20
Después de hacerle bajar las escaleras a patadas, lo convirtieron en uno más de los que formaban los torrentes humanos que convergían en la estación del ferrocarril. Aquellas personas, acosadas y amedrentadas, habían llegado arrastrándose por las calles, tirando de sus hijos pequeños o empujando carretones cargados con sus mayores o con baúles tambaleantes. En el Umschlagplatz, baúles y muertos les eran arrebatados, y amontonados para su posterior clasificación.
Siguiendo el flujo de uno de estos torrentes humanos, Pawel pasó por delante de Haftmann, que inspeccionaba todos aquellos pertrechos en busca de algún tesoro cultural. En un fugaz instante de vaga esperanza, gritó:
—¡Doktor!
Pero el alemán levantó la mirada para ver tan solo un rostro exhausto que pasaba de largo, indistinguible en la marea de números y nombres, carentes por completo de significado. Haftmann se dio la vuelta.
Junto con miles de otras personas, a Pawel lo cargaron en un tren mercancías.
En su vagón eran doscientos.
Era imposible sentarse. El cubo que servía de letrina en un rincón estaba ya a rebosar. El hedor del terror era asfixiante.
Los ferroviarios pasaban por el andén y se detenían a encender un cigarrillo. A través de una rendija entre los tablones, Pawel podía ver sus rojas mejillas redondas y los gestos rituales del campesinado al intercambiar las bromas de rigor.
—Problemas en la línea de Byalistok —dijo uno—. Estos no verán Treblinka.
—¿Adónde los llevan?
—A Ovicim.
—¿Cracovia ya sabe que les llegan invitados inesperados a comer?
Los ferroviarios volvieron finalmente a su olvido en la historia a medida que el vagón, tras un fuerte tirón, arrancaba y avanzaba con estrépito, entre los gruñidos y los gritos de su cargamento. Lo peor era el llanto de los bebés y los niños. Y las discusiones. Las quejas y lamentos. A veces se hacía un completo silencio, aunque nunca duraba mucho. El frío y el mal olor lo dominaban todo. La gente trataba de maniobrar para acercarse lo más posible al respiradero del techo. Viejos y mujeres se desmayaban, pero no podían caer al suelo a causa de la compresión de los cuerpos, que se mantenían derechos los unos a los otros. Las familias que habían quedado separadas gritaban en voz alta los nombres de los demás, tratando de averiguar si algún ser querido iba en el mismo furgón de carga.
¡Mamá! ¡Zdenka! ¡Babscia! ¡Papá! ¡Marta! ¡Leonhard!
¡Dios mío, Dios mío! ¿Por qué me has abandonado?
¡Tsipora! Shtiler, shtiler, tranquilo. ¡Shhhhhh! ¡Eugene!
¡Papá! Tranquilos, tranquilos. ¡Mamá!
Shtiler, kind mayns, veyn nit, veyn nit.
Tranquilo, mi niño, no llores, no llores ¡Hijo mío! ¡Hijo mío!
¡Escucha, oh, Israel! ¡El Señor es nuestro Dios, el Señor es Uno!
¡Anna! ¡Abuelo!
¡Berthe! ¡Gunther! ¡Ruth! ¡Mamá!
¡Papá! Israel, mi primogénito, es mi hijo.
¡Nos elevaremos como incienso hacia el Señor!
Por favor, por favor, no supongan esas cosas.
¡No asusten a los niños!
No lloréis. No lloréis.
Israel, mi primogénito, es mi hijo.
¡Adonai! ¡Adonai!
¡Adonai!
Y así continuó todo, hora tras hora. Bien entrada la noche, el tren se detuvo en un apartadero, y las personas se acurrucaron como un amasijo congelado.
—El señor Edelmann está muerto —dijo alguien.
—¡El señor Koz también!
—¡Esto es impuro! — gritaron otros.
—¿Y qué podemos hacer? ¿Qué podemos hacer?
—Nada, ¡no podemos hacer nada!
—Sh’ma Yisrael...
Otros gritaban y aporreaban las paredes, pidiendo ayuda.
