CAPÍTULO 22
«Supo que nunca sería pareja de Neil la noche en la que él la besó por primera vez. Eso había tenido lugar apenas ocho horas atrás, frente a la puerta de su edificio cuando se despedían tras una cena en un restaurante italiano de la avenida Devon.
Erin no había sentido nada, solo unos labios que se apretaban sobre los suyos y una lengua húmeda que pugnaba por unirse a la suya. Fue mucho más apetitoso el plato de espaguetis que había pedido para cenar que el beso de Neil. Más de una década deseando ese beso y, cuando por fin se producía, Erin sintió la misma emoción que si hubiera besado al caniche de su vecina.
Aquello le ocasionó una noche de sueño inquieto e intermitente. Las esperanzas de que Neil Parrish le hiciera olvidar a Jesse Gardner se resquebrajaron para siempre, y ese plato no fue nada fácil de digerir.
Erin había puesto mucho empeño en recuperar la ilusión por Neil. Ya hacía dos semanas que corrían juntos por Grant Park y a su lado se sentía muy a gusto. Tenían temas comunes de conversación, había complicidad entre los dos y físicamente le seguía pareciendo un hombre muy atractivo y apuesto. En sus momentos más optimistas llegó incluso a pensar que todavía no era tarde para los dos. Hasta que el beso se encargó de hacerle entender que Neil Parrish no era su hombre ni lo sería nunca.
Cuando sonó el despertador a las seis y media de la mañana quiso llamarle para decirle que no iría a correr. Estaba tan cansada y con tanta falta de sueño que no se veía capaz de poner un pie delante del otro. Además, ¿qué sentido tenía continuar haciendo algo que odiaba cuando la razón de tanto esfuerzo ya no existía?
Al menos su cuerpo estaba en forma.
Desde que volvieran a retomar las carreras por Grant Park, Erin no podía evitar que el pulso se le acelerara cuando sus ojos se empeñaban en examinar cada pequeño bote o embarcación que flotaba sobre las aguas del lago. La posibilidad de encontrarlo allí le causaba temor porque sabía que verlo de nuevo le causaría mucho impacto; pero, al mismo tiempo, esa probabilidad la mantenía con vida. Nadie jamás la había hecho sentir tan viva como Jesse Gardner.
Como siempre, Grant Park era el lugar escogido por los patinadores, corredores y navegantes para comenzar el día, aunque Erin se sentía como si el suyo acabara de terminar. Se había tomado un café bien cargado para despejarse, pero le estaba costando más de lo habitual poner su cuerpo a punto antes de comenzar la carrera.
Corrieron quince minutos que a Erin le parecieron treinta y, al terminar, estaba tan agotada que se sentó en el primer banco que encontró en su camino y se dejó caer sobre el respaldo con la respiración agitada y el cuerpo sin fuerzas.
—¿Te encuentras bien?
Erin asintió con la cabeza.
—Cansada pero bien. Creo que no he respirado adecuadamente.
—Es mejor que no te sientes ahora. —Alargó el brazo para que le cogiera la mano—Vete a casa y date una ducha antes de que se te enfríe el sudor.
Erin tomó su mano y él tiró de ella sin ningún esfuerzo. La inercia hizo que chocara contra su cuerpo, pero Neil no la dejó retroceder. Sus manos se asentaron en su cintura y sus ojos la obligaron a que la mirara.
—¿Qué te pasa esta mañana que estás tan tensa y tan callada?
—¿Estoy tensa?
—Mucho. Tienes los músculos rígidos como piedras. —Le acarició la cintura con los dedos y le hizo ver que era cierto—. Anoche estabas de buen humor, así que imagino que se trata de algo que te sucedió después de que te dejara en casa.
Erin apoyó las manos en sus brazos y observó su rostro atractivo esperando recuperar emociones perdidas. Hacía eso a menudo, lo miraba fijamente a los ojos y se obligaba a recordar el modo en que Neil hacía que su corazón latiera. Erin estaba pendiente de cada reacción, por si la llama volvía a prender de nuevo. Pero se estaba engañando a sí misma, la llama se había apagado definitivamente.
—Supongo que se me nota demasiado —asintió Erin—. Neil, creo que ha llegado el momento de ser sincera contigo y conmigo misma. Hay algo que debo decirte. —Neil la miró con expectación y Erin comenzó con la parte más fácil—. Te engañé, hacer footing no es lo mío. En realidad lo odio, es un suplicio levantarme por las mañanas y pensar en que tengo que calzarme las zapatillas de deporte para salir a correr. Estoy contenta de que ahora mis muslos estén más firmes y elásticos, pero si tengo que pagar este precio para conseguirlo, entonces prefiero que sigan como estaban.
