía en un oso, o un oso que se convertía en una serpiente, o la serpiente misma que se convertía en un dragón y luego en un oso. Y entonces se despertaba y recordaba el pánico que había sentido de niño junto al estanque del pez en Zakopane, aunque no le diera demasiada importancia. También le sucedía que, estando despierto y en el momento más inesperado, aquel recuerdo le venía a la mente sin razón alguna, y entonces sentía una repentina puñalada de pánico, de asco o de rabia. Pero como aquellas sensaciones no obedecían a una causa obvia, lejos de culpar a nadie, se culpaba a sí mismo. Pawel fue haciéndose mayor, y aquel sueño empezó a decirle que no estaba del todo bien de la cabeza, que a veces confundía los recuerdos con los sueños, lo real con lo imaginado. Como a estos problemas había que añadir los propios del camino hacia la madurez, Pawel acabó convenciéndose de que era una persona asustadiza y débil, por lo que al sentimiento de culpa se añadió después el de vergüenza.

Pero ¿culpable de qué? De algo, sin duda, aunque solo fuera porque el sueño le mostraba la maldad de sus pensamientos.

Durante los años de bachillerato, sus notas siguieron siendo impecables. Esto se debía a que no hacía nada más que leer libros. Enseguida destacó especialmente en el estudio de las lenguas; aprendió francés sin mucho esfuerzo, y alemán con algo más de empeño. Su incursión por el inglés, sin embargo, fue breve; era una lengua tan llena de contradicciones que era difícil no llegar a despreciarla un poco. A los dieciséis años descubrió la biblioteca de la universidad, que contenía más y mejores libros que los que podía leer en la biblioteca pública. Además, las diferentes facultades disponían de fondos especializados y propios. Nadie parecía advertir su presencia, y si así era, a nadie le importaba, dada la enorme cantidad de jóvenes que entraban y salían todo el día de los edificios. Jamás recurría al préstamo, porque eso hubiese delatado su calidad de intruso en aquel recinto sagrado. Leía los libros hasta que llegaba la hora de cerrar, y luego se iba caminando a casa con la cabeza rebosante de ideas y sopesando argumentos, dando forma a un mundo cada vez más grande en su conciencia.

Quedó hechizado por las novelas de Kafka, un checo que se expresaba tan bien que Pawel empezó a comprender mejor muchos aspectos de la vida. Las historias eran algo siniestras, pero el estilo resultaba lúcido y tranquilo. El argumento principal solía ser terrible: el dilema del ser humano, el hombre prisionero en un mundo hostil e incomprensible. Pawel también se sintió atraído por otros escritores con una visión menos tremenda de las cosas. El ruso Gogol, por ejemplo. La historia de un abrigo, de las personas usadas como objetos, la venganza de los desposeídos. Al principio tardó en decidirse a leer a un ruso, pero acabó por pensar que le sería útil conocer un poco sobre el pueblo que tanto daño había hecho a su familia. Luego vino Dostoievski. Tenía la misma mirada clara de Kafka, pero profundizada por la visión de Cristo conviviendo entre los que sufren, con ellos, en ellos. Pawel apenas sabía qué hacer con ello, pero siguió absorbiéndolo a pesar de todo.

Y Tolstoi. Leyó Guerra y paz en una más que lamentable traducción polaca. Concluyó que trataba sobre la futilidad de la ambición y la política y sobre el absurdo del militarismo, como si el genio expresado en un campo de batalla fuese el factor definitorio del carácter de una nación. Quizá también trataba sobre el amor, aunque era un amor siempre teñido de tragedia, de injusticia; como en Anna Karenina: una mujer traicionada, pasión sexual, desesperación, suicidio. Sobre todo, la desesperación parecía constituir el ethos predominante de los tiempos. Escritores de todas las naciones le dedicaban una preocupación especial. ¿Por qué razón? Pawel no estaba seguro, pero se preguntó si sus propios sentimientos le convertían en alguien perteneciente a una clase más elevada. Quizá se hiciese escritor. A medida que fueron pasando los años, y sin ceder un ápice en su infatigable viaje por la literatura de los siglos XVIII y XIX, solo supo darse cuenta de que, a diferencia de sus padres y sus hermanos, él jamás iba a encajar en la vida propia de la burguesía.

También se adentró en el terreno de la filosofía. Leyó algunos diálogos de Platón, que le interesaron pero que no llegaron a satisfacerle. Y las parábolas de Kierkegaard, que le atraían y le intrigaban. Pero ¿hasta qué punto le atraían y para llegar adónde? ¿A qué nuevo rincón del laberinto? De nuevo encontraba la frialdad típica del norte, aunque por debajo de aquellas sombrías obsesiones, Kierkegaard mostraba ciertos principios que daban sentido al universo y que no podían rechazarse sin más. También, claro, estaba Dios. Pawel creía en Dios, aunque le resultaba desconcertante que tantos escritores modernos no creyeran en Él. En esa época, los arrebatos de devoción de su infancia se habían evaporado por completo, dejando únicamente un abstracto convencimiento de que todo lo que le habían enseñado sobre Cristo era verdad. Pese a todo, esta convicción racional no parecía conectar mucho con sus emociones. A medida que pasaba el tiempo, su vida interior seguía alternando entre la impasibilidad y los asaltos periódicos de angustia.

En una ocasión, estando en misa, vio a una chica y enseguida se enamoró de ella; era la primera vez que algo así le sucedía. Ella estaba arrodillada y con el rostro arrobado frente a un icono de la Madre de Dios. Permaneció inmóvil durante mucho rato, con las manos entrelazadas, suplicando en silencio. Pawel no dejaba de mirarla. Quiso saber su nombre y hablar con ella, pero, ante aquel impulso desconcertante, prefirió dominarse. Se conformó con amarla a distancia.