Pawel quedó aprisionado en el rincón bajo el respiradero. Encontró un punto donde apoyar el pie en una plancha que sobresalía y se encaramó. Fuera, el mundo estaba abandonado. Lejos, delante de todo, la locomotora silbaba humeante. El cielo estaba en llamas.
—¿Qué se ve? — le preguntaron varias voces.
—El cielo está muy rojo —dijo Pawel—. Salen chispas a chorro de unas chimeneas muy altas en el horizonte.
Un rumor de especulaciones se difundió en todas direcciones:
—Son industrias pesadas. Ya ven, van a utilizarnos como mano de obra barata.
—El olor es espantoso.
—Puede que sea un matadero.
—No, nos hemos detenido junto a un vertedero.
—No, no, será una fábrica de conservas.
—¿Piensan tenernos aquí mucho tiempo?
—Ni aunque quisieran. Morirá más gente si nos tienen aquí fuera con este tiempo.
—¡Mamá! ¡Papá!
Los gritos se sucedieron nuevamente como las olas en una playa eterna.
Pasaron dos guardias alemanes, riendo en medio del aire cortante de la noche.
—Pregúnteles, joven, pregúnteles a ellos.
—¿Qué son esas chimeneas de ahí? — gritó Pawel a través del respiradero.
Los guardias intercambiaron una mirada, y uno de ellos replicó:
—Están cociendo pan para vosotros. Noche y día, siempre haciendo pan.
Pero nadie supo si tomarse aquella respuesta en serio.
Al llegar la mañana habían muerto algunas personas más, y otras tosían y temblaban de frío. Muchas lloraban. Algunas eran presas de la histeria, abrían la boca sin proferir sonido alguno.
Pawel había pasado la noche en vela. No dejó de mirar hacia el cuadrado de luz roja, hasta que se volvió de un color mantecoso. El cielo estaba muy encapotado. En el bolsillo de la chaqueta encontró una punta de lápiz y un recibo viejo de Casa Sofía. Era la factura por el papel que había comprado para editar la historia de Soloiev sobre el Anticristo. En el reverso escribió:
David, mi querido hijo y amigo:
Nunca como ahora había deseado tanto vivir. Desciendo en tu lugar al corazón de las tinieblas. Mi vida te la entrego a ti. Llevo tu imagen conmigo como un icono. Es mi alegría.
Finalmente me dispongo a sumirme en el sueño, pero voy con el corazón despierto. Pawel.
Cuando acabó, se quitó la cinta blanca y roja que llevaba en torno al cuello y el pesado medallón que colgaba de ella. Envolvió el medallón en la hoja de papel y lo ató con la cinta. Con cuidado, escribió por fuera el nombre de David Schäfer.
Un poco más tarde, un grupo de obreros ferroviarios polacos pasaron rezongando, caminando a lo largo de la vía con unas barras de apisonar cruzadas sobre los hombros. Al acercarse el último, Pawel arrojó por el respiradero el pequeño paquete, que fue a parar a los pies del hombre.
El ferroviario se agachó y lo cogió.
—Por favor —gritó Pawel—. Por favor, le ruego que encuentre a la persona cuyo nombre está ahí escrito.
—¿Soy judío, acaso? — refunfuñó el hombre.
—Le ruego que le lleve eso a mi prima, que vive en Mazowiecki, al este de Varsovia. O que se lo envíe más adelante. La guerra no va a durar siempre.
Le dio el nombre completo de Masha y le dijo dónde se encontraba la granja.
—Se lo suplico en nombre de Nuestra Señora de Czstochowa —imploró.
—¿Qué es eso de Czstochowa? — dijo el hombre, dubitativo.
—En nombre de nuestro Salvador.
—¿Es usted católico?
—Sí.
—Hay montones de católicos que van a ese sitio de vacaciones al que los llevan a ustedes.
—Yo soy uno de ellos.
—Se está calentito, ahí. Se está tan bien que nadie vuelve.
—¿Querrá hacerme este gran favor que le pido?
—Hay gente que tira mensajes de los trenes, a veces. Pero nunca antes me había encontrado con un católico que me lanzara un mensaje dirigido a un judío. ¿Es oro? — preguntó, sacudiendo el envoltorio.
