CAPÍTULO 24
La prensa se apostó tanto en la sede de la torre Sears como en la casa de Jesse Gardner. Durante esos días, que se convirtieron en largas semanas de contienda judicial, Erin le echó muchísimo de menos y cualquier cosa, por nimia que fuera, le recordaba a él. Se despertaba por las mañanas pensando en Jesse Gardner y se acostaba por las noches evocando los momentos que habían pasado juntos entre las sábanas. Hasta que su cuerpo se excitaba y latía de impaciencia.
Fueron muchos los momentos en los que Erin creyó que sucumbiría a la tentación de llamarle. A veces se quedaba mirando el móvil hasta que los ojos se le empañaban y los números se le emborronaban alertándola de que no era una buena idea. Le consolaba pensar que tal vez Jesse luchara contra las mismas tentaciones que ella.
Como la vez anterior, Erin se mantuvo alejada de los tribunales y del circo mediático. Lo poco que sabía lo leía en los periódicos o en los noticiarios de televisión, y esquivaba a la prensa evitando salir y entrar de la torre Sears por el vestíbulo. La calle principal siempre estaba inundada de periodistas, por eso comenzó a ir en coche para salir por los garajes subterráneos.
La revisión de las sentencias en segunda instancia trajo novedades. Las nuevas pruebas aportadas en el juicio contra Aaron McAlister, así como los testimonios de Cari Rodríguez y Justin Wyclif, demostraron la implicación del piloto y el juez falló sentencia por la que se le condenó a cuatro años de cárcel por un delito contra la seguridad pública. En cuanto al juicio paralelo contra Paul Sanders y Wayne Mathews, quedó suficientemente probado que el primero era el responsable de los cambios de rutas de los pilotos, así como de los sobornos con los que compró el silencio de los trabajadores de la empresa transportista que vieron la droga en los aviones. Respecto a Wayne Mathews, el juez determinó la necesidad de practicar ciertas diligencias para esclarecer su posible vinculación en el caso, y ese fue el motivo por el que retrasó la sentencia para principios de septiembre.
Septiembre estaba demasiado lejos en el horizonte y Erin no se veía con fuerzas de retrasar aquella agonía durante un mes más. Escudarse en que debía esperar a que existiera una sentencia para hablar con su padre era una excusa que ya no le funcionaba porque, ¿qué más daba si era culpable o no lo era? El fallo del juez no cambiaría las cosas porque ya había hecho su elección. En realidad, estaba hecha desde hacía muchísimo tiempo, salvo que ahora, ya estaba preparada para asumir todas las consecuencias.
Antes de recorrer el pasillo hacia el despacho de su padre por última vez, Erin había dedicado la tarde a recoger sus pertenencias. La asimilación de las circunstancias le había dado aplomo, pero eso no evitaba que tuviera un nudo en la garganta del tamaño de un balón de fútbol. Tenía los ojos vidriosos y las manos temblorosas cuando llamó a la puerta de Wayne Mathews; sin embargo, su corazón estaba tranquilo y seguro.
Desde que comenzara el juicio y, sobre todo, desde que se decretaran las diligencias de investigación, el temperamento de su padre había alcanzado unos niveles de crispación que la gente de su alrededor se lo pensaba dos veces antes de dirigirle la palabra. Erin tenía la intención de que fuera breve. Sabía lo que tenía que decir y lo que él le diría, por eso, no tenía ningún sentido prolongar una discusión cuando las ideas de ambos estaban tan claras.
Haciendo acopio de todo su valor, Erin se plantó frente a la mesa de su padre, cruzó los dedos por delante del regazo y habló mirándole a los ojos. Los de su padre estaban inyectados en sangre y su tez tenía un tono macilento que constataba que el cúmulo de sus preocupaciones no le dejaba descansar. Ahora tendría una preocupación más que añadir a la lista.
—Sé concisa, tengo mucho trabajo y poco tiempo para perderlo —gruñó con animosidad.
