CAPÍTULO 10
Jesse se levantó del suelo cuando la lluvia comenzó a arreciar, aunque caminó sin prisas de regreso al coche. Erin Mathews estaba sentada en el asiento del copiloto con el portátil abierto sobre las piernas. El color verde de la pantalla iluminaba su perfil aniñado y estaba muy concentrada en lo que fuera que estuviera haciendo. Jesse se quitó la cazadora, que dejó en el asiento trasero y entonces descubrió cuál era su fuente de entretenimiento. Ella tenía abierto un programa informático para editar sonidos, y en él aparecía un gráfico en el que una línea blanca continua trazaba subidas y bajadas sobre un fondo verde esmeralda. Jesse escuchó un ruido indeterminado, como una ráfaga de aire colándose en el interior de unos altavoces, y luego el murmullo que haría un animal invertebrado al arrastrarse por el suelo.
—¿Qué escuchas?
—Lo que podría haber sido una psicofonía, salvo que no lo es —contestó Erin mientras Gardner se acomodaba en su asiento y cerraba la puerta del sedán—. La grabé hace unos días en Chesterton, un pueblecito de Indiana. Pasé una noche en el bosque para grabar estos sonidos, pero los técnicos descartaron que se tratara de otra cosa diferente al sonido del viento.
La supuesta psicofonía llegó a su fin y Erin volvió a reproducirla. Cuando terminó, volvió la cabeza hacia él y le preguntó al respecto aunque en su expresión ya podía leerse su respuesta.
—¿Qué te parece?
—Me parece que hay que tener una imaginación desbordante para que esos ruidos tan poco enigmáticos te parezcan voces del más allá.
Erin esbozó una sonrisa.
—Los que nos dedicamos a esto tenemos el oído entrenado para detectar sutilezas que a otras personas les pasarían desapercibidas. Esta grabación es bastante confusa y por eso requirió del análisis concienzudo de los expertos, pero en algunas ocasiones las grabaciones que se obtienen son tan evidentes que hasta a ti te pondrían los pelos de punta.
Jesse la miró con ironía.
—Siento defraudarte, pero soy de la opinión de que es a los vivos y no a los muertos a quienes hay que temer.
—En eso tienes razón —admitió.
Erin cerró el programa informático y luego se dispuso a apagar su ordenador portátil.
—¿Así que pasaste una noche en el bosque?
—Sola y a la intemperie, sin más compañía que la de un búho siniestro y unos cuantos animalillos del bosque que no se dejaron ver. —Cerró la tapa del portátil y lo metió en su funda de cuero—. Viajé hasta Chesterton para estudiar la leyenda de Susan Weis. —Erin se la explicó un poco por encima porque parecía que había captado su interés—. Se suponía que esa noche su espíritu se materializaría en el lugar donde yo me encontraba y las cámaras de vídeo captarían las imágenes que probarían su existencia. Pero me temo que esa leyenda era otra patraña más.
—¿Y tus otras investigaciones han sido tan fructíferas como esta?
—Me temo que sí. —Se encogió de hombros, asumiendo sus derrotas—. Aunque no voy a desistir en mi empeño. Hay muchas personalidades importantes en el mundo de las ciencias ocultas que han conseguido pruebas sólidas. Es cuestión de tiempo el que yo también las consiga.
—¿Y de dónde nace ese interés tuyo? No te ofendas, pero no pareces precisamente la clase de persona a la que le gusten esos cuentos.
Alice y Bonnie eran las dos únicas personas en el mundo que sabían de dónde provenía su interés y, de momento, Erin no estaba dispuesta añadir a nadie más en esa lista.
Se encogió de hombros.
—Surgió sin más cuando era pequeña. No hay más misterio.
—Claro. —Jesse alzó las cejas rápidamente con incredulidad y luego cogió la linterna que había dejado en el asiento de atrás—. Supongo que debería llamarte doña Oscuridad en lugar de doña Estiradilla.
—Prefiero que me llames Erin.
—Como quieras, aunque doña Oscuridad suena bien.
—Mejor que doña Estiradilla. —Sonrió.
