CAPÍTULO 12
La cocina de Gertrude Gardner era la cocina de los sueños de Erin. Acogedora, cálida, cuidada al detalle y con ese olor sublime a comida casera que flotaba en el aire. Aquella era una cocina diseñada para pasar largas horas en ella, un refugio encantador provisto de todo cuanto era necesario para mimar el estómago.
Los muebles eran de madera de nogal —probablemente hechos a mano por el señor Gardner—, los electrodomésticos, de color blanco y de una gama muy moderna, y había jarrones con flores naturales sobre la encimera y la mesa. En un rincón de la cocina, junto a la ventana, había una jaula con un canario que picoteaba una hoja de lechuga fresca que le habían puesto entre las rejas, y también una radio antigua que en ese momento estaba apagada.
Maddie retiró el florero que había sobre la mesa y se dispuso a extender un bonito mantel de lino blanco mientras Gertrude Gardner apagaba el fuego y retiraba la enorme olla del fogón.
—Os invitaría a pasar al comedor, pero la comida está a punto y no quiero que se enfríe.
Maddie sacó un salvamanteles de un cajón y lo colocó sobre la mesa para que su madre depositara la olla sobre él.
—¿Os ayudamos en algo? —preguntó Jesse.
—No es necesario, cariño, sentaos —les indicó Gertrude—. Tu hermana y yo lo preparamos todo en un minuto.
A Erin le supo mal tomar asiento mientras las mujeres ponían la mesa. Si fueran otras las circunstancias las habría ayudado, pero como la habían aleccionado para que tuviera menos iniciativa que el canario que había junto a la ventana, se resignó a acatar los deseos de Gardner y se sentó sin decir ni una palabra. Comportarse así iba en contra de su naturaleza, y no estaba muy segura de poder seguir haciéndolo.
Entre las dos mujeres colocaron los cubiertos, los vasos y las bebidas, agua mineral para ellas y una cerveza para Jesse. Con la mesa ya lista, Gertrude retiró la tapadera de la olla y el rico aroma se intensificó y se extendió en la cocina. Erin estuvo a punto de relamerse los labios.
—Un ejército completo podría alimentarse en esta casa —bromeó Jesse—. No sabes cuánto he echado de menos tus guisos, madre.
Gertrude Gardner sonrió mientras comenzaba a servir el estofado.
—Lo cierto es que tiene una pinta deliciosa, señora Gardner.
—Llámame Gertrude, por favor —le pidió la mujer.
—Erin, no tienes que comértelo todo o te marcharás de aquí con un par de tallas más —comentó Maddie.
—No importa. Como me han robado la maleta me veré obligada a comprar ropa nueva —respondió de buen humor.
—¿Te han robado la maleta? Jesse solo nos ha contado lo del coche —lo lamentó Maddie.
—Estaban dentro del coche cuando el mendigo se lo llevó. Pero no pasa nada, solo era un poco de ropa.
—Menuda faena. Seguro que fue Jesse quien insistió en hacer el viaje en coche —intervino Gertrude—. Él y esa manía suya de no subirse a un avión a no ser que sea él quien lo pilote. Podríais haber estado en el aeropuerto de Raleigh en tres horas de vuelo en lugar de cruzar el país en coche y tardar un día entero.
—Habríamos llegado ayer por la tarde de no ser porque Erin insistió en recoger a nuestro querido autoestopista. Nada de esto hubiera sucedido si ella no se empeñara en ir por la vida recogiendo lo que otros no quieren.
—Creí que sus intenciones eran buenas. De lejos parecía un anciano desvalido —se defendió ella.
—No le hagas caso a Jesse. Eso que hiciste te honra mucho como persona —aseguró Gertrude, que tomó aliento después de repartir los platos de comida—. ¿Cómo ibas a imaginar que se trataría de un ladrón desalmado?
—Madre, en este país, muchas de las personas que hacen autoestop son cosas todavía peores que ladrones desalmados —puntualizó Jesse, que no podía creer que su madre estuviera defendiendo a Erin.
—Yo estoy de acuerdo con Jesse —comentó Maddie—. Jamás detendría mi coche para coger a alguien de la carretera. Pero al mismo tiempo admiro que Erin sea tan valiente y solidaria.
—Bueno, pensé que con Jesse a mi lado estaría completamente a salvo. Tengo mis dudas de si hubiera actuado igual de haber estado sola. —Erin lo miró y curvó los labios—. El estofado está excelente, Gertrude.
—Gracias. Hay suficiente para repetir si te quedas con hambre, cariño.
Erin sonrió a su ofrecimiento y luego sumergió la cuchara en el guiso. Captó que Jesse la estaba mirando y Erin se volvió ligeramente para encontrarse con sus ojos acerados y glaciales que le recordaron, con un punto de advertencia que los hacía brillar de forma singular, que se atuviera a las reglas. «No seas simpática, no confraternices con ellas y contesta solo cuando te hablen.» Erin asintió levemente y retiró la mirada para que no pudiera leer en ella que no podía prometérselo.
