CAPÍTULO 17
«Se sintió muy aliviada cuando Gertrude Gardner la recibió con una sonrisa espléndida. No conocía mucho a la mujer, pero por lo poco que la había tratado, sabía que tenía un carácter muy fuerte y que de haber sido informada por Maddie de que Jesse había salido del pueblo dejando a Erin en la estacada, Gertrude la habría recibido de otra forma. Detrás de la mujer se hallaba Maddie, que le hizo un gesto de complicidad. No sabía qué excusa se habría inventado para contentar a su madre, pero se lo agradeció con la mirada.
Hablaron de la fiesta en la isla Carrot mientras se dirigían a la cocina, que ya emitía el peculiar y sabroso olor de los guisos de Gertrude y, después, mientras Maddie y ella ponían la mesa, les contó que ya había recuperado su Jeep Patriot.
—Lo he dejado en el túnel de lavado, había unas manchas horribles en la tapicería. —Colocó los platos y retiró el jarrón con flores naturales que había en el centro de la mesa.
Maddie arrugó la nariz, presumiendo cuál podía ser el origen de esas manchas.
—¿Se lo has dejado a Joe Wyatt? —preguntó Maddie.
—No sé el apellido pero se llamaba Joe. Me lo recomendó Jesse.
—Entonces es él. —Hizo un gesto que Erin no supo cómo interpretar.
—Dijo que no había mancha que se le resistiera.
—Ni mujer que se le resista tampoco —intervino Gertrude, sin abandonar su lugar frente a la sartén en la que chisporroteaban los hushpuppies—. A mi Maddie le rompió el corazón hace unos años y desde entonces prefiere llevar manchas en la tapicería de su coche. Ella misma se encarga de lavarlo en el jardín.
—Mamá, eso no viene a cuento. Sucedió hace más de cinco años.
—Claro que viene a cuento. Te dejó tirada por otra mujer y desde entonces no has sido capaz de salir con ningún otro hombre. —Erin percibió que Gertrude se ponía tan seria como delataba su voz.
—El hecho de que no salga con hombres no tiene nada que ver con Joe Wyatt. Además, estoy segura de que esta conversación no le interesa a Erin lo más mínimo.
—¿Y por qué no va a interesarle? Erin es prácticamente de la familia. —Gertrude le dedicó una mirada afectuosa que la joven acogió con calidez, disimulando el espasmo que le agarrotaba el estómago.
Decidió intervenir para intentar cerrar el tema que incomodaba a Maddie visiblemente.
—Estoy segura de que después de cinco años, Maddie ha superado lo de Joe Wyatt. —Colocó los cubiertos como mandaba el protocolo.
—Por supuesto que sí. —Maddie matizó cada palabra—. Y tampoco estuve tan enamorada de él.
Gertrude retiró los hushpuppies del fuego y luego abrió el horno. El aroma a asado se expandió por la cocina. Olía delicioso.
—Ya sabes que yo solo quiero lo mejor para ti, cariño. Y, desde luego, lo mejor no era Joe Wyatt.
—Lo sé. —Maddie pasó por su lado de camino al frigorífico y besó a su madre en la mejilla—. Para mí tampoco lo era y por eso lo dejé. Porque te recuerdo que fui yo quien lo mandó a paseo. Erin, ¿qué quieres tomar para beber?
—Cualquier cosa que no sea licor de avellanas —bromeó.
Durante la comida no faltó tema de conversación. Las mujeres Gardner eran habladoras, aunque guardaban los turnos y escuchaban con atención al que tuviera la palabra. Trataron muchos temas, en particular se centraron en aspectos familiares de la vida de Erin. Ella no encontró ningún motivo para mentirles, así que le habló de sus padres, de su hermana Alice y de la relación que la unía a ellos. Lo único sobre lo que inventó datos fue sobre la empresa de su padre, a la que cambió el nombre y la actividad, transformándola en una empresa naviera. Apuntó en la agenda de su memoria recordarle a Jesse esto último, por si se daba la circunstancia de que Jesse hacía alguna alusión al respecto.
Gertrude Gardner se sintió muy contrariada mientras la escuchaba y más de una vez le acarició la mano por encima de la mesa, como necesitando ofrecerle un poco del cariño que nunca había tenido.
Como era de esperar, Gertrude sacó a colación el episodio en el que su hijo se vio envuelto como consecuencia de la denuncia que interpuso contra la empresa en la que trabajaba en Chicago. Erin le dijo que aunque había conocido a Jesse después de que todo eso sucediera, él la había puesto al corriente de todo. Para suavizar el semblante de la mujer, que se había tensado tras recordar dichos acontecimientos, Erin se vio obligada a decir que estaba de parte de Jesse y que lo apoyaba en todas las decisiones que tomara, fueran estas cuales fueran.
