CAPÍTULO 01

Un búho ululó y a Erin Mathews se le puso el vello de punta. Retrocedió unos pasos y alzó el rostro hacia las copas de los árboles. Las ramas de una conífera se movieron recortadas contra la luna menguante y entonces lo vio. Era enorme y la observaba con paciencia y tranquilidad, como si esperara el momento oportuno para echársele encima. Erin nunca antes había visto un búho salvo en televisión, pero sabía lo suficiente sobre ellos como para tener la certeza de que no atacaban a las personas. Soltó el aire lentamente por la boca y se abrazó un momento, dándose un tiempo para recuperar la entereza. Pensó que el bosque nocturno no le produciría miedo, pero se había equivocado.

Volvió a mirar a los increíbles ojos amarillos y redondos del búho y el pulso recuperó su ritmo usual. Junto al ulular del animal, se escuchaba un conglomerado de ruidos sibilantes como telón de fondo. El bosque de coníferas era un hervidero de criaturas nocturnas que abandonaban sus guaridas para disfrutar de la noche, pero Erin no estaba disfrutando tanto como había supuesto. La asustaban las serpientes, los roedores y toda clase de bichos que no fueran perros y gatos. Y si no podía verlos porque se deslizaban a oscuras, el miedo se convertía en pánico. Estaba segura de que si alguna de esas alimañas la rozaba, se pondría a chillar.

Nadie entendería que sintiera pavor hacia unos bichos inofensivos y que, por el contrario, estuviera emocionada ante la perspectiva de encontrarse con el fantasma de Susan Weis. Como investigadora de fenómenos paranormales a tiempo parcial, Erin sentía una absoluta fascinación por las ciencias ocultas y su máxima ambición en la vida era conseguir pruebas sólidas que las leyes físicas no pudieran rebatir. De momento, no había hallado ninguna aunque, lejos de desanimarse, su interés y su implicación se hacían más fuertes. Erin necesitaba creer que había algo más allá de lo que los ojos podían ver o las manos podían tocar.

Enfocó a su alrededor con el potente haz de luz de su linterna y tomó asiento en la superficie de una roca en la que crecía el musgo. Hacía una hora que deambulaba por el bosque, siguiendo el camino repleto de pistas que había dejado durante el día. Como temía perderse y no tenía ni idea de cómo funcionaba una brújula, por la mañana había atado cintas rojas en las ramas más bajas de los árboles para que, cuando regresara por la noche, la guiaran hacia el lugar exacto donde los oriundos de Chesterton decían haber visto al fantasma de Susan Weis.

El viento fresco que soplaba del lago Michigan emitió susurros entre los troncos de los árboles y la hizo estremecer de frío. Llevaba una chaqueta verde impermeable porque mayo era un mes lluvioso en esa zona, pero no conseguía mantener el calor. Erin se cruzó de brazos y aguardó a oscuras y en completo silencio.

Nada más llegar por la mañana, Erin reservó una habitación en un motel de Chesterton y se dedicó a hacer preguntas a los habitantes del pueblo. El proceso siempre seguía el mismo patrón: buscaba información en Internet o en la biblioteca municipal, y cuando tenía suficientes datos recopilados, hacía la maleta y se trasladaba al lugar de los hechos para pasar el fin de semana.

El búho volvió a ulular y Erin alzó la vista hasta que sus ojos volvieron a encontrarse con los siniestros y redondos ojos del animal. Se había movido ligeramente sobre las ramas, y el claro que estas formaban sobre su cuerpo mostraba su silueta oscura esculpida sobre la superficie de la luna.

—Apuesto a que esta es la primera vez que pasas la noche junto a una pirada como yo —comentó Erin de buen humor.

Era sábado por la noche y, en lugar de salir a tomar unas copas con sus amigos, allí estaba ella, sola en un bosque de coníferas de un pequeño pueblecito de Indiana situado a orillas del lago Michigan. Bueno, en realidad no estaba sola: se hallaba en compañía de un búho y de una decena de animales sin identificar. Doscientos kilómetros de carretera la separaban de su hogar en Chicago, pero se sentía feliz. Había invertido tres semanas de trabajo en la leyenda de Susan Weis, y por fin estaba en el lugar de los hechos.

Como casi toda leyenda urbana, no existían pruebas de que hubiera sucedido realmente. Por ello, cuando se dedicó a indagar entre la población de Chesterton, se encontró con todo tipo de respuestas y reacciones. Algunos le cerraron la puerta en las narices y otros le ofrecieron versiones tan diferentes que no parecía que estuvieran hablando de la misma historia.