—Creo que usamos la misma talla. Te prestaré algo para que puedas cambiarte mientras esperáis a que el sheriff se ponga en contacto con vosotros —se ofreció Maddie—. Y en el caso de que no recuperéis las maletas, hay un par de tiendas en el pueblo donde puedes comprar algo de ropa. —Maddie le tendió a Jesse la cesta de pan recién horneado—. Aunque las tiendas del centro comercial que hay a las afueras del pueblo tienen ropa mucho más bonita.
—Gracias, Maddie, eres muy amable.
—Iremos esta tarde después de pasar por casa. ¿Todavía sigue en pie? —le preguntó Jesse a su hermana.
—La he cuidado con esmero, aunque hay una gotera enorme en el techo de la que fue tu habitación y la tubería del baño de la planta baja está atascada. No he tenido tiempo de llamar a un fontanero y como no pensabas venir... —Maddie hizo girar la cuchara entre los dedos con aire distraído—. También tienes ratones en el garaje, les puse veneno pero creo que se han vuelto inmunes a él porque el veneno desaparece y ellos no. —Sonrió.
—Conociéndote, seguro que les pusiste queso, Maddie —comentó Jesse, pues a su hermana le encantaban los animales, incluso los que nadie quería en su casa bajo ningún concepto.
—¿Me acusas de confundir el veneno con el queso? —Se hizo la indignada—. No me lo puedo creer.
—Maddie es incapaz de matar a una mosca. —Gertrude sonrió—. De pequeña traía a casa a todos los animales que se encontraba en la calle. Una vez llegamos a tener un perro, dos gatos, cinco pájaros... ¿qué más, cariño?
—Y un conejo que tenía una pata herida y que estaba atrapado en una zona pantanosa en las afueras del pueblo. No sé cómo llegó hasta allí.
—La casa parecía un auténtico zoológico por aquella época —apuntó Jesse.
—Ahora tenemos a Mister Pitty. —Maddie señaló al canario—. Mamá ha desarrollado una extraña alergia a los animales de pelo.
Otros temas de relativa importancia se expusieron en la mesa mientras los platos de estofado decrecían a un ritmo vertiginoso. Erin tenía la sensación de que no podría saciarse nunca, la carne y las patatas estaban deliciosas y comió con avidez sin importarle parecer hambrienta. Aprovechó que los Gardner se ponían al corriente de sus vidas para que su voracidad pasara desapercibida, o al menos eso es lo que pensó; pero Gertrude Gardner, como buena anfitriona, estaba pendiente de sus invitados aun cuando mantuviera al mismo tiempo una conversación con sus dos hijos sobre la boda repentina entre Chad Macklin y Linda McKenzy.
—Cariño, te serviré más estofado, pareces hambrienta. —Gertrude tomó el plato de Erin y volvió a llenarlo hasta el borde.
—No siempre como con tanto apetito. —Erin se limpió la comisura de los labios con una servilleta de hilo—. Resulta que ayer no fui capaz de comer en presencia del mendigo y luego, con el asunto del robo, se me olvidó por completo recoger el sándwich que había dejado sobre la mesa.
—Pobrecita. Siento que tu viaje a Beaufort haya sido tan accidentado, pero de ahora en adelante, haremos lo posible para que tu recuerdo sea grato y para que tengas ganas de regresar cuanto antes. Eso sí, la próxima vez, tú te vienes en avión y Jesse que haga el viaje en coche si quiere.
—El viaje en coche ha sido precioso a pesar del incidente del robo, sobre todo cuando nos fuimos adentrando en Carolina del Norte y Jesse me fue contando cosas de los lugares que íbamos atravesando. Pero estoy de acuerdo con usted, Gertrude, la próxima vez vendré en avión.
Jesse le propinó una pequeña patadita por debajo de la mesa que le hizo dar un respingo sobre su silla. Sí, ya lo sabía, no habría próxima vez, pero ¿qué diablos quería que dijera? Le habría gustado verlo a él en su situación.
—¿A qué te dedicas, Erin? —le preguntó Maddie—. Jesse no ha querido soltar prenda por teléfono. Lo único que nos ha dicho es que lleváis tres meses juntos.
Durante un breve instante que a Erin le pareció que se alargaba hasta el infinito, dejó de masticar lo que tenía en la boca. Luego tragó no sin cierta dificultad, bebió un trago de agua, se volvió a limpiar la comisura de los labios y se aclaró la garganta.
—Pues... escribo artículos en una revista sobre... —miró a ambas mujeres alternativamente, calibrando la reacción que podría desencadenarse en ambas—... fenómenos paranormales. —Y esbozó una sonrisa superflua y tensa.
—¿Eres parapsicóloga? —preguntó Maddie con naturalidad.
—Me licencié en Psicología por la Universidad de Loyola, en Chicago, pero de siempre me interesaron las ciencias ocultas y orienté mis conocimientos hacia ese campo. Puede decirse que sí, que soy parapsicóloga. —Decidió impresionarlas un poco más—. En Chicago tenemos una revista que se llama Enigmas y leyendas en la que tratamos estos temas. Yo escribo artículos además de dirigirla.
Gertrude Gardner tenía las cejas alzadas y masticaba lentamente la comida.
—Qué interesante —comentó por fin la mujer, fuera de todo pronóstico.
