CAPÍTULO 04
En lo alto del armario ropero guardaba una caja de cartón con algunas pertenencias que había traído consigo desde Beaufort. Jesse no era un hombre materialista y no solía establecer lazos emocionales con objetos, pero había uno en partícular al que guardaba un enorme cariño. No había abierto la caja de cartón desde que la colocó en el estante superior de su armario, pero recordaba perfectamente que la maqueta de madera que reproducía el barco de su padre estaba dentro de la caja.
Jesse la construyó con la ayuda de su padre cuando tenía diez años. Todas las tardes después de salir del colegio, Jesse arrojaba la mochila sobre la cama y hacía los deberes con increíble rapidez para reunirse cuanto antes con su padre, que le esperaba en el cuarto de herramientas contiguo al garaje que él había transformado en su lugar de trabajo. Robert Gardner era carpintero y había contagiado a su hijo, desde muy temprana edad, la pasión por trabajar con la madera. Jesse había aprendido de él todo cuanto ahora sabía. Primero le enseñó a lubricar maquetas y, más tarde, durante la adolescencia, Jesse le echaba una mano con los pedidos que le encargaban las empresas de muebles y así se ganaba unos dólares.
Robert Gardner fabricaba sillas, mesas, recibidores y muebles variados que suministraba a una empresa fuerte de Beaufort que, a su vez, los vendía por toda Carolina del Norte e incluso en algunos estados vecinos.
El negocio siempre fue rentable y su padre quiso que Jesse se ocupara de él, pero para el muchacho la carpintería solo era una afición que desempeñaba en sus ratos libres. El siempre tuvo claro que quería volar y que deseaba hacer de ello su medio de vida.
Jesse tiró de la pequeña cadena que encendía la bombilla del armario y tomó la caja. Una capa de polvo del grosor de una moneda cubría la cubierta superior de tal manera que ya no se adivinaba su color ni se veían las figuras geométricas que la decoraban.
Fue con ella hacia la cocina, la depositó sobre la mesa y levantó la tapa. Allí dentro había más objetos de los que recordaba y los fue sacando uno a uno sin hacer de aquello un acto ceremonioso. Dejó a un lado el bate y el guante de béisbol que le regaló su padre cuando cumplió siete años y que, junto a la maqueta del Erin, eran los objetos de mayor valor sentimental de cuantos conservaba. Podría haberse dedicado a jugar al béisbol si desde pequeño no hubiera tenido tan claro que quería ser piloto de aviones. Era el mejor bateador de su equipo del instituto y su potente lanzamiento los llevó a ganar la gran mayoría de los partidos locales. Su padre nunca lo reconoció, pero Jesse sabía que para Robert Gardner, el hecho de que su hijo no quisiera ser carpintero ni tampoco convertirse enjugador de béisbol profesional como segunda opción había supuesto una gran decepción.
Jesse también retiró las maquetas de aviones que hizo en la escuela para la clase de ciencias. Cuando sus compañeros fabricaban poleas y molinillos de viento, él se atrevía con sofisticados aviones de combate. Prosiguió con su incursión en el pasado y halló la maqueta del barco de su padre envuelta en una bolsa de plástico transparente.
Jesse la sacó de la bolsa, la cogió cuidadosamente entre las manos y la expuso ante sus ojos repletos de orgullo y un poco de añoranza. Durante muchos años, su lugar estuvo sobre el televisor, presidiendo el salón de la casa; pero tras la mudanza a Chicago y el cambio de aires, Jesse tuvo la cabeza centrada en otras cosas y no encontró el momento de recuperarla. Y ahora que estaba trabajando afanosamente en su nuevo barco, sentía la necesidad de volver a otorgarle un lugar donde pudiera contemplarla a diario.
La dejó sobre la mesa y se dispuso a colocar el bate y el guante de béisbol en su lugar, pero de repente, le asaltó la curiosidad por conocer el resto del contenido de la caja, y aunque no le apetecía especialmente hurgar en el pasado, terminó por echar un rápido vistazo.
