CAPÍTULO 02
Hacía unos días que Jesse Gardner había descubierto la razón por la que no conseguía que ninguno de los botes que construía se mantuviera a flote. La solución se llamaba base de flotación. Las cámaras de aire debían ser muy precisas y dependían de las dimensiones y del peso del barco. Hasta la fecha, había dejado poco espacio de flotación y por eso todos los botes se hundían como piedras en el mar. Hizo muchos cálculos sobre hojas de papel para hallar una fórmula que le diera un resultado exacto y pensó que por fin tenía el problema resuelto. Obviamente no era así y tendría que volver a revisar la fórmula. Cuando diera con la solución, podría dedicarse al cien por cien al Erin, mientras tanto, tendría que continuar haciendo todas esas pruebas con pequeñas embarcaciones.
Esa mañana Jesse se había levantado temprano y de buen humor porque hacía un día estupendo para navegar y para comprobar sus progresos. Aunque las aguas del lago Michigan andaban algo revueltas bajo la acción del viento que soplaba del norte, el sol lucía espléndido en el cielo carente de nubes; algo insólito para la época del año en la que se encontraban, pues a finales de mayo solían abundar los días lluviosos y grises.
Con el bote cargado en el remolque, condujo hacia el embarcadero más cercano de Grant Park, aprovechando que la mayoría de los aficionados a la navegación solían acudir un poco más tarde de las siete. A esta hora de la mañana las aguas estarían más tranquilas. Ya en el lago, su optimismo se desvaneció cuando comprobó que había errado en los cálculos y que iba a darse un indeseado chapuzón. Este bote, sin embargo, aguantó sobre la superficie varios minutos más que el anterior, y aunque ese dato no le privó de cierta decepción, él no era un experto en construir barcos y decidió que se trataba de un pequeño progreso.
Pero el malestar ante el inminente hundimiento no fue nada comparado con el que sintió en cuanto sus ojos se toparon con los de Erin Mathews. El encontronazo con la mujer le había puesto de un humor de perros y mientras conducía de regreso a casa, rememoró en contra de su voluntad algunos episodios desagradables acaecidos en su paso por Mathews & Parrish.
El menor de los agravios sufridos fue quedarse sin empleo, porque podía encontrar otro y con mejores condiciones en cualquier sitio. Lo que realmente le enfurecía era que le hubieran retirado la licencia para pilotar durante seis meses.
El juicio contra Mathews & Parrish fue un juicio injusto y amañado, y la sentencia favoreció a la parte que tenía más dinero. Su abogada le advirtió que la flota de abogados de Mathews & Parrish le aniquilaría a no ser que contase con pruebas fehacientes; pero la única prueba de la que Jesse disponía era lo que había visto con sus propios ojos. Sin embargo, su sentido del deber no le permitía cerrarlos e ignorar algo tan grave como lo que había descubierto. Jamás dudó que debía denunciarlo y que dar ese paso conllevaría su inminente despido, pero de todas formas, sabiendo lo que sabía, si no le hubieran despedido habría sido él quien se hubiera marchado de la empresa.
Jesse se exasperó y apretó el volante con fuerza cuando entró en Bronzeville. Su abogada estaba preparando la apelación, aunque todavía no sabía de dónde sacaría el dinero para pagarle los honorarios. Las costas judiciales le habían dejado en bancarrota y, sin un empleo a la vista, no tenía ninguna fuente de ingresos segura. Muy pronto su situación comenzaría a ser alarmante, pero él era un hombre de recursos y saldría de esa.
Jesse trataba de no pensar en ello, salvo cuando sentía una necesidad imperiosa de subirse a un avión. Entonces se enfurecía de verdad, se ponía unos guantes de boxeo y descargaba toda su rabia contra el saco de arena que tenía colgado en el garaje.
Todavía no había decidido qué hacer mientras su licencia para pilotar continuara en suspenso. Aún debía esperar cuatro meses más, no era mucho tiempo, pero la demora se le hacía insoportable. Había pensado en largarse de Chicago durante una temporada, pero fuera donde fuera estaba jodido, porque su licencia abarcaba todo el territorio de Estados Unidos.