Jesse miró a su madre como si se hubiera vuelto loca de remate pero nada en su expresión le indicó que estuviera bromeando.
—¿Desde cuándo te interesan las ciencias ocultas, madre?
—Desde hace mucho tiempo —contestó como si fuera obvio—. Nunca me pierdo Terrores nocturnos.
—¿Terrores nocturnos? —Jesse apretaba con tanta fuerza la cuchara que podría haberla pulverizado.
—Es un programa de terror que una cadena local emite todos los viernes a las diez de la noche —le explicó Maddie—. Yo tampoco me lo pierdo.
«Que me parta un rayo», pensó Jesse, que no daba crédito a lo que escuchaban sus oídos.
A su lado, Erin, que había advertido su profundo desconcierto, hizo denodados esfuerzos por no echarse a reír y, Maddie y Gertrude comenzaron a hacerle preguntas que demostraban lo interesadas que estaban en el tema. A Jesse se le revolvió el estómago, lo cual era una maldita faena, porque estaba hambriento y el estofado de su madre era la mejor comida que había probado en muchísimo tiempo.
De no saber que aquello era imposible, habría jurado que las tres se habían puesto de acuerdo para tomarle el pelo.
—¿Y qué tipo de fenómenos paranormales estudias? —le preguntó Gertrude a Erin, pero fue Jesse quien contestó en su lugar.
—Apariciones de fantasmas, eso es lo que estudia. —Su tono desdeñoso, así como su vocabulario peyorativo, indicaban que le había sentado como un tiro que ambas mujeres hubieran asimilado con tanta sencillez el trabajo que desempeñaba. Desde su cita con él en el Franklyn Tap, era la primera vez que Erin le veía perder la frialdad bajo la que actuaba y se parapetaba. Y eso le gustó, sobre todo porque le había salido el tiro por la culata. Gardner continuó hablando—: Erin no solo ha venido hasta aquí para acompañarme a la boda de Chad —les dijo, pensando que eso las desilusionaría—. ¿Os acordáis de la leyenda de la mansión Truscott? Pues ha venido a estudiarla.
Erin pensó que podría haber sido más cuidadoso y tener algo más de tacto en el cumplimiento de su parte del trato. Erin lo miró de forma interrogante: no era culpa suya que a su madre y a su hermana les gustaran las historias de miedo.
Además, a él le había parecido una idea estupenda que ella dijera que era parapsicóloga. Se lo recordó con los ojos y él descifró el mensaje.
—Tú podrías ayudarle, Maddie —dijo algo más calmado, aunque solo en apariencia.
—¿En serio? ¿Estás interesada en la leyenda de la mansión Truscott? —Maddie parecía absolutamente fascinada y abrió los ojos azules de par en par.
—Sí. Hace unas semanas una compañera de trabajo me habló de la leyenda y despertó mucho mi interés. Jesse me dijo que eres profesora de historia, que conoces la leyenda y que me podrías ayudar, al menos a que me ubique históricamente y a que conozca lo que realmente sucedió. Según tengo entendido, los personajes fueron reales.
—Oh, ya lo creo que lo fueron. Siempre les explico la historia de Mary Truscott y Anthony Main a mis alumnos aunque no esté incluida en los libros de texto. Nos sentimos muy orgullosos de que los hechos transcurrieran precisamente aquí, en Beaufort. —Maddie soltó la cuchara sobre el plato y se inclinó ligeramente sobre la mesa—. ¿Bebes? —Erin no entendió la pregunta, pero negó con la cabeza igualmente—. Entonces te lo contaré todo esta tarde cuando vayamos a la isla Carrot y todo el mundo esté borracho.
—Estupendo —dijo con jovialidad—. Gracias, Maddie.
Aprovechando la mención que Maddie hizo de la isla Carrot y de la despedida de soltero de Chad y Linda, la señora Gardner volvió a retomar la conversación sobre la boda.
—Jamás he visto a Chad Macklin tan feliz; esa chica ha sabido llevarlo por el bueno camino. —Miró a Jesse de reojo pero él se hizo el despistado, sabía adónde quería ir a parar su madre—. ¿Quién lo iba a decir, verdad? —Ahora se dirigió a Erin—. Chad jamás ha tenido un compromiso serio, se ha pasado toda la vida revoloteando de flor en flor hasta que la chica McKenzie regresó al pueblo y Chad se enamoró de ella. Siempre pensé que sería mi Jesse el primero en pisar el altar...
—Madre... —dijo Jesse en tono de advertencia.
—Cuando veas a Linda te costará reconocerla. —Maddie salió al rescate de su hermano, pues si su madre continuaba por esos derroteros estaba segura de que también ella se vería salpicada por sus ansias de ver casados a sus dos hijos—. Está realmente impresionante.
—Chad me habló sobre el aparato de dientes y las lentillas. —Jesse apuró su plato y se sirvió un poco más para llenar el hueco que todavía le quedaba en el estómago—. De todas formas, esa boda me parece demasiado precipitada y, sinceramente, no creo que vaya a funcionar.
—Oh, no seas aguafiestas, Jesse —le reprendió Gertrude—. Los dos están muy enamorados.