Los labios de Neil esbozaron una sonrisa y luego soltó una carcajada. Sus dedos se acababan de enlazar en su espalda.
—¿Y por qué me hiciste creer que te gustaba correr y que querías acompañarme?
Erin se mantuvo fiel a la verdad.
—Porque quería estar cerca de ti.
—No tenías necesidad de hacer esto para estar cerca de mí.
—Era la única forma que se me ocurría —admitió no sin cierta timidez—. Pero ya no quiero seguir haciéndolo.
—No pasa nada. Seguro que hay otras muchas actividades con las que podemos disfrutar los dos juntos.
Neil no estaba pensando precisamente en una partida al Monopoly, por eso, aclarado el primer punto, ahora debía dar un paso más y hacer lo propio con el segundo.
Erin se aclaraba la garganta cuando una camioneta blanca con remolque que cargaba un bote a motor estacionó en el aparcamiento que había junto a la carretera. Los quince metros que los separaban y el paso continuo de gente que iba y venía, no fueron obstáculo alguno para que sus ojos se encontraran en cuanto Jesse se apeó del vehículo. No era la primera vez que Erin sentía que estaban conectados de alguna manera especial.
El impacto fue mutuo, pero las reacciones y los mensajes que intercambiaron con los ojos fueron diferentes. Los de Erin expresaron el anhelo que había reprimido durante tanto tiempo y que ahora afloraba sin sujeciones, pero los de él no fueron tan amables. Los ojos azules de Jesse la escudriñaron cargados de una profunda decepción que no podía obedecer a otra razón más que al hombre que la retenía entre sus brazos. Tenía la misma mirada desconfiada que el día en que habían discutido tras su regreso de Raleigh, cuando hecho una furia la obligó a que confesara su implicación en las supuestas actividades ilícitas de Mathews & Parrish. Estar en los brazos de Neil no era tan grave como eso, pero teniendo en cuenta la concepción que Jesse tenía del hijo de William Parrish, Erin sabía que acababa de perder toda la credibilidad para él.
Jesse cerró la portezuela del coche con un movimiento brusco y luego se encaminó hacia el remolque. No hubo más miradas por su parte, de hecho le dio la espalda mientras se ocupaba de descargar el bote.
Neil tomó su cabeza entre las manos y la obligó a mirarle.
—Erin. ¿Qué diablos te ocurre? Te has puesto blanca como el papel.
Erin hizo un intento por enfocar la vista en sus ojos cargados de preocupación. Tragó saliva y movió la cabeza.
—Estoy un poco mareada. Creo que he tenido una bajada de tensión.
—¿Quieres que nos sentemos en el banco hasta que te repongas?
—No te preocupes. Se me pasará en seguida. —Erin hizo un par de inspiraciones profundas que la ayudaron a recobrar el dominio—. Debería haber tomado algo para desayunar.
—Allí enfrente hay una panadería ¿quieres que te traiga algo?
—No es necesario, ya me siento mucho mejor —asintió. Una rápida mirada hacia el aparcamiento le mostró que Jesse Gardner ya no estaba allí. De soslayo observó el paseo y lo halló tirando del soporte con ruedas donde cargaba el bote. Se mezcló entre la gente y se dirigió hacia el siguiente embarcadero. En unos segundos lo perdió de vista—. Hay algo más que quiero decirte.
Le dolían los puños y tenía los nudillos enrojecidos. Había volcado toda su ira en el saco de boxeo, que golpeó una y otra vez como si fuera el objeto de todos sus problemas. Después de media hora descargando adrenalina, ahora se sentía muchísimo mejor. Excepto sus manos. Jesse llenó el fregadero de agua fría a la que añadió unos cuantos cubitos de hielo y sumergió las manos hasta que se le quedaron adormecidas.
Menudo estúpido era. Parecía mentira que hubiera estado con tantas mujeres y que todavía no hubiera aprendido nada de ellas. Creía que había calado hondo en Erin, era imposible que fingiera todos los sentimientos que vio en sus ojos mientras hacían el amor. Fingidos o no, ya los había olvidado por completo, de lo contrario no se habría lanzado a los brazos de otro hombre en tan poco margen de tiempo.