Algunos compañeros de trabajo le sugirieron que disfrutara de aquellas vacaciones forzosas, pero el problema era que odiaba disponer de tantas horas ociosas.
Al menos tenía al Erin, el velero en el que trabajaba diariamente desde que se quedara sin empleo. De momento no era más que un proyecto, pues solo había construido el armazón del barco, pero a ese ritmo de trabajo pronto podría salir a navegar en él.
Si daba con las medidas de las bases de flotación.
Erin le parecía el nombre ideal para bautizar a su velero, porque el barco que tenía su padre cuando él era niño se llamaba así. Razones sentimentales le empujaban a hacer un pequeño homenaje a Robert Gardner, que había muerto hacía unos años en Beaufort y cuya pasión por navegar había heredado. Sin embargo, en ese preciso instante el nombre le desagradó profundamente, porque le recordó a la mujer que acababa de encontrarse en Grant Parle.
Tras meter el coche en el garaje, miró la hora en su reloj de pulsera y decidió que aún disponía de un par de horas para trabajar antes de reunirse con Chad.
El tiempo corría deprisa entre tablones de madera, sierras eléctricas, barnices y diversas herramientas de carpintería. Jesse pasó casi dos horas serrando y puliendo madera y acabó empapado en sudor. Pese a que la mañana de mayo era fresca, cuando terminó parecía recién salido de una sauna.
Se limpió las manos con un trapo sucio que dejó arrugado sobre un banco de madera y contempló con orgullo el esqueleto del Erin. Después subió de dos en dos las escaleras que conducían hacia la planta de arriba, sin preocuparse de que sus pies descalzos y sucios fueran dejando un rastro poco atractivo sobre la madera. Fue entonces cuando reparó en que no se había quitado las ropas mojadas tras el chapuzón. Tendría Muerte si no pescaba un buen resfriado.
Junto al toallero encontró un sujetador de color frambuesa y Jesse frunció las cejas. Sabía de quién era, pero no conseguía recordar su nombre. Lo tomó por el tirante y lo echó a la cesta de la ropa sucia. Si su propietaria lo reclamaba se lo devolvería, pero prefería que la guapa morena con la que se había tomado unas copas la noche anterior, no lo hiciera. Tenía una regla que seguía a rajatabla en cuestión de mujeres, y es que no repetía con la misma mujer dos veces seguidas.
Jesse se metió en la ducha y el agua fresca dejó su mente en blanco, alejando los sinsabores que la estirada señorita Mathews había traído de regreso a su cabeza. Cuando se puso los vaqueros limpios y la camiseta, Jesse ya pensaba en su amigo Chad y en las noticias suculentas que traía consigo. Chad se había negado a adelantárselo por teléfono cuando lo llamó la noche anterior desde su casa en Beaufort, y Jesse detestaba que su amigo se pusiera en plan misterioso. Por regla general, esa actitud implicaba que se había producido algún giro inesperado en su vida que, por añadidura, también a él le salpicaría.
Chad Macklin era su mejor amigo. Se conocían desde que llevaban pañales, y aunque Jesse no había regresado a Beaufort en los últimos años, Chad viajaba con frecuencia a Chicago. Nunca perdieron el contacto a pesar de las circunstancias.
La cafetería donde había quedado con Chad estaba cerca de su casa e hizo el camino a pie. Desde que no tenía que desplazarse al aeropuerto O'Hare, y salvo que tuviera que acudir al centro de la ciudad, iba a todos sitios caminando.
Vivía en una modesta casita residencial de Bronzeville, a cinco minutos del lago Michigan. No era gran cosa, pero nunca había necesitado lujos ni grandes espacios, salvo cuando volaba. En la planta baja estaba el garaje, que albergaba su coche y una amplia zona que él había convertido en su lugar de trabajo. En la planta de arriba estaba la casa, sesenta metros cuadrados de terreno perfectamente aprovechados. No necesitaba más que un comedor, un baño y dos dormitorios, uno de los cuales utilizaba de estudio. Lo que más le gustaba de esa vivienda era la terraza, que estaba orientada hacia el lago Michigan. La inmensidad de sus perfiles azules le recordaba la costa del Atlántico y Beaufort. El cielo de su pueblo natal era inmenso. Si volvías la cabeza hacia el oeste, aquel acababa allí donde despuntaban los perfiles redondeados de las montañas
Blue Ridge, y si mirabas hacia el este, finalizaba en un punto donde era imposible distinguirlo de las agitadas aguas del océano Atlántico. A veces lo echaba de menos, y sabía que tarde o temprano regresaría. No se quedaría a vivir allí, pues Beaufort no era tan grande como para albergarles a ambos, a él y a June, pero la nostalgia sí era lo suficientemente fuerte como para obligarle a ir de visita. Algún día.