Luego recogieron la mesa y Maddie aprovechó la actividad para introducir en la conversación temas más alegres. Les contó anécdotas graciosas de los alumnos de su clase de historia de ese año que, según palabras textuales de Maddie, «son unos bichos malos pero encantadores», y Gertrude habló de las bufandas que tejía y que luego vendía en el mercadillo del pueblo. Pero, sin duda alguna, el momento favorito de Erin fue cuando se retiraron a la salita donde tomaban café, y Gertrude sacó del cajón de un escritorio un inmenso álbum de fotos que depositó sobre la mesita.
—Apuesto lo que sea a que Jesse nunca te ha enseñado fotografías de cuando era pequeño —comentó Gertrude, abriendo la tapa de color verde musgo.
Erin estuvo a punto de contestar que Jesse era muy descuidado con sus efectos personales y, sobre todo, con sus fotografías, que iba perdiendo por el jardín de su casa de Chicago. Pero fue prudente y no dijo nada.
Jesse Gardner había sido un niño muy guapo y un adolescente con un físico de gran potencial que ya revelaba claros signos del adulto atractivo e irresistible en el que se convertiría. A través de las instantáneas, que estaban ordenadas cronológicamente y que Gertrude embelleció con todo lujo de detalles, Erin se sintió más cercana a Jesse Gardner de lo que se había sentido hasta entonces. Incluso más que cuando la había besado la noche anterior. Sus sentimientos hacia él habían cambiado de forma radical en menos de cuarenta y ocho horas, y ya no lo veía como el hombre que había acusado gravemente a su padre de todo tipo de cosas horribles, sino como a alguien que le causaba fascinación. Y un apetito sexual fuera de lo común.
Un día más en Beaufort y todo habría terminado. Adiós a esa serie de emociones que iban y venían, y que eran tan intensas que se sentía confusa todo el día. Ya no podía recordar cuándo había sido la última vez que había pensado en Neil, y eso era bastante desconcertante.
Después de ver el álbum de fotografías, Gertrude comentó que se retiraba a la cocina para preparar una fuente de galletas de chocolate. Algo vio en los ojos de Erin que la animó a sugerirle que la acompañara y la joven no tardó ni dos segundos en levantarse del sofá. Después de probar su cocina, tenía una fe ciega en sus artes culinarias, y ella siempre había querido aprender a hacer galletas de chocolate. Tenía recetas que seguía religiosamente, pero algo debía de hacer mal a la hora de mezclar los ingredientes porque lo que sacaba del horno era un auténtico desastre. Ahora tenía la oportunidad de aprender de primera mano y no pensaba dejarla escapar.
—Yo subiré a mi cuarto, tengo exámenes finales que corregir —comentó Maddie—. Avisadme cuando estén preparadas —dijo con una sonrisa.
Erin ayudó a Gertrude a recopilar todos los ingredientes que fue dejando sobre la mesa de la cocina. Harina, azúcar, chocolate en polvo, huevos, un limón, mantequilla..., nada fuera de lo común, lo importante era mezclarlo todo en las proporciones precisas y en su justa medida. Por eso, para que no se le pasara nada por alto, Erin sacó una libretita de su bolso y lo fue apuntando todo con letra clara y con todo lujo de detalles.
Gertrude le preguntó si le gustaba la cocina en general o si solo la atraía la elaboración de postres, y Erin le contestó que aunque la repostería le gustaba especialmente, también tenía mucho interés en aprender, sobre todo, a hacer platos de cocina tradicional.
—Maddie tiene muchas recetas en su ordenador, le diré que te las envíe por ese medio que utilizáis para estar en contacto por Internet.
Erin sonrió.
—No olvide incluir la receta de los hushpuppies.
—Oh, a Jesse le harás un grato favor porque a él también le encantan. Le ilusionará muchísimo que aprendas a hacerlos.
La sonrisa de Erin se aflojó mientras abría el envase de la mantequilla. Se mantuvo en silencio y Gertrude también, pero le dio la sensación de que la madre de Jesse no estaba concentrada en su tarea, sino que estaba reflexionando su siguiente comentario. No se equivocó.