—Eso es cierto —dijo Maddie—. Están todo el día haciéndose arrumacos.
—Hacerse arrumacos es una cosa, y otra muy distinta es estar enamorados. ¿Cuánto tiempo llevan juntos? ¿Un mes? —Jesse defendió su postura con énfasis—. En un solo mes nadie se enamora de nadie, y menos todavía Chad Macklin.
—Lo importante es que él cree que sí lo está —comentó Maddie.
—Por supuesto que lo está. —Gertrude tenía el ceño fruncido—. Y va a hacer lo correcto, que es casarse con esa chica y formar una familia. —Su expresión se relajó al mirar a Erin—. ¿Tú crees en el matrimonio, cariño?
Erin pudo sentir que el cuerpo de Jesse se ponía rígido a su lado. Su mano grande y morena se cerró en un puño sobre el mantel y ella supo que aquel era un tema de conversación que Jesse detestaba y que a su madre le encantaba. Se vio atrapada entre la espada y la pared y no sabía de qué manera afrontar esa disyuntiva para contentar a ambos con su respuesta. Tras meditarlo durante un segundo, decidió ser fiel a sus ideas.
—Creo que la finalidad de una relación amorosa es que culmine con el matrimonio.
Su idea convencional arrancó una sonrisa de satisfacción a Gertrude, que dio unos golpecitos sobre la mano de Erin para demostrarle lo mucho que la agradaba su contestación. Luego miró a su hijo.
—Jesse James, por fin le has echado el lazo a una mujer inteligente.
Jesse esbozó una sonrisa fría y fingida que no le llegó a los ojos, pero su madre estaba tan entusiasmada con Erin Mathews que no reparó en ello. Su mayor temor se estaba haciendo realidad. En contra de lo previsto, a su madre le gustaba Erin hasta el punto de que ya estaba pensando en la boda. Había tenido ojo clínico al escoger a Erin Mathews como compañera de viaje.
—¿Os he dicho ya que seré la profesora de la clase de teatro para el próximo curso?
Por fortuna, Maddie, a la que le gustaba tan poco como a él que su madre sacara a la palestra lo mucho que ansiaba que sus hijos se casaran, volvió a desviar la conversación. Jesse se mostró tan agradecido con ella que acogió la noticia como si su hermana acabara de decirle que le había tocado la lotería.
—¡¿En serio?! ¡Esa es una noticia estupenda, Maddie! —Jesse dio una palmada sobre la mesa y el tenedor de Erin tembló—. ¿Lo ves? Estaba convencido de que te escogerían a ti, ya era hora de que se modernizaran un poco en ese maldito colegio. ¿Durante cuantos años ha sido el viejo Dexter el profesor de las clases de teatro?
—Durante cuarenta años por lo menos —resopló Maddie.
—Menudo hijo de perra. —Jesse se volvió hacia Erin—. Te golpeaba fuertemente con una regla en las palmas de las manos si te olvidabas del guión. En cierta ocasión se las puso a Chad tan coloradas que se pasó una semana sin poder agarrar un bolígrafo.
—Su esposa, por el contrario, es una mujer maravillosa —terció Gertrude.
—Es tonta por haberlo aguantado, mamá —la rectificó Maddie.
—Cuando uno se casa lo hace para toda la vida —sentenció Gertrude—. Al menos en mis tiempos así era, y no como ahora, que a la mínima discusión ponéis fin a la relación.
Jesse puso los ojos en blanco y sintió a Erin reír entre dientes. Era increíble que, hablaran del tema que hablaran, su madre siempre se las ingeniara para terminar encauzándolo hacia el maldito matrimonio.
El estofado de ternera de Gertrude Gardner fue un éxito y todos repitieron hasta que el puchero quedó vacío. Erin tenía el estómago tan lleno que creyó que jamás en su vida volvería a sentir hambre. Cambió repentinamente de idea cuando la mujer le pidió a Jesse que sacara del frigorífico el pastel de manzana que había cocinado por la mañana. Erin buscó un hueco.
Al levantarse, Gardner frotó los brazos de Maddie y le dio un beso en la coronilla.
—Enhorabuena, hermanita.
Maddie sonrió con entusiasmo. Sin duda, ser la profesora de teatro debía de ser algo de enorme importancia para ella.
Comieron el pastel de manzana sin que la señora Gardner volviera a hacer ningún comentario sobre la boda de Chad o el matrimonio en general. Después tomaron café, momento que Maddie aprovechó para buscar algo de ropa para Erin. Al cabo de unos minutos regresó con unos vaqueros y una camiseta recién planchados.
—No tengas prisa por devolvérmelo. La generosidad y simpatía de Maddie la hacían sentir como si la conociera desde hacía mucho tiempo. Gertrude Gardner también le había causado muy buena impresión, y se preguntó por qué Jesse Gardner tenía una personalidad tan diferente a las dos mujeres. Tal vez había heredado el mal carácter de su padre.
Mientras Gardner respondía a una llamada que acababa de recibir en su móvil, Erin ayudó a recoger la mesa pese a que Gertrude insistió en que no se molestara. Estaba colocando la olla vacía sobre el fregadero cuando su móvil comenzó a emitir la familiar melodía. Erin corrió a sacarlo de su bolso pensando que podía tratarse del sheriff Connor, y como el número no estaba en su agenda de contactos, respondió a la llamada tic forma atropellada y ansiosa.