Aunque no lo conocía personalmente, Neil Parrish había salido alguna vez en el Chicago Tribune, concretamente en la sección de economía, y Jesse había visto su fotografía. Por eso lo reconoció rápidamente cuando lo vio con ella esa mañana en el lago. Neil Parrish le provocaba ganas de vomitar. ¿Es que ella no había encontrado nada mejor en esas tres semanas? Le ofendía hasta el tuétano que hubiera pasado de su cama a la de ese imbécil en cuestión de días.
Las manos se le habían quedado congeladas e hizo una mueca.
—Joder.
Las sacó del agua y las abrió y cerró hasta que volvió a tener movilidad. Luego se las secó con un paño y regresó al garaje y a su banco de trabajo.
Ya había dado con las medidas exactas de las cámaras de aire y los dos últimos botes que había fabricado no se habían hundido. Ese era el paso que le permitiría avanzar más rápidamente en la construcción de su velero, que esperaba tener listo para mediados de agosto. Tenía grandes planes para el Erin. En cuanto las aguas del lago Michigan le aseguraran que su embarcación era segura, tenía pensado largarse a Beaufort durante una larga temporada y perderse en las aguas del Atlántico. Era un sueño que tenía desde niño y que ahora que no tenía trabajo se podía permitir.
El nombre del barco trajo de vuelta a sus pensamientos a
Erin Mathews. «Vamos, reconoce el motivo principal por el que estás tan jodido», se dijo. Sabía que este pensamiento iba a estar rondando por su cabeza hasta que tuviera las agallas de asumirlo y afrontarlo. Era cierto que no podía entender cómo una mujer con tantos valores como Erin podía sentirse atraída por una sabandija que tenía una amante en cada ciudad a la que viajaba, pero la razón principal de que se hubiera despellejado los nudillos en el saco de boxeo era otra.
Jesse estaba jodido porque él no había sido capaz de intimar físicamente con una mujer en esas semanas. Lo habría hecho de haber querido, oportunidades no le faltaron, pero sabía que acostarse con una mujer cuando en la cabeza tenía a otra le haría sentir patético y estúpido.
Debería haberlo hecho, de todas formas ya se sentía así desde hacía semanas.
Jesse dejó a un lado la sierra eléctrica cuando el supletorio del teléfono sonó desde la estantería de las herramientas donde lo había dejado. Solo dos personas le llamaban al fijo, Maddie y su madre. Jesse se limpió las manos polvorientas en los pantalones y agarró el teléfono. El número de la casa de sus padres aparecía en la pantallita naranja. Lo encendió y se lo llevó a la oreja.
—¿Qué hay de nuevo?
Jesse había hablado con Maddie el día anterior, para comunicarles tanto a ella como a su madre las buenas noticias que le había transmitido su abogada.
—El fontanero ya ha arreglado las tuberías del baño de la planta baja y las del sótano. Mamá y yo nos hemos dado una paliza para limpiarlo todo. Por cierto, ¿por qué almacenas tantos trastos en el sótano? Si nos dieras carta blanca podríamos tirar unos cuantos.
—Pues no tenéis mi permiso. Seguramente esos trastos sirvan para algo. Cuando vaya por allí yo mismo me ocuparé de revisarlo todo —le contestó—. Gracias por mantener la casa en pie mientras estoy fuera.
Maddie sonrió al otro lado de la línea.
—¿Cuándo volvéis?
Jesse apoyó el trasero en el banco de madera y cruzó los tobillos. Ya estaba bien de dar evasivas y de prolongar la comedia.
—¿Mamá está por ahí?
—Sí, está tejiendo más bufandas. Septiembre se aproxima y es el mes más fuerte del mercadillo de los domingos.
—Pon el altavoz del teléfono y ve donde mamá. Quiero deciros algo y no me apetece repetirlo dos veces.
—¿Sucede algo?
—Hazme caso.
—De acuerdo, ya voy.
Maddie apretó el altavoz y Jesse escuchó que le explicaba a su madre lo que él acababa de comunicarle.
—¿Estás bien, cariño? —le preguntó Gertrude.
—Sí, estoy bien, pero tengo que contaros algo que probablemente no os va a gustar a ninguna de las dos. En breve iré a veros, pero iré solo. Erin no va a venir conmigo en esta ocasión ni en ninguna otra. Ya no estamos juntos.
Jesse esperó las réplicas, pero durante unos segundos el silencio fue sepulcral.
Cuando contestó, su madre empleó un tono afilado y acusador que no le gustó ni un pelo.
—¿Qué has hecho?
—Gracias por el voto de confianza, madre —contestó con sequedad—. Nadie ha hecho nada, simplemente nos hemos dado cuenta de que no somos compatibles y de que es mejor que cada uno siga su camino.