Poco antes de llegar a la cafetería donde había quedado con Chad, se detuvo en el quiosco para comprar el último número de la revista Sailing, que ese mes incluía un suplemento muy ilustrativo sobre las mejores marcas de barnices y siliconas que existían en el mercado para los acabados de los barcos.
Cuando entró en la cafetería, Chad todavía no había llegado. Jesse tomó asiento en la barra, desplegó la revista sobre el mostrador y le pidió a Pete un café bien cargado. Era la hora del almuerzo y el pequeño local era una bulliciosa aglomeración de voces, ruidos de cubiertos y música ambiental. Jesse solía ir más temprano para evitar la hora punta, pero Chad había tomado un avión de madrugada y se negó rotundamente a levantarse antes de las once.
Se hallaba inmerso en la lectura sobre el taponamiento de juntas, cuando sintió un afectuoso apretón en el hombro.
Chad lucía un aspecto bronceado y saludable a pesar del cansancio del vuelo, y una sonrisa igualmente vigorosa que sin duda estaba relacionada con aquello que tenía que decirle. Aunque iba a Chicago con frecuencia, hubo unas cuantas palmaditas en la espalda y apretones de manos antes de que Chad lomara asiento. Pidió otro café para él e hizo un comentario jocoso sobre la nueva afición de Jesse, que estaba desplegada sobre la barra.
—No es nueva, sabes que siempre quise construir mi propio barco. Ahora me sobra el tiempo. —Jesse cerró la revista y la dejó a un lado—. Desembucha. ¿Qué ha hecho que muevas el culo en plena noche desde Beaufort hasta aquí?
Y Chad se lo dijo sin rodeos, aun a sabiendas de que a Jesse podría ocasionarían ataque al corazón.
Primero Jesse se echó a reír a carcajadas, como si Chad estuviera tomándole el pelo. Pero cuando comprobó que el rictus de Chad no variaba, a Jesse se le congeló la sonrisa y su expresión se volvió indescifrable. Los ojos castaños de Chad estaban serenos, y halló en ellos una especie de luz que Jesse nunca antes había visto en ellos.
—¿Así que no estás bromeando?
Chad movió la cabeza lentamente y las comisuras de sus labios se alzaron.
Un estado de conmoción debía de ser lo más parecido a lo que Jesse experimentó en ese instante. Su aturdimiento era tan espeso, que se volvió hacia el camarero y le pidió que le sirviera un whisky bien cargado. Solo con una buena dosis de alcohol en las venas sería capaz de asimilar una noticia tan espeluznante como la próxima boda de Chad.
No estaba seguro de qué le sorprendía más, si la boda o la mujer con la que iba a casarse. Linda McKenzy había sido la empollona de la escuela, la chica menos popular del colegio con la que ningún chico, incluido Chad, quería salir. Ahora Chad le contaba que Linda había regresado al pueblo después de quince años perdida en algún lugar de Kansas, y le aseguraba que ya no quedaba nada en ella que pudiera utilizarse para establecer relación con la antigua Linda.
Cuando el camarero abrió la botella de Jack Daniel's, Chad le indicó que se ahorrara el whisky y acogió la reacción de su amigo con humor. El desconcierto de Jesse alcanzó entonces su cota más elevada.
—Hablamos de la misma Linda, ¿verdad? Gafas de culo de vaso, dientes prominentes... —le recordó, como si Chad se hubiera vuelto loco de remate—. La hiciste llorar cuando en segundo introdujiste un ratón en el interior de su mochila.
Chad hizo un gesto con la mano.
