16

Noche tras noche luchaba a brazo partido contra la fatiga. Palabras y signos iban y venían como pájaros sin rumbo, como hojas barridas por el viento, como monigotes de papel. La oración se elevaba como el incienso. Las ideas de muchos escritores, el té y el sueño eran consumidos en grandes cantidades. El té y el sueño, sus nuevas obsesiones. Una noche, después de arrojar un libro al fuego y el que leía sobre el colchón, David recostó la nuca contra la pared y se quedó mirando a ninguna parte.

—Lo único que una persona puede darle a otra es lo que realmente es — dijo.

—¿Y si uno no sabe lo que realmente es? — replicó Pawel. El chico frunció las cejas.

—Esa persona sería muy desafortunada —murmuró pensativo.

—Pues creo que acabo de describir a la mayor parte de la humanidad —dijo Pawel con una ironía casi indetectable.

—¿De verdad piensas eso?

Pawel dejó la pregunta sin respuesta, pero David pareció no darse cuenta, o bien su pregunta había sido retórica. Se volvió a mirar por la ventana y se perdió en sus pensamientos.

Mientras Pawel lo observaba, se dio cuenta de que una especie de sentimiento de atemporalidad había cautivado a su huésped y de que en su interior se agitaba un silencioso proceso de rumia. Lo dejó tranquilo y se entregó a sus propias reflexiones.

Ahí está, se decía Pawel: este tal David Schäfer, un joven apenas salido de la niñez pensando en lo impensable como un sabio anciano.

¿De dónde había salido esta presencia incongruente? ¿Qué la ha formado? ¿Por qué está aquí? La primera línea de explicación era obvia: la causalidad, eso estaba bastante claro. Pero si una mano invisible estaba tras sus vidas, sin duda había hecho que se encontraran con algún propósito. ¿Con cuál? ¿Y cómo debía cumplirse?

El hecho de que ambos estuviesen juntos en la misma prisión nunca había sido puesto en duda. Lo que no estaba tan claro era el carácter de su encierro. ¿Era un caso de situación en que los prisioneros comparten una misma celda pero hablan lenguajes diferentes, ininteligibles el uno para el otro? ¿O estaban encerrados en celdas diferentes y hablaban el mismo lenguaje? Había veces en que parecía lo primero, y otras en que parecía lo segundo.

Yo creo en Jesucristo, pensó Pawel. Creo en el Nuevo Testamento, que su pueblo rechaza. ¿Por qué Dios ha permitido que los judíos permanezcan tantos siglos sin la luz de nuestra fe? ¿Acaso no tiene Dios el poder para decírselo, para mostrárselo, para demostrarse a sí mismo?

Pawel recordó de pronto que también él había vivido una etapa de falta de fe, durante sus años en París y después de su regreso de Francia. ¿Cuál había sido su estado mental en aquella época? Los recuerdos se habían vuelto borrosos, pero era capaz de rememorar los puentes sobre el Sena, el Spree y el Vístula, la humillación y la desesperación. Las creencias de su infancia habían ido apagándose como el cabo de una vela, hasta quedar sumidas en la oscuridad. ¿Cómo había sucedido? No por una elección, de eso estaba seguro, o al menos no por una elección basada en un conocimiento cabal de todos los factores y consecuencias. No, a aquel estado había llegado a través de una serie de pasos dados sin conocimiento de causa tanto por su parte como por parte de otras personas. Principalmente por su parte, por culpa de su amargura, de su incapacidad para comunicarse, de su rechazo a dejar que se le acercara nadie. ¿Por qué? ¿Por qué se había vuelto así? ¿Por qué había perdido la fe con tanta facilidad y de un modo tan indefectible? Entonces le había parecido estar descubriendo la realidad, una realidad dura, pero la verdadera, un mundo purgado de los falsos mitos de la familia, de la patria, de Dios. En un principio no parecía que se hubiesen producido resultados negativos, tan solo un alivio en la intolerable tensión suscitada por el seguimiento de unas actividades religiosas que habían dejado de tener sentido para él. Se había convertido en un hombre libre, o al menos así lo había supuesto. Pero las consecuencias habían sido poco menos que desastrosas.

Estuvo muchos años sin rezar, sin pensar en Dios. No lo había echado de menos en lo más mínimo. Pero, desde la perspectiva que da la experiencia, ahora veía que su conciencia había cambiado durante aquel período, que algunas facultades de su percepción y de sus sentimientos habían ido declinando hasta que, una tras otra, se habían apagado por completo. Luego las había olvidado, y apenas recordaba lo reales que habían llegado a ser antaño para él. Si bien era verdad que habían acudido a su mente de vez en cuando, las había rechazado como un residuo de su adoctrinamiento cristiano, de sentimentalismo, de beatería, de la ingenuidad propia de la infancia. Había sido cegado por su falta de fe, y, lo que era peor, sin saber que estaba ciego.

¿Sucedía algo similar con ese chico sentado ahí, delante de él, en el otro extremo de la habitación, que se abría paso con circunspección a través de conceptos racionales y espirituales? No, la condición de David era radicalmente otra, por cuanto él no había tenido conocimiento de Cristo. Aunque poseía alguna otra cosa, algo ajeno a la experiencia de Pawel. ¿Se trataba de alguna cualidad única de su personalidad individual, que no tenía nada que ver con su pueblo ni con su religión? ¿O era algo común a todos los jasidim? ¿Era algo extraño por naturaleza, o era más bien un dialecto cultural de la condición humana universal? Pues si bien era verdad que las facultades propias del alma que la fe cristiana hace despertar en un creyente estaban dormidas en el muchacho, también lo era que estaba dotado de otros dones que funcionaban a pleno rendimiento. Que fluían, decía él. Pero ¿qué era exactamente ese fluir?