—Pero si era perfecta para ti y tú para ella. —La voz de Gertrude se volvió plañidera y Jesse apretó los labios—. ¿Cómo es posible que lo hayáis dejado tres semanas después? Los dos estabais tan enamorados...
—No exageres, madre. Solo nos conocíamos desde hacía tres meses.
—Pamplinas —repuso Gertrude—. Te conozco, Jesse James, entre otras razones porque te he parido, y sé muy bien que desde que te hicieron daño controlas tus emociones todo el tiempo y no dejas que nadie acceda a tu interior. Pero lo que tú no sabes es que los sentimientos se te leen en los ojos. —Jesse bufó al otro lado de la línea pero su madre hizo caso omiso y prosiguió con su discurso—. Yo he visto lo que sientes por Erin y también he visto lo que ella siente por ti, y no vas a convencerme de que eso no era amor. Y ahora dime, ¿qué incompatibilidades puedes tener con una chica tan encantadora?
«Si tú supieras.»
—¿Por qué te empeñas en echarme a mí la culpa de todo? —inquirió indignado—. ¿No se te ha ocurrido pensar que sea ella la que no quiere seguir conmigo?
—No —contestó tajante.
Jesse volvió a bufar.
—Mamá, creo que Jesse tiene razón, deberíamos otorgarle un voto de confianza —intervino Maddie—. Las parejas se rompen por miles de motivos, seguro que la de ambos ha sido una decisión mutua y tomada desde la madurez.
—Espero que no tenga nada que ver con el tema del matrimonio —prosiguió Gertrude, a quién le costaba conformarse con la vaga argumentación de su hija—. ¿Se trata de eso, Jesse? ¿Ella quería casarse y tú no?
Aquello era de locos. Surrealista. No tenía ningún sentido. Jesse miró su saco de boxeo y deseó volver a emprenderla a golpes con él. La media hora que se había pasado aporreándolo hasta que casi le sangraron los nudillos no había servido de nada.
—No, no se trata del jod... —tomó aire y rectificó—... del matrimonio. Madre, por muchas razones que te diera creo que ninguna te satisfaría, así que es mejor que cerremos este asunto. Como ha dicho Maddie, somos adultos y esta decisión solo nos compete a nosotros dos. Fin del tema. Siento las malas noticias, pero ahora tengo que dejaros.
—¡Espera! —Maddie se apoderó del teléfono, desconectó el altavoz y se fue a la cocina para tener algo de intimidad—. No le hagas caso a mamá, está dolida porque le encantó Erin, pero en realidad eres tú quien le preocupa.
—Ya lo sé. Pero ahora no tengo paciencia para debatir ciertos temas con ella.
—¿Tú estás bien?
—Sí. No es para tanto, ¿sabes?
—Vale.
Lo cual equivalía a decir «Vale, lo que tú digas». Jesse volvió a mirar el saco de boxeo.
—Estoy trabajando en el barco y quiero aprovechar la luz natural. —Jesse se pasó una mano por el pelo y caminó hacia la estantería—. Te llamo en unos días.
Cortó la comunicación y volvió a dejar el teléfono junto a las herramientas. Cuando se dio la vuelta, Erin Mathews estaba junto a la puerta del garaje.
Jesse Gardner no la recibió con una mirada de bienvenida, pero tampoco le dijo que se marchara. Su porte expresaba cautela, y en su semblante todavía había marcas de la decepción que ella había visto por la mañana. El dio un par de pasos hacia su mesa de carpintero, se detuvo y cruzó los brazos sobre su pecho musculoso. Aguardó a que ella moviera ficha.
Ella entró en el garaje. El nerviosismo que sentía era latente en cada uno de los pasos que la llevaron hacia él, pero no se detuvo hasta que llegó a su altura. Erin apoyó la mano en la mesa y pasó los dedos distraídamente sobre su superficie. Había preparado un discurso, unas cuantas palabras para romper el hielo, pero cuando lo miró a los ojos y sostuvo su mirada se olvidó de todo. Lo amaba, y ese sentimiento no era algo que acabara de descubrir. Lo sabía con claridad desde hacía tiempo, y ya estaba cansada de convencerse de lo contrario.
—¿Qué estás haciendo aquí, Erin?
Erin dio un paso vacilante hacia delante, si extendía la mano podía tocarlo. El esfuerzo físico le había hecho sudar la camiseta de color verde militar que llevaba puesta. Algunos mechones de su cabello estaban adheridos a la frente húmeda, y hacía unos cuantos días que no se afeitaba. Erin descendió los ojos por su cuerpo, familiarizándose de nuevo con cada detalle añorado y deseado, y ese aspecto suyo descuidado la puso a cien. Jesse parecía un contenedor de testosterona a punto de derramarse y ella, más que hablar, deseaba tocarlo. Era así como necesitaba comunicarse con él en ese preciso momento.