—Jesse lo pasó muy mal en su relación con June. —Espolvoreó un poco de harina sobre el molde de vidrio—. Sé que a él le divierte mucho su apariencia de chico malo y por eso le saca todo el partido que puede, pero no es más que una máscara que él se pone para que ninguna mujer vuelva a hacerle daño.
Gertrude le estaba lanzando una advertencia implícita y Erin creyó que la situación era muy injusta. Se sentía un poco acorralada, sin saber muy bien hacia dónde tirar. Cualquier cosa que dijera tendría consecuencias negativas una vez regresaran a Chicago y Jesse hiciera pública su ruptura. El tenía razón: debería haberse mantenido alejada de Gertrude Gardner para evitar este tipo de situaciones.
—Yo jamás le haría daño intencionadamente. —Fue todo cuanto se le ocurrió decir.
—Por supuesto. Tú también has pasado lo tuyo, cariño. —Sonrió—. Me gustas mucho para mi hijo. —Le apretó el brazo suavemente—. Y ahora vamos a preparar la mejor fuente de galletas de chocolate que hayas probado en tu vida.
Un rato después, Erin oyó el característico sonido quejumbroso que emitía el motor del sedán. Jesse estaba de vuelta. Se puso tensa de forma inmediata y la sonrisa perenne que Gertrude le arrancaba de los labios con su amena conversación se evaporó como por arte de magia. Las manos se le quedaron inmóviles sobre la fuente ya lista para introducir en el horno, mientras el ruido del motor se aproximaba hacia la entrada principal.
Echó un vistazo al reloj que había colgado en la pared de la cocina. Eran las cinco de la tarde. Se le había ido el santo al cielo y había apurado demasiado el tiempo, cuando su intención era marcharse a casa de Jesse antes de que él apareciera en la de sus padres.
Ya no había nada que hacer, excusa que utilizar o lugar al que escapar, así que se limitó a respirar hondo, a volver a sonreír a Gertrude, y a introducir la fuente de galletas en el horno.
El motor se silenció y, a continuación, se oyó el golpe de la portezuela al cerrarse. El corazón de Erin se aceleró un poco cuando al captar los pasos de Jesse acercándose a la cocina. Le parecieron ominosos, aunque no tanto como la mirada que le dedicó una vez su cuerpo apareció por el hueco de la puerta y asimiló lo que estaba sucediendo en la casa de su madre. A Jesse no le gustó lo que vio, ni pizca, y eso se manifestó en la forma en que sus ojos barrieron la cocina hasta detenerse en los suyos, que lo miraron con humildad y cierta resignación, como si la hubieran pillado con las manos en la masa, nunca mejor dicho.
—Jesse, cariño. —Gertrude se limpió las manos en un paño y acudió junto a su hijo, al que besó en la mejilla—. ¿Qué tal todo por Raleigh? Es una pena que Erin no haya podido ir contigo porque es una ciudad muy bonita, pero ha hecho algo todavía mejor que salir de turismo. —Miró a Erin y le dedicó un gesto de complicidad—. Ha aprendido a hacer galletas de chocolate. Tus favoritas.
Jesse alzó la mirada hasta cruzarla con la de Erin, que aguardaba al fondo de la cocina, junto al horno. Él se obligó a sonreír ante las palabras de su madre pero, sin duda, la sonrisa no le llegó a los ojos, que destilaban una dureza que heló la sangre de Erin.
—Eso es estupendo —dijo con el tono suave y contenido, la mandíbula rígida y los puños cerrados. Después hizo lo que tenía que hacer, se acercó a Erin y le dio un beso frío y muy poco amistoso en la frente, presagio de la discusión que se avecinaba—. Nos marchamos, recoge tus cosas.
—¿Que os marcháis? —intercedió su madre—. ¿A qué viene tanta prisa?
—Tenemos cosas que hacer.
—¿Y no pueden esperar unos minutos? Nos hemos pasado la tarde entera cocinando y Erin no va a marcharse a ningún sitio hasta que las galletas estén listas. Prácticamente las ha hecho ella.
Jesse contó hasta tres y apretó los dientes. No podía salirse con la suya sin ponerse en evidencia frente a su madre, así que optó por contener la furia que le corroía las entrañas y concederle a Erin esos malditos minutos.
—¿Dónde está Maddie? —le preguntó a su madre sin apartar los ojos de Erin.
—Arriba en su cuarto, corrigiendo unos exámenes.