Erin tenía una sonrisa muy bonita que rezumaba franqueza y confianza, y sus ojos oscuros como dos cavernas siempre expresaban todo lo que sentía. Sus impresiones sobre Erin Mathews comenzaban a ser contradictorias y cuanto más tiempo pasaba a su lado más le costaba ver en ella a la mujer fría y manipuladora que había pensado que era. ¡Si hasta recogía a autoestopistas borrachos de la carretera!
No le agradaba quedarse atrapado con Erin en el coche porque no deseaba simpatizar con ella ni que le cayera bien. No quería mirarle los pechos, ni volver a sentir el incipiente cosquilleo sexual que ya había experimentado hacía un rato cuando ella había rozado su pecho contra su brazo. No deseaba ninguna de esas cosas porque se salían del plan. Y ahora estaba atrapado con ella en un viejo sedán destartalado, obligado a pasar más tiempo del necesario a su lado y sin posibilidad alguna de poner distancia entre los dos para no sentirse deslumbrado por esa sonrisa tan cálida.
Se dijo que se daría media vuelta y trataría de dormir para no tener que relacionarse con ella, pero el tema del que hablaban había despertado su curiosidad y en lugar de hacer lo que le parecía más sensato, Jesse apagó la luz del interior del coche para no gastar la batería y encendió la linterna, que iluminó suavemente el oscuro interior del coche. La depositó en el asiento de atrás, de tal manera, que iluminó sus perfiles y la zona del salpicadero.
—Tengo la impresión de que nadie sabe lo que haces en tu tiempo libre. Por fortuna no conozco a tu padre a nivel personal, pero me parece que es la clase de persona que jamás aceptaría que su hija tuviera aficiones de este estilo.
—No te equivocas —asintió Erin—. El no tiene ni idea de todo esto.
—¿Y cómo te las apañas para mantenerlo en secreto?
—Intento que mis escapadas coincidan con los fines de semana, así todo el mundo se piensa que salgo de la ciudad para hacer un viaje de placer. Mi compañera de la revista, Bonnie Stuart, siempre me cubre las espaldas.
—¿Así que escribes para una revista?
—Para Enigmas y leyendas.
—No me suena de nada.
—Es una publicación bimestral que lleva poco tiempo en el mercado, pero el número de seguidores y compradores ha ido creciendo paulatinamente.
—Supongo que no firmarás los artículos con tu nombre.
—Utilizo un pseudónimo. Prefiero diferenciar ambas facetas de mi vida.
Erin lanzó esa afirmación sin sentirse especialmente orgullosa de ello, por lo que Jesse interpretó que si usaba un pseudónimo no era por esa razón, sino para que nadie pudiera establecer relaciones entre la seria directora que estaba al frente del departamento de recursos humanos de la colosal empresa Mathews & Parrish, y la mujer apasionada por la parapsicológica que escribía artículos en una revista de temática paranormal.
La seguridad con la que Erin habló en todo momento disminuyó justo en ese punto. Se sintió un poco ridícula por la imagen que proyectaba de sí misma, como si fuera una niña ocultándoles a sus padres alguna fechoría infantil.
—¿Y tienes pensado silenciarlo eternamente?
«Por desgracia sí», pensó Erin. Cada vez tenía más claro que jamás se lo diría a su padre.
—No lo sé —dijo en cambio—. Cuando sienta la necesidad de decírselo, lo haré. No es algo que me quite el sueño —mintió.
Jesse se dio cuenta de que se sentía avergonzada. No era de extrañar. ¿Cuántos años tendría? Treinta y pocos, y ocultaba cosas importantes a su familia por miedo a que la juzgaran y no la aceptaran tal y como era. Seguro que Erin Mathews era de esas personas que se esforzaba denodadamente por complacer a sus exigentes progenitores, aunque para ello tuviera que prescindir de sus propios deseos e intereses.
Ahora llovía con una fuerza inaudita. Durante unos breves instantes las enormes gotas de lluvia golpearon con furia la carrocería del coche y el parabrisas delantero. El ruido era atronador, como si les lanzaran piedras desde todos los ángulos y direcciones posibles. Luego aminoró y volvió a su ser, pero en el interior del coche había disminuido la temperatura al menos un par de grados. Erin se cruzó la chaqueta de lana sobre la blusa azul y contuvo un escalofrío. Menos mal que se había calzado las botas marrones de piel y tenía los pies calientes.