«Hazlo. No lo pienses.»
Sus dedos trémulos tocaron los abdominales, que se endurecieron por el cosquilleo agradable de la caricia, y probablemente también por la sorpresa. La camiseta estaba húmeda y su piel muy caliente, y Erin trazó un círculo hipnótico antes de atreverse a buscar su mirada. La expresión de Jesse había cambiado y Erin se sintió animada. Dio otro paso más, sus zapatos chocaron con la punta de sus botas, y el corazón le retumbó en los oídos. Metió los dedos bajo su camiseta y tocó su piel suave y resbaladiza, las yemas se cargaron de electricidad y los nervios la propagaron por todo su cuerpo.
Erin se dejó llevar por aquella dulce osadía y se puso de puntillas para rozar sus labios con los suyos. El leve contacto la hizo estremecer de los pies a la cabeza. Le besó la mandíbula y desplazó la mejilla por la superficie rasposa de la de él. Su respiración se aceleró, pero también la de Jesse.
—Te deseo, Jesse —le susurró contra los labios.
El recorrió sus rasgos bonitos y armónicos con la mirada, deseando acatar lo que le pedía sin hacer preguntas. Pero había algo que se lo impedía.
—¿Qué hay de él? ¿Qué relación te une al hijo de Parrish? —Su voz sonó áspera.
—Ninguna. Cuando nos viste esta mañana estaba tratando de decirle que tengo a otro hombre en la cabeza.
Jesse no necesitó más explicaciones.
El beso estuvo cargado de pasión desde el instante en que sus bocas entraron en contacto. Las lenguas se unieron, ansiosas e impacientes, y las manos tantearon con urgencia el cuerpo del contrario. La combustión entre los dos fue inmediata y Erin tomó la iniciativa. Se separó de Jesse entre jadeos y tiró de su camiseta hacia arriba. El se la quitó por los hombros y la arrojó al suelo, y ella le lamió los pezones, que estaban salados.
—Deja que primero me dé una ducha. —Enterró los dedos en sus cabellos sedosos. Se había puesto duro como una piedra y su voz ya sonaba excitada,
—Me gustas así. Te quiero así. —Le desabrochó el botón y le bajó la cremallera de los vaqueros. Luego volvió a lanzarse a su boca mientras su mano se internaba en sus pantalones.
—La puerta del garaje está abierta, puede vernos cualquiera que pase por la calle. —Apretó los dientes. Ella se había apropiado de su erección y la sangre le estaba abandonando el cerebro. Era un milagro que le quedara un poco de sentido común después de tres largas semanas de abstinencia sexual—. Voy a cerrarla.
Jesse aprovechó para lavarse las manos en una pileta que había al fondo del garaje y, un interminable segundo después, la falda blanca y el top rojo de Erin fueron a parar al suelo junto con su camiseta. Ella llevaba un conjunto de lencería blanco muy erótico, que en otra ocasión Jesse habría sabido admirar. Ahora se limitó a soltar el cierre de su sujetador, porque estaba infinitamente más interesado en lo que había debajo. Le moldeó los pechos y ella arqueó la espalda cuando su boca se adueñó de ellos. Sus lamidas la condujeron al límite y, de repente, se vio sentada en su mesa de carpintero. Ninguno de los dos tenía paciencia para llegar a una cama.
—Te deseo, Jesse Gardner. Casi me he vuelto loca pensando en que no te tendría de nuevo.
Jesse se deshizo de la única prenda que a ella le quedaba en el cuerpo. Luego le abrió las piernas y acarició la húmeda y aterciopelada hendidura con los dedos. Erin gimió y se contrajo, recibiendo una nueva carga de besos fogosos. Los dedos la penetraron y ella profirió un gritito de gozo.
—¿Tú te has vuelto loca? —Los dedos se movieron y Erin apretó los músculos de la vagina—. Yo soy quien casi pierde el juicio pensando en que era ese tío el que te tenía en su cama todo este tiempo.
Jesse no se detuvo en deshacerse de sus vaqueros. Con un rápido envite, se hundió en lo más profundo de Erin y los dos se quedaron sin aliento.