Jesse abandonó la cocina en tres zancadas, pero las malas vibraciones que exudaba su cuerpo se quedaron allí, viciando el aire agradablemente oloroso y volviéndolo más denso e irrespirable. A Erin se le puso un nudo en la boca del estómago, nunca le había visto esa mirada asesina, ni siquiera cuando él la reconoció en el embarcadero del lago Michigan el día en que su bote se hundió, ni cuando invadió su garaje para hacerle aquella endemoniada oferta y él respondió con tanta indignación.
—Creo que Jesse no ha tenido un buen día en Raleigh —comentó Gertrude a sus espaldas. —Eso parece. —Y sonrió sin ganas. —Se le pasará en cuanto pruebe las galletas. «Lo dudo mucho.»
A Jesse se le aglutinaron en el cerebro las palabras que con tantas ganas iba a espetarle a Erin mientras subía por la escalera hacia la segunda planta. Farfulló entre dientes y se le escapó alguna maldición que otra. Le había repetido hasta la saciedad que se mantuviera apartada de su madre y ¿qué es lo que había hecho ella? Pasarse con Gertrude toda la tarde metida en la cocina preparando esas jodidas galletitas de chocolate que, eso sí, estaban deliciosas. Se detuvo en el último escalón, respiró hondo y luego soltó el aire lentamente para expulsar un poco de esa carga negativa antes de ver a Maddie. No podía presentarse en su cuarto en ese estado de crispación, quería preservarlo todo para estampárselo en la cara a Erin Mathews.
Llamó a la puerta y Maddie le dijo que pasara. Su dormitorio era sumamente femenino, decorado en tonos pastel y con varias estanterías repletas de peluches. El tocador que había a los pies de la cama estaba poblado de una densa colección de frasquitos de perfumes en miniatura que Maddie había ido recopilando desde que era niña. Por eso su cuarto siempre emitía aquel olor tan embriagador y perfumado. Bajo la ventana estaba su mesa de escritorio con un ordenador portátil y una estantería anexada en la que ya no había ni un solo hueco para colocar un volumen más. Muchos eran libros de trabajo y otros eran novelas de varios géneros y autores. Maddie era una ávida lectora.
Cuando uno entraba allí le invadía una extraña sensación de paz, muy oportuna en aquellos momentos en los que sentía ganas de estrangular a esa testaruda mujer con sus propias manos. Pero lo más irritante de todo, aparte de encontrarla junto a su madre, es que tenía tantas ganas de estrangularla como de besarla. Exactamente las mismas.
Maddie se hallaba sentada frente a la mesa de su escritorio y de espaldas a la puerta. Dejó de teclear en su portátil en cuanto Jesse puso un pie en el interior de su cuarto y luego minimizó algún documento o página web que tenía abierto. A él le pareció que estaba chateando con alguien, aunque no le dio tiempo a averiguar más. En alguna ocasión Maddie le había mencionado que conocía a gente a través de Internet con la que a veces conversaba, sobre todo cuando se sentía sola. Desde luego, no se hallaba corrigiendo exámenes como le había dicho su madre.
Maddie se quitó las gafas que utilizaba para leer y las dejó sobre la mesa al tiempo que se volvía hacia Jesse.
—¿Y esa cara de pocos amigos? —Fue lo primero que le dijo—. ¿Las cosas no han ido bien por Raleigh?
—No tiene nada que ver con Raleigh. Pero no me apetece hablar de ello. ¿Puedo? —Señaló una silla que había en un rincón y Maddie asintió. Jesse tomó asiento y señaló el ordenador con la cabeza—. ¿Qué hacías?
—Conversaba con un amigo —dijo con despreocupación.
—¿Qué clase de amigo? ¿El causante de que tengas esa sonrisa de oreja a oreja?
Maddie se llevó las puntas de los dedos a los labios.
—No estoy sonriendo.
—Claro que sí, y te brillan los ojos. —Jesse sonrió un poco ante el azoramiento de su hermana—. ¿Te has echado novio por Internet y no nos has dicho nada? Chica mala.
—No seas idiota. Claro que no tengo novio, y menos todavía por Internet.
—Será porque no quieres.
Jesse no lograba entender cómo era que Maddie todavía continuaba sola. Para él era la mujer perfecta, la que cualquier hombre sensato escogería como compañera en la vida. Era guapa sin ser llamativa, era inteligente y trabajadora. Era dulce y amable, y también sacaba su carácter cuando había que sacarlo. Era sencillamente maravillosa y sería una buena madre en el futuro, no había más que ver el cariño y la paciencia con la que trataba a sus alumnos.
—No es tan fácil. Además, no necesito un hombre en mi vida para sentirme realizada.