Halló un fajo de entradas de partidos de béisbol atadas con una cinta negra, una bufanda de lana de color azul oscuro hecha a mano por su madre —Gertrude Gardner tenía como afición tejer bufandas para todo el mundo— y un marco de plata con una foto de él y Maddie el día de la graduación de esta. El reloj de pulsera más feo que había visto en su vida estaba en el fondo de la caja. Siempre se preguntó por qué diablos June le habría regalado un reloj con la esfera de color verde y la correa en un degradado en tonos violetas que hacía daño a la vista. El día que se lo entregó, ella bromeó y puso la excusa de que con ese reloj en la muñeca las mujeres no se le acercarían y, por supuesto, Jesse jamás llegó a estrenarlo. Como tampoco la corbata amarilla que había junto al reloj y que, por lo visto, June también le regaló con la misma finalidad. Todavía conservaba la etiqueta y no estaba seguro de la razón por la que había traído esos objetos consigo. Los dejó a un lado y continuó con su inspección. Un sobre grande contenía un buen puñado de fotografías que Jesse extrajo de su interior. La afición de June por la fotografía siempre le había parecido un incordio que sufría constantemente en sus propias carnes porque ella no iba a ningún lugar sin su cámara de fotos, una de esas pequeñitas que guardaba en su bolso y que sacaba a la mínima ocasión.
Jesse cogió una fotografía al azar, una en la que aparecían ambos en la boda de una amiga de June. Él la estrechaba contra su cuerpo y ella sonreía con la cabeza apoyada sobre su hombro. June llevaba un vestido rojo muy escotado que le había regalado él, y su larga melena rubia, esa que siempre olía a champú de fresas, se arremolinaba sobre sus pechos formando través tirabuzones de oro. Hacía más de quince años que se había tomado esa fotografía. Él todavía llevaba el pelo largo hasta los hombros y aún tenía esa mirada repleta de sueños y esperanzas. Algunos de esos sueños se habían cumplido y los que no, le habían hecho la persona que era hoy
Jesse observó los ojos azules de June, esos preciosos ojos que hacía cinco años que no miraba, y esperó a que afluyeran emociones todavía no olvidadas. No eran muchos los pensamientos que le había dedicado a June en todo ese tiempo: los loma encerrados con llave en un lugar oscuro y recóndito. A veces hacían ruido, pero él se daba media vuelta y los ignoraba, y entonces volvían a quedar en silencio.
Tal y como esperaba, las emociones, atenuadas aunque no extinguidas, hicieron acto de presencia y le obligaron a tomar conciencia de que, por mucho que le fastidiara admitirlo, una parte de sí mismo continuaba ligada al pasado. Jesse dejó caer la fotografía y observó otras que le arrancaron los mismos sentimientos. Y eso no le hizo ninguna gracia. En unos días viajaría por primera vez a Beaufort tras cinco largos años de destierro y, probablemente, la volvería a ver en el pueblo y en la boda de Chad; por lo tanto, no podía permitir bajo ningún concepto que ella le desequilibrara.
Jesse hizo lo que debió hacer cinco años atrás. Ahora que todo ese material ya no era lo suficientemente importante como para conservarlo, lanzó la fotografía junto a la corbata hortera y el reloj afeminado, y procedió a separar en un montón diferente todas las instantáneas en las que aparecía June, que eran la gran mayoría. Una vez estuvieron seleccionadas, Jesse las agarró de un puñado, asió con la otra mano los regalos sin estrenar y salió de la casa tomando las escaleras que descendían desde la cocina al jardín. Estaba disgustado por su anterior muestra de debilidad, por eso agarró la tapa del cubo de la basura y lo arrojó todo al interior como si fuera una bolsa de desperdicios. Luego dejó caer la tapa con tanta virulencia que produjo un gran estruendo.
Listo. Jesse se quedó mirando el cubo y se sintió muchísimo mejor, como más liviano. Sin saberlo, esos recuerdos que ahora reposaban en el fondo del cubo de la basura eran un lastre que había cargado sobre sus espaldas.