De vez en cuando, sobre todo al principio, sentía otros impulsos igual de desconcertantes. A medida que aumentaban los períodos de depresión y angustia —por mucho que la angustia fuese inexplicable, por carecer de origen y objeto—, cuando se iba a dormir por la noche dejaba volar la imaginación pensando en los jardines celestiales desde los que a veces caían las semillas doradas. Aquellas ensoñaciones tenían el misterioso poder de eliminar la angustia y desterrar la depresión. Durante la adolescencia, eran muchas las figuras que se le aparecían en la imaginación en ese estado que tanto ansiaba todas las noches, el de estar medio despierto y medio dormido. A veces era papá antes de caer prisionero, joven, fuerte y con la cara sonriente. Papá lo alzaba en brazos y lo apretaba contra su pecho con ternura, sin aprisionarlo. Pawel sabía que podía abandonar aquel abrazo y volar siempre que quisiera, igual que una paloma o una golondrina, y volver cuando lo deseara. Apoyaba la oreja contra el gran corazón que bombeaba dentro y notaba el calor que salía de él, una radiación de paz y de absoluta seguridad.

Otras veces, la cara de papá desaparecía, y entonces le sustituían otros rostros, aunque aquel amor permanecía allí. Era el rostro de un profesor del colegio, o la cara de un sacerdote joven, o la de un atleta que en una ocasión vio corriendo por uno de los caminos del parque. Cada vez pensaba más en aquellos hombres, y sentía la necesidad de conocerlos.

En ocasiones, dibujaba sus caras con precisión y sentía que él mismo se convertía en ellos, y dibujaba también, a grandes rasgos, la estructura de sus cuerpos, pero a modo de esbozo, sin tantos detalles, aunque con una fuerza implícita, como si tuviera un significado. Lo que no sabía era, precisamente, cuál era ese significado. El desasosiego que acompañaba siempre a la fuerte sensación de sofoco lo hizo desistir de aquella clase de ensoñaciones, aunque persistió el anhelo que se había desencadenado en su interior. No tenía forma, tampoco nombre.

En la oración y en el arte ya no se sentía tan solo como antes. Era como el abrazo del padre, como el abrazo del amigo. Pero no había nadie más que él mismo que lo hiciera. Su padre había renunciado hacía ya tiempo a intentar abrazarle. Y no tenía amigos.

En algún momento, llegó a comprarse una caja para principiantes de pintura al óleo. Para entonces, toda la familia de Zakopane había muerto ya, y solo quedaban los primos de Mazowiecki. Allí fue donde, un verano, pintó su primer cuadro en serio: unas flores silvestres. Papá se rió al ver aquel patético intento, y le dijo que era afeminado y que a ver cuándo iba a ser como sus hermanos, y mamá le hizo callar. Por un momento los ojos de papá volvieron a ensombrecerse con la misma mirada de cuando lo liberaron de su cautiverio, aunque habían pasado ya unos años.

Y siguió pintando cada vez más, pero en secreto, sobre papel de estraza, sobre retales y sobre trozos de madera. Todas estas obras, además de innumerables dibujos, las guardaba en varias cajas debajo de la cama. Nadie conocía su existencia, porque Jan y Bronek ya no vivían en casa. Los dos estaban trabajando de aprendices en algún sitio, por lo que el dormitorio ahora era solo para él.

Cuando llegó el momento para Pawel de escoger un oficio o de estudiar en la universidad, papá lo llamó al salón y le dijo que tenían que hablar de su futuro. Quería que Pawel fuese ingeniero. Solicitó una plaza en la universidad y enseguida lo aceptaron, por las notas tan buenas que había sacado en el bachillerato. Al cabo de muy poco tiempo, se hizo evidente para todos que aquello había sido un error: los libros de texto eran prácticamente incomprensibles, y las clases una tortura. Pasaba casi todo el día en la biblioteca, leyendo libros de literatura y filosofía. Y por la noche pintaba. Hacia finales de ese mismo año había suspendido todas las asignaturas de un modo tan escandaloso que tuvo que resignarse a añadir un peso más a las decepciones de papá.

Luego se planteó la posibilidad de seguir una vocación religiosa. Pidió ingresar en un monasterio de Silesia y lo aceptaron. De aquel periodo solo recordaría más tarde su estado de perpetuo agotamiento, la celda de piedra y el tablón que le servía de cama, así como la cabeza hervida de un conejo que el monje cocinero le dio para comer un día, en un plato con caldo. Recordaba el pan y la oración constante, y la sequedad de ambas cosas. Al cabo de seis meses, los superiores le dijeron que carecía de vocación monástica.

Regresó a Varsovia y trabajó durante tres años en el servicio de mantenimiento de los Jardines Sajones; con la esperanza de ahorrar el suficiente dinero para hacer un viaje a la Europa Occidental y estudiar arte. Durante ese tiempo, jamás dejó de leer ni de pintar, y cada vez se aislaba más. Entre tanto, empezó a germinar en su interior un sentimiento de rabia: rabia por la situación del mundo, por sus propios temores y debilidades; rabia por aquella soledad, que tanto amaba y odiaba. Estaba convencido de que no era feliz por culpa de su infancia y de la insensibilidad de su familia. También sentía rabia hacia Dios, pero al principio eso era algo menos frecuente.

Cuando ya estaba a punto de terminar el último mes de trabajo en los Jardines se produjo un incidente pequeño e insignificante, tanto que hubiese podido borrarlo con facilidad de la memoria. Y sin embargo, se le grabó en la mente como una especie de señal en el desierto de aquellos años, y ya jamás pudo olvidarlo.

Era invierno y estaba quitando la nieve de los caminos de los Sajones. El día era claro, pero caían algunos copos. Eran tan grandes que, al depositarse sobre las mangas del abrigo de Pawel, parecían como ruedas de carro, con los radios emergiendo de unos cristales laberínticos.