—¿Señorita Mathews? —Era la voz del sheriff.
—Sí, soy yo.
—Me complace informarla de que hemos encontrado su coche cerca de la entrada de Farmville, junto a una gasolinera abandonada —le comunicó—. Está en perfecto estado.
—¡Oh gracias a Dios! —Erin se llevó la mano al pecho.
Jesse, que acababa de terminar su conversación con Chad, se volvió hacia Erin y la observó con atención.
—Esta mañana temprano se denunció el robo de otro coche en Farmville y la dueña dio una descripción parecida a la de su hombre. Suponemos que cambió de vehículo para no dejar demasiadas pistas—prosiguió el sheriff.
—Esas son muy buenas noticias, sheriff Connor. —Erin miró a Gardner y le sonrió ampliamente—. Supongo que el servicio de grúa puede traérmelo, ¿verdad? Voy a estar unos días en Beaufort. —Le pidió a Gardner los datos de su domicilio y se los comunicó al sheriff.
—No hay ningún problema, señorita Mathews, aunque tendrá que pagar la tasa fija más el kilometraje.
—Pagaré lo que sea necesario.
Al otro lado de la línea se hizo un corto silencio y Erin se temió que las buenas noticias iban acompañadas de otras no tan buenas.
—Tengo que informarla de una mala noticia. Las maletas no estaban en el coche.
Erin torció el gesto mientras hacía un rápido repaso mental de los objetos personales que contenían y que ya no recuperaría a menos que la policía detuviera al mendigo. Gardner le preguntó lo que sucedía al ver su expresión y ella se lo dijo con un susurro apagado.
—¿Cree que podrán encontrarlas?
—¿Contenían objetos de valor? —preguntó el sheriff.
—Pues... en uno de los compartimentos guardo un pequeño joyero con algunas piezas de valor. Supongo que intentará venderlas en cuanto tenga ocasión.
El vestido de Ralph Lauren también tenía un gran valor económico, pero dudaba seriamente de que el mendigo supiera diferenciar entre un diseño de alta costura y otro comprado en un mercadillo.
—Avisaremos a todas las tiendas de empeño de los pueblos de la zona. No le prometo nada, pero haremos lo posible por recuperarlas. La mantendré informada.
—Gracias.
Erin cortó la llamada y le explicó a la familia Gardner la conversación mantenida con el sheriff. La ropa y los enseres personales eran importantes para ella pero, por supuesto, no tanto como su Jeep Patriot, por lo tanto, recuperó rápidamente el optimismo.
Se despidieron de Maddie hasta la tarde y de Gertrude hasta el día siguiente. Junto al umbral de la puerta, la mujer tentó sus estómagos anticipándoles el plato que iba a cocinar para el día siguiente: asado de pollo con frutos secos, su especialidad. Antes de cerrar la puerta, tomó a su hijo por el brazo y le dijo cerca del oído:
—No la dejes escapar. Es un encanto.
De regreso al coche, Jesse se deshizo de la máscara de la contención y le lanzó a Erin una dura y acusatoria mirada que le heló la sangre.
—Dime, ¿qué es lo que ha pasado ahí dentro? ¿Qué parte del trato es la que no has entendido?
—He hecho lo que me has pedido, contestar cuando se me ha preguntado —dijo con serenidad—. No tengo la culpa de que a tu madre y a tu hermana les gusten las historias de fantasmas y que, por lo tanto, mi profesión les haya parecido fascinante.
—No se trata solo de eso —replicó él—. Es el tono de tu voz, tus modales, tus ideas conservadoras, tu perfectísima educación, esa sonrisa que esbozas cada dos por tres. ¿Es que no puedes hacer nada para evitar comportarte así?
—Me he pasado los últimos treinta y cuatro años de mi vida siendo de esta manera, así que disculpa si no puedo cambiar mi actitud de la noche a la mañana.
—Joder... —masculló Jesse, con las manos apretando fieramente el volante y los ojos clavados en la carretera que conducía a su casa. A Erin no le habría extrañado que con esa mirada, hubiera desintegrado hasta las piedrecillas del camino.
La noche anterior Jesse se preguntaba si habría errado al escoger a Erin Mathews para representar aquel papel y ahí tenía la respuesta, clara y evidente. Cualquiera de las mujeres con las que acostumbraba a salir y que solo se preocupaban por su aspecto físico habría sido mejor opción que ese puñetero encanto de mujer.
—Vas a tener que esforzarte algo más o, de lo contrario, te prometo que cuando nos vayamos de aquí me ocuparé de que seas tú quien le rompa el corazón a mi madre.
Esas palabras sumieron a Erin en una nueva reflexión.
—¿Tanto le he gustado?
Jesse le dirigió una mirada áspera como respuesta. Lo último que Erin deseaba era hacer daño a Gertrude Gardner. Ya había tenido la oportunidad de comprobar por sí misma que encajaba a la perfección en el perfil de mujer que la señora Gardner quería para su hijo. Y si a eso añadía el hecho de que deseaba fervientemente casarlo, ambas cosas formaban una combinación muy peligrosa.