La sujetó por las nalgas y ella se agarró a sus hombros. Después todo sucedió demasiado deprisa. Las penetraciones fueron enérgicas y vehementes, los besos fueron carnales y desenfrenados, los jadeos apresurados y ahogados. Ninguna fantasía sexual podía compararse a aquello. El orgasmo les llegó al unísono, violento y extraordinario, una intensa descarga de placer que les hizo temblar de la cabeza a los pies.
El sexo en la ducha también fue frenético. Entre las burbujas de jabón y el vapor del agua templada, exploraron de mil formas distintas las posibilidades que aquel angosto espacio ofrecía, que fueron muchas más de las que a simple vista parecía. Los dos acabaron extenuados, con la sensación de que sus cuerpos habían quedado por fin satisfechos tras aquella maratoniana sesión de sexo, pero solo fue un espejismo que se desvaneció muy poco tiempo después, cuando yacían en la cama. En esta ocasión los ritmos fueron más lentos y pausados, y los besos más cariñosos y sosegados. Se exploraron el uno al otro con detenimiento y sin prisas.
Erin volvió a disfrutar de esa nueva faceta suya que descubrió en Beaufort y que jamás pensó que ella poseyera. Entre los brazos de Jesse era una mujer completamente desinhibida. Nada la asustaba y a nada se oponía; a cada cosa que él le pedía, Erin se entregaba gustosa. Jesse también acogió con agrado las emociones que danzaban en sus ojos castaños y que hacían de aquel un acto que iba más allá del mero placer físico. Jesse no tenía por costumbre intimar dos veces con la misma mujer para evitar que surgieran ese tipo de miradas repletas de sentimiento, pero las de Erin le hicieron sentir que ya no podría seguir viviendo sin ellas. Esa revelación le llevó a besarla cálidamente por todo el rostro mientras la culminación del placer les envolvía los cuerpos.
Desfallecido y agotado, Jesse rodó a su lado de la cama y permaneció un buen rato saboreando la sensación de que flotaba en un remanso de aguas densas y tranquilas. Erin buscó su mano entre las sábanas y enlazó los dedos a los suyos. Fue el único movimiento que fue capaz de hacer durante los siguientes minutos.
A su debido momento, con los corazones ya tranquilos y los cuerpos satisfechos, Erin despertó del hipnótico trance y se acurrucó a su lado.
—¿Sabes lo que me gustaría hacer ahora mismo?
—Sorpréndeme.
—Me gustaría detener el reloj. Quisiera quedarme aquí contigo eternamente, haciendo el amor —le confesó, mientras sus dedos acariciaban el vello castaño que cubría su pecho—. No quiero regresar a la realidad.
—¿Esto no te parece lo suficientemente real?
—No te ofendas. No he querido decir eso.
—No tengo por qué saber lo que has querido decir. Hace tres semanas te despediste de mí y entendí que de forma definitiva. Y ahora estás de nuevo en mi cama. —Jesse le retiró los cabellos hacia atrás y observó su rostro. Estaba espléndida y preciosa, pero también mostraba indicios de que estaba preocupada—. Yo nunca pido explicaciones cuando me acuesto con una mujer y tampoco tengo por costumbre darlas. Pero creo que las cosas entre nosotros dos son algo más complejas.
Erin cogió aire y lo dejó escapar lentamente. Ir a casa de Jesse no había sido un acto impulsivo, sino que había sido la consecuencia de largas horas de reflexión. Ni estaba arrepentida de lo que había hecho ni de lo que estaba a punto de decir, así que, se incorporó ligeramente sobre la cama y lo miró a los ojos.
—Llenaste mi vida de color. Era gris antes de que aparecieras y volvió a serlo una vez desapareciste. No quiero continuar viviendo en penumbras. —Los ojos de Jesse estaban fijos en los suyos y la escuchaba con mucha atención—. Nuestra situación es complicada, sobre todo por mi parte. Si mi padre se entera de que estoy contigo no dudará en acabar conmigo, pero no me queda más remedio que correr ese riesgo porque, aunque lo he intentado, no consigo dejar de pensar en ti.
Jesse la miró con adoración y le acarició la mejilla.
—Ven aquí.
La atrajo hacia su cuerpo y la besó detenidamente en los labios. Luego la estrechó posesivamente entre sus brazos para mostrarle que él tampoco se la había sacado de la cabeza. Erin le rodeó la cintura y apoyó la cabeza sobre su pecho.
—¿Qué cosas hiciste para dejar de pensar en mí? ¿Coqueteaste con Neil Parrish? —Su voz estaba revestida de ironía, no quería dejar entrever los celos que había sentido cuando la encontró con él.