—¿Tienes hambre? —le preguntó Jesse.
—Mataría por un poco de comida. Me olvidé el sándwich en la mesa del restaurante. No he comido nada en todo el día.
Jesse se volvió para coger su cazadora y a Erin se le hizo la boca agua cuando sacó unas cuantas barritas energéticas y chocolatinas del bolsillo delantero.
—¿De dónde has sacado eso?
—De la máquina expendedora del restaurante.
Jesse las fue dejando sobre el salpicadero y Erin no les quitó el ojo de encima. El estómago le rugió como si Gardner expusiera ante sus ojos el manjar más exquisito que hubiera probado nunca. Pasados los nervios de la mañana y la repulsión que Neil el mendigo le había provocado y que había logrado encoger su estómago como un acordeón, Erin volvía a tener un hambre voraz y se le hizo la boca agua.
—Te agradecería que no te las comieras delante de mí. Podría matar por una de esas.
—No soy tan miserable. Pensaba compartirlas contigo. —Erin murmuró un sincero gracias con los labios—. Además, ¿cómo piensas gobernártelas para matar a nadie? Eres pequeña y tienes los huesos delgados. Antes de que consiguieras tocarme te tendría debajo de mí. —Le tendió cinco de las diez que tenía, y su generosidad la emocionó—. Vamos a ver si encontramos algo para rebajarlas, los tíos como Rod suelen guardar alcohol en la guantera del coche. —Jesse se inclinó para accionar la palanca y abrió el pequeño compartimento. Introdujo la mano y tanteó en el revuelto interior hasta que sus dedos acariciaron el vidrio—. Hoy es nuestro día de suerte —dijo sonriendo a Erin.
—¿Qué has encontrado? —Erin ya abría el envoltorio de una de las chocolatinas.
—Lo que supuse que encontraría.
Jesse extrajo una botella casi llena de licor. El halo de luz enfocó el líquido amarillento y Erin frunció el ceño.
—¿Whisky?
—No, licor de avellanas —contestó tras leer la etiqueta—. Esto servirá.
Jesse desenroscó el tapón y acercó la nariz a la boca de la botella. Puso un gesto de conformidad y luego se la llevó a los labios. Dio un largo trago mientras Erin observaba cómo se movía su nuez al tragar. Se secó los labios con el dorso de la mano y luego le tendió la botella pero Erin se mostró renuente.
—Vamos, esto no te matará. Te ayudará a entrar en calor. Antes de contestar, Erin tragó el chocolate que tenía en la boca.
—No es saludable beber con el estómago vacío. —El licor de avellanas apenas lleva alcohol. Sabe como si fuera zumo.
Erin tomó la botella y la miró como si le tendiera un objeto extraño y nocivo. Gardner la miraba a su vez con insistencia, y se vio casi obligada a hacerlo. Erin limpió la boca de la botella con la mano y luego bebió un sorbo. Paladeó el líquido después de tragarlo y decidió que sabía bien. No estaba tan fuerte como había supuesto, aunque desde luego tampoco sabía como si fuera zumo.
—Está bueno —asintió, devolviéndole la botella.
Sin limpiarla, Gardner dio otro trago y Erin volvió a observarlo a hurtadillas mientras sus dedos se peleaban con el envoltorio plateado de una barrita de cereales con miel. Había algo muy erótico en su forma de beber, o quizás esa apreciación suya se debía a que beber de la misma botella era un gesto demasiado íntimo para que lo compartieran dos extraños. Fuera lo que fuese, Erin se sintió turbada, y esa sensación fue en aumento conforme se pasaron la botella de unas manos a las otras. Erin terminó por beber sin borrar los rastros de Gardner y conforme el alcohol les calentaba el estómago, el clima del interior del coche ascendió unos grados.
—¿Ya has pensado qué quieres ser? —le preguntó Jesse de repente.
Él apoyó un brazo sobre el asiento sin reposacabezas y se volvió ligeramente hacia ella.
—¿A qué te refieres?