—Ahora lleva lentillas y durante años utilizó un corrector para los dientes. Tiene una sonrisa preciosa.
—¿Qué te ha pasado desde la última vez que viniste? ¿Has estado metido en alguna secta? —Jesse cabeceó—. Tú no eres de los que se casan, y menos con la Bugs Bunny.
En el instituto la llamaban así por sus dientes de conejo.
—Supongo que he madurado. Y te aseguro que cuando veas a Linda quedarás impresionado. —Chad apoyó una mano en su hombro, le miró directamente a los ojos y le habló desde la supuesta madurez que proclamaba—. Tengo treinta y ocho años y he disfrutado de la vida tanto como he podido. Pero a todo hombre le llega el momento de sentar la cabeza.
—Te recuerdo, por si lo has olvidado, que durante muchos años mi cabeza estuvo bien sentada. ¿Y total para qué? Todo ese tiempo desperdiciado.
—No todas las mujeres son iguales. Yo confío en Linda.
—Yo también confiaba en June.
Chad sabía que esa conversación no iba a conducirles a ninguna parte. Jesse estaba profundamente resentido con las mujeres y no quería oír hablar de relaciones serias. En cierta manera le entendía, aunque no era justo que las juzgara a todas por el mismo rasero.
—La boda se celebrará en Beaufort —anunció Chad.
Jesse tomó un sorbo de café, pues pasada la sorpresa inicial, ya podía tragarlo sin atragantarse.
—¿Cuándo fue la última vez que nos vimos? ¿Hace un mes, dos meses? —le preguntó a su amigo.
—Hace un mes y medio.
—Vaya, mes y medio. —Jesse resopló con teatralidad—. Es poco tiempo para tener que recordarte lo que sucedió.
—No es necesario que me lo repitas —dijo con parsimonia—. Estaba un poco borracho pero lo recuerdo todo perfectamente. Salimos de fiesta, nos enrollamos con unas tías impresionantes y yo acabé en la habitación de mi hotel con una rubia guapísima.
Jesse asentía a cada palabra que decía.
—Antes de subirte al avión me dijiste que te soltara un puñetazo si alguna vez te dejabas atrapar por una mujer.
—En un mes y medio pueden suceder muchas cosas. —Se encogió de hombros y le hizo ver que nada de lo que dijera le liaría cambiar de idea—. La boda es dentro de una semana, por lo tanto te agradecería que no me golpearas en la cara.
A Jesse se le escapó una risa cansina que era el reflejo de su enorme desconcierto. A duras penas podía creerse que fuera su amigo Chad Macklin quien le estuviera hablando de matrimonio y de amor eterno. Precisamente Chad, al que solo le había faltado ponerse de rodillas para suplicarle que jamás se casara con June. Y sus súplicas no obedecían a que Chad tuviera poderes adivinatorios respecto a la mujer que lo había dejado plantado por otro, sino a que Chad tenía una pésima concepción sobre el matrimonio. Siempre se había proclamado alérgico a las relaciones sentimentales.
—No voy a ir a la boda. No quiero ver cómo te pones la soga en el cuello.
—Por supuesto que irás. No puede haber una boda sin padrino.
—Búscate a otro, el pueblo está lleno de catetos que también creen en toda esa parafernalia del matrimonio y el amor eterno —dijo con sarcasmo.
Chad volvió a reír y agarró su café para hacer desaparecer la risa. Después de un trago prosiguió con la que ya sabía que sería una trabajosa tarea. Pero conocía a Jesse y sus puntos flacos, y deliberadamente tocó donde más podía dolerle.
—Tú problema no es que no quieras ir a la boda. Lo que sucede es que no quieres ir a Beaufort para no tener que encontrarte con June y con Keith. Pero todo el mundo se ha olvidado ya de ese incidente. En el pueblo ya nadie te recuerda como el capullo que dejaba sola a June durante largas temporadas que fueron aprovechas por el bueno de Keith Sloan para robártela.
—Gracias por lo de capullo —replicó, curvando los labios en una sonrisa torcida.
—¿Acaso continúas enamorado de ella? —le preguntó con provocación.