¿La búsqueda de la sabiduría? Sí, él la buscaba activamente en todos los órdenes, en la investigación académica, en el pensamiento privado, en la discusión. Pero esto era algo común a muchas religiones.

¿Amor? Pero ¿qué clase de amor? ¿Amor a la vida? ¿Amor al ser? ¿Un anhelo de esa dimensión misteriosa a la que llamaba comunión? Pero eso era algo universal, ¿o no?

¿Y dónde estaba Dios en todo esto? Si los judíos eran el pueblo elegido, ¿por qué había privado a una mayoría de ellos de la fe en el verdadero Mesías?

Alzando la vista, David interrumpió los pensamientos de Pawel.

—A veces me siento como si un velo me tapara los ojos.

—¿Un velo?

—Es como una tela muy fina que me ocultara una parte de la realidad. No debería ser así.

—¿A qué te refieres? Es imposible que un hombre pueda saberlo todo.

—No me refiero al reino del conocimiento.

—Entonces, ¿qué quieres decir con eso de la parte de la realidad que te queda oculta?

—Quiero decir que no debería haber divisiones entre el mundo sagrado y las cosas de este mundo. No debería haber velos entre el hombre y su Creador. Esto es lo que nos enseñó el Ba’al Shem Tov.

—¿Quién es el Ba’al Shem Tov?

—Un maestro espiritual de mi pueblo. El fundador de nuestra fe. Él decía que el hombre debía adorar al Creador en cada una de sus acciones. Por esta vía es como alcanzamos la comunión con el Señor Supremo.

—Así es también de acuerdo con mi confesión.

—Ah, ¿sí?

Se miraron el uno al otro en silencio.

—Debemos tener corazón de niño —continuó David—. La alegría es esencial para el devekus, tenemos que aferrarnos a ella con constante devoción.

—También eso es igual según la fe que yo profeso —dijo Pawel—, aunque tal vez no en el sentido en que lo mencionas.

—¿Qué entiendes tú entonces cuando hablas de alegría? Para nosotros es hislahavus, como si el santo fuego se inflamara en llamas, unas llamas que cantan y bailan.

—¿Unas llamas que no te queman, que no te hacen daño?

—No hacen daño. Es un dulce ardor. Es el júbilo espiritual que sentimos cuando el alma se eleva hacia el Señor Supremo, y durante todo ese tiempo está dentro de Él.

Pawel asintió con la cabeza.

—Para nosotros es lo mismo.

—¿De verdad? ¿Lo mismo?

—Yo no sé si es exactamente lo mismo. Pero nuestros santos y nuestros místicos también hablan de ello.

Pawel se sumió unos segundos en sus propios pensamientos, reflexionando acerca del hecho de que tanto los santos como los místicos hablaran también de sufrimiento, oscuridad, y de la angustia de la cruz interior. Para un cristiano, todo eso constituía una parte indispensable en el proceso de elevación hacia Dios.

David cerró los ojos y proyectó los brazos al frente como un ciego que camina a tientas por un camino desconocido.

—¿Qué es este velo que percibo? Sé que hay algo, más allá de él, pero no puedo ver qué es. Nunca antes había sentido su presencia.

—¿Nunca antes?

—Desde que vivo en esta casa, esta impresión no ha dejado de ir en aumento. El Señor Supremo me ha dado a conocer que van a operarse grandes cambios en mi vida, cambios que sin duda acontecerán si me atengo al cumplimiento de la Torá y me confío a su guía.

—¿Ha llegado a decirte tantas cosas, pero no te ha dicho qué es lo que hay más allá del velo?

—El velo es fino, pero su urdimbre es recia. Sus hilos son como el acero.

—¿Y por qué el Señor Supremo no te aparta sencillamente el velo de los ojos y te enseña lo que hay?

—A lo mejor no estoy preparado para verlo, puesto que con su simple aliento el Señor podría fácilmente deshacer los hilos.

—¿Por qué no lo hace?

—No lo sé. — David abrió los ojos, mostrando la confusión y tristeza que sentía—. No lo sé — repitió.

Con la mirada fija en el vacío, seguía haciendo esfuerzos por ver más allá, hasta que al final el cansancio, o el desánimo, parecieron vencerlo. Suspiró, miró a Pawel y le preguntó:

—¿Tú también ves el velo?

—Yo tengo mis propios velos.

—Ah —asintió David, guardando silencio de nuevo.

—Has empezado diciendo que lo único que una persona puede dar a otra es aquello que la persona es de verdad. ¿No te parece que la presencia del velo delata que una persona es más de lo que parece ser en cualquier momento determinado?

—¿Qué quieres decir, Pawel?

—¿Acaso el velo no implica que tú serás otra cosa de lo que eres ahora?

—¿Ser otra cosa? Qué pensamiento tan extraño. No, las personas no somos nunca otra cosa. Aunque sí que creo que podemos ser más de lo que somos, mejores.

—En eso creo que podríamos estar de acuerdo.

—¡Bien!

El chico sonrió de pronto, se levantó de un salto y se fue deprisa a la cocina a preparar té.

Después de beber sus respectivas tazas de agua caliente con un vago sabor a té, apagaron la luz e intentaron dormir. El frío hacía casi imposible la tarea. En la oscuridad, David optó por reabrir un caso cerrado.

—No lo entiendo —se oyó la voz a ras de suelo.

—¿Qué es lo que no entiendes?

—Por qué no quieres que lea la historia que has escrito.

—¿Mi obra de teatro? Se la llevó el alemán y aún no me la ha devuelto.

—El alemán. Prefieres dársela a leer a un extraño antes que dejármela leer a mí.