—Lo seré. —Erin tomó aire y lo soltó sin más dilación—. Dejo la empresa. He cerrado todos los asuntos que he podido y el resto están ordenados y clasificados sobre mi mesa, para que la persona que entre en mi puesto no tenga ningún problema. Esta no es una decisión irreflexiva, hace mucho tiempo que no me encuentro a gusto en este trabajo y quiero darle un giro a mi futuro laboral que aquí no se me permitiría. Quiero abrir una consulta privada, eso es lo que siempre he querido hacer y por lo que voy a luchar a partir de ahora. Mientras tanto, continuaré escribiendo para Enigmas y leyendas. Es una revista que trata sobre fenómenos paranormales y en la que colaboro en secreto desde hace unos meses. Nunca te lo he dicho porque para mí siempre ha sido imprescindible contar con tu beneplácito y sabía que esto no lo aprobarías. —Su padre tenía los labios apretados y los ojos parecían dos globos a punto de estallar. Pero Erin todavía no había terminado—. Sin embargo, y aunque estos son motivos de peso para despedirme de Mathews & Parrish, en realidad, abandono por amor. Hace un par de meses, cuando en contra de tu voluntad me tomé unos días de vacaciones para ir a Carpenter Falls, te mentí. Estuve en Carolina del Norte por un asunto que estaba relacionado con Enigmas y leyendas. Por circunstancias que no vienen al caso, hice ese viaje en compañía de Jesse Gardner y en el transcurso de esos días sucedió algo que yo no esperaba que ocurriera: me enamoré de él. —A Wayne Mathews pareció que fuera a darle un infarto. El color de su piel palideció un poco más, los ojos se abrieron desmesuradamente y las mandíbulas estaban tan apretadas que temió que se rompiera algún diente. Erin tenía la espalda sudada, pero su corazón continuaba sereno—. Quiero que sepas que traté de resistirme a mis sentimientos todo cuanto pude porque no quería hacerte daño, pero... ya no puedo más. Ya es hora de que empiece a pensar en mí y en mis necesidades. Y mi principal necesidad ahora mismo es estar con él.
Ya está. Ya había dicho todo lo que tenía que decir. El trago estaba siendo muy amargo, apenas podía controlar las ganas de echarse a llorar, pero también se sintió en paz consigo misma. Liberada, como había dicho Alice.
Esa fue la primera vez en su vida que vio a su padre privado del habla, aunque no habría sido necesario que hablara porque su expresión furibunda lo decía todo. Erin vio el desprecio, el odio y la decepción. Se levantó lentamente de su silla con los puños cerrados y las venas de la frente hinchadas. Su rostro pasó del blanco al rojo mientras se acercaba a ella. Recordó lo que le había contado Alice respecto a lo poco que había faltado para que llegara a las manos con ella pero, aun así, Erin no retrocedió.
—Tú..., ¿cómo has podido traicionarme de esta manera tan sucia y detestable? —Su voz fue un susurro furioso, como los pasos que dio hasta que estuvo frente a ella—. ¿Te has liado con ese malnacido y esperas que me cruce de brazos y asienta sin más? Te exijo que rompas esa relación ¡ahora mismo! —bramó. La cólera le había cubierto el rostro de sudor y una vena palpitaba en su sien al ritmo de su corazón acelerado—. Antes de que termine la mañana lo quiero fuera de tu vida. —Acercó la cara a ella—. ¡¿Me oyes?!
Erin tragó saliva.
—No.
—¿¡Cómo has dicho!?
Su aliento le barrió la cara y sus gritos la ensordecieron. Pero Erin se mantuvo firme. —He dicho que no.
Su padre hizo con ella lo que no tuvo valor de hacer con Alice. Levantó la mano en alto y le cruzó la cara de una bofetada que le volvió la cabeza. El dolor físico no fue nada comparado con el dolor que sintió en su alma. Erin tragó saliva y, con mucho estoicismo, miró a su padre con los ojos empañados.
—Quiero que sepas que, tanto si eres culpable como si no, y a pesar de lo que acabas de hacer, te seguiré queriendo mientras viva.
Erin dio un tambaleante paso hacia atrás y luego abandonó el despacho de Wayne Mathews casi a la carrera. No fue necesario quedarse a escuchar las palabras que en su momento le dijo a Alice porque su padre se las había dicho de otra manera.