—A que tienes la opción de elegir una profesión durante los próximos días. Para evitar que puedan relacionarte de alguna forma con Mathews & Parrish, es mejor que les digamos que te dedicas a otra cosa completamente distinta.
—Hay cientos de directivas de recursos humanos en grandes empresas de Chicago, no creo que vayan a relacionarme con Mathews & Parrish.
—Te apellidas Mathews —dijo señalando la obviedad—. Es más sencillo que cambies de trabajo que de apellido.
Ella lo meditó mientras mordisqueaba una de sus barritas energéticas.
—En realidad me gustaría dedicarme a la parapsicología a tiempo completo, pero una cosa es que tu familia sepa que tengo esa afición y otra muy distinta es que les diga que me dedico a ello como profesional. Les parecerá horrible.
—De eso se trata, de que deseen que me libre de ti cuanto antes.
Erin asintió lentamente, no entendía cómo no había reparado en ello.
—Entonces seré parapsicóloga —sentenció con mucha convicción. No la avergonzaba expresarlo en voz alta porque se sentía muy orgullosa de su trabajo—. ¿No te remuerde la conciencia mentirles?
—Solo serán unos días, esta pantomima no va a tener graves repercusiones. —Jesse apoyó la cabeza en su mano y buscó una postura más cómoda sobre su asiento—. ¿Cómo nos conocimos? Lo dejo en tus manos, creo que eres una mujer con mucha imaginación.
La mirada de Gardner parecía más profunda ahora que la observaba entre las suaves tinieblas que envolvían el interior del coche. La luz ocre de la linterna iluminaba su perfil y dejaba el otro oculto entre las sombras. A veces se sentía tan abrumada por su atractivo y por su forma intensa de mirar, que se veía obligada a apartar la mirada.
Jesse le volvió a tender la botella y Erin dio un trago largo que achispó sus ojos y sonrojó sus mejillas. Ya se habían bebido más de la mitad. A Jesse le gustaba observar cómo sus labios carnosos rodeaban la abertura de la botella y luego se lamía las gotas adheridas a los mismos con la punta de la lengua. Jesse se remangó la camiseta hasta los codos, empezaba a hacer calor allí dentro.
—Pues... —Volvió a mirarlo—. Una mañana temprano de marzo, tú estabas navegando a bordo de un pequeño bote en el lago Michigan. Yo paseaba por Grant Park saboreando uno de esos bollos exquisitos con azúcar glaseada que hornean en la panadería que hay cerca de mi casa. Suelo hacerlo todos los días antes de acudir a mi trabajo... por cierto, soy la directora de la revista. —Matizó su fantasía, y Jesse sonrió—. Entonces te vi, algo en ti captó mi curiosidad y me acerqué hasta el muelle.
—¿Qué fue lo que captó tu curiosidad? Aparte de que me estaba hundiendo, claro.
—Bueno... tú estabas de pie en ese barquito tan pequeño, rodeado de toda esa cantidad de agua y sin apenas inmutarte porque te hundías. Supongo que me pareciste... —entornó los ojos— ...poderoso.
—¿Eso es lo que realmente pensaste? —preguntó con interés.
Erin estuvo a punto de decirle que sí pero se echó hacia atrás en el último momento.
—Claro que no, me lo estoy inventando para darle más emoción a la historia —respondió como si fuera evidente—. Entonces recorrí el embarcadero y te pregunté si podía echarte una mano. Tú por supuesto la rehusaste y...
—¿Por qué la rehusé? —la interrumpió.
—Pues... porque querías impresionarme.
—¿Quería impresionarte? —Arqueó una ceja.
—Sí. —Ella defendió la visión particular de su historia incidiendo en ese punto—. Te volviste, me viste y decidiste que querías hacerte el valiente. Así que te quitaste las botas y te lanzaste al agua de cabeza.
Jesse soltó una carcajada, no la había juzgado mal al pensar que era muy imaginativa. Su pecho se agitó con su risa y Erin no pudo remediar que sus amplios pectorales atrajeran toda su atención. Los había tocado una vez y le gustó su tacto duro y consistente. Jamás había tocado unos pectorales así y estaba convencida de que el resto de su cuerpo debía de ser igual. Apartó la vista y achacó esos pensamientos al efecto de la bebida.