—La cosa ha salido así por casualidad. Además, creo que seguramente no es más que uno más de tantos intentos literarios mal escritos.

—Creo que ya te dije en otra ocasión, Pawel —dijo David con cortesía—, que lo que a mí me interesa es el alma de una obra, no sus cualidades literarias.

—Eres asombroso.

—¿Por qué soy asombroso?

—Eres tan diferente de un tipo al que conocí hace años en París... Era novelista. Gustaba de citar a Flaubert, que decía que el lenguaje es como un caldero agrietado con el que los escritores tocan melodías para hacer bailar a los osos.

—¿Él te enseñó a escribir, Pawel? ¿Fue un buen amigo para ti?

—No, no fue un buen amigo. Pero me dijo una cosa útil en una ocasión. Me dijo que muchas veces se escribe mala literatura con los sentimientos más nobles. Mi obra trata acerca de sentimientos nobles.

—¿Es mala literatura?

—No lo sé.

—¿Eso importa? Tal vez lo único que se necesita es que tu obra esté llena de sabiduría.

—No lo creo. Contéstame a una cosa: cuando vuestros zaddikim cuentan una historia de una forma bella, ¿no consiguen enraizarla más profundamente?

—Sí, es más poderosa.

—¿Cómo aprende un zaddik a contar una hija forma bella?

—Es un arte.

—¿Cómo aprende ese arte?

—Hubo un tiempo, cuando era pequeño, en que pensaba sencillamente que eso era algo que se le daba a tal o cual persona, y que no tenía que aprenderlo.

—¿Ya no lo crees así?

—Ya no pienso eso, Pawel.

—¿Cuál es, pues, el secreto del contador de historias?

—Lo que hace es observar. Luego reflexiona acerca de lo que ha visto, sufre por ello. Y a partir de su sufrimiento crea una historia. El alma de quien le escucha reconoce que es una historia veraz, aunque solo hable de un ciervo que salta por encima de las nubes o de unos niños que bailan sobre las olas del mar. No es un mero pasatiempo. Es alimento.

—Ahí hay un gran enigma. Tú dices que el zaddik refuerza su don a través del sufrimiento. ¿Dónde está entonces su alegría?

No se producía respuesta alguna. El chico se levantó y encendió la lámpara de la mesita de noche.

—¿Te importa, Pawel? Necesitamos luz; por lo que parece, aquí hay debate.

—Eso parece.

David se arrebujó de nuevo bajo las mantas, frunciendo el ceño en actitud pensativa.

—Me has preguntado que dónde está la alegría para el zaddik que sufre. Yo creo que ese tipo de zaddik encuentra hislahvus en el hecho mismo de convertir la materia prima de su sufrimiento en una historia que difunde felicidad, como la madera, al consumirse, da calor para que otros puedan vivir.

—Pero ese sufrimiento suyo, ¿no es una forma de debilidad?

—Una debilidad que hace fuertes a otros.

—Solo un sabio conoce eso. Eres un zaddik, David.

—¡No digas una cosa así! Yo no soy ningún sabio.

—Ah, claro, eso es lo que dicen todos los zaddikim de verdad.

—Estás aprendiendo a utilizar mis tácticas, Pawel.

—Tengo un buen maestro.

—Me estás avergonzando.

—¿Por qué te da vergüenza?

Bajando la mirada, David dijo:

—Cuando tenía doce años estudiaba la Torá sin descanso. La gente me decía tonterías, me llamaban «niño prodigio». Los más tontos me llamaban zaddik.

—Ah, bueno, entonces te pido disculpas por haber ahondado en tu vergüenza. Déjame que te pregunte una cosa, David Schäfer: cuando un hombre es un verdadero zaddik, ¿se siente avergonzado cuando la gente le llama sabio?

—En el hombre verdaderamente humilde, no debería haber orgullo ni vergüenza. Él solo sabe que es un hombre portador de un mensaje. Yo no soy humilde. Por tanto, no soy sabio.

—¿Qué es la sabiduría?

—Es santo temor al Señor Supremo. Es devoción a Él. Es conocimiento de la Torá, comprensión de sus caminos, capacidad para aconsejar a los demás de acuerdo con sus designios, fortaleza para entablar batalla con sus enemigos. ¿No es lo mismo en vuestras enseñanzas?

—Sí, compartimos los mismos pilares de la sabiduría.

—Pero tu expresión me confunde. Tu rostro me dice que crees que hay algo más que eso.

—La casa de la sabiduría es un misterio sagrado. Uno no puede hacerse señor de esa casa aprendiéndose una fórmula de memoria.

—Ni tampoco ignorando la fórmula, Pawel.

—Tienes razón. La fórmula es verdadera, pero no lo es todo.

—Entonces, ¿qué es lo que tratas de decirme?

—Yo pienso que los pilares de la casa no están hechos de piedra, ni de voluntad, ni de fortaleza, ni de inteligencia.

—¿De qué están hechos?

—Los pilares de la sabiduría son estos: humildad, insuficiencia, pobreza, soledad, enfermedad, rechazo y abandono.

—Todas cosas tristes.

—Sí, son cosas tristes.

—Eso que dices es duro.

—Hay una alegría secreta en ello.

—No puedo aceptar eso por completo, Pawel. Es demasiado lóbrego.

—Encierra dolor, pero un dolor pasajero.

—¡El hombre fue creado para la alegría! — protestó el joven—. ¡Fue creado para bailar!

—Sí, y para saber en su tuétano que es una criatura. Que no es Dios.

—Pero se regocija en ese conocimiento. Baila por amor a él.

—¿Baila antes de ese conocimiento?

—En el caso de algunas personas, sí —dijo David con énfasis—. El conocimiento crece con el baile. Con el goce.