Jesse olió el aire húmedo del Atlántico que venía impregnado del aroma de la tierra mojada y miró hacia el cielo cubierto de plomizas nubes grises. Las primeras gotas de lluvia le refrescaron la cara; el viento agitó las hojas de los árboles y arrastró las que habían caído de las ramas y yacían sobre las aceras. Por el grado de humedad y el cariz que estaba tomando el día, parecía que se avecinaba una de esas tormentas primaverales tan frecuentes en Chicago. Jesse ascendió las escaleras de dos en dos y se refugió en casa justo cuando sonaba el teléfono supletorio que tenía en la cocina.
No le dio tiempo a responder cuando la voz de su hermana le hizo una pregunta inimaginable, saltándose así el saludo inicial.
—¿Es que no pensabas contárnoslo ni a mamá ni a mí?
—Hola, Maddie, ¿cómo va todo? Yo también me alegro de hablar contigo —dijo en tono jocoso—. ¿Contaros el qué?
—No me tomes el pelo. ¿Cómo que el qué?
O se le estaba pasando algo de una obviedad aplastante, o Maddie pretendía que le leyera la mente. Puesto que no era muy hábil adivinando los pensamientos de las mujeres, debía de tratarse de lo primero, pero que él supiera, no había omitido información importante a las mujeres de su familia.
—Será mejor que te expliques porque no tengo ni idea de Io que hablas.
A lo lejos, enmascarado bajo el resoplido que escapaba de labios de Maddie, Jesse escuchó la voz de su madre pronunciando la palabra «novia» y entonces lo comprendió todo. Jesse movió la cabeza y masculló una palabrota. Debería haber imaginado que la conversación que mantuvo con Chad hacía unos días no iba a quedar entre ambos. Pero eso no iba a quedar así. Chad se las pagaría, planearía una venganza en los días que restaban para ir a Beaufort.
—Chad nos ha dicho que tienes novia —dijo Maddie con indignación—. ¿Ibas a mantenerlo en secreto hasta que vinieras a la boda?
Jesse agarraba con fuerza el teléfono y apretaba las mandíbulas. Si Chad hubiera estado delante de él le habría atizado con el teléfono en la cabeza y luego le habría rodeado el cuello ton el cable hasta que se hubiera puesto morado.
—¿No vas a decir nada? —insistió Maddie.
—¿Qué es lo que Chad os ha contado exactamente?
—Que vendrás a su boda acompañado de tu novia con la que' sales desde hace... ¿cuánto tiempo dijo, mamá?
—¡Tres meses! —exclamó Gertrude Gardner desde lejos.
Probablemente su madre se hallaba en el salón, sentada en MU sillón favorito bajo la ventana por la que entraba la luz de la bahía a raudales, tejiendo una de esas bufandas tan largas y coloridas que luego vendía entre la gente del pueblo cuando se «leñaban los duros inviernos de Beaufort. Evocar a su madre aligeró un poco su mal humor. Maddie había ido de visita a Chicago hacía un mes, pero hacía cuatro que no veía a su madre y la añoraba.
—Tres meses. —Maddie repitió las palabras de Gertrude—. ¿Cómo has podido ocultárnoslo?
Jesse aspiró ruidosamente y se apretó el puente de la nariz. Sabía que era imposible salir de aquel atolladero y que su única opción era seguirle la corriente a Chad. El problema era que no sabía hasta dónde se había inventado su amigo y hasta dónde podía inventarse él. La solución más factible era dar el menor número de detalles posible para no entrar en contradicciones. Jesse apoyó la espalda en la pared y cruzó los tobillos.
—Pensé enviar una nota de prensa al Chicago Tribune pero me arrepentí en el último momento —bromeó—. Chad exagera. Solo es una buena amiga.
—Yo tengo buenos amigos y no me acuesto con ellos —repuso Maddie.
—Quizá deberías empezar a cambiar tus hábitos.
—¡Jesse James Gardner! —exclamó su madre al fondo—. No le hables así a tu hermana.
—Eres un majadero —susurró Maddie, pero su tono de reproche cambió y se volvió más pícaro—. Vamos, reconócelo, tío duro. Por fin te han echado el guante.