Cuando levantó los ojos vio a un grupo de personas, todas vestidas de negro riguroso, que se dirigía hacia donde él se encontraba. Eran dos adultos y seis niños. Judíos. Más aún, eran de esos judíos ultraortodoxos que se llamaban a sí mismos jasidim. El patriarca de la familia iba señalando los árboles sin hojas, los senderos vacíos y la fuente sin agua, hablando todo el rato en una extraña lengua germánica de la que Pawel no comprendía absolutamente nada. El hombre, más bien bajo y con una barba ya gris, pasó junto a él sin dirigirle siquiera una palabra o un gesto de saludo, y dejó de hablar mientras se ajustaba el chal de oración que asomaba por debajo del abrigo. La esposa, una mujer rotunda y diminuta que llevaba una peluca encerada, dirigió a Pawel una mirada vigilante, y con un enérgico aleteo de la mano indicó a los niños que no se separaran. Al cabo de un momento, habían pasado.

Al final de todo, iba el más pequeño de los niños, de unos seis años. Se detuvo a unos pasos de Pawel y miró hacia atrás. Había en aquella postura, en la expresión de su cuerpo y de su personalidad, una extraña mezcla de vigor y reposo. Habría sido un niño igualmente extraordinario en cualquier raza, y no solo por la belleza física de sus rasgos, sino por un aire de natural angélico. No había en él rastro alguno de la prevención y la reserva que se hacían visibles en las caras de los demás miembros de su familia. Tenía los ojos negros, pero no eran en absoluto opacos, sino de una transparencia misteriosa que irradiaba franqueza y entusiasmo.

El niño cruzó su mirada con la de Pawel y elevó los brazos al cielo. Luego inclinó la cabeza hacia atrás y, con la boca abierta, atrapó un copo de nieve con la punta de la lengua. Y se puso a bailar de alegría, dando saltos sobre uno y otro pie. Las palomas de los edificios cercanos empezaron a bajar volando a su alrededor y aterrizaron a su lado, sin dejar de arrullar.

Pawel sonrió. ¿Cuántos años hacía que no sonreía?

—Schneeflocke! ¡Un copo de nieve! — gritó el niño, riendo.

—Dovid!

La atmósfera se hizo pedazos al oírse el chillido de la madre, que había advertido ya la ausencia del pequeño.

El niño se despidió de Pawel agitando una mano bien abierta, dio media vuelta y se apresuró a regresar junto a su familia.

* * * *

Pawel se convenció de que el único modo de hacerse más fuerte era cortar de cuajo las ataduras de aquel pasado que lo había convertido en lo que era. Para poder lograrlo, tenía que asegurarse de que los habitantes de su viejo mundo no tuvieran acceso al que ahora iba a inaugurar. Y así, apenas cumplidos los veinte años, decidió irse a Francia.

Dejó a sus padres una nota críptica diciéndoles únicamente que se marchaba por un tiempo de viaje por Europa para seguir su vocación artística. No volvió a escribirles, y ni siquiera quiso notificarles dónde se iba a alojar; tampoco perdió un solo segundo en reflexionar sobre el efecto que aquella repentina desaparición podía tener en ellos. No había intención alguna de causarles daño. Pawel estaba seguro de que les estaba aliviando de una pesada carga.

Lo único que sintió fue un terrible pánico mientras todo lo miraba por la ventanilla del tren que le llevaba hacia el oeste: ciudades y más ciudades, castillos y fábricas, paisajes y campos de batalla, página tras página de la Historia, con sus miserias y sus grandezas, encarnándose ante sus ojos. Ahora más que nunca sintió también su insignificancia, la dimensión microscópica de sí mismo, de sus pequeñas aspiraciones. En más de una ocasión tuvo que dominar el impulso irresistible de salir corriendo del vagón en cualquier estación y de volver a casa; no, mejor dicho, de volver a rastras en busca del seno protector del mundo que ya conocía. Pero la desesperada necesidad de huir de sus orígenes lo empujaba a proseguir la marcha.

Cuando llegó a París, los miedos de Pawel se disolvieron entre arrebatos de euforia, como si ahora fuese más grande de lo que había creído y estuviera dando zancadas por un mundo mucho más amplio, una cosmópolis de posibilidades infinitas. Se convenció de que allí encontraría su destino. Se alojó en una pensión situada en la orilla izquierda del Sena, un pequeño cuarto bajo los aleros de un edificio de piedra del siglo XVII, y siguió buscando en las calles el siguiente paso hacia adelante.

Para su gran decepción, descubrió que ninguna de las escuelas de arte estaba dispuesta a considerar una solicitud de ingreso, lo cual no dejaba de sorprenderle, puesto que daba por sentado que bastaba el simple deseo de pintar para que se le abrieran las puertas de los reinos más altos. Los conserjes de aquellos panteones no se dejaban impresionar fácilmente por la vehemencia de sus intenciones; querían pruebas y él no tenía más que unos dibujos y unos esbozos que mostrarles. Lo había quemado todo antes de salir de Varsovia, en una de las muchas imprudencias que había cometido con el propósito de destruir cualquier vínculo con el pasado. Traía con él únicamente las ansias de crear belleza. Decidió, por tanto, quedarse en París y dedicarse solo a eso. Sería un «primitivo». Prescindiría del mundo académico e iría a la búsqueda de algún maestro que le aceptara como aprendiz, y en el peor de los casos simplemente se haría autodidacta.