—Pero no para todo el mundo. Solo para algunos. La mayor parte de los seres humanos aprenden las lecciones de la vida únicamente a través del sufrimiento. Si perseveran, con el tiempo encontrarán la alegría.

—Lo que dices me resulta muy sorprendente. Yo solo he encontrado alegría en el Señor.

—¿Solo alegría? ¿Tú, que no tienes nada?

David reflexionó unos segundos, y luego se tapó los ojos con la mano.

—No debí decirlo —murmuró Pawel. El chico sacudió la cabeza.

—Es verdad que lo he perdido todo, pero, aun así, no es el final.

—Tienes razón, no es el final. No hay nada seguro acerca de dónde puede llevarte la vida en los años venideros. No estás encerrado en la cárcel del destino.

—Sí —replicó David, alzando la vista con cierta animación—. No lo he perdido todo, porque me tengo a mí mismo, y yo soy yo mismo. Y en el paraíso volveré a ver a mi familia.

Pawel asintió con comprensión. Inspirando profundamente, dijo:

—A lo mejor esto era todo lo que quería decir: tú tienes tu parte de alegría, pero también tienes tu parte de dolor.

—Pero el sufrimiento no tendría por qué paralizarnos. No debe paralizarnos, porque entonces no dejaríamos espacio para la alegría.

—Pero sin sufrimiento, ¿comprenderíamos la alegría? ¿La valoraríamos?

—Pawel, lo siento, pero ya no entiendo esta conversación.

—Es demasiado oscura para ambos. Estamos intentando conocer aquello que solo puede verse con el corazón.

—Con un corazón entero.

—Con un corazón roto —dijo Pawel de modo terminante.

* * * *

Hablaron poco las noches siguientes, por cuanto ambos estaban agotados por culpa de tantas noches durmiendo poco tiempo y de manera intermitente. La tercera noche se quedaron dormidos a la luz rojiza y mortecina de la vela de vigilia. Por una vez, la ciudad estaba en completo silencio. Pawel estaba casi dormido cuando David espabiló de pronto y, sentándose en el colchón, dijo:

—Supón que yo tuviera un solo ojo y tú también. Supón que ambos hemos visto las cosas por separado. Cada uno de nosotros conocería el significado del mundo tal y como lo ve a través de su único ojo. Estaría convencido de que posee la visión acertada. Supón ahora que el Señor Supremo hace que se conozcan ambos hombres y traben amistad. Digamos que se establece entre ellos un respeto que crece de día en día. No se entienden mutuamente, pero poco a poco empiezan a ver como si tuvieran dos ojos.

—¿Dos ojos? — masculló Pawel. Dándose cuenta de cuál era el tono con el que hablaba David, se incorporó apoyándose en el codo y suspiró.

—A causa de la nueva situación, su visión llega cada vez más lejos y se hace cada vez más profunda. Y esta visión es amor, creo yo. Sí, ahí hay amor.

—Es una idea bonita, pero pocos seres humanos saben amar.

—Eso que dices es lúgubre, Pawel.

—¿A ti que vienes del gueto mis palabras te parecen lúgubres? Piensa en lo siniestro que es al otro lado del muro. Piensa en los asesinos.

—Esa oscuridad es la propia del hombre privado de ojos.

—Eres muy joven, hay pocas personas que sepan amar. Son todos asesinos y no lo saben.

—¿Todos? Creo que te equivocas en eso. Hay dos tipos humanos en el mundo.

—¿Solo dos?

—Sí: víctimas y asesinos.

—Eso que dices es muy lúgubre, David.

—Solo si la víctima se niega a bailar.

—Eres un filósofo, y joven, muy joven.

—Yo he visto mucho amor.

—Yo, muy poco desde que dejé la infancia.

—¿No crees en el amor?

—Creo en él. Pero en el país de los ciegos hay poco amor.

—No te entiendo, yo veo tu amor cada día.

—Sea lo que sea aquello que puedas admirar en mí, no es otra cosa que mi anhelo de ver.

—¿Qué es el amor? — dijo David, atónito.

—El amor no se queda nada para sí.

—Cada día me das de comer. Cada día evitas que la muerte entre en esta casa. A cambio, yo barro el polvo y preparo tazas de té. No sé qué quieres decir.

—Eres muy joven.

—Por favor, deja de decirme eso.

—Lo siento. No volveré a recordarte lo joven que eres.

—Hay otra cosa que no entiendo.

—¡Qué raro! ¡No lo entiendo! ¿Qué es lo que no entiendes? El reproche dio paso al silencio.

—Vamos, dímelo.

—La cama —dijo David con mansedumbre.

—¿La cama?

—¡No es justo! Yo tengo tres mantas y tú solo dos, cuando eres tú el dueño de la casa, el dueño de todo lo que hay aquí.

—Es muy fácil de entender: quiero que sea así, y ya está. Eso es todo.

—No, ahí hay un motivo oculto. Y sé cuál es.

—¿Sabes cuál es? — dijo Pawel con parsimonia.

—Hacía tiempo que lo sospechaba, pero ahora estoy seguro de por qué no quieres que vaya a tu cama.

El miedo atravesó el corazón de Pawel como un puñal.

—Ahora estás seguro.

—Ahora he comprendido cuál es, esa cosa siniestra.

—Has comprendido cuál es... —replicó Pawel con frialdad—. Espléndido. Muy bien, entonces, si quieres venir a mi cama, ¿por qué no lo haces?

En modo alguno había pretendido que aquello fuera una invitación. Lo había dicho a modo de amarga ironía, como una frase sarcástica, a decir verdad. Convencido de que su secreto había quedado al descubierto, estaba seguro de que el muchacho se apartaría de él lo más lejos posible y buscaría un modo de escapar.