—Se lo ruego, será recompensado, Dios lo ve todo.
El ferroviario volvió sus ojos endurecidos hacia las chimeneas.
—¿Dios ve eso también? ¿Dónde está Dios?
—¡Eh, Poselski, idiota! — le llamaron sus camaradas—. ¿Con quién estás hablando? ¡Venga, vamos!
El ferroviario se alejó con el envoltorio en la mano.
No mucho después, el tren arrancó dando un bandazo y fue rodando con una lentitud exasperante en dirección al origen del hedor.
Pawel se dejó caer de nuevo en medio de la multitud.
—¡Ojo! ¡Cuidado! ¡Oh, cómo pesa!
Al incorporarse otra vez, se recostó contra la pared, con una sensación de mareo y el estómago revuelto. Le sonaba como un zumbido en los oídos.
Un brazo le agarró, luego otro, hasta que se vio sumido en un remolino de angustia humana. Un anciano vestido con harapos y gorra de campesino. El olor que desprendía era insoportable aun en medio del resto de malos olores del vagón. Tenía los ojos bañados en un líquido amarillento, y la boca, llena de dientes carcomidos, exhalaba podredumbre.
—Mottele, hijo mío, hijo mío. ¡Te he encontrado! — gritó el anciano.
—Perdón, señor —dijo Pawel, levantando el brazo del hombre y apartándolo—. Yo no soy su hijo.
—¡Mottele, no digas eso! ¡Eres tú! ¡Eres tú!
—Yo no soy Mottele, me llamo Pawel. ¡No soy su hijo! — Intentó apartar al desdichado con decisión y sin lastimarlo. Su asaltante rompió en sollozos.
—Cuando te llevaron me escondí en la carbonera del sótano. Pero me encontraron. Yo no tenía fuerzas para resistir. Tú eres joven, fuerte. Recé. Pedí al Todopoderoso que te salvara. ¿Acaso no puede Aquel que determina el curso de los planetas y las estrellas salvar la vida de mi chico, de mi pequeño, de mi querido hijo? Oh, sí, me dije, el Señor del Universo le protegerá. Si hay justicia en el mundo, lo pondrá en mis brazos. ¿Quién me cantará el Kaddish si mi hijo perece? ¿Quién? Dímelo, ¿quién?
—Señor, por favor, yo no soy su hijo. Usted se confunde.
La presión ejercida por los cuerpos era tan grande que le resultaba imposible apartarse del anciano. Una vez más, este rodeó con sus brazos el pecho de Pawel y se puso a sollozar:
—Te quiero, hijo mío. ¡No me apartes!
Pawel bajó la mirada, que posó sobre aquel cráneo aplastado contra su pecho. El abrazo le resultaba totalmente repulsivo. El hedor y la fealdad del rostro le daban ganas de vomitar.
—Sé que eres tú, sé que eres tú —gimoteaba el viejo con una mirada acosada y hambrienta.
Pawel le rodeó con sus brazos. Al principio solo sentía náuseas. Hasta que esta sensación cesó, y los temblores del pobre hombre dieron paso a suspiros y mansos lamentos de gratitud.
—Eres tú, eres tú, lo sabía.
—Enseguida nos harán bajar —dijo Pawel—. Pronto podrás descansar y comer. Yo te ayudaré.
—Moitteleh, qué bueno eres conmigo.
—No durará mucho, ¡no tengas miedo!
—No, no durará, no lloraré.
A Pawel le ardían los ojos, que llevaba cerrados. En sus brazos sostenía a un padre, a un niño, a un ser querido, disfrazado con uno de los muchos aspectos del hombre. Mientras sostenía a aquel ser dejó de ser eso, un ser, un algo, un desdichado, una criatura sin ningún atractivo que había invadido su intimidad. Ya no le inspiraba temor, ni disgusto por su falta de belleza. El ser que sostenía entre sus brazos era de hecho hermoso.