Podía pasar horas y horas contemplando las marismas de Beaufort sin aburrirse. A Alice le habría encantado hallarse allí para volcar en uno de sus lienzos el espectacular paisaje que se desplegaba ante sus ojos. Erin nunca antes había visto tal cantidad de colores ni había respirado tantos olores distintos y atrayentes. Se sabía de memoria la ubicación de cada isla, los nombres de los barcos pesqueros que recorrían a diario el estrecho de Pamlico y hasta se había familiarizado con los patos que nadaban por la zona del embarcadero, a los que les llevaba comida todos los días. La costa de Beaufort tenía magia.
Ese era el tercer día que Erin seguía su ritual. Se levantaba por la mañana temprano, daba un paseo por el estrecho hacia el faro bordeando el océano Atlántico, y luego volvía al embarcadero donde tomaba asiento y esperaba su regreso. Por las tardes hacía lo mismo hasta que la luz se extinguía, los barcos regresaban a tierra y los animales volvían a su refugio. A veces llevaba consigo un libro para que las horas pasaran más rápidas, y otras simplemente permanecía allí sentada observando las marismas. Ahora que estaba de vacaciones y el colegio había cerrado, Maddie Gardner también acudía con frecuencia para hacerle compañía. Los temas de conversación entre las dos eran inagotables, se habían hecho grandes amigas.
Esa tarde las dos tenían los pies metidos en el agua y Erin arrojaba pequeños fragmentos de galletas caseras que los patos se apresuraban a engullir. El sol ya se ponía tras sus espaldas y las islas del estrecho se oscurecían paulatinamente en la lejanía. Una vez más, la esperanza de que Jesse regresara ese día se desvaneció como la luz del atardecer.
—Me siento como Mary Truscott aguardando el regreso de Anthony Main.
—Con la diferencia de que Jesse regresará. —Maddie le dio unos golpecitos animosos sobre el muslo—. ¿Me dejas que te arrastre fuera de aquí? Por hoy ya es suficiente y mamá ha preparado una fuente de hushpuppies para chuparse los dedos.
Maddie la tentaba con la comida de su madre para lograr llevársela del embarcadero. Desde que había llegado a Beaufort se pasaba todo el día allí y se negaba a abandonar su puesto de vigilancia salvo para comer y dormir.
Erin asintió.
—Mañana será otro día.
Los acontecimientos se habían desarrollado de manera muy favorable. Hacía unos días, Erin había telefoneado a Maddie desde Chicago porque la preocupación ante la imposibilidad de ponerse en contacto con Jesse la estaba matando. Intentaba localizarlo desde que el juez dejara el pleito visto para sentencia, pero siempre saltaba su buzón de voz. Le dejó varios mensajes que no tuvieron respuesta y, alertada por la idea de que no quisiera contestar a sus llamadas, Erin se plantó ante su casa para descubrir que había correo acumulado de varios días en el buzón y que las persianas estaban echadas como si su inquilino tuviera pensado ausentarse durante una larga temporada.
Esas señales adversas fueron motivo suficiente para llamar a Maddie y afrontar así el temor que le producía el que se negara a hablar con ella. En contra de lo esperado, la joven Gardner respondió al sonido de su voz como si hubiera deseado largamente esa llamada. Su amabilidad la emocionó y las novedades que le contó disolvieron muchos de los miedos que Erin tenía adheridos en el corazón pero, a la vez, agravaron su desesperación por volver a verlo.
—Jesse está en Beaufort desde hace unos días, aunque ahora mismo se encuentra en paradero desconocido, porque trajo su velero y se hizo a la mar al día siguiente de su llegada. No sé cuánto tiempo piensa estar fuera, pero hizo acopio de provisiones para pasar al menos una semana. Por eso no ha respondido a tus llamadas, su móvil está fuera de cobertura. —Erin no pudo reprimir un suspiro de alivio que hizo sonreír a Maddie—. La noche en que llegó, nos reunió a mamá y a mí en la cocina y nos contó toda la verdad sobre vuestro pacto.
—Siento muchísimo el daño que os haya podido causar con esta historia —se anticipó Erin.