—Agradezco tu interés, pero no deberías tragarte al pie de la letra todo lo que Chad suelta por esa bocaza suya. Ya lo conoces.
—Bueno, si una chica ha conseguido atrapar a Chad, ¿por qué a ti no?
—Porque soy más listo que él.
—Pues mamá acaba de decir que eres idiota.
—Dile que yo también la quiero.
Se produjo un silencio acogedor entre los dos, síntoma de que a pesar de sus contiendas verbales se echaban irremediablemente de menos.
—¿Cuándo vendrás? Con o sin novia estamos deseando que vengas al pueblo.
—Dentro de un par de días. Dile a mamá que prepare su famoso estofado de carne.
La fuerza del viento abrió de par en par la endeble puerta de la cocina —que chocó estrepitosamente contra el frigorífico— y se coló en su casa. Con el auricular todavía pegado a la oreja, Jesse contempló cómo el aire removía las fotografías que había esparcidas sobre la mesa y las arrojaba al suelo, alzándolas después como si fueran plumas. Fuera, en el jardín, los arbustos estaban siendo fustigados violentamente por la ventisca, de mayor magnitud ahora que cuando salió a la calle hacía unos minutos, y la rama más baja de un árbol azotaba sin piedad el cubo de basura haciéndolo tambalear sobre su eje.
—Mierda.
Jesse soltó el teléfono que quedó colgando del cable e intentó anticiparse al desastre que se avecinaba. Salió a la calle sin más refugio que el que le proporcionaba la fina camiseta de algodón, que enseguida quedó empapada por la lluvia, y bajó las escaleras rápidamente hacia el cubo de basura. Pese a que corrió más rápido que el viento, Jesse no llegó a tiempo de evitar la catástrofe, y sus ojos atónitos contemplaron con estupor como la rama del árbol descargaba sobre el cubo un último y mortífero golpe que lo levantó del suelo, lo hizo girar por los aires y arrojó su contenido a la intemperie.
Como si fueran las hojas secas de un árbol, el viento alzó las fotografías y las arrastró en diversas direcciones, imposibilitando cualquier intento de recuperarlas. Jesse se abalanzó sobre el cubo de la basura y trató de rescatar las que todavía no habían emprendido el vuelo, pero el viento ya se había encargado de dispersar la mayor parte de ellas, como si fueran pájaros que corrieran a refugiarse de la tormenta. Se agachó para recoger las que todavía revoloteaban entre sus pies, y emprendí ó una rápida carrera para hacerse con las que cruzaban la calle en estampida, pero las había por todas partes y la lluvia dificultaba en gran medida su misión, por lo que terminó por rendirse.
De pie junto a la acera, Jesse se llevó una mano a la cabeza y soltó una retahíla de improperios mientras observaba con impotencia cómo sus fotografías con June se disponían a empapelar todo el vecindario. Menos mal que las imágenes no eran comprometidas o habría tenido que mudarse de casa.
Jesse dejó caer los brazos y posó las manos sobre las caderas. Frías ráfagas de viento le azotaron el rostro y la lluvia que arrastraba consigo le aguijoneó la piel como si se la atravesaran con millares de agujas. Movió la cabeza lentamente y afloró una sonrisa a sus labios. La sonrisa se convirtió en una ronca carcajada y a la primera le siguieron otras que derivaron en un ataque de risa. Cualquiera que le hubiera visto en esos momentos habría pensado que estaba loco, pero no podía desdeñar lo irónico de la situación.
En un puño cerrado, todavía asía las fotografías que había conseguido recoger del suelo, pero su brazo se movió por inercia y se alzó hacia el cielo encapotado, arrojándolas a la intemperie. Estas volaron muy alto, y el viento se las llevó consigo girando en un remolino que desapareció calle abajo.
Al fin y al cabo, no podía darle a June mejor despedida que aquella.
—Esa, es justo esa imagen de ahí —señaló Erin—. ¿Qué crees que es?
Bonnie se ajustó las gafas sobre el puente de la nariz y acercó la cara al monitor del ordenador de Erin.