Así, que, se dijo Pawel, al fin y al cabo, ¡hasta el amor de sacrificio no es más que una forma alternativa de aventura amorosa! Todo cuanto había soportado con dolor en nombre de la libertad del joven, quedaba derruido sin ningún esfuerzo por medio de una desagradable revelación. La vergüenza, la culpa, el miedo... los grandes agentes del igualitarismo. Sí, al menor indicio de ello, ¡y todo caía por los suelos!

Ante el más completo asombro por parte de Pawel, David se subió a la cama, junto a él, y cubrió con todas las mantas los cuerpos de ambos.

—Gracias, Pawel —dijo—. Cinco mantas son mejor que dos. Ahora al menos podremos dormir calientes.

La fuente de calor estaba apenas a unos centímetros de distancia. Recurriendo al último gramo de su fuerza de voluntad, Pawel retiró los cobertores y se levantó de la cama. Tirando de las dos mantas superiores, se acostó, tapándose con ellas, en el colchón del suelo.

Durante varios minutos se produjo un silencio terrible, tan cargado de tensión que hasta el aire mismo parecía lleno de gritos inarticulados de confusión y dolor. Tanto el hombre como el muchacho se sentían completamente incapaces de romper el silencio, pero la presión de lo que acababa de suceder y de lo que había quedado sin decir pronto se hizo insoportable.

—Era verdad —dijo David con voz ahogada—. Ahora veo que mi suposición era acertada. No tienes por qué ocultar tus motivos. Lo comprendo.

¿Comprender?, se dijo Pawel con rabia. ¡Qué puede comprender de mi naturaleza este joven angelical, esta alma elegida, este prodigio!

David Schäfer lloraba. Al principio solo fue un gemido apagado, sofocado por el brazo con el que se tapaba la cara. Luego fue aumentando de volumen, hasta convertirse en sollozos. Se cubrió la cara con unas manos frías, blancas, temblorosas, y dio rienda suelta a su desahogo, haciendo añicos su sempiterna solemnidad.

Pawel estaba espantado. Al principio había pensado que el chico se había asomado al fondo de su alma y que por eso lloraba. Luego había pasado a preguntarse si David no estaría llorando por él mismo, por su propia y apurada situación, dolido y desilusionado por una tentativa de amistad que se revelaba ahora como algo peligroso, siniestro incluso. Estaba atrapado en un refugio que demostraba no serlo en absoluto, cautivo en manos de un protector que de repente había quedado desenmascarado como un monstruo.

Molesto por la censura implícita en aquel arranque, Pawel le espetó.

—¿Por qué lloras?

David no respondió, aunque el llanto amainó.

—¿Qué te pasa? — insistió Pawel—. ¿Por qué lloras?

Cuando pudo por fin reprimir las lágrimas, David dijo:

—Ahora veo lo que soy para ti. Soy el modelo del artista, el niño que se convirtió en Judas. Ahora sé que eres el tipo de hombre que daría cobijo incluso a quien considerara el ser más abyecto de la tierra.

—¿Qué? ¿De qué estás hablando?

—Sí, incluso a un judío. ¿Por qué el mundo nos odia? ¿Por qué? ¡Incluso tú, Pawel, tú que eres el mejor de los hombres! ¿Me odias?

—¿Odiarte...?

—Ha sido un error por mi parte el pensar que me dejarías compartir tu lecho... a mí, un judío, como si fuera un miembro de tu familia. Por esto te pido perdón. Has arriesgado la vida por protegerme, y a causa de esto yo había dado por sentadas demasiadas cosas. ¡Cómo he podido ser tan estúpido! ¡Pensar que podías sentir por mí lo que un padre siente por un hijo! He estado ciego, debería haber visto que era una plaga en tu vida. Soy una deshonra para ti. Ven a tu cama, yo me volveré al desván.

—Quédate aquí. No te muevas, y te lo explicaré.

—¿Explicarme? — balbució David con voz quebrada—. ¿Cómo podría explicarse esta brecha entre los dos? Nuestros dos pueblos...

—David, David, no sigas. Para mí, el valor de una persona es inconmensurable. El de todas y cada una de las personas. No cambia en lo más mínimo si es judía o gentil. La esposa de mi hermano es judía. Mi abogado, que ha desaparecido, es judío. La mujer de ese icono es una hija de Sión, una judía del Nuevo Testamento. Mi Dios y Salvador es judío. Así es como lo veo yo. Tu presencia no supone ninguna deshonra para mí. En ningún sentido.

—¡Entonces vuelvo a estar a ciegas!

—Cuando era joven quería ser monje. ¿Sabes lo que es un monje?

Irguiéndose en la cama y secándose los ojos, David miró a Pawel con perplejidad.

—¿Un monakh? Es un priester que se retira a vivir en soledad, ¿no?

—Es un hombre que se entrega a la oración, sin buscar ningún tipo de consuelo terrenal. Escucha en la oscuridad, atento a la voz de Dios.

—¿Como Elías en el monte Carmelo?

—Sí, eso es. Cuando estuve en el lugar en el que los jóvenes se hacen monjes, me dijeron que yo no era lo bastante fuerte. Más tarde, mucho más tarde, después de haber pasado por una serie de extrañas experiencias, volví a esta casa. Me convertí en un solitario dentro del mundo, viviendo aquí, rezando y trabajando solo. Y ahora resulta que tampoco soy lo bastante fuerte para esto.

—Nunca entiendo qué quieres decir cuando hablas de esa falta de fortaleza, Pawel. Eres el hombre más fuerte que he conocido en mi vida. Es decir, después de mi padre.

—Con todo, yo me sentía así, y aún me siento así.