—¿Qué más? —inquirió, ya más calmado.
—Braceaste hasta la orilla, subiste al embarcadero, nos miramos a los ojos y... entonces sucedió.
—¿Qué es lo que sucedió? ¿Me enamoré de ti nada más mirarte?
Su tono era escéptico y ligeramente burlón, por lo que Erin se puso un poco a la defensiva. —Es una buena historia.
—Quizá como argumento de una película romántica no esté mal, pero yo no soy la clase de hombre que se enamora a primera vista. Puedes contar que nos metimos en la cama nada más conocernos y eso sí se lo creerán.
—Pues si tú no eres esa clase de hombre, yo tampoco soy esa clase de mujer, y la gente lo notará en cuanto crucen unas cuantas palabras conmigo. De todas formas, les contaremos lo que a ti te parezca mejor. Al fin y al cabo son tus amigos y tus familiares a los que vamos a mentir —comentó, mientras tragaba un trocito de su última chocolatina—. Lo importante es que nos pongamos de acuerdo para contar la misma versión.
Jesse Gardner la estaba mirando directamente a los labios y enseguida supo por qué. Erin se quedó paralizada cuando él acercó la mano a su cara y con la yema del dedo índice capturó un trocito de chocolate que, por lo visto, se había quedado prendido bajo su labio inferior.
—Lo del embarcadero puede servir. —Jesse se llevó el dedo índice a la boca y lo chupó como si tal cosa. Erin observó casi aturdida cómo sus atractivos labios masculinos formaban un anillo carnoso alrededor de su dedo y aunque quiso apartar la mirada de ese punto, no pudo—. Sin embargo, nos quedaremos con la versión del sexo. Es la que todos creerán y, al contrario de lo que piensas, tú tienes tu puntillo morboso. Todo saldrá bien si no entramos en detalles.
Como si le costara asimilar sus palabras y sus actos, Erin se quedó mirándolo sin despegar los labios mientras su cerebro procesaba la información. Luego bajó la cabeza repentinamente y se aclaró la garganta.
—Como prefieras. —Erin guardó silencio mientras se comía su última chocolatina y escuchaba la caída de la lluvia. Gardner la había puesto nerviosa y Erin no estaba segura de si lo había hecho adrede o de forma inconsciente. Él era tan imprevisible que la desorientaba, la obligaba a estar todo el tiempo alerta y con la mente bien despierta, y eso era algo que el cansancio del viaje y el sopor de la bebida ya no le permitían hacer—. Ha sido un día muy largo y estoy cansadísima. Creo que deberíamos dormir. —Erin tanteó los bajos del asiento en busca de la palanca que lo regulaba pero no consiguió encontrarla—. ¿Cómo se inclina el respaldo?
Jesse inspeccionó su propio asiento y cuando averiguó el mecanismo, se inclinó sobre ella para mostrárselo. Erin quedó encajada entre el asiento y su cuerpo y, mientras él estuvo allí, no se atrevió a moverse ni un milímetro. Como ya le había sucedido con anterioridad, sus sentidos se afinaron y captaron tanto el calor que desprendía su cuerpo como el agradable olor a jabón masculino que emanaba de su piel. Erin aspiró su aroma hasta que se le llenaron los pulmones y luego lo soltó lentamente. Cuando Gardner la miró de frente, a tan solo unos centímetros de su cara, Erin necesitó volver a coger aire de nuevo.
—Si presionas hacia la izquierda, el respaldo se eleva. Hacia la derecha, se reclina. —Gracias.
Erin esbozó una sonrisa un tanto forzada y Jesse se retiró a su asiento.
—Que tengas dulces sueños —le dijo él. —Igualmente.
Jesse devolvió la botella vacía a la guantera y luego apagó la linterna. El interior del sedán se cubrió de espesas tinieblas. Escuchó el sonido que produjo el asiento de Erin al deslizarlo hacia atrás y cómo rechinaron los muelles mientras buscaba una postura que le permitiera dormir.