Maddie siempre repetía lo mismo, esa frase formaba ya parte de un discurso más que de una realidad. Jesse conocía a su hermana y sabía que necesitaba el amor en su vida aunque no quisiera reconocerlo.
Maddie bajó la tapa del portátil, se colocó frente a Jesse y cruzó las piernas.
—Hoy la has cagado bien. —Jesse arqueó las cejas como si no supiera de lo que le estaba hablando—. ¿Por qué te has largado sin decirnos que Erin se quedaba aquí? La llamé esta mañana y me quedé muy sorprendida cuando me dijo que estaba haciendo la compra para comer sola.
Jesse bajó las cejas y encogió los hombros.
—Erin es una mujer muy independiente, no nos imponemos cosas el uno al otro y menos a la familia.
—Yo no lo veo como una imposición y estoy segura de que ella tampoco. Está disfrutando de cada momento que pasa con mamá en la cocina. Ni siquiera le preguntaste si quería acompañarnos. ¿Eres consciente de lo mucho que se hubiera enfadado mamá si se llega a enterar de la verdad?
Jesse no había pensado en ello, pero prefería ver a su madre enfadada que permitir que se fraguaran sentimientos entre las dos.
—¿Qué le has dicho?
—Que me llamaste esta mañana temprano para decirme que Erin comería con nosotras —le dijo con el ceño fruncido, destacando así sus bonitos ojos azules malhumorados—. Sé que siempre has pasado mucho del protocolo, pero a veces es necesario seguirlo, sobre todo para no disgustar a mamá.
—A mí tampoco me gusta ver a mamá enfadada, pero tampoco pasa absolutamente nada si se disgusta. Tienes que dejar de preocuparte por eso y de medir cada actuación tuya en base a lo que mamá dirá o pensará. —Relajó la expresión—. Pasas demasiadas horas encerrada aquí o en el colegio. Necesitas salir más, vivir un poco tu vida y hacer nuevas amistades. —Eso también se lo había dicho muchas veces, cada vez que ella le visitaba, y seguiría haciéndolo hasta que siguiera sus consejos—. Sabes bien qué mamá estaría encantada.
Los rasgos de Maddie formaron un gesto cercano a la resignación.
—Soy consciente de que no tengo demasiada vida social y no creas que no me esfuerzo para que eso cambie. Pero tampoco quiero que creas que soy una amargada —insistió con voz dulce—. Soy feliz con lo que tengo aunque no sea mucho.
Jesse la miró en silencio y tuvo ganas de abrazarla. No porque ella lo necesitara, sino porque él lo necesitaba. No podía ni recordar cuándo había sido la última vez que abrazó a alguien en quien confiara ciegamente. El corazón se le había endurecido tanto que solo acertó a levantarse y a besar a su hermana en la cabeza. Luego alzó su hermoso rostro hacia él y le acarició las mejillas con los pulgares. Los dos sonrieron con la complicidad que siempre los había unido.
—June me pidió anoche que nos viéramos —le soltó a bocajarro. Sus manos soltaron la cabeza de Maddie y ella lo miró con el semblante serio—. Quiere hablar conmigo, imagino de qué. Me espera a las siete en el embarcadero.
—¿Vas a ir?
—Sí —contestó sin dudar—. Debo hacerlo. No pienso seguir huyendo de nada ni de nadie.
Ojalá Maddie pudiera haber dicho algo para disuadirlo. Como sabía que sus decisiones solían ser inamovibles, se abstuvo de intentarlo.
—¿Lo sabe Erin?
—A Erin no le importará. Ella tiene mucha confianza en sí misma y sabe que no debe sentirse amenazada.
—Permíteme que lo dude. Anoche, cuando desapareciste con June, a Erin se la comieron los celos. —Maddie tuvo la sensación de que le había descubierto algo que era completamente nuevo para él—. Por favor, dime que no se te ha pasado por la cabeza ni por un solo instante volver con ella.
—Por dios, Maddie, claro que no voy a volver con June. —Le indignó que su hermana lo hubiera pensado siquiera—. Tan solo voy a escuchar lo que tenga que decir y después daré carpetazo definitivo a esta historia.
—Creía que ya se lo habías dado.
Él tardó demasiado en contestar y su silencio todavía inquietó a Maddie un poco más. Jesse decidió ser sincero consigo mismo.
—Si así fuera, no me habría pasado los últimos cinco años sin poner un solo pie en Beaufort. —Jesse se dirigió hacia la puerta y se detuvo un momento, con la mano sobre la manivela—. ¿Erin celosa? —Miró a Maddie por encima del hombro.