—No me hagas reír. Me ofende que lo preguntes. Me humilló delante de todo el pueblo, ¿cómo puedo continuar queriéndola?
—El corazón tiene razones que la razón no entiende.
Jesse no lo podía creer. Su mejor amigo, aquel que prefería cortarse un dedo antes que caer en las redes del matrimonio, no solo iba a casarse, sino que además se había convertido en todo un sentimental. Jesse no estaba seguro de si echarse a reír o llorar.
—Jamás he escuchado nada tan cursi.
—Pero es cierto —asintió Chad.
—No estoy enamorado de June —dijo secamente.
—Lo que tú digas. —Chad alzó la manos—. Su matrimonio está en crisis. Ya no viven bajo el mismo techo.
Jesse alzó una ceja, pero enseguida decidió que no quería mostrar sorpresa. No deseaba demostrar ninguna emoción respecto a June, aunque algo indefinido agitó su interior.
—No me extraña; Keith sí que es un capullo.
—¿Me vas a decir que no te importa?
—Ni lo más mínimo.
—Bien. —Chad sonrió y apuró su café—. Entonces no existe excusa posible para que no te compres un traje y acudas a mi boda.
Jesse lo miró con irritación. Desde el principio supo que no había salida, que si Chad se casaba él estaría en la ceremonia. No podía ser de otra forma. Eran amigos desde el colegio y habían pasado juntos por todas las etapas de la vida. Para Jesse, Chad era como un hermano y no podía fallarle en un acontecimiento tan importante. Sentía el deber moral de estar allí, por mucho que aborreciera la idea de volver a encontrarse con determinadas personas.
—¿Sabes? Creo que deberías demostrarle a June que ya no te importa un carajo. No has aparecido por allí en los últimos cinco años. ¿Qué crees que puede pensar ella?
—Me trae sin cuidado lo que piense.
—A mí sí que me importa. Quiero que se le remuevan las entrañas cuando te vea con otra mujer. Por su culpa tengo que recorrerme medio país cada vez que quiero estar con mi amigo, así que me lo debes —sentenció.
—¿De qué mujer hablas?
—Nadie va solo a una boda.
Por toda respuesta, Jesse exhaló lentamente y recuperó su café.
—Invita a una de tus amigas. Seguro que tienes a un montón de candidatas.
A Jesse no se le ocurría ninguna con la que le apeteciera pasar unos días en Beaufort. Su relación con las mujeres se limitaba a tener sexo sin complicaciones, y no solía repetir con la misma mujer para evitar el riesgo de encariñarse con alguna. Por otra parte, aquellas con las que no se acostaba no enlajaban en los cánones de belleza precisamente. No podía invitar a Tammy Abbot, la dependienta de la tienda de bricolaje. Tammy era un encanto, pero pesaba alrededor de cien kilos más que él. También descartó a Sally Mcpherson, su casera, que todavía no había descubierto que la crema depilatoria existía.
—Lo pensaré, aunque ya sabes que no conservo la amistad con ninguna de las mujeres con las que me acuesto.
—Tienes una semana para encontrar a alguna, pero procura que además de guapa sea inteligente. Para ti es pan comido.
Chad alzó la taza de café esperando a que Jesse se decidiera a brindar con él. Tardó unos segundos pero, finalmente, Jesse le secundó y la hizo chocar contra la de su amigo.
Erin cruzó rauda el inmenso vestíbulo para alcanzar el ascensor. Había tanto movimiento en la torre Sears que, a pesar de sus diez ascensores internos, si dejabas escapar la oportunidad de subirte a uno, era fácil que hubiera que esperar más de diez minutos para conseguir el siguiente. Erin ocupó el único hueco disponible que había junto a un hombre con traje y corbata, cuya barriga era tan inmensa que ocupaba el espacio de dos personas. Erin se volvió de cara a la puerta y estrechó su cartera de piel contra el pecho. Si las oficinas no estuvieran en el piso número cien, Erin no utilizaría los ascensores.