Le parecía ahora, en aquel inexplicable momento visionario, que su propio padre era el niño y que él, Pawel, era el padre. ¿Acaso no había sido todo padre alguna vez hijo, no había sufrido cada uno de ellos a su vez todos los golpes y ausencias que encadenaban a todas las almas, eslabón por eslabón, hasta lo más remoto de los tiempos? ¿Qué podía romper entonces el vínculo?
¿Qué podía volver la visión de un hombre de los dictados del pasado al futuro?
—Mój synu —le susurró al oído del anciano, y le besó la frente.
Siguió sosteniéndolo un buen rato, hasta que el viejo se quedó dormido. Pero cuando se produjo un hueco entre la multitud y Pawel se inclinó para recostarlo contra una pared, vio que estaba muerto. No conocía las palabras hebreas del Kaddish. Susurró las oraciones latinas de intercesión por las almas de los difuntos.
—Yo perdono —musitó en una expiración—. Lo perdono todo.
El tren siguió avanzando como si se arrastrara durante una hora, y aquella forma de arrastrarse sin fin hacia lo desconocido suscitó en muchos una forma de locura. Algunos se pusieron a gritar por la desesperación y el terror.
—Shtiler, shtiler, ¡calma, calma! — gritaban hombres y mujeres.
—No tengáis miedo, niños.
—¡No dejéis que nos maten!
—¡Rezad! ¡No perdáis la esperanza!
Pawel trataba de dar ánimos a quienes estaban a su alrededor.
—No estamos solos —decía, pero había muchos que deliraban y nadie le escuchaba.
Cerca de él, una joven madre que llevaba a un niño de dos años en brazos miraba fijamente a Pawel. Su rostro era como otros centenares de rostros, como otros miles. Su hijo era como centenares de niños, como miles y miles de otros niños. En los ojos de la mujer había una calma perfecta. El niño apretaba la mejilla contra la de su madre, mientras jugueteaba con la tela de la estrella amarilla de ella y observaba, él también, a Pawel. El rostro de la mujer no era de una belleza especial, pero era tierno y bondadoso. Tampoco el rostro del niño era extraordinario. Pero a Pawel le era imposible apartar los ojos de ellos. Se miraron entre sí durante lo que pareció mucho tiempo.
No hubo palabras, ninguna emoción que se manifestara en sus rostros. Al final, el pequeño levantó una pequeña manita blanca de mariposa y le saludó. Llevaba la palma de la mano vendada con un pedazo sucio de ropa, manchada de sangre.
En aquel momento el vagón se detuvo con un fuerte chirrido, y todos sus ocupantes cayeron unos encima de otros, en medio de la confusión. Cuando Pawel se reincorporó, miró a su alrededor, pero no encontró a la mujer con el niño.
Al cabo de unos minutos irrumpieron desde el exterior gritos de voces ásperas y ladridos de perros.
Mientras esperaba a que se abrieran las puertas, Pawel comprendió qué era lo que estaba a punto de suceder. Vio que una vida es una palabra expresada. No puede retirarse una vez se ha pronunciado. Es una semilla lanzada al viento y que tendrá un breve vuelo, pues caerá en el suelo y allí permanecerá un tiempo dormida. Son muchos los elementos que intervienen para una eventual cosecha: el sol y la lluvia, el calor y el frío, la labranza y la siembra, la estación de la abundancia y la estación en que la creación muere.
Si tuviera que decirle esto a la gente, su voz se perdería en el torbellino de las palabras que se arremolinan y vuelan hacia el cielo y se sumen en el infierno. En su dolor, no serían capaces de ver lo glorioso de este descubrimiento. Pocos le oirían, menos aún le comprenderían. Tal vez solo la madre con el niño, el padre con su hijo, y el escritor con su dolor. Ellos han comprendido el fin de las palabras. Sus vidas han sido dichas, enderezando así, un poco, el equilibrio del mundo.
Mientras caía lentamente dentro de las fauces de Wrog, Pawel, por primera vez en su vida, no sentía temor. Se elevaba, con los ojos relucientes, alzando los brazos para recibir los mensajes que los ángeles estaban enviando al mundo.
Se abrieron las puertas del vagón, y los soldados que vociferaban y los perros que ladraban se abalanzaron.
—Nieve —dijo él en un susurro.