Sus miedos quedaron mitigados bajo los aleros de su cuarto, aliviados por el arrullo de las palomas que se posaban junto a la ventana y también por la algarabía de los niños que jugaban en la calle, gritando y riendo como hacían los niños en cualquier parte del mundo. También estaba el panadero de la esquina, que entregaba el pan montado en su bicicleta con las baguettes bajo el brazo, igual que troncos de leña, y al que todas las mañanas oía llegar entre chirridos cantando: Pain et pain et vin, pan y vino, pan y vino. Y la señora mayor del piso de abajo, que cantaba canciones de amor y cuyo eco resonaba en los cuartos superiores a todas horas. Estaban las campanas de las iglesias de la ciudad, y un acordeón tocando melodías tristísimas en un bistro a media manzana de allí, y las conversaciones de la gente que pasaba, chismorreos, risas y acaloradas discusiones sobre las minucias de la política. Parecía todo tan fresco, tan reconfortante, tan distinto de los agobiantes encorsetamientos sociales de Varsovia... Él seguía tan reservado como siempre, no hacía amigos y hablaba solo con las personas que le vendían lo necesario para su supervivencia.

Mientras se acostumbraba a su nuevo hogar, continuó con el viejo hábito de leer todas las noches. Durante su primer año en París leyó a Molière y a Racine en francés, y agradeció entonces el esfuerzo que había hecho en el bachillerato por estudiar esta lengua. También leyó a Dante y a Boccaccio, atraído por la mentalidad italiana, tan rebosante de luz, pero estaba claro que el mundo de estos autores pertenecía ya de forma irrevocable al pasado. Con no poco esfuerzo consiguió terminar Das Kapital y Mein Kampf, y también La República de Platón. El libro de Hitler era el más fácil de comprender, aunque ya desde los primeros capítulos Pawel advirtió una visión de la vida completamente opuesta a la suya. «¿Es la agresión violenta el único antídoto contra la opresión?», se preguntaba. Seguro que había otros caminos, como el del arte, por ejemplo, que no era pasivo ni tampoco agresivo. Si todo el mundo sintiera la belleza en sus vidas, aprenderíamos a crear y no a destruir.

Aprovechaba las horas de luz para pintar. Los temas eran de lo más diverso: el Sena, los monumentos o la gente del parque. Acudía a los museos constantemente, empapándose de miles de imágenes, extasiado sobre todo ante la armonía del impresionismo. También se dedicó a observar a muchos artistas ya profesionales, los mejores en sus respectivos estilos. Escuchaba lo que podía de las conversaciones que mantenían en las galerías o en los cafés y leía sus filosofías en los catálogos y en los manifiestos de arte. Durante todo aquel primer año, y casi la totalidad del segundo, estuvo atento a la aparición del maestro adecuado del que pudiera convertirse en aprendiz.

En una ocasión conoció a Picasso en un bistro; casi sin quererlo se encontró en el extremo de un grupo de jóvenes pintores que querían hacer preguntas sobre arte a aquel gran hombre. Todos parecían reverenciarle, aunque aquello era casi idolatría. Picasso observaba las muestras de su adulación con un frío parpadeo de ojos, divertido pero despectivo. Emanaba poder, una independencia total y una autoridad difícil de definir. Un ser proteico. Picasso respondía a las preguntas de los jóvenes artistas como quitándoles importancia, y luego les soltaba unas cuantas frases olímpicas para compensárselo.

—El arte es guerra —sentenció—. El arte es un instrumento de ataque y defensa.

Advirtió entonces la presencia de Pawel y dibujó en una servilleta un esbozo a lápiz de su rostro, sonriendo con aire burlón, como si con aquellos trazos tan rápidos supiera captar a la perfección la semejanza. Hizo caso omiso del intento de pregunta que Pawel estaba fabricando, con aquella boca polaca peleándose con el francés y un rostro con evidentes muestras de ansiedad mientras tartamudeaba su petición.

—Seseseñor, ¿acepceptaría usted a un aprendiz? Mememe gustaría mucho encontrar...

Y haciendo como que no le oía, el español soltó un bufido y mostró el dibujo a una mujer rolliza que tenía sentada a su lado.

—¿Hermoso? — preguntó, como si Pawel no estuviera allí.

—Hermosa —contestó la mujer, arrancando a Picasso una sonrisa de satisfacción y después una carcajada. Luego llevó el extremo de la servilleta hasta la llama de una vela y, mientras ardía, se encendió un cigarrillo con ella. Arrojó los restos del dibujo al suelo y aplastó las cenizas con el tacón. Una vez hecho esto, se levantaron los dos de la mesa y, sin pronunciar una sola palabra de despedida a los admiradores allí reunidos, se alejaron sin prisa calle abajo y cogidos del brazo.

Este pequeño incidente ofreció a Pawel unos cuantos días de reflexión. Sin embargo, al final ya no supo qué pensar. Había visto varias obras de la primera etapa de Picasso en museos y galerías, y le gustaban mucho. También había visto alguna de sus obras cubistas. Éstas no le atraían tanto; le inquietaba aquella distorsión, pero tenía que reconocer que era un estilo revolucionario, incluso genial. Aunque su admiración se enfrió un poco, en ningún caso desapareció por completo.

En aquella época, Pawel dejó de ir a misa, y también de rezar. No tenía sentido participar de una fe que estaba tan anclada en el pasado. Por el contrario, la nueva cultura mostraba una vitalidad arrolladora, y además estaba dominada por los jóvenes, que, por otra parte, exploraban con fervor nuevas maneras de pensar. Lo cierto es que a Pawel no le repelía el hecho de que aquella atmósfera rezumara cinismo y heroica desesperación. Más bien se sintió atraído hacia ella. Llevaba muchos años sufriendo una desesperanza personal sobre el mundo, y le parecía que aquella gente tan dotada había tenido que luchar por lo mismo hasta poder vencerlo gracias a su arte.

Él había venido a París en busca de su destino como artista, y durante el primer periodo de esa peregrinación en ningún momento dejó de creer que encontraría con toda seguridad un mentor que le mostrara el camino. Pero a medida que fueron pasando los meses empezó a darse cuenta de que nadie se interesaba por su persona. Descubrió que había otros diez mil jóvenes como él en la ciudad buscando al mismo salvador. Todos habían venido con la esperanza de ser adoptados por Picasso.