—Pero no veo qué relación tiene todo eso con el asunto de la cama.

—Le hice a Dios una promesa: renunciaría a todos los consuelos que los hombres suelen esperar de la vida. Le pedí ser tan solo un instrumento para poner buenos libros en manos de la gente, para que sus vidas se vean enriquecidas por la verdad. Le pedí únicamente tener ingresos suficientes que me permitieran subsistir. Estaba contento siendo un hombre pobre. — Hizo una pausa y suspiró—. Dios me ha tomado la palabra, ya lo ves. Soy un hombre pobre, no solo en cuanto a mis posesiones, también en cuanto a mi persona. Vivo en esta pobreza y le hago ofrenda de ella, como el niño que renunció al libro entero el Día de la Expiación. Hace mucho que tomé el camino de la soledad, y no puedo seguir ahora otro. — No sé si consigo entenderte. ¿Me estás diciendo que te gusta el frío suelo? — No, no me gusta. Pero me enseña a amar. — ¿Te enseña a amar? — Me ayuda a volverme hacia el Señor Supremo en busca de su calor. — Yo también creo que de verdad está ahí, Pawel. Pero no siento la necesidad de pasar frío para buscarle. — La diferencia entre nosotros es imposible de describir. Solo puedo decirte que para mí es muy difícil atender al sonido de su Corazón palpitante. Debo aprovechar cualquier oportunidad. — ¿Renunciar a calentarse es un entrenamiento? — Sí, lo es. — Parece una religión muy fría. — Las cosas son más cálidas por dentro que por fuera. Hay momentos en que el rostro del

Hermoso está delante de nosotros, a la vista de los ojos del corazón. Hay un abrazo que es todo

Amor. Lo abarca todo... todo. — Nunca he experimentado nada semejante. — Entonces, tendrás la amabilidad de dejarme dormir en el suelo. Y tú te quedarás en mi cama. — No es lo correcto. — Con el tiempo lo entenderás. — No lo entenderé nunca. — David Schäfer, ¿no fuiste tú el que me dijo una vez que el hombre que no tiene nada es el que

lo tiene todo?

No hubo respuesta a esta pregunta, tan solo un profundo suspiro de incomprensión. No pasó mucho tiempo hasta que David dio media vuelta, y Pawel se arrebujó en las mantas y se las subió por encima del hombro.

—Lo pides todo de mí —dijo a la imagen de la Madre. Sí, todo.

* * * *

19 de marzo de 1943

Querido Monsieur Rouault:

¿Dónde se encuentra usted en estos momentos? ¿En Versalles o en París? ¿O en algún otro lugar oculto a la Kultur del enemigo, esperando tiempos mejores? ¿Están con usted sus amigos, los Maritain? ¡Ah, si pudiera yo estar con usted! ¡Desandar el camino de mi pasado y tomar uno mejor! Haberme sobrepuesto a mi miedo y haber permanecido entre ustedes como un pobre más, como un hombre lastimado, pero que lleva la gloria en el corazón, que defiende la gloria del paraíso con su libertad...

¿Por qué huí de usted? ¿Sería porque pensaba que no había nada de valor en mí? ¿O era porque, deseando ser el Niño Jesús, no pude soportar la revelación de que también había un Judas en mí? Creí que si no podía ser el Niño Jesús en la gran obra de arte de Dios, entonces solo podía ser Judas. ¡Con qué pequeñas mentiras se nos derrota tantas veces!

No ha leído la obra que he escrito acerca de una oscura figura rusa. Tal vez la lea algún día, si usted y el manuscrito sobreviven a la guerra. Gira en torno a un artista. Andréi Rubliov era un hombre con el alma fracturada, pero en esa fractura supo que era hijo del Padre. Supo que el pintor de iconos era él mismo el icono.

Una vez usted me escribió diciéndome que al Cristo rechazado por los hombres no puede vérsele sin prejuicio, y que solo el ojo liberado por el sufrimiento es capaz de mirar el rostro mutilado de Jesús y verlo de verdad. Durante muchos años huí de ese rostro, aterrorizado por que fuera nuestro retrato definitivo, por que no fuéramos más que animales, tan fácilmente degradados, tan fácilmente extinguidos. Me habló de la majestad de un Dios que sufre con nosotros y en nosotros, y me habló del abrazo de su imagen rota en nuestro interior. Me dijo que Él desciende hasta los lugares más lóbregos de la tierra en busca de las almas perdidas, para que así podamos conocer nuestro verdadero rostro y ser recogidos por Él y elevados al lugar en que volvemos a ser aquello para lo cual estábamos designados desde el principio. Yo no lo entendí, y huí de todo aquello. Como Judas, no podía creer en el perdón. Usted, señor, intentó decírmelo, que el rostro de Judas puede restituirse en el rostro del Niño, con solo aceptar la misericordia. Como el icono agrietado que puede ser restaurado por el maestro.

Rezo por que algún día podamos encontrarnos, usted y yo.

Pawel Tarnowski.