Por la tarde, después de colocar las cintas rojas en las ramas de los árboles para no desorientarse cuando llegara la noche, Erin se encerró en la mugrienta habitación de su motel e hizo una recopilación de todos los datos que disponía.

Era el 16 de mayo de 1972 cuando Susan Weis, una joven de Chesterton que celebraba su decimoséptimo cumpleaños, se reunió con unos amigos en el bosque con el objetivo de invocar a los difuntos. Pero algo fue mal aquella noche y el cadáver de Susan fue encontrado por la policía a la mañana siguiente, flotando sobre las aguas del lago. Cuando se interrogó a sus amigos, todos dieron la misma versión de los hechos: algo como surgido de la nada agarró a Susan y se la llevó consigo en dirección al lago Michigan. Las explicaciones de sus amigos fueron imprecisas porque el bosque estaba muy oscuro y nadie pudo ver lo que sucedió realmente.

Se decía que, desde entonces, cada 16 de mayo, el espectro de Susan Weis regresaba al bosque para llevarse consigo a cualquiera que anduviera fortuitamente por allí, y le daba la misma muerte injusta que había tenido ella.

La verdad es que no era la mejor historia que Erin hubiera escuchado. Habían descrito a la joven envuelta en raso blanco, con el cabello negro cayendo hacia la cintura y la tez tan pálida como el reflejo de la luna. Y además flotaba, no tenía pies y se podía ver a través de ella. Vamos, la típica idea que todo el mundo tenía en la cabeza sobre el supuesto aspecto de un fantasma. Pero aunque esas burdas descripciones que había recolectado en su incursión en el pueblo restaban credibilidad a la historia, Erin se sintió lo suficientemente intrigada como para dedicarle su tiempo.

Y allí estaba ella, desafiando al más allá de nuevo y deseando con todas sus fuerzas que Susan apareciera ante sus ojos, aunque se arriesgaba a que el espectro le tendiera la mano y la arrastrara hacia el lago, sin duda le arrebataría la vida mediante sus poderes sobrenaturales. Sonrió para sus adentros.

Erin recostó la cabeza sobre la dura corteza de un árbol y puso las manos entre las rodillas. Era medianoche, y tenía pensado permanecer allí sentada hasta que despuntara el alba. Estaba segura de que el miedo a los animalillos del bosque sería el mejor antídoto contra el sueño por las largas horas de espera.

El equipo que llevaba consigo ya estaba colocado y funcionando. Un par de cámaras de vídeo, estratégicamente ocultas entre las ramas de los árboles, se encargaban de grabar el escenario en su modalidad de visión nocturna, y había dejado una grabadora sobre la superficie lisa de una roca para captar sonidos que con frecuencia escapaban a la percepción del oído humano.

El búho alzó el vuelo y voló hacia la rama de un árbol vecino. Ahora estaba más cerca y su gran tamaño le resultó intimidante. Se fijó en que tenía las plumas tan negras como la noche. No le quitaba el ojo de encima. La observaba tan fijamente que ni siquiera parpadeaba, pero Erin terminó por acostumbrarse a su presencia.

Sobre las dos de la madrugada los párpados comenzaron a pesarle y, como no quería quedarse dormida, se levantó para estirar los músculos. Tenía el trasero dolorido y las piernas agarrotadas. Erin encendió la linterna y comprobó que las cámaras de vídeo seguían haciendo su trabajo. En casa tenía un estudio con un equipo de última generación que se encargaría de mostrar posibles imágenes que las cámaras hubieran registrado. La cinta de la grabadora continuaba girando desde la roca donde la había dejado.

Erin apagó la linterna y cruzó los brazos para protegerse de una ráfaga de aire que penetró bajo el impermeable haciéndola tiritar de frío. Su amigo el búho se había marchado en algún momento de la noche y las criaturas del bosque estaban ahora más calmadas. Erin alzó la barbilla y observó las ramas más altas de los árboles que formaban una pantalla sobre su cabeza.

La luna menguante trataba de filtrar su luz a través de las ramas, pero las coníferas eran frondosas y Erin estaba prácticamente a oscuras.

—Susan Weis, ¿puedes oírme? —La voz le tembló un poco a causa del frío más que de una posible respuesta—. Manifiéstate. Demuéstrame que no formas parte de una leyenda absurda. —Se movió sobre sus talones y, lentamente, describió un círculo de trescientos sesenta grados—. Vamos, vengo de lejos y no quiero marcharme a casa con las manos vacías. Mucha gente dice haberte visto. Yo quiero verte.