—Los dos coqueteamos —asintió. Jesse le apretó cariñosamente una nalga y ella dio un respingo—. Pero no me salía de manera espontánea y desistí —agregó sonriente—. Me centré en mis leyendas.
—Lo había olvidado por completo. ¿Qué tal tu investigación sobre la mansión Truscott? ¿Conseguiste alguna prueba?
—No. —Erin le contó lo de los fogonazos de luz que las cintas habían captado en la ventana de Mary—. Estaba casi convencida de que tenía mi primera prueba real sobre la existencia de espíritus. Pero los expertos que revisaron las cintas concluyeron que era un defecto de la grabación.
—Te lo volveré a preguntar y esta vez no quiero que me respondas con evasivas. ¿Por qué te interesa tanto este tema? ¿De dónde proviene ese incisivo afán tuyo por demostrar que las personas que fallecen pueden aparecerse ante nosotros?
Erin alzó la cabeza de su pecho y observó su rostro entre las sombras que ya se apoderaban de la habitación. El interés que Jesse demostraba era real. Sus líneas de expresión se habían acentuado mientras esperaba su respuesta. Sin embargo, Erin no estaba muy convencida de que su mente escéptica estuviera preparada para encajar su vivencia. Temía que le pareciera una tontería y que no entendiera la importancia que tenía para ella.
Solo había una manera de saberlo.
—Para que entiendas el alcance de mi experiencia es necesario que primero conozcas cómo fue mi infancia. —Erin apoyó la cabeza sobre la palma de la mano y comenzó por el principio—. Mi abuela paterna enviudó antes de que yo naciera, y como mi madre se había quedado embarazada, mi padre pensó que le vendría bien un poco de ayuda. Así que se mudó con nosotros y vivió en nuestra casa. Nada más dar a luz, los papeles se invirtieron y fue mi madre la que ayudó a la abuela con nuestra crianza. Carol nunca tuvo ningún instinto maternal, pero a la abuela le sobraba a raudales, y por eso fue ella quien se ocupó de que tanto Alice como yo tuviéramos una infancia maravillosa. Ava nos cuidaba cuando caíamos enfermas, nos llevaba cada tarde al parque para que jugáramos con nuestras amigas, nos acompañaba y recogía del colegio cada día, y nos leía un cuento por las noches. En definitiva, Ava desempeñaba el papel de Carol y nosotras la adorábamos. Lo era todo para Alice y para mí y la queríamos más que a nuestra propia madre. —Profundizar en aquello le llenó el corazón de amor hacia su abuela, de resentimiento hacia sus padres y de una profunda tristeza por el curso que tomaron los acontecimientos. Jesse pudo ver todo eso reflejado en su mirada—. Cuando cumplí once años los médicos le diagnosticaron una grave enfermedad que la mantuvo varios meses postrada en una cama hasta que murió. Fueron los peores meses de mi vida. —Su voz se apagó y su mirada se perdió. Jesse le recordó dónde estaba acariciándole suavemente el hombro y Erin prosiguió—: Una noche me desperté de una pesadilla terrible en la que soñé que la abuela Ava había fallecido. —Erin le explicó el miedo y la angustia que sintió, y en cómo quiso salir de la cama para comprobar que Ava se encontraba bien—. Pero cuando retiré las mantas me percaté de que la abuela se hallaba a mi lado. Estaba de pie junto a mi cama. —La describió tal y como ella la recordaba: la mirada apenada, la sonrisa tierna, la luminosidad que irradiaba de su cuerpo y la cualidad inmaterial del mismo—. Intenté tocarla pero mi mano la traspasó. —Erin se estremeció de los pies a la cabeza y a sus ojos asomó el brillo de las lágrimas. A Jesse le sobrecogieron sus palabras—. Ella me dijo que había venido a despedirse de mí, pero que siempre nos llevaría en el corazón tanto a mí como a mi hermana. —Las palabras que le dijo Ava las tenía grabadas a fuego en su memoria y se las repitió a Jesse de forma literal—. Entonces se desvaneció en el aire y yo... no recuerdo mucho más de lo que pasó después, creo que caí en una especie de trance o algo así. Ya no estaba asustada como cuando desperté de la pesadilla. Las palabras de la abuela me reconfortaron mucho y, en algún momento de la noche, volví a dormirme. Por la mañana, al levantarme de la cama, mis padres me dieron la triste noticia de que la abuela había fallecido de madrugada. —Jesse le secó una lágrima solitaria que hizo un surco húmedo en su mejilla—. Lo que sucedió aquella noche marcó un antes y un después en mi vida y, a partir de ese momento, me obsesioné con todo lo relacionado con apariciones de espíritus. —Erin enfocó la mirada en las pupilas de Jesse y le dijo con la voz serena—. Esa es la historia.