—Tranquila, ni mi madre ni yo tenemos nada que reprocharte. Jesse nos dijo que todo fue idea suya. Tuve ganas de matarlo por habernos mentido y no te puedes ni imaginar la reprimenda que tuvo que soportar de parte de mi madre, pero se nos pasó el enfado cuando nos contó lo que sucedió después entre los dos.
—Ya he hecho mi elección y necesito verle. Voy a ir hasta Beaufort.
Unos minutos después compró un billete de avión para Raleigh.
Maddie Gardner fue a recogerla a la estación de autobuses de Beaufort una soleada mañana del mes de agosto. El vuelo en avión desde Chicago a Raleigh se le había hecho largo y tedioso, al igual que el viaje en autobús por la autopista. Estaba nerviosa e impaciente y hasta la azafata del vuelo le había preguntado si se encontraba bien porque no cesaba de removerse en su asiento. Estaba en permanente tensión, aunque el abrazo de la hermana de Jesse suavizó un poco su ansiedad.
Las mujeres Gardner insistieron en que se quedara en su casa, pero Erin declinó la oferta porque no quería abusar de su generosidad. Tenía la intención de hospedarse en un hotel del pueblo pero, al final, lo arreglaron para que ocupara la casa de Jesse.
Esa noche, entre platos de hushpuppies y otros manjares que Gertrude Gardner había cocinado durante la tarde, trataron de sacar temas más animados que las dos noches precedentes, en las que Erin había hablado muy afectada sobre la situación familiar que había dejado atrás en Chicago. El consuelo y la comprensión que había recibido de ambas mujeres, solo fue comparable a la que halló cuando se desahogó con Alice.
Ahora conversaban sobre el éxito que tenían las bufandas de Gertrude en los mercadillos del pueblo.
—Cuando vengas en invierno te darás cuenta de que todo el mundo tiene una bufanda hecha por mí —dijo la mujer con una sonrisa.
«Cuando vengas en invierno», pensó Erin. Cualquier referencia al futuro la sumía en un estado de incertidumbre tal que no podía evitar que se le notara en la cara. Tanto Gertrude como Maddie estaban muy seguras de que Jesse se alegraría inmensamente de encontrarla allí. Las dos coincidían en que él no estaba pasando un buen momento emocional y que cada vez que se había referido a ella, se le había notado abstraído y sus ojos se habían cubierto de un velo de añoranza que delataba sus sentimientos. Pero Erin no estaba tan segura de ello y por eso prefería mostrarse cauta. Todo estaba en el aire hasta que no hablara con él.
Ya hacía rato que estaba tumbada en la cama con los ojos cerrados y el ruido del oleaje de las marismas colándose por la ventana abierta. Le estaba costando conciliar el sueño porque, poco después de apagar la luz, una idea se le había metido tímidamente en la cabeza y ahora era tan persistente que había conseguido desvelarla. ¿Y si Jesse no tenía planeado volver hasta septiembre? Podía recalar en algún puerto, abastecerse de comida y llamar a su familia para comunicarles que todavía no tenía pensado regresar. En ese caso le dirían que Erin estaba allí esperándole, pero ¿cambiaría él sus planes por ella?
Le estaba dando demasiadas vueltas a todo. Ese era el resultado de disponer de tantas horas ociosas.
Erin se levantó de la cama y acudió a la ventana, donde apoyó los brazos en el alféizar y asomó medio cuerpo fuera. La noche era infinitamente oscura más allá de la orilla del estrecho pero aunque no se veía nada, sus ojos siempre se empeñaban en mirar en aquella dirección. El faro a lo lejos lanzaba potentes destellos para advertir a todos aquellos barcos que regresaban de altamar que la costa se hallaba cerca y Erin volvió a pensar en lo identificada que se sentía con Mary Truscott. Era muy enigmático y curioso que estuviera viviendo en sus propias carnes una situación tan similar a la de la mujer que habitó en Beaufort siglo y medio atrás. Esperaba que todas las similitudes terminaran ahí.