Evidentemente no hubo respuesta, y Erin volvió a tomar asiento sobre la base de la roca. Decidió que cerraría los ojos durante unos segundos, para aliviar el peso que sentía en los párpados, pero cuando los abrió ya había amanecido. Los rayos de luz matinal se filtraban entre las tupidas hojas verdes y disolvían la oscuridad de su alrededor. Erin dio un respingo y se puso de malhumor por haberse quedado dormida.

Al ponerse en pie descubrió que le dolía cada músculo del cuerpo. El frío, la humedad y la postura rígida los había entumecido. Se frotó los ojos y después hizo unos estiramientos. Mataría por una taza de café para dispersar la neblina que le invadía el cerebro, pero tendría que esperar hasta llegar al pueblo.

Mientras recogía el equipo y lo guardaba en su mochila, el desaliento ante otro infructuoso intento por establecer contacto con el más allá anidó en su interior, pero ningún revés ni investigación frustrada conseguiría hacer disminuir su empeño. Erin se cargó la mochila a la espalda y emprendió el camino de regreso a su todoterreno. Siguió el sendero que marcaban las cintas rojas y las fue desatando de los árboles. El coche estaba aparcado junto a la carretera, a un kilómetro del lugar donde había pasado la noche.

Ya al atardecer, cuando conducía de regreso a Chicago por la autopista que discurría paralela al lago Michigan, a Erin la animó pensar en todo el material recopilado. Disponía de las entrevistas que había hecho a los habitantes del pueblo y de una buena colección de fotografías que incluían Chesterton, la casa abandonada donde residió Susan Weis, y varias tomas del bosque y el lago, lodo ello sin contar con las horas de grabación y filmación que aguardaban en su mochila. Le esperaba una semana emocionante.

Nada más llegar a casa, conectó la cámara de fotos al ordenador para descargar las fotografías y, mientras se despojaba de los vaqueros y la camiseta, la bañera se fue llenando de agua caliente. Erin roció el agua con sales de baño con olor a melocotón y vertió un buen chorro de su gel de ducha favorito. Después se recogió el pelo en lo alto de la cabeza con una goma. El agua estaba demasiado caliente, pero le vendría bien después de pasar una noche en el bosque.

Poco después de sumergirse en la fragante espuma, el teléfono fijo sonó desde el salón y saltó el contestador automático. Erin aguzó el oído, pero cuando escuchó la voz de su padre volvió a cerrar los ojos y apoyó la cabeza en el borde de la bañera. Wayne Mathews le preguntaba sobre su fin de semana en Ontario, pues Erin le había dicho que se marchaba con una amiga para visitar las cataratas del Niágara. Curvó los labios y se le formó una sonrisa perezosa. Si su padre llegaba a descubrir a qué se dedicaba su hija cuando se desprendía de las serias ropas que utilizaba en el trabajo, le daría un infarto. Por supuesto, no pensaba decírselo. Nadie en realidad estaba al corriente de que escribía para Enigmas y leyendas salvo los compañeros que colaboraban en la revista y su hermana Alice.

Cuando salió del baño, se puso ropa cómoda y le devolvió a su padre la llamada antes de que se le ocurriera presentarse en su casa. Erin había visitado varias veces Ontario, por lo que no tuvo que inventar ningún dato sobre lo fabulosas que eran las cataratas del Niágara. Después rebobinó la cinta del contestador para escuchar el resto de los mensajes mientras se preparaba algo ligero para cenar. Entre ruido de platos y cubiertos, oyó la melodiosa voz de Bonnie Stuart preguntando sobre sus andaduras por Indiana. Bonnie era una colaboradora de la revista y una buena amiga. Además de eso era su cómplice, su coartada perfecta cada vez que salía de la ciudad para llevar a cabo una investigación.

Hablaron por teléfono mientras se comía el plato de pasta con salsa de setas y después telefoneó a Alice. Tras pasar ocho largos años al frente de la delegación de Mathews & Parrish en Londres, su hermana Alice había regresado a Chicago hacía quince días y todavía estaban poniéndose al corriente de sus vidas. Siempre habían mantenido un contacto regular, como mínimo hablaban una vez por semana y siempre se veían en Navidad, pero nunca había sido suficiente. Erin todavía estaba furiosa con su padre por haber enviado a Alice tan lejos, y los motivos por los que lo hizo todavía eran más deleznables.