Por otro lado, no tardó en comprender que tenía poco talento. Todos le sonreían amablemente al ver sus cuadros. No había una sola galería dispuesta a exponerlos. El impresionismo ha muerto, decían.

—Y ahora —se preguntó a sí mismo en un momento de franqueza, contemplando su propia imagen reflejada en el escaparate de una galería—, ¿qué puede hacer un mediocre impresionista polaco en el París de 1932?

En cuanto se le acabó el dinero tuvo que buscar trabajo. Encontró empleo como jardinero al servicio de una princesa rusa llamada Sonia Ogolushov. Fue allí donde conoció al padre Photosphoros, un monje ruso ortodoxo que había huido de los bolcheviques con la princesa y su marido y había venido a París con ellos en 1921. De alguna forma habían conseguido sacar su fortuna del país, o quizá ya la tenían depositada en bancos franceses antes de la Revolución. Photosphoros vivía en las cocheras, en una casa de piedra situada en uno de los extremos de la propiedad y a la que llamaban «la ermita». Celebraba la Divina Liturgia en la gran capilla de la casa principal. Los domingos, Pawel se acercaba discretamente hasta el jardín que había bajo el ventanal de la capilla y se sentaba, apoyando la cabeza en la pared, a escuchar los cánticos de los exiliados.

De nuevo con dinero en los bolsillos, Pawel compró más libros de los que ahora podía leer, y también más pinturas y lienzos, y un valioso cuadrito italiano de unas flores. Sin embargo, este último gasto supuso algo más que unos francos. Nunca había sido muy práctico a la hora de calcular el tiempo o sus propios recursos, de modo que obtuvo el cuadro tres semanas antes de la siguiente paga y solo después de haberlo comprado se dio cuenta de que iba a tener que prescindir de cierta cantidad de comida. El sacrificio valía la pena, ya que las fiori iluminaban la oscuridad de su cuarto como si fuera una ventana siempre abierta a un paisaje rebosante de luz. El hombre no solo vive de pain et vin, se convenció.

Durante varios meses Pawel se empapó del esplendor crepuscular de los zaristas, aunque por supuesto él solo se movía en el margen de sus vidas, recogiendo las migajas que caían de sus mesas. Empezó a estudiar ruso por las noches y sin decírselo a nadie, con la esperanza de sorprender algún día a sus patrones conversando con ellos en su lengua nativa. Si acabó por convencerse de eso era porque su familia había pertenecido en el pasado a las clases altas, de modo que acabarían reconociéndolo como uno de los suyos. Quería impresionarlos haciendo gala de ser un joven educado y culto, por no hablar de la sangre noble que corría por sus venas, aunque de eso hacía ya siglos y carecía de título nobiliario.

Un día, el padre Photosphoros pasó junto a él mientras podaba unos arbustos y lo abordó de un modo seco, casi ofensivo.

—¡Tú! ¿Qué haces en una ciudad tan corrupta como ésta? ¡Vuelve a Polonia!

Le habló en francés, y en la misma lengua Pawel le respondió:

—Padre, yo quiero ser artista.

El sacerdote soltó un bufido.

—¡Artista! Hasta ese demonio de Hitler es un artista. ¡El infierno está lleno de artistas!

La confianza de Pawel en el arte contemporáneo flaqueaba desde hacía ya algún tiempo, y la que tenía en su propio talento colgaba ahora de un fino hilo. Sin embargo, en los días que siguieron a aquella conversación se le ocurrió que tal vez su fracaso era el modo que tenía Dios de dirigirle hacia un estilo de pintura más espiritual. ¿Aún creía en Dios? Sí, claro que sí... un poco. Se preguntó si lo suyo no sería convertirse en pintor de iconos. Intentó rezar otra vez, pero, como siempre, el cielo no le respondió.

El padre Photosphoros vivía solo y pintaba iconos en su ermita. Era bastante mayor, con una larga y cuidada barba que le llegaba hasta el pecho y un icono de Cristo adornado con piedras preciosas colgándole del cuello con una cadena. Él mismo había pintado aquel icono. Pawel quiso hablar con él y fue hasta la ermita para preguntarle si le dejaba ser su aprendiz en el arte de pintar iconos.

—¿Cómo? ¿Tú? ¿Pintar iconos? — vociferó el viejo sacerdote, arrugando el ceño y dedicándole un gesto de desprecio—. ¡Tú lo que quieres es ganar dinero!

Pronunció la última palabra como escupiéndola, y Pawel se sintió como si acabaran de propinarle una patada. Photosphoros le hizo una seña para que le acompañara hasta el cuarto donde trabajaba. Avanzando poco a poco, con la ayuda de un bastón, condujo al jardinero hasta una mesa de madera sobre la que había un auténtico prodigio de pintura, un icono de la Madre de Dios a medio terminar. Azul cerúleo. Púrpura tornasolada. Ocre.

Photosphoros se detuvo frente a un altar situado en un rincón del cuarto, sobre el que había un gran icono con la imagen de Cristo Pantocrátor. Azul cobalto. Rojo cadmio. Oro con filamentos de blanco titanio.

—¡Estás ante la zarza ardiente! — le espetó—. Tienes que descalzarte.

«Tengo que quitarme los zapatos, igual que Moisés», pensó Pawel. Se agachó y empezó a desatarse los cordones, pero, al verlo, el sacerdote empezó a tirarse de la barba con desesperación. No se refería literalmente a eso. Tiró el bastón al suelo y se inclinó cuanto pudo ante el icono en señal de profunda reverencia. Pawel pensó que se le había caído el bastón, de modo que se agachó de nuevo y lo recogió para dárselo. Photosphoros se lo arrebató de las manos y volvió a arrojarlo al suelo hecho una furia.