—Creo que es la rama de un árbol. —Inclinó el rostro en otro ángulo diferente y entornó los ojos—. Sí, sin duda alguna es un árbol.
—¿Un árbol? ¿Estás segura? —preguntó con tono de frustración.
—Lo siento mucho Erin, pero no veo fantasmas en ninguna de estas imágenes. Me gustaría verlos tanto o más que a ti, pero me temo que la leyenda de Susan Weis no es más que otra patraña.
—Pasa a la siguiente. —Una fotografía oscura como la noche ocupó toda la pantalla del ordenador. Bonnie distinguió un entramado de ramas de árboles y un juego de luces grises y sombrías sobre un fondo negro. No vio nada más—. ¿Qué es eso? —Erin señaló con la punta del dedo índice unos extraños puntos amarillos que parecían envueltos en una especie de bruma oscura.
Bonnie arqueó las cejas y acercó la cara al monitor.
—Me temo que tus ansias por ver fantasmas te están haciendo perder la objetividad. —Bonnie la miró y se encogió de hombros—. Ese es tu búho, Erin.
—¿El búho? El búho no estaba en esa posición.
—Es el búho —insistió Bonnie con paciencia—. ¿Ves esto de aquí? —Señaló el aura brumosa que envolvían los puntos ambarinos—. Es el plumaje.
—¿Te estás quedando conmigo? —Le parecía increíble no haber caído en semejante obviedad.
Bonnie le cedió el ratón para que lo comprobara por sí misma y Erin amplió la imagen y ajustó la resolución. Ese mismo procedimiento ya lo había hecho unas cuantas veces, pero en esta ocasión vio lo que no quiso ver con anterioridad.
—Es verdad, es el búho. —Puso un gesto de derrota y blasfemó en voz baja—. Vale, la cámara de vídeo no captó ninguna imagen, pero es posible que la grabadora sí que recogiera algún sonido extraño. Escucha.
Erin puso en marcha el programa informático que reproducía los sonidos que fueron grabados durante la noche en el bosque, e indicó a Bonnie cuáles eran los cortes exactos en los que a ella le había parecido escuchar la voz susurrante de una joven. Tras un primer examen por parte de Bonnie de la supuesta psicofonía, pasó a realizar otro examen mucho más exhaustivo, pero no llegó a ninguna conclusión determinante y decidió llevarse consigo la cinta para que fuera analizada por un equipo especializado.
—Podría tratarse del sonido del viento o de alguna criatura del bosque —comentó Bonnie, sin demasiadas esperanzas de que esos sonidos metálicos se correspondieran con la voz de un espíritu que quisiera contactar con el mundo de los vivos—. Te diré algo en cuanto sea analizada.
Bonnie Stuart se levantó de la silla y al mirar a Erin, se identificó con su rostro decepcionado. Entendía su frustración porque aquella no era una labor de la que se obtuvieran demasiadas recompensas. El motor que movía a todos los que se dedicaban a investigar los fenómenos paranormales era el entusiasmo por su trabajo;^sin él, continuar en la brecha carecía de sentido.
Bonnie apretó el hombro de Erin y con la mirada le envió un mensaje esperanzado que Erin acogió con cierto agrado.
—Reconócelo, era una leyenda absurda y carecía de credibilidad.
—Lo sé —admitió Erin—. Pero aun así tenía esperanzas. —Siempre hay que tenerlas, de lo contrario nos quedaríamos en casa.
Bonnie cogió su bolso, que había dejado sobre el escritorio de Erin, y juntas salieron al recibidor.
Unas horas atrás, una vez que Erin hubo repasado concienzudamente todo el material que había traído de Chesterton, telefoneó a Bonnie para tener una segunda visión. Bonnie Stuart siempre estaba dispuesta a echarle una mano y acudió a su casa a media tarde, cuando la tormenta que se había desencadenado ese día amainó y la noche se cubrió finalmente de serenidad. Pese a que Bonnie creía fervientemente en la existencia del más allá, tenía un ojo clínico y muy crítico a la hora de diferenciar lo que eran imágenes o sonidos espectrales, de meras figuras o ruidos ambientales. Erin confiaba en ella y en su buen juicio; muchos años de experiencia en el campo paranormal la avalaban.