—Muchísimo —contestó ella.
A Jesse se le formó una sonrisa perezosa en los labios y luego abandonó el cuarto de su hermana.
Apoyó una mano en la espalda de Erin y la obligó a cruzar el jardín de la casa de sus padres a paso rápido. Las galletas de chocolate, con las que Gertrude había rellenado un bote metálico con la palabra COOKIES estampada en el frente y que ahora sujetaba contra el pecho, chocaron unas con otras en aquella huida hacia el Sedán.
—Antes de que te pongas como un energúmeno necesito que me lleves al túnel de lavado para recoger mi coche.
—Estás a punto de descubrir un nuevo significado de la palabra energúmeno. Y te aseguro que no te va a gustar. —Sus palabras sonaron como dardos arrojadizos.
—Yo no he provocado esta situación, de manera que será mejor que....
—No digas ni una puñetera palabra más mientras conduzco. Podríamos tener un accidente. —Jesse abrió la portezuela del coche y la empujó hacia el asiento del copiloto. Luego rodeó el coche y se puso tras el volante, las manos rígidas sobre este y sobre la palanca de cambios.
Erin obedeció y mantuvo los labios sellados mientras Jesse conducía por las calles de Beaufort a una velocidad superior a la permitida. En el túnel de lavado su coche ya estaba listo e impoluto. No había ni rastro de las sospechosas manchas con las que Neil el mendigo había marcado su tapicería, por lo que le agradeció a Joey su impecable trabajo dejándole una sustanciosa propina.
Después condujo su propio coche y circuló detrás del viejo Sedán de regreso a la casa de Jesse. Él estacionó en el lugar donde solía hacerlo, junto al linde del bosque, y se apeó del sedán dando un sonoro portazo que hizo dar un pequeño respingo a Erin, que aparcó detrás de él. Las manos le sudaban cuando abandonó el Jeep, pero estaba dispuesta y preparada para tener aquel desagradable enfrentamiento con Jesse.
—¿Qué parte de la frase «No intimes con Gertrude Gardner» es la que no has entendido? —bramó.
Jesse la arrinconó contra el coche. Las manos apoyadas en las caderas y el cuerpo inclinado ligeramente hacia delante. Aunque sus ojos intensamente azules tenían una mirada fulminante, Erin no se amedrentó ni retrocedió un solo milímetro.
—Acabo de decirte que yo no he propiciado esta situación.
—Me da igual quién lo haya hecho. Es tu responsabilidad mantenerte alejada de mi familia, creía que ya lo habíamos hablado y que te había quedado lo suficientemente claro —dijo furioso—. ¿Qué es lo que intentas conseguir con tu actitud? ¿A qué viene esa estupidez de las galletas de chocolate? ¿Lo haces para cabrearme?
Erin era una mujer muy tolerante, eran gajes de su oficio, pero su cupo de contención con Jesse Gardner estaba rebasando el límite y a punto de estallar.
—¿Para cabrearte? ¿Te crees que eres el centro del universo? —Apretó las manos en sendos puños y las uñas se le clavaron en la piel de las palmas—. Si tanto te importa lo que pueda afectar mi presencia a tu madre, debiste quedarte aquí en lugar de largarte y dejarme a mí todo el trabajo.
—¿De qué trabajo me hablas? Lo único que tenías que hacer era mantenerte en tu sitio y rechazar la invitación. Tú y yo hicimos un trato. ¡Yo estoy cumpliendo con mi parte, pero tú no estás cumpliendo con la tuya!
—Intento hacerlo lo mejor que puedo, pero si te parece que no me esfuerzo lo suficiente, entonces deberíamos romper el trato aquí y ahora mismo. ¡Estoy harta de ti y de fingir ser quien no soy!
—¿Romper el trato? ¿Ahora que has conseguido todo lo que venías a buscar pretendes dejarme colgado y hacerme quedar como un imbécil delante de todo el jodido pueblo?
—Si continúas presionándome, sin duda lo haré —le espetó, con la barbilla alzada y los ojos desafiantes.
Jesse estaba lívido de rabia. El fuego azul que desprendían sus ojos se acentuó al igual que la dura línea de su mandíbula. Hasta la respiración se le había acelerado. Se miraron unos segundos sin despegar los labios, en una lucha de poderes en la que ninguno ganaba gran cosa. Jesse se dio la vuelta y soltó una maldición tras otra. Se pasó una mano distraída por el pelo y Erin le oyó respirar profundamente. Cuando se volvió, la tranquilidad que aparentó era engañosa.