—Mira —le dijo, dominándose un poco. Volvió a inclinarse ante el icono, tocó el suelo y se persignó—. ¡Cuando un ruso hace esto es porque significa algo, pero para un occidental no significa nada!

—¿Y no podría enseñarme? — suplicó Pawel.

Photosphoros alzó las manos al cielo.

—¿Enseñarte? ¡Ja! ¡Pero si eres polaco! Y encima católico, ¿no? Imposible enseñarte nada.

—Pazhalusta, por favor —empezó a balbucir Pawel, cambiando ahora del francés al ruso—. Quiero aprender. Si tal vez hablara usted con la princesa, si le dijera que yo...

—¿La princesa? — gruñó Photosphoros—. ¿Que hable con la princesa? Oye, ¿pero qué clase de idiota y ambicioso eres? — Se sentó bruscamente en una silla y se quedó con el cuerpo inclinado hacia delante, tapándose la cara con una mano—. ¡Fuera de aquí! — exclamó con un vaivén de la otra mano—. ¡Déjame!

Pawel retrocedió afligido hasta la puerta de entrada. Ya solo en el jardín, se vio luchando con una nube de oscuros pensamientos que pasaron rápidamente del dolor y la confusión al desánimo, para acabar hundiéndose en la desesperación. ¿Por qué razón le había tratado así aquel sacerdote cristiano? Si hasta el mejor de los hombres —un místico, un monje— había mirado en su alma para retroceder, eso significaba que ni siquiera Dios le quería.

«Si Dios no me quiere, entonces todo lo que me han enseñado sobre Él es falso —pensó Pawel—. Quizá Dios no exista. Quizá se trate solo de otro absurdo incidente en este mundo sin sentido.»

En ese mismo instante dejó de trabajar al servicio de la princesa. Parecía el fin de todo. Al cabo de unos días encerrado llorando en la oscuridad de su cuarto, finalmente salió a buscar trabajo, hambriento y sin un céntimo en el bolsillo. Sin embargo, en los mejores barrios no encontró ningún empleo disponible; ni siquiera en las duras fábricas de los barrios obreros estaban dispuestos a contratarle. Una noche, cuando regresaba a su habitación después de otro día de búsqueda infructuosa, encontró algunas de sus pertenencias amontonadas en la acera de la calle. El conserje había vendido prácticamente todo lo que poseía para satisfacer el impago del alquiler. En los últimos meses había derrochado el dinero con simples caprichos, como las fiori, el curso de ruso y unos pinceles muy buenos de marta cebellina, confiando en su futura suerte. Ahora ya no había ningún futuro en el que creer. También había confiado en la paciencia de su patrona, y en esto también se había equivocado. Cuando llamó a su puerta para protestar primero y para rogar después un poco de indulgencia, la mujer lo echó a la calle entre gritos y aspavientos. Ahora le quedaba únicamente un poco de ropa y el pequeño cuadro italiano de las flores, que la señora no había podido vender. Y así, llevando las fiori bien protegidas debajo de la chaqueta, como si en ello le fuera la vida, inició su descenso hacia las regiones donde vive la mayoría de la gente, con la sensación de no pertenecer a ningún sitio, o de que tal vez sí pertenecía a alguna parte, pero le había tocado vivir con los que no pertenecían a ninguna.

Durante la semana siguiente fue vagando sin rumbo por los peores arrondissements en busca de una pensión que le aceptara a crédito. En ninguna se le aceptaba. Dormía bajo los puentes y en los bancos de los parques. Siguió llamando a un millar de puertas pidiendo trabajo, pero nadie se lo daba. Mendigó comida en las iglesias y los conventos, y así pudo sobrevivir gracias a la bondad de los que menos tenían. Había tantos mendigos como él pidiendo ayuda, y pocas veces había suficiente para todos. Era incapaz de abrirse camino a la fuerza por delante de los ancianos, los tullidos y los hijos de los pobres.

Un día llegó completamente exhausto a un puente y lo cruzó hasta medio camino. Se apoyó en la barandilla y pensó que el Sena era el río ideal para morir. «Oh, París, París —lloró—, tú que creas y destruyes, ¿cuántos genios se han ahogado en tus aguas?»

Pero aquel llanto de protesta contenía a la vez una afirmación. Se dio cuenta de que quería vivir.

Se le ocurrió que tal vez lo mejor era volver a la casa de la princesa y rogarle que le contratase de nuevo. Qué golpe para su orgullo, pensó, pero el hombre necesita comer, ¿o no? Empezó a recordar con ansiedad los restos de comida que las cocineras le dejaban a veces después de las fiestas que la princesa y su marido daban a sus amigos. Se sentaba en el cobertizo de jardinería a comer mendrugos de pan de azafrán y sabroso play, que eran las especialidades de la comida armenia. ¡Con qué inconsciencia se lo comía todo! ¡Cómo les reprochaba mientras comía tanta riqueza y tanto desperdicio! Poco iba a imaginarse él en aquellos años de abundancia con qué facilidad desaparece la comida del mundo.

Cuando llamó a la puerta de la propiedad, el portero le informó de que ya habían contratado a otra persona. No, no hay ningún trabajo libre, le dijo. ¿Crees que los trabajos crecen en los árboles? No, la princesa no te recibirá. No, se acabó la caridad; se acabó la comida gratis y se acabaron también los jóvenes necios y consentidos que abandonan sus obligaciones sin previo aviso y sin despedirse. Y lo peor de todo, añadió, es que la princesa está muy preocupada porque sus bulbos holandeses quedaron sin plantar y ahora muchos se han podrido, y todo por culpa de un insolente y de un impresentable como tú. ¡Largo de aquí!