Sacó la agenda de su cartera de piel y la extendió sobre la mesa de su despacho. Tenía tres entrevistas de trabajo con tres pilotos profesionales y una para cubrir el puesto de la secretaria del jefe de contabilidad y finanzas. Hernest Spencer era el mayor mamarracho que trabajaba en Mathews & Parrish. Se habían contratado sus servicios hacía dos años y durante ese tiempo siete secretarias diferentes habían pasado por el puesto. Se rumoreaba que las relaciones que entablaba con ellas iban más allá de lo profesional. En esta ocasión, Erin iba a asegurarse de que eso no volviera a suceder y sonrió con malicia mientras apilaba en un montoncito los currículos seleccionados.
Después, decidió ir a ver a su hermana.
Alice tenía la nariz enterrada entre expedientes judiciales, denuncias, demandas, multas de tráfico y contenciosos en curso. Con el ceño fruncido, daba golpecitos con la punta de un lápiz sobre los papeles y balanceaba un pie bajo la mesa.
Cuando Erin supo que su hermana volvía a Chicago para quedarse de forma permanente, pensó que regresar al hogar tras largos años de destierro en Londres le sentaría bien, pero a Alice se la veía igual de agobiada e infeliz que en las largas conversaciones telefónicas que mantenían cuando las separaba el océano Atlántico.
Alice soltó el lápiz y enterró la cara entre las manos, frotándose los ojos con las yemas de los dedos.
—¿Va todo bien? —le preguntó Erin desde la puerta.
Alice retiró las manos de la cara y esbozó una sonrisa forzada. Luego cerró el expediente con un golpe seco y lo arrojó al fondo de la mesa, donde había otros muchos acumulados.
—Ahora mucho mejor.
—Trabajas demasiado. —Erin cruzó el elegante despacho de Alice, que estaba decorado en tonos blancos y marfil, y tomó asiento en una silla reclinable tapizada en cuero.
—Díselo al señor Mathews. Se cree que soy una abogada excepcional y delega en mí la mayoría del trabajo.
Alice siempre se dirigía a su padre como el señor Mathews. Erin creía que era una forma de mantener las distancias.
—Eres una abogada excepcional.
—No, no lo soy. Trabajo duro, que es diferente. —Contempló su mesa abarrotada de expedientes, donde no había ni un hueco libre sobre la superficie para adivinar su color, y puso una mueca de aversión—. Estoy cansada de esto. Cada día más aburrida, estresada y harta.
No era la primera vez que lo decía, pero la frustración de la que adolecían sus palabras era cada vez más evidente. Para alguien como Alice, que era una persona muy independiente y siempre había tenido un carácter rebelde e inquieto, ocho años viviendo bajo el yugo laboral que le imponía Wayne Mathews eran demasiados. Erin temía que toda esa contención explotara en cualquier momento y Alice lo mandara todo al infierno.
—Lo mirarás con otros ojos cuando pasen unos días, ya lo verás —dijo Erin con esperanza, pero se topó de lleno con la incredulidad que reflejarían los ojos de su hermana. No obstante, prosiguió argumentando—: El ritmo de Chicago es completamente diferente al de Londres, y William Parrish es mucho más flexible y permisivo que papá, pero pronto te adaptarás.
—William Parrish, el padre de Neil, era el socio fundador de la empresa. Cuando inauguraron la filial en Londres, Parrish se trasladó allí para ocuparse personalmente de los negocios de la sede británica—. Y en cuanto a papá... bueno, ahora merodea constantemente a tu alrededor, pero es la novedad, pronto se dedicará a sus asuntos y te dejará en paz.
—No me resultas nada convincente. Sobre todo en lo que respecta al señor Mathews.
Las mentiras piadosas de Erin nunca sonaban persuasivas, por eso casi nunca mentía.
—Sabes que yo estoy siempre de tu parte, pero creo que deberías aprender a tratar con papá. Si te enfrentas a él continuamente jamás conseguirás salirte con la tuya.
—Erin, yo no soy como tú. No puedo permanecer impasible mientras él ordena, impone y avasalla. No me da la gana. No pienso obedecer cada vez que él abra la boca, así que, no me pidas que negocie con él, no tengo la capacidad que tú tienes para echártelo todo a las espaldas.