Esa mañana se levantó más temprano y regresó a su puesto de guardia al amanecer. De pie junto al borde entarimado del embarcadero, se cruzó de brazos y admiró con ojos embelesados la salida del sol que emergía por detrás de la frondosa vegetación de la isla Carrot. Se había encariñado tanto con ese lugar que no quería pensar en tener que abandonarlo para siempre.
Los pescadores más madrugadores ya habían zarpado en busca de la pesca más fresca. Las aguas eran grisáceas por la escasez de la luz solar y, más allá del estrecho, el océano Atlántico estaba difuminado tras una cortina de bruma plateada. Erin vio perfectamente cómo un velero surgía de entre las profundidades del océano cortando en dos la niebla matinal. Se aproximaba con las velas desplegadas hacia la costa, bordeando las islas para acceder al estrecho.
A pesar de que a diario había visto veleros y otro tipo de embarcaciones que llegaban a la costa, Erin tuvo un fortísimo e inexplicable palpito de que aquel era el velero de Jesse Gardner. Sus manos se apretaron sobre la barandilla y sus ojos se entornaron para enfocar la vista. Había un tripulante a bordo, un hombre, pero a esa distancia tan lejana Erin todavía no podía discernir sus rasgos. El corazón le bailó dentro del pecho y los pies no podían quedarse quietos sobre el suelo; además, se mordía tan fuerte el labio inferior que sintió sobre la lengua el sabor metálico de la sangre.
El viento soplaba por la popa y propulsaba las velas desplegadas del flamante velero a una velocidad adecuada, por eso no llevaba encendido el motor. Su tripulante hizo sonar la sirena a modo de saludo al cruzarse con otros barcos pesqueros que sondeaban las aguas del estrecho y que respondieron de la misma forma. Una bandada de gaviotas pasó volando entre la distancia que todavía les separaba, y entonces Erin pudo ver con total claridad que el hombre que había detrás del timón era Jesse Gardner.
Su nerviosismo alcanzó un nivel tan elevado que ya no pudo estarse quieta. Se llevó el dedo pulgar a la boca y se mordisqueó la uña hasta destrozársela. ¿La habría visto él? Se dirigía directamente hacia ella y Erin era la única persona que se hallaba a esas horas en el embarcadero, por lo que no pasaba desapercibida. Jesse plegó las velas mayores y el barco disminuyó su velocidad para disponerse a atracar en la orilla, y Erin se sacó el dedo de la boca cuando ya no le quedaba ninguna uña que morder. Solo había tomado un café por la mañana, pero le estaba dando vueltas en el estómago como si hubiera desayunado una copiosa comida.
Ahora que el velero solo se propulsaba con la velas menores, se acercaba con tanta lentitud a la costa que Erin estaba exasperada. Entonces, por fin, sus ojos coincidieron con los suyos, pero la mirada de Jesse fue tan contenida y cautelosa que Erin sintió que se le agriaba el desayuno. ¿Pero qué esperaba? ¿Que se arrojase desde la borda al mar para cruzar a nado la distancia entre los dos con el ánimo de estrecharla entre sus brazos y decirle que la amaba con toda su alma? Para animarse y no perder el impulso, Erin trató de ser realista. Jesse no sabía el motivo por el que ella estaba allí.
Tras un largo periplo que le había llevado a recorrer todos los puertos de Carolina del Norte en apenas seis días, la última persona a la que él esperaba encontrar aguardándolo en Beaufort era a Erin Mathews. Cuando se despidieron por segunda vez consecutiva después del fin de semana en Fort Sheridan, hubo un acuerdo tácito de que no se verían mientras durara el proceso judicial y faltaba poco menos de un mes para eso. Debía de haber sucedido algo importante en la vida de Erin para que ahora estuviera allí, hermosa como el amanecer y nerviosa y temblorosa como un flan.
Al encontrarse con aquellos anhelantes ojos castaños y con ese cuerpo esbelto y femenino enfundado en unos pantalones cortos y en un top de tirantes, Jesse sintió las palmas de las manos sudadas sobre el timón y un violento cosquilleo por toda la superficie de la piel. Reacciones químicas que intentó por todos los medios que no se le notaran en la cara.