—¿Se lo contaste a tus padres?
—¿Para qué? No habrían escuchado ni una sola palabra y es posible que mi padre me hubiera castigado por inventarlo todo. Solo lo saben Alice y Bonnie, mi compañera de la revista. Y ahora también lo sabes tú.
Erin estaba muy pendiente de las reacciones de Jesse. Sabía que no creía en ningún tipo de fenómeno paranormal, pero no se tomó a broma su confidencia. La había escuchado con atención y había sentido su apoyo cuando los recuerdos le arrancaron las lágrimas. Ahora la miraba con una calidez que su corazón se volvió de mantequilla.
—¿Qué posibilidad existe de que no llegaras a despertar realmente de esa pesadilla y que la aparición de tu abuela formara parte del sueño?
Erin se había hecho esa pregunta muchas veces a lo largo de su vida, por eso no le sorprendió que Jesse se la planteara.
—Desde que desperté hasta que Ava apareció a mi lado, pasaron varios minutos. No estaba durmiendo y tampoco lo imaginé. Sucedió tal y como te lo he contado —dijo con total seguridad—. Me pasé los primeros años de universidad negando ese hecho; pensaba como tú, que había sido producto de mi mente que todavía estaba demasiado activa y ligada a la pesadilla. Entonces sucedió algo que hizo que me replanteara las cosas. Estaba en tercer curso de psicología cuando una tarde en la biblioteca, encontré un libro sobre la mesa donde solía estudiar y que alguien había dejado allí. Trataba sobre la percepción extrasensorial y, movida por la curiosidad, lo cogí para echarle un vistazo, pero ya no pude soltarlo en toda la tarde. A partir de ese día comencé a pasar largas horas en la biblioteca para documentarme. No puedes imaginarte la cantidad de testimonios que encontré y que guardaban con el mío un paralelismo asombroso. Entendí que yo no era la única que había tenido una experiencia similar y nunca jamás volví a tener dudas. A partir de ese momento me volqué de lleno en ello. —Erin hizo una pausa reflexiva y sus dedos juguetearon distraídos sobre el pecho de Jesse. Lo miró a los ojos y los dedos se desplazaron hacia la línea rasposa de su barbilla—. Entiendo que te cueste creerme, no es fácil digerir una historia así.
—No he dicho que no te crea. No tengo ninguna duda de que esa niña de once años vio realmente todo lo que has descrito. Pero a esa edad tu mente todavía era inmadura y además estabas asustada. Si tuvieras esa misma experiencia ahora, en la actualidad, creo que interpretarías las cosas de otra manera.
—Es posible —admitió—. Por eso mismo necesito volver a tenerla.
—Te entiendo. Tu reacción es comprensible. —Erin arqueó las cejas y Jesse sonrió—. ¿No esperabas de mí que fuera tan comprensivo?
—Te has burlado tanto con el tema de los fantasmas que no, no lo esperaba, sinceramente. La sonrisa de Jesse se expandió.
—Eso fue antes de que me cayeras bien. —La tomó de la barbilla y acercó sus labios a los suyos. Los besó con fruición. Luego le preguntó con la seriedad que el tema requería—: Después de que tu abuela muriera, ¿qué pasó con Alice y contigo?
—Nuestros padres nos internaron en colegios privados. Siempre decían que esas instituciones estaban más preparadas para convertirnos en mejores profesionales de cara al futuro aunque en realidad la razón principal por la que nos mantenían alejadas de casa era para que ambos pudieran ocuparse de sus asuntos con plena libertad y sin ataduras de ningún tipo. Regresábamos a casa los fines de semana, pero a mi padre apenas lo veíamos, porque solía estar encerrado en su despacho trabajando todo el tiempo. Mi madre también estaba muy ocupada alternando con sus amigas del club y acudiendo a sus numerosas actividades de ocio. Tampoco la veíamos mucho. —Aunque Erin empleó un tono neutro, había un trasfondo de amargura que ella no pudo disimular—. Al menos siempre nos tuvimos la una a la otra.
—Es cierto eso que dicen de que el dinero no da la felicidad.
—Depende de cuáles sean tus objetivos en la vida. A mis padres sí se la ha dado, pero yo habría cambiado todo el dinero del mundo por un poco del cariño que jamás me ofrecieron —le dijo, hablando desde la superación más que desde el dolor—. Estoy muerta de hambre. ¿Tienes algo comestible en el frigorífico?