—Te prometo que me esforzaré.
La casa de Jesse Gardner estaba a cinco minutos en coche de la de sus padres, y solo tenían que seguir la calle que discurría frente a las marismas en dirección oeste, donde una amplia arboleda de abedules señalizaba el final del pueblo. Según le había dicho Gardner hacía un rato, esa arboleda era el inicio del bosque que había que atravesar para llegar hasta la mansión Truscott. Por el otro lado, colindaba con una calle que se abría hacia el interior del pueblo y también estaba orientada hacia las marismas.
La casa era idéntica a la de sus padres salvo por la pintura de la fachada, que había perdido el fulgor blanco, y el descuidado jardín principal, en el que crecían arbustos y flores silvestres sin ningún orden ni concierto. Lo que más le gustaba a Erin de las casitas del sur eran los porches con columnas que presidían las entradas. El de Maddie y Gertrude estaba atestado de macetas con flores y enredaderas que trepaban por las paredes hasta el balcón superior, y en el de Jesse había un balancín de madera sobre el que había un par de cojines raídos y descoloridos.
Jesse sacó la llave del bolsillo delantero de sus vaqueros, abrió la puerta y le pidió que le precediese.
Maddie no había exagerado cuando le dijo que había cuidado la casa con esmero, pues todo estaba exactamente igual a como él lo había dejado hacía cinco años. No parecía que la casa hubiera estado vacía durante tanto tiempo. Algunos buenos recuerdos le asaltaron nada más poner los pies en el salón, pero al ser June la protagonista de la mayoría de ellos, Jesse les dio esquinazo y se procuró centrarse en mostrarle a Erin la planta baja.
Primero inspeccionaron el salón, que estaba equipado con muebles de estilo rústico fabricados también en madera de nogal, y que junto a los detalles en color granate y blanco, hacían de aquel espacio un lugar muy acogedor. A Erin le pareció detectar un toque femenino en algunas figuras decorativas que se exponían en las estanterías de un armario con cristalera, en las bonitas cortinas blancas que caían sobre la ventana principal o en la colección de velas aromáticas que había sobre la estantería de la chimenea. Pero no hizo preguntas.
Después, le enseñó la pequeña y desangelada cocina diseñada con muebles de fórmica, en la que Gardner no había invertido demasiado tiempo, esfuerzo, ni dinero.
—Por allí se accede a la segunda planta. —Señaló las escaleras—. Te enseñaré tu dormitorio.
En la planta superior había tres habitaciones y un baño. La más grande de las tres era el dormitorio de Gardner y se hallaba en un extremo del pasillo. La habitación del centro, la más pequeña, era un estudio lleno de trastos y de estanterías repletas de libros donde la mano de Maddie había pasado muy por encima. Y justo en el otro extremo del pasillo estaba el cuarto de invitados, en el que había una cama pegada a la ventana, un armario empotrado en la pared de enfrente y un pequeño aparador bajo un espejo de pared. A través de la ventana sin cortinas, se podían ver las marismas, los barcos pesqueros y las islas que formaban el estrecho. Erin se imaginó despertando con el canto de los pájaros y el rumor de las olas.
—Imagino que estarás acostumbrada a dormir en hoteles de cinco estrellas, pero esto es todo lo que hay.
—No hay hoteles de cinco estrellas en los pueblecitos a los que me desplazo para estudiar mis leyendas. Te sorprendería saber en qué clase de moteles he dormido —dijo ella apartando los ojos de la ventana para mirarlo a él, que tenía un hombro apoyado sobre el quicio de la puerta y la observaba con rostro imperturbable—. Y cuando salgo de la ciudad por motivos laborales, mi padre tampoco paga a sus empleados hoteles de cinco estrellas. El sigue una política de reducción de costes. Todo lo que tiene es suyo y es él quien lo disfruta. Hasta la ropa que uso en el trabajo es una imposición suya; yo estoy más cómoda con vaqueros y zapatillas de deporte. —Su voz se fue endureciendo por segundos, estaba cansada de que la juzgara—. Y sí, tengo un buen sueldo que me gano con mi esfuerzo, levantándome a las siete de la mañana todos los días y trabajando ocho horas diarias —remató.
—Bueno, puede que ahora solo estés disfrutando de una parte minúscula del pastel, pero algún día todo será tuyo, así que tu humildad no me impresiona lo más mínimo.
Erin se mordió el interior de la mejilla y entornó los ojos.
—¿Y se supone que tengo que disculparme porque mi padre sea rico?
—Disculparse no es exactamente la palabra que yo escogería. Si estuviera en tu pellejo, la fortuna de mi padre me produciría vergüenza. —Decidido a ponerla a prueba, la presionó un poco más para ver por dónde salía—. Dime, ¿te vas todas las noches a la cama con la conciencia tranquila?
—Por supuesto que sí.
Erin apenas movió los labios, y sus ojos castaños se oscurecieron un poco más expresando una rabia que ella hacía todo lo posible por contener.
—¿De verdad? Anoche te removías tanto en tus sueños que no lo parecía. A menos que soñar con dinero te haga retorcer de gozo.