Jesse sonrió para sus adentros mientras la secundaba. Aunque todavía no tenía claro de qué forma iba a beneficiarse de Erin Mathews, era bueno saber que era una presa fácil a la que podría manejar sin demasiado esfuerzo. No obstante, esa inocencia que estaba descubriendo también tenía su lado negativo, y es que la imagen de la mujer fría y altiva que tenía de ella se estaba resquebrajando a pasos agigantados. Se preguntó si no habría errado de lleno al elegirla como supuesta novia. Erin Mathews iba a tener que desempolvar sus dotes interpretativas o, de lo contrario, a su madre le iba a encantar.
Se puso cómodo. Cruzó los brazos por encima del pecho, cerró los ojos y escuchó el sonido de la lluvia a la espera de que acudiera el sueño.
Erin estaba algo aturdida por la forma en que había reaccionado ante la cercanía de Jesse Gardner, pero no le cabía la menor duda de que era el alcohol el que había potenciado sus instintos femeninos. Por la mañana, después de unas cuantas horas de sueño, todo volvería a adquirir una apariencia de normalidad. Al menos en lo referente a la inesperada atracción que había sentido hacia él, porque el resto de cosas que le estaban sucediendo no podrían calificarse de normales.
Estaba cansada, pero su cabeza se negaba a dejar de funcionar. Repasaba una y otra vez todo lo acontecido durante el día, desmenuzando cada detalle y analizando cada minúscula porción hasta que se sorprendía a sí misma apretando los dientes y cerrando los ojos con fuerza. Tenía un montón de problemas encima, y aunque sabía que no era el momento de ponerse a pensar en ellos, no podía evitar hacerlo. Erin era una de esas personas que necesitaban irse a la cama con los conflictos resueltos, y no con un montón de frentes abiertos.
Suspiró suavemente y volvió a removerse en su asiento hasta quedar boca arriba. Los muelles se le hincaron en los glúteos y la cabeza le quedó colgando porque el asiento no tenía reposacabezas. Se giró un poco y volvió a apoyarse contra la fría carrocería del coche. Estaba completamente desvelada y no tenía ni idea de cuánto tiempo habría transcurrido desde que habían apagado la luz, pero le pareció que una eternidad la separaba de ese momento.
Escuchó la respiración acompasada de Gardner y se preguntó si ya se habría dormido o si estaría analizando como ella los pormenores de aquel aciago día. No parecía la clase de persona a la que los problemas le quitaran el sueño, así que, con toda probabilidad, estaría profundamente dormido.
Decidida a averiguarlo, Erin deslizó la mano sobre el asiento de atrás y buscó a tientas la linterna, procurando no hacer ruido. Sus dedos toparon con la cazadora de Gardner y tanteó en la otra dirección hasta encontrarla. Buscó el botoncito de encendido y lo apretó, y luego enfocó a su compañero de viaje con la plena confianza de que dormía. Erin se llevó un pequeño sobresalto al comprobar que sus ojos estaban abiertos y que la miraban fijamente.
—Aparta eso de mi cara.
—Lo siento, creía que dormías.
—Lo intento, pero me está resultando difícil con el ruido que haces cada vez que mueves el trasero. ¿Qué es lo que pasa? Dijiste que estabas cansada y que necesitabas dormir.
—Y es cierto, pero no dejo de pensar en todo lo que nos ha sucedido hoy. —Erin no apagó la linterna, la dejó entre los dos asientos y volvió a acomodarse de cara a Gardner. Él tenía los brazos cruzados sobre el pecho y las piernas estiradas cuan largo era. Y no pareció recibir de buen agrado las intenciones de Erin de entablar conversación—. ¿Crees que encontrarán mi coche?
—¿Eso es lo que te quita el sueño? —Entre otras cosas.
Jesse la miró a los ojos desvelados y decidió ser clemente con ella para que recuperara el sueño y le dejara a él conciliar el suyo.
—El sheriff Connor no parecía una lumbrera, pero Neil el mendigo tampoco, así que supongo que lo encontrarán.
—Lo compré hace año y medio e invertí en él una buena parte de mis ahorros —comentó con la voz apagada por la poca confianza que le despertaban las autoridades de aquel lugar—. ¿Para qué querrá un coche alguien como Neil? Ni siquiera tiene dinero para llenar el depósito una vez que se acabe la gasolina.
—Quizás no le gustó el vino que le sirvieron en la comida y se ha ido en busca de otro bar en el que sí le guste —opinó jocoso.