Jesse hacía virar el velero para coger la posición correcta de amarre cuando se produjo un hecho que lo dejó completamente perplejo. Erin se deshizo de sus sandalias blancas y saltó de cabeza al agua cuando todavía los separaban quince metros. En cuanto emergió a la superficie, orientó sus brazadas hacia el barco y Jesse la observó con las manos paralizadas sobre el timón y el resto de su cuerpo atrapado en el asombro. Lentamente, una sonrisa afloró a sus labios y entonces se dirigió a estribor para lanzar la escalerilla de mano y el ancla. Mientras aguardaba a que llegara, un sentimiento cálido e imposible de refrenar se fue abriendo paso en su interior. Ninguna mujer saltaba al agua a las siete de la mañana para darle a uno calabazas.
Cuando Erin alcanzó la escalerilla estaba apurada y le faltaba el aire, pero su ahogo era el fruto de los nervios más que del esfuerzo físico. Jesse la tomó de la mano y tiró de su cuerpo hasta que ella alcanzó la escalerilla con los pies y pudo trepar por sus propios medios. De todas formas, Jesse no la soltó hasta que sus pies descalzos pisaron la cubierta y, aún después, habría querido continuar sujetándola aunque ya no tuviera ninguna excusa para hacerlo.
—Demonios, no sabía que el agua estuviera tan helada. —Erin se retiró las gotitas saladas de las pestañas y luego se escurrió el pelo formando un charco a sus pies.
—¿Qué has querido hacer al lanzarte así al agua? ¿Emularme? —preguntó en tono irónico.
Jesse fue práctico y le alcanzó una toalla que Erin utilizó para secarse la cara. Cuando alzó la mirada hacia él se quedó sin palabras. El océano había acentuado la parte más rebelde de su atractivo. Le había crecido el pelo y también la barba, y su piel había adquirido una tonalidad muy morena por las largas horas que había pasado bajo el sol. El azul de sus ojos era más intenso ahora y Erin pudo sentir la presión que su mirada ejercía sobre ella. Estaba tan guapo y le quería tanto que se le hacía insoportable mantener las distancias.
—Has terminado tu velero.
Jesse apoyó una mano sobre la barandilla del casco y lo observó con orgullo.
—Es un buen barco y funciona como la seda. Hemos hecho más de seiscientas cincuenta millas por la costa de Carolina.
—Se llama como yo —comentó con aire tímido.
Así que ella había visto el nombre del Erin pintado en el casco. No era el momento ni el lugar de contarle la verdadera historia de ese nombre, no le apetecía aniquilar ese entusiasmo tan mal contenido que apreciaba en su rostro.
—Se llama como tú. —Sonrió apenas—. ¿Cuánto tiempo llevas aquí?
—Desde que empezó a amanecer.
—Me refiero a cuánto tiempo llevas en Beaufort.
—Llegué hace cuatro días. Como no contestabas a mis llamadas y tu casa estaba cerrada como si fueras a ausentarte durante una temporada, llamé a Maddie y ella me puso al corriente de todo —le explicó. A continuación, suspiró profundamente y soltó la toalla—. Dije que aguardaría a que el asunto del pleito llegara a su fin para tomar una decisión, pero no he podido soportar la espera y me he visto en la necesidad de anticiparme porque, tanto si el juez resuelve a favor de mi padre como si no, lo que yo siento hacia ti está al margen de todo eso. —Erin se frotó la nuca con gesto distraído—. Hablé con mi padre y se lo conté todo, incluso que escribo en una revista de fenómenos paranormales. Fue horrible, pero al mismo tiempo resultó sumamente liberador. Te quiero, Jesse Gardner, y aunque tú no sientas lo mismo por mí, quiero que sepas que no me arrepiento de lo que he hecho porque, ante todo, lo he hecho por mí.
Al principio, Jesse no se había dado cuenta, pero ahora que la había observado con mucho más detalle, vio en su mejilla los restos amarillentos de un moratón. Jesse alzó la mano y lo acarició suavemente con la punta de los dedos.
—¿Esto te lo ha hecho él?
Erin dudó.
—No tiene importancia.