—Mis sueños no tenían nada que ver con el dinero —le espetó—. Y te agradecería que no volvieras a sacar ese tema a colación porque no has logrado demostrar nada de lo que dices.
Jesse la observó con una mirada profunda e indefinible, y Erin se sintió objeto de análisis y estudio.
—De momento —dijo con tranquilidad—. Voy a inspeccionar el baño de abajo.
Jesse se marchó y a Erin le ardieron las mejillas de pura rabia e indignación. No sabía exactamente qué había querido decir con aquel «de momento», pero por la manera desafiante con que habían sonado esas palabras, supuso que para él la guerra no había terminado todavía.
Para apaciguarse, sacó el móvil de su bolso y marcó el número de Alice. Luego se sentó sobre el cómodo colchón de cara a la ventana, para que las increíbles vistas le devolvieran la calma que él le había hecho perder. Erin comenzó a hablarle del hermoso enclave de Beaufort y continuó con el agradable encuentro que había tenido con la familia Gardner. Alice volvió a preguntarle por Jesse Gardner y Erin le dijo la verdad.
—Ahora mismo acaba de volver a hacerlo. Disfruta restregándome por las narices que papá es un delincuente y que yo también lo soy por añadidura. Pero no te preocupes, tengo la situación bajo control y sé cómo tratarlo.
—¿Estás segura? —Alice volvió a expresarle sus temores respecto a que pudiera utilizarla como cebo para llegar a su padre.
—Sí, estoy segura, aunque no me preguntes la razón, porque no sé si sabría explicártela —le contestó a su hermana—. No sé cuáles son sus motivos reales para lanzar todas esas acusaciones injuriosas contra papá, pero sí estoy segura de que Jesse Gardner es buena persona y de que no pretende hacerme daño.
Se hizo un silencio al otro lado de la línea y Erin le preguntó si continuaba allí.
—Sí, sigo aquí. Es solo que... tal vez esos motivos sean los que realmente dice tener. ¿De verdad no te lo has cuestionado ni por un solo instante?
—Alice, por favor, ya sabes lo que opino de eso. Papá no es un traficante de drogas. —Erin se levantó de la cama, nerviosa por los derroteros que había tomado la conversación con su hermana, e inspeccionó el armario y el aparador que estaban completamente vacíos. Solo unas cuantas perchas de madera colgaban desnudas de su soporte. Cambió de tema—. Necesito que me mandes una maleta llena de ropa a la siguiente dirección. —Se la dio—. Hazlo por UPS para que pueda tenerla aquí mañana por la mañana. Ah, y no te olvides de incluir un vestido para acudir a la boda, cuanto más discreto mejor. Olvídate del de Valentino —le advirtió, y Alice sonrió al otro lado de la línea—. ¿Cómo están por allí las cosas?
—Papá ha aumentado su consumo de pastillas antiácido y se le ha agravado su expresión de pitbull. Por lo demás, todo sigue igual —dijo de buen humor.
—¿Y Neil? ¿Qué tal está?
—Lo que en realidad quieres saber es si me ha hablado de ti, ¿verdad? —Le había leído el pensamiento—. Sí, esta mañana me ha preguntado qué tal te va por Carpenter Falls. Le he dicho que estás disfrutando muchísimo de tu viaje y que has conocido a un tío guapísimo que te ha invita/lo a regresar siempre que quieras.
—Tú no me harías eso —dijo muy seria.
—Lo haría si supiera que te lo quitaría de encima, pero por lo visto tiene verdadero interés en ti. No sé qué es lo que habrás hecho o le habrás dicho, pero mientras hablaba de ti tenía una luz diferente en la mirada. —Erin sintió cosquillas en el estómago—. Disfruta de estos días de asueto, ¿quieres? Ahora me ausentaré un par de horas del trabajo y prepararé tus maletas.
—Gracias, Alice, eres un cielo. Un beso.
Erin cortó la comunicación y devolvió el móvil al interior de su bolso. «¿Una luz diferente en la mirada?» Las mariposas que tenía en el estómago batieron sus alas un poco más rápido y Erin se murió de ganas por comprobarlo por sí misma. No obstante, la sonrisa de emoción se le congeló en los labios al descubrir que Jesse Gardner había regresado y que se hallaba a sus espaldas, junto a la puerta. Erin se preguntó desde cuándo estaría allí y cuánto habría oído.
—Las tuberías del baño de la planta baja están atascadas, lo cual significa que tendremos que compartir el baño de arriba —la informó—. He llamado a un fontanero, pero no podrá venir hasta dentro de una semana. Para entonces ya no estaremos aquí.
—Bien. Podemos establecer un horario.
—¿Un horario? ¿Planificas tus visitas al baño?
—Me refiero a la ducha.
—En esta casa solo estamos tú y yo, me parece que podemos ponernos de acuerdo sin necesidad de hacer turnos, ¿no te parece? —Esperó a que ella asintiera respecto a lo ridículo de su propuesta, pero no lo hizo—. En el armario empotrado de mi dormitorio hay mantas y sábanas limpias. Sígueme.