—Te mofas porque no es tu coche.
—Qué perspicaz. —Erin entornó los ojos y le digirió una mirada helada—. Deja de lloriquear por él, yo tuve que vender el mío y el mundo no se acaba por eso. Y en el peor de los casos, siempre puedes comprarte una camioneta como la mía. Yo te ayudaré a conseguir una a buen precio.
Erin movió la cabeza lentamente y contuvo una sonrisa.
«Si no puedes con tu enemigo, únete a él.»
—Eres un cretino.
—Sí, lo soy.
Erin observó su perfil y paseó los ojos por los contornos fuertes de su mandíbula, donde la barba le había crecido a lo largo del día. Estaba convencida de que bajo aquel aspecto tan férreo y resistente, había un lugar para los sentimientos. Decidida a llegar un poco más lejos, Erin se incorporó sobre el asiento y apoyó el peso en un brazo. A su manera, ella también sabía ponerle a prueba.
—Nuestros encuentros en Chicago han sido tan accidentados que pensé que sería una clase de tortura hacer este viaje contigo. Con eso no quiero decir que todo vaya como la seda, porque sé que no soy de tu agrado y que la mayor parte del tiempo no me soportas, pero antes de que te duermas, quería agradecerte los gestos amables que has tenido conmigo a lo largo del día.
Jesse la miró con gesto interrogante.
—No logro recordar cuándo los he tenido. Si te refieres a que he compartido las chocolatinas contigo, la otra opción era dejarte morir de hambre, y no quiero tener tu muerte sobre mi conciencia. Creo que has confundido la amabilidad con la compasión.
Erin no esperaba que lo reconociera, pero tampoco que su voz sonara tan fría. Creyó que se pondría a la defensiva como hacía la mayoría de las personas cuando alguien trataba de arañar en sus barreras. Él estaba demasiado seguro de sí mismo como para hacerle reaccionar con un simple comentario pero, aun así, no se arrepentía de habérselo dicho.
Sus ojos quedaron conectados en una mirada larga y silenciosa. La de él parecía retarla a que argumentara qué era aquella tontería de los gestos amables, y la de ella era serena y un tanto desconcertante. A Jesse le hubiera gustado saber qué era lo que le pasaba en esos momentos por la cabeza.
Erin volvió a quedar tumbada sobre el asiento y se cruzó la chaqueta por encima de los pechos. Sabía cuándo debía retirarse y ese era el momento.
—Te lo agradezco de todas formas —dijo en un tono que a Jesse le pareció exasperantemente sincero—. ¿Por qué no me hablas de tus amigos y conocidos de Beaufort? Me gustaría saber algo de ellos antes de que me los presentes. Ya sabes, quisiera poder decir eso de «oh, Jesse me ha hablado mucho de ti».
Jesse no sabía qué era lo que tenía Erin Mathews que le hacía sentir como si fuera un miserable mientras ella quedaba como una mujer cándida y abnegada. Se le daba bien invertir los papeles y darle la vuelta a la tortilla en su beneficio. Y era mucho más inteligente de lo que parecía. Le convenía no perder ese detalle de vista.
En ese instante no le apetecía lo más mínimo hablarle de sus amigos, pero si con eso conseguía que se durmiera y se callara, lo haría gustoso. Comenzó por hablarle de Chad y de Linda McKenzy, la chica menos popular del instituto con la que ahora su amigo iba a contraer matrimonio. Pero no llegó a hablarle de Chase, ni de Sarah, ni de Miranda y Dan porque, por fortuna, Erin se quedó dormida. Jesse se dio cuenta de que estaba hablando solo cuando ella dejó de hacer preguntas. Tenía los ojos cerrados, la expresión relajada y su respiración se había vuelto un poco más pesada. Y tenía los pezones erguidos.
¿Sería por el frío? Las temperaturas habían descendido y en el interior del sedán no debía de haber más de dieciséis grados. Le tocó una de las manos, que tenía cruzadas sobre su regazo, y la halló fría. Titubeó mientras la observaba dormir. No le gustaba nada lo que había dicho hacía un momento, porque él no estaba haciendo nada del otro mundo para que ella se mostrara agradecida. Cualquiera en su situación habría compartido el único alimento que tenía con ella o la habría tapado para que no cogiera una pulmonía. Además, ella dormía y no se enteraría. Jesse cogió su cazadora de piel y le cubrió el cuerpo destemplado con ella. Erin se removió complacida y emitió un susurro ininteligible, pero no se despertó.