De modo que Pawel tuvo que seguir durmiendo entre los arbustos y debajo de los puentes. Para entonces ya era noviembre, y las noches empezaban a ser muy frías. Los charcos se congelaban y él cogió un buen resfriado. Día tras día siguió caminando por la ciudad en busca de cualquier empleo o de un milagro, pero ni lo uno ni lo otro llegaban. Había muchos hombres como él en las calles, incluso veteranos de la Primera Guerra Mundial, algunos de ellos bastante jóvenes, a los que les faltaba un brazo o una pierna, mendigando o vendiendo lápices. También había mujeres, y algunas hasta intentaban venderse. Esto era lo que más le afligía, en un horror y una angustia que le retorcían por dentro constantemente.

Un mañana se encontraba sentado en el banco de un parque, soportando el dolor de todos sus huesos, cuando advirtió la presencia de un hombre que se había detenido frente a él y que no dejaba de mirarle.

—Tú —exclamó—. ¿Quieres trabajo?

—Sí, por favor, monsieur —respondió Pawel.

—Veo que tienes la ropa manchada de pintura. ¿Eres pintor de brocha?

—No, monsieur.

—Estarás familiarizado entonces con algún trabajo relacionado con el arte.

—Soy artista.

El hombre no le contestó, pero asomó a sus ojos una expresión entre divertida y cínica.

—Soy el director de una academia de pintura —le dijo—. Necesito un criado. ¿Estarías dispuesto a barrer el suelo, limpiar los pinceles y realizar cualquier tarea que te pida? — Sí, claro —contestó Pawel con impaciencia, tratando de dominar el temblor de las manos. — Me refiero a cualquier cosa. No voy a emplear a nadie que me cause... problemas. — Sí, cualquier cosa. — No eres francés. Por el acento, yo diría que eres del Este. ¿Ucraniano? ¿Checo? ¿Polaco? — Soy polaco. — ¿Tienes antecedentes penales? — No, monsieur. — Me lo imaginaba —dijo el hombre, esbozando una extraña sonrisa. A Pawel le desconcertó la intensidad con que le miraba ahora.

—Te pagaré unos cuantos céntimos al día y te dejaré dormir en una cama plegable en el cuarto del conserje.

—Gracias, monsieur.

—¿Tienes hambre?

—Sí, monsieur.

—Tiens, te daré algo de comer. ¡Ven conmigo!

El hombre dio media vuelta de golpe y echó a andar a grandes zancadas, haciéndole una seña a Pawel para que le siguiera. Pawel tuvo que hacer un gran esfuerzo para mantener el ritmo, ya que se sentía enfermo y debilitado por las noches pasadas a la intemperie. Pese a todo, empezó a sentir también un gran alivio; no, era algo más cercano a la euforia. Sabía que tenía por delante un duro día de trabajo, pero por lo menos comería algo. Decidió aguantar hasta la noche y entonces ya podría descansar. La sola idea de poder dormir en un lugar caliente se acercaba al éxtasis.

La academia estaba situada en la tercera planta de un almacén. Pawel apenas logró subir las escaleras hasta alcanzar el rellano y encontrar al director en mitad de una acalorada discusión con su ayudante. Hablaban en francés, y pudo oír la palabra modèle varias veces. Al parecer, el modelo habitual que utilizaban para la clase de dibujo no se había presentado aquel día.

—Ya me lo temía —exclamó el director con una risa fría—. Pero ya sabes que yo siempre estoy preparado. Voilà!

Empujó a Pawel hacia delante y se lo mostró al ayudante, que lo repasó de la cabeza a los pies con evidente desagrado.

—Supongo que tanto da un cadáver que otro, Henri —respondió.

Lo condujeron a una pequeña oficina, detrás de la cual pudo ver una enorme sala con tragaluces y a unos quince o veinte alumnos rodeando una tarima. Con tantos caballetes, aquello parecía una bahía llena de viejos barcos de vela.

—Hoy necesito un modelo —le anunció el director.

—¿Un modelo? — murmuró Pawel.

—Sí, un desnudo para que mis estudiantes puedan estudiarlo.

—Oh —empezó a decir tartamudeando—, pero eso no es posible.

El director le señaló un biombo junto a la puerta del estudio.

—Desnúdate y sube a la tarima. Tienes cinco minutos.

—¡Pero ahí hay mujeres!

El director y su ayudante se pararon en seco y soltaron una carcajada.

—¿Qué te pasa? ¿Eres un niño o qué? — exclamó el primero—. Ahí solo hay profesionales. No tienes de qué avergonzarte. Lo que tienes que hacer es posar para ellos. Eso nada tiene que ver con que estés desnudo.

—No veo la diferencia, monsieur. Por favor, déme otra cosa para hacer. Limpiaré el váter sin más utensilio que las manos si lo desea. Ser impúdico va en contra de mis principios.

—¿Y morirte de hambre va también contra tus principios, idiota? Haz lo que te digo o desaparece de mi establecimiento inmediatamente.

Pawel permaneció temblando ante todos ellos. Cada músculo de su cuerpo le estaba pidiendo a gritos un poco de descanso, y sentía cómo la fiebre le atenazaba por momentos. Solo pensaba en echarse. La cabeza le daba vueltas, y el estómago le dolía como nunca.

—¿Y bien? — le apremió el director.

No supo por qué razón acabó decidiéndose. ¿Por el hambre? ¿Por el cansancio? El hambre embota cualquier resto de sensibilidad. Y lo mismo pasa con el agotamiento. Pero eso solo no podía explicarlo. Tal vez empezó a sentir el efecto acumulativo de todos los actos de despersonalización que los parisinos le habían infligido. Era un mendigo, un parásito, igual que las prostitutas que había abajo, en la calle. Si ya le habían despojado del último resto de dignidad que le quedaba, para qué iba a ocultar con unos harapos lo que ya no estaba allí: su dignidad, su conciencia perdida, su propio ser. ¿Acaso no eran éstas meras palabras?