Erin suspiró lentamente y observó cómo a mientras se levantaba de su asiento y cruzaba el despacho hacia el ventanal orientado hacia el norte. Sí, definitivamente Alice estaba a punto de explotar. La rabia que sentía hacia su padre era más patente ahora que había regresado y tenía que tratar con él todos los días. Mucho se temía Erin que los problemas de Alice no se solucionarían dejando pasar el tiempo, sino todo lo contrario, se agudizarían hasta que ya fuera imposible coexistir bajo el mismo techo.
Su hermana y su padre nunca se habían llevado bien. Ambos eran personas de mucho carácter y ninguno podía doblegar la voluntad del otro, de tal manera que la relación entre ambos siempre había sido un pulso constante. Durante la infancia y la adolescencia las cosas funcionaron más o menos bien, pero si la convivencia era relativamente pacífica se debía a que, desde pequeñas, Alice y Erin habían estudiado en colegios privados de Chicago, en régimen de internado. Como solo acudían a casa durante los fines de semana y su padre siempre estaba tan ocupado con los negocios, no había demasiado tiempo para que saltaran las chispas, aunque tampoco para estrechar lazos afectivos con ninguno de sus progenitores.
Sin embargo, hubo un punto de inflexión en la vida de Alice que cambió definitivamente la relación con su padre. Ese punto de no retorno se llamaba Jake Mancini, la razón principal por la que, probablemente, Alice odiaría a su padre durante el resto de su vida.
—No me echo las cosas a las espaldas. Simplemente, decido ser tolerante. Me gustaría que él fuera de otra manera pero papá es como es y jamás cambiará. —Erin acudió a su lado y miró el tenso perfil de Alice, que tenía los ojos azules perdidos en algún punto de la ciudad. Posó una mano en el antebrazo de Alice y lo apretó con gesto cariñoso—. No permitas que el rencor dirija tu vida. ¿No crees que ya es hora de olvidar y de seguir adelante?
Alice negó con la cabeza, tenía la mirada triste.
—Eso no sucederá mientras trabaje para él. En Londres podía soportarlo, solo nos veíamos tres veces al año y esquivaba sus llamadas de teléfono cuando me convenía. Pero ahora es diferente, Erin. Lo miro a los ojos y siento que las viejas heridas vuelven a abrirse. Le detesto por el daño que me hizo. —Apoyó una mano sobre la de Erin y la miró a los ojos con ternura—. Y lo que más me duele es que él lo sabe y prefiere morirse a disculparse.
—No estoy segura de que lo sepa. Papá siempre cree que tiene razón —dijo con pesar—. Si tanto daño te hace estar aquí, entonces ¿por qué has regresado a Chicago? Sabías lo que te encontrarías si aceptabas el traslado. Alice fue categórica.
—Por ti. Ocho años sin ver a mi hermana salvo por Navidad y Acción de Gracias era demasiado tiempo. —Como Alice era un poco más alta que Erin, se inclinó ligeramente y la besó en la cabeza—. Te he echado muchísimo de menos.
Erin le dio un abrazo, otro más que añadir a la larga procesión de demostraciones afectivas que le había prodigado a su hermana desde que había aterrizado en el aeropuerto de Chicago. Alice era más recelosa a la hora de expresar sus sentimientos, pero Erin era todo lo contrario. Le gustaba abrazar y besar a la gente a la que quería. Alice le decía que era todo corazón.
Alice cambió repentinamente el tono y la miró con los ojos muy abiertos.
—¿Has conseguido captar alguna imagen escalofriante en tu aventura por Indiana?
Erin sonrió y negó con la cabeza.
—No he tenido tiempo de revisar las cintas. Quise hacerlo anoche, ya sabes lo impaciente que soy con mis investigaciones, pero después de hablar contigo me quedé dormida —le explicó.
—Pues no parece que hayas dormido lo suficiente. Tienes un aspecto desastroso. —Alice tomó un mechón rizado del cabello castaño de Erin que se había soltado de una horquilla, y volvió a ponerlo en su sitio—. ¿No te has peinado esta mañana?
—Estuve paseando por Grant Park. Allí sopla mucho el viento.
—¿Paseas por Grant Park antes de acudir a la oficina? —Sí, estar en contacto con la naturaleza me despeja la mente.
Alice esbozó una mueca misteriosa y la interrogó con la mirada.