* * * *

Con estos pensamientos en la mente como principal preocupación, su corazón cobró fuerza a lo largo de todo el día siguiente. Reflexionaba una y otra vez acerca de las encrucijadas del pasado a partir de las cuales había iniciado nuevos caminos, de ascenso o de descenso, pero adentrándose en la oscuridad, o volviendo hacia un camino que nunca había tenido otro aspecto que el de la oscuridad. Ahora le parecía que esta misma oscuridad no era más que un problema de interpretación: el espejo o la ventana, tal como había hablado con David. Durante demasiados años había estado leyendo únicamente los dolorosos mensajes de su imagen reflejada, y los había interpretado de acuerdo con ese dolor. Como consecuencia, se había sentido abocado a un determinismo sin esperanza del que le había parecido que no podía escapar. Ahora estaba seguro de que el perdón era la llave que abría la puerta, tal y como le había dicho el padre Andréi en Czstochowa. Y si había una llave y había una puerta, era la realidad de dicha puerta, más que la constelación de nuevas percepciones, lo que le parecía ahora lo más importante. Aquella noche se sentó ante el escritorio de la librería y releyó la carta que había escrito a Rouault. En contra de lo que esperaba, la verdad que había en ella no había sido borrada por la acostumbrada inestabilidad de sus emociones, ni se había desvanecido en abstracciones. Dobló el papel, lo metió en un sobre y lo cerró. Después de escribir en la parte delantera: Georges Rouault, Versalles, Francia, lo sostuvo unos minutos entre las manos, mientras lo observaba y meditaba. Si sobrevivía a la guerra, Dios lo quisiera, lo enviaría por correo e intentaría restablecer el diálogo con el hombre que había llamado a su puerta en una época en la que él no creía en la existencia de puertas.

Mejor aún, iría a París y se lo entregaría en persona. Y aunque le parecía una esperanza sin ningún fundamento, a lo mejor hasta podría volver a pintar.

Pawel guardó el sobre en la caja de latón del cajón inferior del escritorio y lo cerró. Apagó la lámpara del escritorio y se quedó sentado en la oscuridad. Ya no le daba miedo la noche. Por qué, no lo sabía. Casa Sofía estaba en calma: ni el ruido de las armas de fuego, ni las sirenas ni los gritos de fondo rompían el silencio. Pero la quietud de sus propios ruidos habituales fue lo que más le llamó la atención. En este vacío entre el pasado y el futuro, experimentaba el regusto de la paz que solo había conocido en la infancia. Fue breve, pero se sumó al sentimiento recién adquirido de que aún era posible un futuro más amplio del que había supuesto. Movido por un impulso, sin saber por qué lo hacía, subió al apartamento y entró en el baño.

Aquella era la habitación en la que apenas unos meses atrás había estado a punto de cortarse la vena del cuello. Aquel era el espejo en el que se había mirado con desprecio: el rostro que le había devuelto reflejado no había hecho sino amplificar el mensaje. Una infinidad de espejos que solo podían acabar en la locura. Una celda para escapar de la cual solo le había parecido posible la alternativa de la autodestrucción.

Se obligó a mirar de nuevo el rostro reflejado en el espejo, esforzándose por ver a través de él, como quien busca un atisbo de un mundo más justo, más allá del cristal de la ventana. Al principio le resultó muy difícil, por cuanto la verdad inmediata era que el bello Pawel se había ido para siempre. El dulce Pawel se había hecho viejo antes de tiempo. Vio a un hombre macilento que había fracasado en todo, con unos ojos llenos de pesar, de confusión, de anhelos que ni él mismo era capaz de articular de forma inteligible. Vio una historia hecha de derrotas, un archivo abierto de historias que, si no triviales, estaban llenas de penas.

Por una vez no retrocedió asustado, ni arremetió furibundo contra su propia imagen. Se quedó quieto, esperando.

—Esto es lo que soy —dijo al fin.

Entonces, una por una y sin haberlos dado cita, fueron desfilando ante él los rostros de muchas personas, de aquellas que le habían traicionado, o que le habían despreciado, o que habían tratado de reducirlo a objeto de consumo.

Acudió en primer lugar Photosphoros, el hombre de Dios, iracundo y condenatorio. Aquella vieja imagen terrible había perdido algo de su poder, pero no todo. Pawel dejó escapar una exhalación, buscando qué había al otro lado del reflejo de sus propios ojos.

—Perdóname —decía el sacerdote—. No te conocía, no te comprendía.

—Te perdono —refunfuñó Pawel, y aunque las palabras salieron de su voluntad, no salieron de su corazón.

—Perdóname —volvió a suplicar el religioso.

—Te perdono, te perdono —dijo Pawel, con los labios tensos, los ojos entornados.

—Por favor, perdóname —dijo el religioso una vez más, con la voz de un niño—. El día en que te hice daño yo me sentía como tú ahora. No era a ti a quien quería pegar, sino a toda la ignorancia que hay en el mundo y que me había arrebatado el hogar.

—Te perdono —susurró Pawel—. Te libero, y no tendré ya nada contra ti. Rezaré por ti, y si tú ya no estás en este mundo, te pido que reces por mí.

El religioso asintió con un gesto y desapareció.

Su lugar fue ocupado de inmediato por Achille Goudron.

—Perdóname, Pawel.

—Te perdono —balbució este.

—¿Acaso piensas que no sabía ver mi culpa? ¿Crees que ha pasado un solo día en el que no haya recordado lo que te hice?

—Yo confiaba en ti.

—Yo veía tu confianza, y tu estado de necesidad. Y te protegí durante más de un año.

—Construiste mi confianza solo para poder coger de mí lo que querías.

—No fue esa mi intención al principio. En ti me veía a mí mismo cuando era joven. Tú, que habías perdido el camino, llevando contigo el tesoro de tu talento, sin saber cómo utilizarlo, tú buscabas refugio y guía. El refugio te lo di. Pero no supe guiarte, pues también yo iba a la deriva, sin una mano que llevara con firmeza el rumbo de mi vida, sin la voz de un padre que dijera mi verdadero nombre ni para qué era bueno. Y fue así como el amor de un amigo se mezcló con el deseo de un depredador. Ambos estaban en guerra en mi interior.

—Intentaste apoderarte de lo que no era tuyo, y al hacerlo desechaste mi verdadero yo.

—Me vi tentado y caí. Perdóname.

—Te perdono.

—Por favor, perdóname —volvió a insistir Goudron.