—¿No te quedas a tomar un té?
Bonnie miró la esfera de su reloj y negó con la cabeza.
—Son más de las ocho y le prometí a David que esta noche cenaríamos juntos.
Erin no insistió, pues sabía lo importante que era para Bonnie cenar con su marido. Su compañera estaba dedicada en cuerpo y alma a sus investigaciones parapsicológicas ya que no tenía un trabajo adicional como Erin, para quien, estudiar leyendas era al fin y al cabo una afición. Eso suponía para Bonnie pasar poco tiempo en casa, pues la mayor parte de su trabajo transcurría fuera de ella. Sin embargo, y a pesar de las frecuentes ausencias, Erin nunca había visto un matrimonio tan enamorado y compenetrado como el de Bonnie y David. Llevaban juntos más de veinte años, pero Erin tenía la impresión de que vivían en una continua luna de miel.
—Saluda a David de mi parte.
—Lo haré —sonrió.
Bonnie se pasó los dedos por el corto cabello oscuro y se dirigió al ascensor, pero antes de que Erin cerrara la puerta Bonnie se dio la vuelta y le hizo una pregunta que no supo cómo responder.
—¿Has pensado en los amantes de la luna llena?
—Pues... algo.
—¿Y eso qué significa exactamente?
—Significa que no he pensado mucho en ello —mintió.
Bonnie reaccionó con asombro y sus ojos negros se abrieron desmesuradamente.
—¿No te interesa?
—Bueno —Erin se mordió la comisura del labio—, no es que no me interese, pero tengo que pensar más en ello. Ya sabes.
—No pienses demasiado y haz las maletas. Desde que me dedico a esto he visto de todo, principalmente farsas y farsantes, pero he desarrollado un fuerte instinto que me orienta sobre cuándo indagar en una fuente. —Bonnie metió las manos en los bolsillos de su chaqueta de color verde oliva y se ajustó el bolso—. Mi consejo profesional es que indagues en esta.
—Si dependiera solamente de mí lo haría, pero ya conoces los problemas a los que me enfrento si le digo a mi padre que voy a marcharme de viaje entre semana. ¿Has visto el ciclo lunar? Es luna llena el jueves que viene. Eso significa que tendría que marcharme el miércoles y regresar el viernes. Tendría que ausentarme tres días, Bonnie. Mi padre no lo permitirá.
—Tu padre puede poner cuantas objeciones quiera, pero si se lo planteas no tendrá más remedio que aceptarlo. Eres su hija y además eres indispensable en la empresa.
Erin asintió y no añadió nada más. Sabía que la relación con su padre era un tema que causaba fricción entre ambas y que nada de lo que Erin arguyera en su defensa tendría la capacidad de convencer a Bonnie.
Erin se apoyó en el marco de la puerta y se cruzó de brazos.
—Pensaré en ello —asintió sin emoción.
Su falta de entusiasmo no se debía exclusivamente a las trabas que interpondría Wayne Mathews. Erin también estaba desilusionada porque se había topado con una fuente de información vetada. Saber que existía y que no podía usarla la frustraba de tal manera que casi era preferible olvidarse del tema. Decidió guardar silencio al respecto, porque si Bonnie se enteraba trataría de persuadirla con mil argumentos distintos, pero su compañera la conocía bien y ya había detectado la existencia de otros conflictos.
—¿Qué más hay?
—Nada más —dijo sin mucha convicción—. Es una historia atrayente, pero no sé si merece la pena investigarla.
—No te creo, claro que merece la pena y lo sabes. —Bonnie entornó los ojos y la observó con atención—. Cuéntame qué sucede. Te conozco y sé que esta historia te gusta lo suficiente como para pasar por encima de tu padre y de quien haga falta.
Sí, desde luego Bonnie la conocía bien, y era una pérdida de tiempo hacerle creer lo contrario. Erin hizo una mueca.
—Está bien, te lo contaré si me prometes que no insistirás.
—Sabes que no puedo prometerte tal cosa, pero seré comprensiva.