Después de sobreponerse al pánico, se colocó detrás del biombo y empezó a quitarse la ropa lentamente. Tenía ganas de gritar, de vomitar, de correr hacia algún lugar más oscuro, pero, más que todo eso, quería el alimento prometido.

Cuando se encontró completamente desnudo, con los pies fríos y muy blancos sobre el suelo de madera, el ayudante se acercó hasta el biombo y le lanzó un albornoz. Pawel se cubrió con él como escondiéndose de todo. El ayudante le miró el cuello y los pies y emitió un sonido de asco.

—Apestas —le dijo.

Le arrojó una toalla y una pastilla de jabón y le señaló un jarrón con agua y una palangana. Después de lavarse un poco, permaneció callado y sin saber qué hacer. El ayudante le ordenó que se pusiera el albornoz y le dio un empujón para que atravesara la puerta del estudio. Le llevó una eternidad alcanzar la tarima, venciendo cada paso con un acto de voluntad. Ya de niño, incluso siendo adolescente, sentía un terror enfermizo ante la desnudez que se ofrecía a los ojos de los demás. Para vencerlo, ahora necesitaba el mayor esfuerzo que jamás había realizado en su vida. Le pareció que el mundo se había convertido en un lugar donde solo existían los objetos. Él era un objeto a punto de ser utilizado por otros objetos. Las formas, los contornos, los colores se difuminaban, dejando solo un nudo de desesperación dentro de él.

—¡Quítate eso de una vez! — le gritó el director. Varios estudiantes se echaron a reír.

Pawel dejó caer el albornoz y permaneció quieto frente a ellos. Solo veía sus ojos, agudos y penetrantes, evaluándole y juzgándole. Era como si la misma muerte se hubiese apoderado de él. Jamás había experimentado una agonía como aquella.

—Mes enfants terribles —empezó a decir el director—, os traigo a un invitado. Rembrandt os envía al Jinete Polaco. Un polaco nu! Derrotado en la batalla y despojado de todo por los conquistadores. Magnifique, n’estce pas?

—Muy bueno, Henri —dijo uno—. Un torso perfecto coronado por una cabeza noble y sensible.

—Me recuerda el torso de la Edad de Bronce, de Rodin.

—Sí, tiene la misma extraordinaria armonía en la forma, la del cuerpo de un atleta, un corredor llegando a la meta como un animal exhausto.

—Ya —dijo otro—, pero a mí la cara me recuerda al busto de Paris, de Renoir.

A lo largo de toda la mañana, Pawel fue adoptando las poses que le pedían, unas veces de pie y otras sentado, cambiando de posición cada veinte minutos. Si no se volvió loco fue porque iba repitiéndose sin cesar su propio nombre. Una y otra vez, solo su nombre, su insignificante nombre. Decidido a soportar aquella mañana infame, pensó que podía esperar a que los estudiantes se fueran a comer para luego pedir unas monedas y marcharse. Así, aunque solo fuese por un día, podría comer. Luego ya decidiría si tirarse al río, o volver caminando a Polonia, o... cualquier cosa. No tenía la menor idea de lo que iba a hacer, pero por lo menos la elección sería solo suya.

En medio de aquella desesperación, suplicó a su memoria que lo salvara, que le pusiera ante los ojos de su corazón el rostro de la joven de la que se había enamorado, la joven que rezaba. No era especialmente guapa, pero había en ella una luz que irradiaba bondad. Llevaba años soñando que un día volvería a encontrarla, y que irían a pasear juntos bajo los castaños y las acacias de Varsovia. Y charlarían sobre arte. Y a lo mejor hasta se casaban y entonces compartirían los dos los hermosos misterios del amor. En su abrazo ya no habría miedo ni vergüenza.

Pero mientras seguía posando sobre la tarima, Pawel descubrió horrorizado que cuanto más cerca veía su rostro, más densa era la oscuridad que lo llenaba.

En el descanso para el almuerzo, la mayoría de los estudiantes se marcharon y Pawel aprovechó para ponerse el albornoz. El ayudante le trajo un tazón de caldo y media barra de pan. Esta era, entonces, la comida prometida por el director. Se bebió el caldo de un trago y empezó a atacar el pan. Mientras lo devoraba a mordiscos, de repente se vio reflejado en los ojos de los dos o tres estudiantes que se habían quedado para retocar los dibujos. Había algo en aquellas miradas que le asustó. Era la pena. Pero no era la compasión que siente el ser humano viendo sufrir a un semejante. Era la pena de unos individuos libres y poderosos contemplando a un animal atormentado.

En ese preciso instante se dio cuenta del alcance de su situación. Corrió hacia el biombo y se vistió. Aseguró el fiori contra su piel y salió en busca del director de la academia para pedirle el pago por sus servicios.

—Solo pago por una jornada completa de trabajo —le soltó.

—Por favor —le rogó Pawel—. Estoy enfermo y tengo hambre. ¡No me haga esto!

—Eres tú quien te lo haces. Y ahora vuelve al estudio y quítate esos harapos. Necesito a un empleado de confianza. Quizá mañana puedas hacer algo en la conserjería, si tanto te molesta esto.

Pero Pawel sabía perfectamente, aunque no muy bien por qué, que aquel hombre mentía. Desde el principio solo quería «un cadáver», como había dicho el ayudante, un cuerpo para que sus alumnos pudieran estudiarlo.

—Déme el dinero —exclamó sofocando un grito.

—Lárgate de mi academia —le respondió el director con total frialdad—. Y que no vuelva a verte por aquí, o llamaré a la policía.

Pawel estaba demasiado extenuado para seguir discutiendo. Se arrastró como pudo escaleras abajo y salió para vagabundear por las calles igual que un superviviente entre un montaña de ruinas. Le pareció que el mundo se había convertido en una zona devastada, una desolación en la que solo los cadáveres deambulaban en busca de sus propios rostros perdidos.