—¿Qué? ¿Te parece extraño?
—No me lo parecería si no supiera que Neil Parrish corre por allí todas las mañanas.
Erin se encogió de hombros y sonrió.
—Está guapísimo con ropa de deporte.
—Así que estás dispuesta a salirte con la tuya —comentó Alice, a quien no le gustaba Neil como pareja para Erin.
—Digamos que esta vez voy a poner toda la carne en el asador. Ya sé que consideras que es un miserable porque le fue infiel a su ex-mujer, pero no es justo juzgar a una persona sin conocer con detalle las razones que lo llevaron a hacerlo.
Alice acercó sus ojos azules a los suyos.
—Yo te diré las razones: una chica guapísima de veinte años a la que contrató como secretaria particular.
—Su matrimonio ya estaba acabado cuando eso sucedió.
—Eso es lo que dice él, pero no lo que dice Jane.
Jane Barstow era la ex de Neil, una mujer tan fría como un témpano de hielo de la que se decía que jamás sonreía para que no se le formaran arrugas gestuales. No habían sido muchas las ocasiones en las que Erin había coincidido con ella, pero las suficientes para hacerse una idea de que Neil no podía ser feliz junto a una mujer así. El tiempo se encargó de darle la razón.
—¿Desde cuándo otorgas credibilidad a las palabras de Jane Barstow? —preguntó Erin con tono aburrido. Alice no respondió a eso—. Neil es un buen tipo y lo sabes.
—Como compañero de trabajo está bien, pero como pareja sentimental lo pondría en cuarentena.
Erin sonrió, pero nada de lo que Alice le dijera cambiaría sus emociones con respecto a Neil, y su hermana lo sabía.
—El me hace sentir algo que por ningún otro hombre he sentido jamás. No sabría definirlo, es una especie de hormigueo que me recorre de los pies a la cabeza. El estómago se me encoge, el corazón se me acelera y tengo pensamientos eróticos con tan solo una mirada suya —confesó. Alice hizo una mueca—. Ha sido así desde siempre y ahora se me presenta una oportunidad que no pienso dejar escapar. Tú mejor que nadie entiendes a lo que me refiero, Alice. Sabes lo que significa estar colgada de un hombre a lo largo de los años y a través de las circunstancias.
Alice se puso tensa y apartó los ojos de su hermana.
—No es lo mismo.
Pero aunque Alice lo viera diferente, sus argumentos para disuadir a Erin llegaron a un punto muerto en cuanto Erin hizo alusión a Jake Mancini. Alice sintió que la invadía una profunda tristeza, acentuada por la desazón que sentía al verse atrapada en un trabajo que nunca le había aportado ninguna satisfacción personal.
Alice se cruzó de brazos, que apretó sobre su cuerpo rígido, y volvió a clavar la vista en los tejados de los edificios cercanos de la torre Sears. Erin percibió su cambio de humor y se sintió culpable por haber hecho referencia a Jake, pues nombrarlo había quedado terminantemente prohibido una vez que Alice hubo marchado a Londres. Erin sabía que la reserva de su hermana y su absoluta oposición a hablar de Jake, era el peor remedio de cuantos existían para superar su dolor, pero Alice era así de rotunda, un poco parecida a su padre en ese aspecto. No solo como hermana sino también como psicóloga, Erin intentó hablar muchas veces con ella, por supuesto, usando subterfugios y tretas varias para que no fuera tan evidente que trataba de hacer terapia con ella. Pero Alice no quería hablar de Jake Mancini. Punto.
Erin pasó los brazos alrededor del cuerpo de su hermana y asomó la cabeza por encima de su hombro. La observó en el reflejo proyectado sobre el cristal del ventanal.
—¿Sabes lo que necesitamos? —inquirió Erin—. Una visita rápida al piso ciento tres, para subirnos la adrenalina.
Alice soltó una risita.
—¿Quieres que sufra un ataque al corazón? Me dan pánico los balcones acristalados.
—¿Cómo lo sabes si ni siquiera te has asomado? —Erin tomó a Alice de la muñeca y la arrastró consigo—. Vamos, verás cómo después te sientes muchísimo mejor.