Erin se mordió el interior de la mejilla y la miró con los ojos entornados.
—Conozco a una persona que nació en Beaufort y que es posible que tenga muchos datos sobre la leyenda.
—Entonces, ¿cuál es el problema? —se anticipó Bonnie.
—Que esa persona es Jesse Gardner.
Con semejante contestación, Erin esperaba no tener que insistir más en lo inoportuno que era seguir adelante, pero también se equivocó en eso.
—¿El hombre que llevó a la compañía aérea de tu padre a los tribunales acusándola de...?
No terminó la frase, pues sabía que a Erin no le gustaba hablar de ello, pero tamaña sorpresa hizo que sus ojos negros se abrieran desmesuradamente mientras Erin asentía con la cabeza.
—Menuda coincidencia. —Emitió un silbido—. Aunque... pensándolo bien, eso no impide que trates de contactar con él.
—¿Que no lo impide? —Ahora la sorprendida era Erin—. Pero si el otro día nos cruzamos en el embarcadero de Grant Park y estuvo a punto de empujarme al agua. Créeme, Bonnie, esa vía de estudio está completamente descartada.
—Pero tú no estuviste implicada en el proceso judicial. ¡Si ni siquiera fuiste a los juzgados mientras duró el pleito!
—Jesse Gardner no hace distinciones. Para él soy tan culpable como mi padre. Él mismo se encargó de decírmelo.
—Aun así, no pierdes nada por intentarlo. —Erin comenzó a arrepentirse de no haberse mordido la lengua a tiempo—. Y en cualquier caso, ese tal Gardner no es imprescindible. Puedes desplazarte a Carolina del Norte igualmente.
—¿Para qué? ¿Para toparme con un montón de puertas cerradas? Para eso no necesito desplazarme hasta tan lejos.
—No puedo creer que estés diciéndome esto. ¿Dónde está la verdadera Erin? ¿Dónde está la mujer que se enfrenta a tollas sus investigaciones con tanta entrega y determinación? Quiero que me devuelvas a la Erin que prepara su maleta en cinco minutos y se marcha a donde tenga que ir para desempeñar un trabajo que le fascina.
Eso la hizo apretar los labios y replantearse sus preguntas en silencio. La verdad es que las palabras de Bonnie era justo lo que necesitaba escuchar para recuperar la ilusión que se había ido diluyendo con el transcurso de las horas.
Con la promesa de que pensaría en ello, Erin se despidió de Bonnie y regresó a su estudio. Recogió todo el material alusivo a Susan Weis, lo introdujo en un archivador y lo guardó en el armario que utilizaba para almacenar todo lo relativo a sus investigaciones. El artículo estaba inconcluso y a la espera de que Bonnie ratificara sus dudas con respecto al material auditivo. Probablemente, tendría una respuesta de tu compañera por la mañana, y Erin encontraría un hueco libre entre las entrevistas de trabajo que tenía programadas para terminarlo.
En la cocina, mientras preparaba la cena, Erin continuó pensando en la leyenda de los amantes de la luna llena, en la manera más sutil de abordar a su padre y en si tenía valor suficiente para contactar con Jesse Gardner. De momento eran preguntas sin respuesta, pero pronto tendría que tomar una decisión al respecto.
Se comió los macarrones con tomate frente al televisor de la cocina, que en ese momento estaba emitiendo un documental sobre el papel que representó Jefferson Davis en la guerra de Secesión. Erin no daba crédito. Con el tenedor de lamino a la boca se preguntó si el televisor le estaba lanzando alguna clase de mensaje subliminal, pero como había decidido que por aquel día no volvería a pensar en soldados del norte heridos en la guerra civil ni en damas sureñas enamoradas, tomó el mando a distancia y cambió rápidamente de canal.
Después de la cena no faltó a su ritual de todos los jueves por la noche. Nada especial, una película alquilada, El diario de Noa, y un cuenco de palomitas antes de meterse en la cama.