Luego volvió a su sitio, apagó la linterna y continuó escuchando la caída de la lluvia.
El contorno impreciso de una silueta humana aguardaba al fondo del largo y oscuro pasillo. Resplandecía en medio de la oscuridad, como si tuviera luz propia, y Erin podía ver a través de su transparencia y de sus difusas formas de mujer. Aquellos luminosos ojos azules que como dos faros en la noche la guiaban en el camino la miraban fijamente y le pedían que no tuviera miedo. Entonces sus blanquísimos brazos se alzaron y Erin avanzó hacia ellos, sin temor ni dudas, movida por su afán de volver a abrazarla. Levantó una mano y trató de tocarla pero, repentinamente, el escenario en el que se hallaba cambió bruscamente y se vio envuelta en otros brazos. Estos eran fuertes y robustos, acogedores y sólidos, los brazos de Neil Parrish. Había paredes de madera a su alrededor, y el fuego de una chimenea crepitaba en un rincón, y Neil le decía que no se preocupara por nada, que él estaba a su lado para protegerla y amarla. Pero su voz sonaba diferente, era una voz áspera y rígida la que le hablaba, era la voz de su padre. Erin alzó la cabeza hacia Neil y lo miró con los ojos prendidos de confusión y, de repente, el rostro amable del hombre se transformó paulatinamente en el semblante severo de Wayne Mathews. Ya no la abrazaba, la miraba con ira e infinita inquina. Ahora estaba en su despacho, con una caja de cartón sobre la mesa en la que guardaba objetos que recogía de su mesa. Su padre señalaba la puerta con el brazo extendido y le pedía que se marchara y que nunca más volviera. Los ojos se le salían de las órbitas. Erin agachaba la cabeza, con la caja apretada contra el pecho agitado, y recorría el camino hacia la salida con las rodillas temblando a cada paso que daba. En el ascensor Alice le tendía la mano, y sus dedos cálidos y amorosos se cerraban en torno a los suyos. Su hermana también cargaba con una caja de cartón de la que asomaba un cuadro plateado que enmarcaba una fotografía muy hermosa de ambas. Pero cuando el recorrido del ascensor llegó a su fin, los dedos de Alice se desprendieron de los suyos y, de repente, ella ya no estaba a su lado, había desaparecido entre la afluencia de gente que transitaba por el vestíbulo de la torre Sears.
Con la caja pegada a su cuerpo, Erin corría sin aliento y se hacía paso entre todas aquellas personas desconocidas buscando a Alice sin encontrarla, atrapada en un terror atroz propio de una pesadilla. Halló el retrato de Alice roto a sus pies, con los vidrios punzantes teñidos de sangre y desparramados por el suelo. Los ojos se le cubrieron de lágrimas y todo se cubrió de tinieblas.
Jadeos. Un cuerpo grande y desnudo, hermoso como el de un dios, oscilaba suavemente sobre el de ella y, bajo el suyo, una superficie blanda y mullida los acogía a ambos. Erin alzaba las caderas buscando las suyas, implorante y deseosa, aturdida por la intensidad de su gozo y por el placer que él le proporcionaba. Susurró su nombre en las tinieblas. Neil. Unos labios masculinos descendieron y la besaron y su lengua tocó la suya. Entre sus dedos femeninos quedaron atrapados mechones de sus largos cabellos, más dorados que negros, y unos ojos azules la miraron burlones e hirientes, pero nublados de pasión. No era Neil Parrish quien le hacía el amor. El hombre que fundía sus entrañas y le ofrecía el placer más intenso y desgarrador que hubiera sentido jamás era Jesse Gardner.
Aturdida por su descubrimiento abrió los labios, pero Gardner se tragó su protesta aplastándolos con los suyos. Y luego saltó al vacío aferrada a él, en una espiral que los engulló y les hizo girar y girar, una y otra vez.