La habitación de Jesse Gardner era algo más grande que la de invitados aunque tampoco había demasiados detalles decorativos. Si bien se percibía el toque de una mano femenina en el salón, el dormitorio de Gardner era auténticamente masculino. Los muebles eran oscuros y la colcha de la cama de color gris oscuro, al igual que las cortinas y una alfombra que había en el suelo frente a los pies de la cama.
Erin se quedó petrificada al comprobar que había un baño en el interior de su habitación, detrás de la puerta.
—Dime que este no es el baño que tendremos que compartir.
Gardner había abierto las puertas del armario empotrado y depositaba sobre su cama las mantas y sábanas que Erin necesitaría. Ya era junio y las temperaturas nocturnas en Carolina del Norte eran templadas, pero aquella casa, dado que estaba ubicada junto al océano, recibía el constante azote de la brisa marina y la mantenía fresca incluso en verano.
—Este no es el baño que tenemos que compartir —repitió él de forma automática.
—Estoy hablando en serio. Tendré que entrar en el interior de tu habitación cada vez que tenga que usarlo. Necesito tener intimidad.
—Te prometo que no fisgonearé por la cerradura. —Esto es el colmo. —Erin movió la cabeza y se cruzó de brazos.
—No hay otra opción, a menos que sepas cómo desatascar las tuberías de la planta baja.
Jesse recogió toda la ropa de la cama y salió de la habitación.
Durante una milésima de segundo, Erin acarició la idea de recoger sus escasas pertenencias y marcharse a un motel. Pero esa solución no era factible. Mientras durara su estancia en Beaufort, ambos eran pareja y estaban obligados a convivir bajo el mismo techo. Erin le siguió hasta el cuarto de invitados donde Jesse depositaba las mantas sobre el aparador.
—He oído que te enviarán una maleta con ropa, aunque imagino que necesitarás comprar algo para pasar el resto del día. Si te parece bien, iremos ahora al centro comercial. Necesito darme una ducha y cambiarme de ropa cuanto antes. —Retiró las sábanas sucias que cubrían la cama y las dejó sobre el suelo.
—Como quieras.
El tono derrotado de su voz llamó la atención de Jesse que levantó la vista hacia ella. Parecía que se hubiera desinflado como un globo, pero no estaba seguro de si se debía al tema del baño o a la conversación que acababa de tener con su hermana.
—¿Malas noticias?—preguntó.
Erin negó con la cabeza.
—No, es solo que... hay momentos en los que me pregunto qué diablos estoy haciendo aquí. —Erin cogió una sábana limpia, la desdobló y la dejó caer sobre la cama para alisarla después.
—Creía que lo tenías claro.
—Sé que he venido a investigar la leyenda pero... he hecho muchos sacrificios para venir a Beaufort, y no estoy segura de si el esfuerzo merecerá la pena. —A continuación, Erin esbozó una sonrisa superflua para quitarle hierro al asunto. No se sentía cómoda compartiendo sus pensamientos más íntimos con Jesse Gardner, y menos todavía tras sus últimas e incisivas palabras—. No me hagas mucho caso.
—¿El sacrificio se llama Neil?
Ella lo miró muy sorprendida.
—¿Cómo sabes que...? Claro, has escuchado mi conversación con Alice.
—Por eso y porque anoche lo nombraste en tus agitados sueños. —Jesse se acercó y la ayudó a extender la manta sobre la cama—. Imagino que no se trata de Neil el mendigo —dijo sonriendo de forma burlesca.
—Neil es alguien muy especial a quien he dejado en Chicago —respondió de forma escueta, decidida a no alargar esa conversación con él.
—¿Y dónde está el sacrificio? ¿No puedes soportar pasar cuatro días sin él?
—He pasado mucho más tiempo que cuatro días sin Neil —contestó con seriedad—. Lo conozco desde hace varios años y, precisamente, este fin de semana era nuestra primera oportunidad de estar juntos. Ahora debería estar preparando las maletas para pasar el fin de semana con él.
«¿Por qué le daba tantas explicaciones?», se preguntó Erin. Quizás porque halló un extraño placer en hablarle de su vida amorosa.
A Jesse le sobrevino un apellido que enlazar a ese nombre, y lo dijo en voz alta.
—Neil Parrish, el hijo de William Parrish. —Erin asintió y Jesse experimentó un súbito alivio a la vez que una insólita desazón. Alivio porque por fin tenía la primera evidencia de que Erin Mathews era, en realidad, una mujer superficial y materialista. No podía ser de otra forma si estaba enamorada de alguien como Neil Parrish. No lo conocía en persona, pero había oído lo suficiente para saber que lo único que movía sus intereses era el dinero. Y desazón porque, en el fondo, lamentaba no haberse equivocado con ella—. ¿Continúa en la filial de Londres?
—Regresó a Chicago hace unas semanas. —Erin colocó la almohada antes de que él le tendiera la colcha de color azul cielo—. ¿Lo conoces?
—Personalmente no. Aunque he oído hablar de él. Ya sabes, todo el mundo en la empresa habla de Mathews, de Parrish y de sus vástagos.
Erin no preguntó qué tipo de cosas se decían sobre Neil, pero por la expresión de Gardner podía imaginar que no serían muy halagüeñas.