—¡Te he perdonado! — gruñó Pawel.

Y por el sonido de su réplica comprendió que no había perdonado.

—Un beso —se lamentó Goudron—, eso fue lo único que te pedí...

—Tú lo querías todo de mí. Lo hubieras tomado, si yo te hubiera dejado, al precio de mí mismo.

—Aquello que pude haber hecho en aquella época oscura, otros me lo habían hecho a mí. Lo mismo que tú sientes ahora, lo sentía yo entonces.

Atónito, Pawel comprendía ahora lo que no había visto hasta aquel preciso instante: en una ocasión él había sido David, y Goudron había sido Pawel.

—Perdóname, pues habito en el reino de la vergüenza y tengo necesidad de tu misericordia.

Tras permanecer unos minutos con la cabeza agachada en silencio, Pawel repuso al fin:

—Yo te perdono. Te libero. Ya no guardaré más esto contra ti, pues también yo me apoderaría de lo que no es mío si las tinieblas me engulleran. Yo también tengo necesidad de misericordia.

Al levantar la vista, comprobó que Goudron ya no estaba. En su lugar aparecieron más formas humanas, y luego otras más, filas y filas, desde las más pequeñas hasta las más grandes.

Se mostraba reacio ante aquello, pues le parecía que por cada perdón que le suplicaban debía hacer frente a su falta de perdón y pedir perdón.

—¿Eso queréis? — dijo a la multitud que esperaba su respuesta—. ¿Voy a tener que pediros perdón... a vosotros que me habéis expoliado?

Le repugnaba aquello, lo llenaba de furia, hacía que se aferrara a su amargura, pero lo soltó una vez más... lo dejó escapar. Vio que la libertad es algo que está siempre latente en el corazón del hombre, y que podía elegir. Por primera vez en su vida comprendía que él era como todos los demás hombres, y que todos los demás eran como él. Ellos también estaban llamados a amar, y también ellos temían al amor. Alemanes, rusos y polacos, judíos y gentiles, hombres buenos y malos, ricos y pobres, todos se aferraban a sus armas defensivas, todos vivían aterrorizados ante la desnudez absoluta.

Él había quedado desnudo, y expuesta su desnudez, herencia común del hombre. De sus muchos miedos, este había sido el mayor, pues creía que si veía su abyecta pobreza se precipitaría al no ser; si veía el Amor cara a cara, el Amor mismo le daría la espalda. Sí, había intentado con gran aplicación volverse de piedra, pensando que el amor no era más que una variedad de entretenimientos en un club nocturno de Berlín, un placer para los clientes con dinero. Tal era la mentira que había encontrado morada en su interior durante tanto tiempo.

Pawel veía ahora que el mendigo que perdonaba al ladrón poseía una riqueza mayor. El humillado que perdonaba a quien le había degradado se elevaba a una dignidad superior. Miró a cada uno de los rostros de la multitud y les dio su clemencia. Dejó que lo que cada uno de ellos le había hecho o le había dejado de hacer se lo llevara el viento para siempre.

Desaparecieron todas las sombras salvo dos, aunque estas no se acercaron más. Quiénes eran, no lo sabía, pues, por mucho que lo intentaba, no podía distinguir sus rostros. Y entonces el enfoque de su visión retrocedió y pasó, de aquello que subyacía por detrás del cristal, a aquello que descansaba en la superficie del espejo.

Ahí vio el rostro que Rouault había deseado pintar, la faz de Jesucristo humillado, martirizado, despreciado y rechazado. Al principio se asustó, pues, aunque Cristo estaba dentro de él, en este mundo aún era posible fallarle.

También esto es lo que soy, dijo Pawel al icono de Cristo. Necesito misericordia.

—Perdóname —añadió en un susurro.

Entonces, escudriñando una vez más a través de la ventana de la memoria, vio acercarse a una de las sombras.

—Dziecko, mi pequeño —musitó la sombra, levantando la cara hacia la luz, de modo que pudiera ser vista—. Mój synu, hijo mío.

Pawel volvió la cara, agarrándose a los bordes del lavabo con las dos manos.

—Oh, padre, ¿por qué me abandonaste?

—Yo no quería dejarte.

—¿Por qué no me quisiste cuando regresaste?

La luz se hacía más intensa, revelando la vestimenta de campaña de un soldado cuyos ojos eran sendos pozos vacíos.

—Yo te quería, pero tú no conocías el lenguaje de mi corazón.

—¿No podías tú leer el lenguaje del corazón de un niño?

—Si yo lo hubiera entendido...

—¿Por qué no lo entendiste?

—Caí en combate, y si resistí ese combate y esa caída fue por ti, aunque tú no lo supieras.

—¿Por qué no me lo dijiste? ¿Por qué no me lo explicaste?

—Sí que te lo dije. El pequeño caballero y el dragón fueron mi palabra, te los di como representación de mí. Pensé que te bastaría con eso.

—A un niño nunca puede bastarle una palabra. Necesita muchas palabras, y las de las manos y las del corazón no son las menos importantes.

—Con el corazón, que también había sufrido sus propios golpes, intenté hablar contigo, pero tú no venías a mí. Con las manos quise tocarte, pero tú te alejaste de mí.

Entonces papá agachó la cabeza y, aunque llorando, siguió ofreciéndole las manos. Pawel se volvió y dejó de mirarle. — Perdóname, Pawelek.

La sombra seguía gimoteando, mientras su voz disminuía a medida que regresaba al pasado. Presa de temblores, Pawel salió del baño y se pasó la noche mirando al techo, con los ojos clavados en la oscuridad, hasta que llegó el alba sigilosa, acompañada por un rumor sordo de explosiones en la calle, hacia el noroeste.