—La culpa es mía —reconoció—. Me he equivocado al escogerte. Estaba convencido de que te odiarían y de que respirarían aliviadas cuando les dijera que habíamos roto. —La miró de arriba abajo con cierto desdén—. ¿Quién eres en realidad? Creo que estás representando un puñetero papel y que no eres tal y como te muestras.
—No pienso volver a justificarme ante ti.
Jesse la agarró por los brazos y la alzó para encararla más de cerca. Ella trató de desasirse, pero solo sirvió para que él la sujetara con más fuerza. Erin lo miró sin pestañear, ocultando el temor que le sobrevino ante su desproporcionada actitud. No le tenía miedo, pero había algo en su mirada que no había visto antes. Había rabia, furia, dolor y un montón de emociones intensas y abrumadoras.
—¿Qué es lo que sabes? Te juro por mi vida que vas a decírmelo todo aquí y ahora o me encargaré de que tú también te pudras en el maldito infierno.
—¿De qué me hablas?
—No te hagas la inocente. Lo sabes perfectamente.
Erin sintió que se le subía el corazón a la garganta. Así que se trataba de eso.
—Ya te dije que yo no estoy al corriente de los negocios de mi padre.
—Tú sabes tan bien como yo que tu padre utiliza los aviones de la compañía para el tráfico de drogas. —Le clavó los dedos en los brazos y ella emitió un gemido. Jesse aflojó el apretón pero no disminuyó su tenacidad—. Atrévete a negarlo e iré a por ti. Te juro que te machacaré y cuando haya terminado contigo, no encontrarás ni un empleo de limpiadora a no ser que te mudes de país.
Erin vio todo su odio y el estómago se le encogió.
—Suéltame ahora mismo o me pondré a gritar —le exigió, dejándole bien claro que lo haría si no la obedecía. Jesse la soltó, pero no retrocedió. Había destapado la caja de los truenos y ya era demasiado tarde para volverla a cerrar—. No solo me atrevo a negar en tu cara mi implicación en cualquier asunto ilegal, sino que también niego que mi padre sea un traficante de drogas. No sé qué interés te mueve para querer hundir a mi familia y el prestigio de la compañía pero...
—¡La verdad! Eso es lo que me mueve. Vi la droga con mis propios ojos. —Se señaló la cara incendiada por la rabia y luego se quedó con lo primero que había dicho Erin, que era lo que más le interesaba escuchar en esos momentos—. Ocupas un puesto directivo y de responsabilidad, programas las rutas de los pilotos y además eres hija del presidente de la compañía, así que no trates de convencerme de que desconoces el tinglado que tenéis montado porque no te creo.
—¡Pues es la verdad! —gritó Erin, desesperada.
—¡Mientes! —Golpeó el capó del coche con la palma de la mano y Erin se sobresaltó. Jesse sintió su cuerpo tembloroso contra el suyo y tenía los ojos brillantes, pero todavía no había acabado—. No creo ni una palabra de lo que dices, pero tus mentiras tarde o temprano verán la luz, yo mismo me encargaré de ello. —La forzó un poco más, sospechando que estaba a punto de ceder a la presión.
—¡Adelante, indaga todo lo que quieras! Pero te aseguro que no vas a sacar ninguna mentira a la luz porque no hay nada que sacar. Si yo tuviera conocimiento de que los aviones se utilizan para el tráfico de drogas, ¡sería la primera en denunciarlo! —La rabia y la frustración que Erin sentía anegó sus ojos de lágrimas. Su rostro se encendió y su pecho se agitó por la calurosa discusión—. Y ahora apártate de mi camino y sal fuera de mi vista si no quieres que sea yo quien te demande por difamarme.
Las lágrimas desbordaron sus ojos y recorrieron sus mejillas enrojecidas. Erin quiso salir corriendo, pero las piernas le temblaban por los nervios y no llegó a dar ni dos pasos cuando Jesse la rodeó por la cintura y la estrechó contra su cuerpo.
—¡Suéltame inmediatamente! —Erin forcejeó, pero Jesse volvió a hacer uso de su superioridad física para retenerla a su lado.