Jesse supo que sí, que ese maldito bastardo había golpeado a su hija. La rabia que sintió le hizo apretar las mandíbulas, pero Erin le pidió con una mirada suplicante que pasara ese detalle por alto. Tal vez pudiera ignorarlo ahora, cuando había cosas más importantes que decirse, pero ya se encargaría más tarde de hacerle pagar por haberle puesto la mano encima.
Jesse deslizó los dedos en su cabello mojado y le acarició la cabeza. Luego la atrajo hacia él y la besó de forma implacable. Erin apretó los puños cuando la lengua de Jesse invadió su boca y buscó con insistencia el roce húmedo y carnoso de la suya. Después le pasó las manos por la cintura y se apretó contra él hasta que el calor que desprendía su cuerpo se encargó de ahuyentar su frío. Apasionado y frenético, el beso se alargó hasta que un barco pesquero que navegaba cerca tocó la sirena para hacerles ver que no estaban solos.
Jesse sonrió y alzó su rostro por la barbilla. Era preciosa y era suya.
—¿Sabes dónde te metes, Erin? Si te quedas a mi lado has de saber que nunca, jamás, te voy a dejar marchar.
Erin lo miró con embelesamiento y aferró los brazos alrededor de su cintura con más fuerza.
—Estaré contigo hagas lo que hagas y vayas donde vayas.
El cosquilleo que recorría la piel de Jesse se intensificó al escuchar esas palabras de amor incondicional.
—Te quiero, Erin. Estoy tan enamorado de ti que hasta me asusta la dimensión de lo que siento. —Tomó su cabeza con las manos y sondeó la oscura profundidad de sus ojos—. He amado antes pero no de esta forma tan desesperada. No sé qué habría hecho si te hubieras apartado de mi camino.
Erin esbozó una sonrisa tierna y enamorada. Su corazón estaba a punto de estallar de felicidad y los ojos se le llenaron súbitamente de lágrimas.
—No habría podido hacerlo, te amo demasiado.
Jesse volvió a besarla, una y otra vez, hasta que no quedó ni un solo lugar de su rostro sin sentir la caricia impetuosa de sus labios. Luego cogió el móvil, lo encendió por primera vez en días y llamó a su madre. La mujer contestó rápidamente.
—Madre, acabo de llegar a Beaufort pero me vuelvo a marchar. Tengo provisiones para un par de días más pero, esta vez, Erin viene conmigo.
La alegría de la señora Gardner fue tan explosiva que Erin la oyó sin necesidad de acercarse el móvil a la oreja.
Jesse izó el ancla y miró a Erin de una forma nueva para ella, con los sentimientos desnudos.
—¿Nos marchamos en tu velero?
—Así es.
Jesse se colocó detrás del timón y lo hizo virar ciento ochenta grados para buscar la salida del estrecho de Pamlico. Erin acudió a su lado.
—Pero... primero deberíamos ir a tu casa para coger un poco de ropa. Estoy empapada.
—Cariño, en cuanto lleguemos a altamar no vas a necesitar ni lo que llevas puesto. Y esta vez, sí que voy a cumplir mi amenaza.
Erin se agarró a su brazo y le besó el hombro.
—¿Dos días de sexo?
—Intensivos.
—Me gusta la idea.
—A mí me hierve la sangre de pensarlo.
Y lo que no era la sangre también le hervía. Mientras se besaban hacía unos minutos, Erin disfrutó del contacto de su virilidad presionando sobre su vientre y, ahora, con una rápida mirada hacia abajo, descubrió orgullosa que la excitación de Jesse no había menguado ni un solo milímetro.
Hacia la mitad del estrecho, Jesse plegó todas las velas y encendió el motor del velero porque el viento soplaba por la proa. Luego volvió a tocar la sirena para despedirse de los barcos pesqueros mientras navegaban directos hacia la salida del estrecho, que se encontraba más allá de la isla Carrot, entre la isla Shacklerford y la isla Goat.
Al salir al Atlántico el sol ya despuntaba alto y el cielo de agosto estaba completamente despejado. Bordearon la costa durante unos minutos para alejarse de todas las embarcaciones que sondeaban la zona y, cuando estuvieron lo suficientemente lejos de todo y de todos, Jesse lanzó el ancla y condujo a Erin directamente al camarote.