Erin apagó las luces principales y dejó encendida la de la lamparilla de mesa que había junto a la ventana. Después se arrellanó en el sofá y colocó el cuenco con las palomitas sobre sus piernas. Había recuperado el buen humor perdido por la carencia de pruebas del caso Weis, pero hacia la mitad de la película se vio paulatinamente invadida por un tornado de emociones tal que hasta hubo de enjugarse los ojos con una servilleta que tenía a mano. Ya había pasado mucho tiempo desde su última relación sentimental, y aunque Erin pensaba que el estado ideal de una persona era estar enamorada, se había sentido bien en su soledad.
Hasta ahora.
Desde que Neil había regresado a su vida para quedarse en ella, no podía pensar en otra cosa más que en estar con él.
La película era tan bonita y romántica que cuando los créditos aparecieron en pantalla, Erin tenía los sentimientos a flor de piel. Fue en ellos donde halló el empuje que necesitaba para enfrentarse a Neil Parrish y a esa situación que quería provocar y que tanto la paralizaba.
Erin cogió el móvil y buscó a Neil en la agenda. Sus dedos se movieron sobre los botones del teléfono como si tuvieran vida propia y Erin se dejó llevar por ese acto de valentía tan poco usual en ella. Cuando el móvil dio señal de llamada, Erin se lo acercó a la oreja y su cuerpo se puso en tensión. Como siempre le sucedía.
Él contestó con tono agradable y ella tartamudeó tontamente mientras trataba de colocar en orden sus pensamientos. No controlaba lo más mínimo el juego de la seducción. Los hombres que se habían interesado en ella siempre habían dado el primer paso, pero en el siglo XXI las cosas habían cambiado bastante y ahora las mujeres también tomaban la iniciativa.
—Hola, Neil. Seguro que te preguntarás por qué te llamo a estas horas. La verdad es que pensaba decírtelo mañana por la mañana pero... bueno, iba a poner la alarma del móvil, vi tu número y... y pensé que quizás todavía estuvieras despierto.
—¿Te ocurre algo?
—Oh no, no me pasa nada, es solo que... —Hizo una pausa y se frotó el ceño con el dedo índice, antes de lanzarse—. Quiero ponerme en forma. Sí, eso es. Me he pasado la tarde mirando algunos gimnasios, pero en realidad, lo que me apetece es hacer footing. El problema es que no tengo ni idea de cómo prepararme, y como tú pareces un experto corredor, he pensado que podrías ayudarme.
Erin apretó las mandíbulas y aguantó la respiración mientras esperaba su respuesta.
—Bueno, no soy tan experto, aunque sí podría ayudarte. Neil sonrió al otro lado de la línea y Erin se estremeció—. ¿Cuándo quieres comenzar?
—Pues... ¿qué te parece mañana mismo?
«Tranquila, Erin, modera tu entusiasmo. Pareces desesperada», se reprendió.
—Por mí perfecto. ¿Tienes equipo?
—Bueno, tengo un chándal y unas zapatillas de deporte, impongo que es suficiente.
—En principio sí, aunque no todas las zapatillas son adecuadas para correr. —El se mantuvo en silencio unos segundos y Erin se mordió los labios—. Si te parece bien te espero a las ocho de la mañana en la entrada de Harbor Point.
Harbor Point era un centro comercial y residencial ubicado a orillas del lago Michigan, en el lugar donde nacía Grant Park. Erin recuperó la capacidad para respirar y le contestó con presteza.
—Estaré allí a las siete en punto.
—Trazaremos un plan de entrenamiento, algo ligero para comenzar, y poco a poco iremos alargando los tiempos.
Neil le explicó que dedicarían un buen rato a calentar y hacer estiramientos, y cuando su cuerpo estuviera preparado, entonces correrían. Él solía hacerlo durante cuarenta minutos al día, pero para una principiante como Erin, no era conveniente que empezara por más.
Erin no podía creer que Neil se estuviera tomando aquello tan en serio. No esperaba que se opusiera, claro, pero tampoco imaginaba que fuera a demostrar tanta iniciativa. —Estupendo, Neil. Muchas gracias.
Se sentía exultantemente feliz, y cuando cortó la comunicación, de su garganta escapó un pequeño gritito de júbilo.