—Casi no he pegado ojo en toda la noche porque necesitaba asegurarme de que había besado a una mujer que no estaba implicada en toda esa mierda. Me sentía como si hubiera traicionado mis propios principios o hubiera perdido el sentido común. —Jesse acarició un mechón de su espesa melena ondulada, pero Erin rechazó su caricia y volvió el rostro—. Nos conocemos desde hace muy poco tiempo, pero en estos días me he ido convenciendo progresivamente de tu inocencia. Pero no era suficiente, todavía albergaba dudas y tenía que arrancármelas de encima como fuera antes de que... volviera a repetirse lo de anoche. Tal vez este no haya sido el mejor método para llegar a la verdad, pero no se me ocurría otro y tampoco me arrepiento de haberlo utilizado. —Erin se había quedado paralizada contra su cuerpo, rígida como una estatua. Indignada. Pero Jesse podía sentir sus latidos apresurados, síntoma de que lo que le estaba diciendo le estaba calando de una u otra manera—. Te creo. Confío en ti y te pido disculpas por el daño que pueda haberte hecho.
Erin se mordió el labio inferior y, por fin, se atrevió a mirarle a los ojos. Donde antes había una rabia desmesurada ahora había ternura. Sus rasgos duros se habían relajado hasta formar una expresión amable y serena. Pero el daño estaba hecho, y no se curaba con una simple disculpa.
—Tú tienes tus principios y yo tengo los míos. Lo de anoche no se repetirá porque no soportaría besar a un hombre que se atreve a acusarme de algo tan... grave, injurioso y repugnante.
—Ya te había acusado de eso con anterioridad y, sin embargo, anoche te dio lo mismo.
—Tampoco a ti te importó. Y no intentes a echarle la culpa a la bebida porque sabías muy bien lo que hacías.
—Eso nos conduce a un hecho bastante evidente.
Jesse secó las lágrimas calientes de sus mejillas y Erin volvió a removerse para tratar de escapar, pero él no se lo permitió. Descendió la cabeza y buscó su boca. Sus labios estaban empapados por las lágrimas y él los acarició con la lengua y borró el rastro salado en ellos. Erin presionó con los puños cerrados contra su pecho, pero estaba encerrada en una especie de fortaleza de piedra de la que era imposible escapar. Jesse ladeó la cabeza, su boca se acopló sobre la suya y una mano le acarició la espalda mientras la otra la sujetaba por la parte posterior de la cabeza. Sus labios eran cálidos y exigentes y se movieron sobre los suyos pidiéndole que colaborara, y Erin no encontró la voluntad suficiente para oponerse. Le dejó entrar y su boca masculina devoró la suya con un beso áspero y apasionado que les arrebató la razón y los despojó de todos los prejuicios.
Se besaron hasta que la sangre hirvió, hasta que los corazones se desbocaron y los pulmones se quedaron sin aire. Jesse se separó jadeante y duro, y Erin estaba sofocada y mareada por la intensidad de su deseo. Si él no estuviera sujetándola, se habría caído al suelo.
—Te dije que volvería a suceder. —Jesse tragó saliva y ordenó los cabellos de Erin alrededor de su rostro. Luego la besó en los labios, donde se detuvo un instante—. ¿Cómo te encuentras?
¿Que cómo se encontraba? Erin se sentía fatal. Lo odiaba por el mal rato que le había hecho pasar y, al mismo tiempo, lo deseaba con toda sus fuerzas. Nunca sus sentimientos por alguien la habían empujado al borde del abismo.
—Estoy bien —dijo aclarándose la garganta—. Ahora tengo que... que marcharme a la mansión. —Se había quedado sin defensas, era toda vulnerabilidad y por eso necesitaba huir de su lado.
Jesse aflojó el abrazo y Erin se soltó. No se cayó al suelo, pero sus articulaciones parecían de gelatina. Probó a ver si la sujetaban y lentamente emprendió el camino hacia la casa. Su mente estaba muy lejos de allí, se había quedado atrapada en un lugar que le producía una inevitable angustia. Como una autómata, subió las escaleras hacia su cuarto y se encerró en él.
Jesse echó un vistazo a la esfera del reloj. Eran algo más de las siete y June ya debía de estar esperándole en el embarcadero. No le apetecía lo más mínimo encontrarse con ella; su mente estaba con Erin, recreando una y otra vez las sensaciones que le provocaban sus besos y el alivio de creer en su inocencia. Ya no había ningún plan de venganza, ya no tenía que utilizar a Erin Mathews para destruir a su padre. Y se alegraba de ello.
Tomó el camino flanqueado de robles que se abría hacia la puesta de sol y hacia las aguas del estrecho, que centellaban como pequeñas lucecitas incandescentes. Era curioso. Antes de llegar a Beaufort parecía que June era el mayor de sus problemas y, sin embargo, ahora era el que menos le preocupaba. Tenía las ideas más claras que nunca.