Vio la televisión un rato, pero la programación era tan aburrida que enseguida se adormeció. Erin tenía la intención de trasnochar para visualizar las cintas de vídeo que había grabado en el bosque, pero estaba rendida y, en su estado, no sabría diferenciar a un fantasma del tronco de un árbol. Con los ojos entornados y la mente embotada por el sueño, Erin hizo un rápido cambio de planes y se marchó a la cama. En cuanto se deslizó entre las sábanas limpias y apoyó la cabeza sobre la almohada, cayó en las garras de un sueño profundo.

Nada más amanecer, Erin siguió el ritual de todos los días. Escogió un traje chaqueta de color verde esmeralda y se hizo un recogido formal en el pelo. Cada vez que se miraba al espejo antes de salir al trabajo, no podía sentirse más lejana de la imagen seria y distante que proyectaba. Wayne Mathews seguía una rígida política empresarial, que incluía la forma de vestir de sus empleados. Así, tanto hombres como mujeres debían ir con trajes a medida y los zapatos impolutos. Su padre era excesivamente estricto y conservador y no permitía que nadie se saltara esa norma. En una ocasión despidió a un empleado por acudir a trabajar en vaqueros. Dio igual que Erin le dijera que los vaqueros le sentaban de miedo.

Erin rehuía cualquier tipo de enfrentamiento con su padre desde hacía mucho tiempo, pues las disputas verbales no la conducían más que a callejones sin salida. Mathews & Parrish era su territorio y él era el rey, al igual que lo era en su casa salvo que, afortunadamente, Erin ya no vivía bajo el mismo techo de su padre desde hacía muchos años.

Ya en la calle, Erin hizo un alto en el camino para comprar un bollo recién hecho en su panadería favorita. Normalmente desayunaba en el despacho, pero en los últimos días acudía a Grant Park, junto al lago Michigan, para dar un paseo mientras se comía el bollo junto al zumo de naranja natural que se preparaba en casa.

Mayo suponía para muchos el comienzo de actividades al aire libre, y el lago estaba ya repleto de barcos, veleros, lanchas motoras y pequeñas embarcaciones con remos. Pero no era la fascinante panorámica del lago surcado de barquitos lo que Erin iba a buscar allí todas las mañanas. Había descubierto que Neil Parrish solía correr por Grant Park a las siete y media de la mañana, y que las ropas de deporte le sentaban todavía mejor que los trajes.

Erin dio un sorbo a su zumo de naranja y mordió un trozo de bollo. El azúcar se le quedó adherido al labio superior y se lo lamió mientras observaba disimuladamente a todo aquel que se aproximaba corriendo y se cruzaba con ella. Pensó en qué le diría si se lo encontraba; esperaba no quedarse atascada como la última vez. Cuando se cruzaba con él en las oficinas no se mostraba tan torpe porque siempre había alguna cuestión relativa al trabajo para entablar conversación, pero fuera de los muros de Mathews & Parrish la mente se le quedaba en blanco.

El viernes le había dicho que hacía una buena mañana para correr, y a Erin empezaba a preocuparle su falta de elocuencia con Neil Parrish.

Mientras paseaba y se terminaba el desayuno, procuró encontrar algo inteligente que decirle, algo que le robara la respiración, que lo dejara profundamente fascinado por sus encantos y le hiciera desear acercar posiciones.

Desde que conocía a Neil Parrish, hacía por lo menos la friolera de quince años, nunca se había dado la situación de que ambos estuvieran emocionalmente libres. Unas veces era Neil quien tenía pareja y otras veces era ella quien salía con alguien, aunque era más común lo primero que lo segundo. Luego él se marchó con Alice para ocuparse de la sede de Mathews & Parrish en Londres y las esperanzas de Erin se truncaron de raíz. Neil siempre le había gustado mucho —bueno, muchísimo— y Erin fantaseaba con la idea de que, algún día, ambos tuvieran una feliz historia de amor de las que duraban toda la vida. Y ahora, tras quince años de contratiempos y de recorrer caminos diferentes, por fin las circunstancias eran favorables. Erin no salía con nadie y Neil era un hombre divorciado desde hacía unos meses. Parecía que la situación era perfecta, salvo por un pequeño inconveniente: Erin no tenía ni idea de cómo desprenderse de la imagen que Neil tenía de ella para que comenzara a considerarla como una posible pareja.

«Será mejor que espabiles antes de que aparezca alguna otra y te lo robe delante de las narices», se dijo.

Neil surgió de entre un grupo de patinadores y a Erin se le aceleró el pulso.

Con un brusco y rápido movimiento, Erin soltó el envase vacío sobre una papelera que tenía a su alcance y se frotó las manos para hacer desaparecer el azúcar que tenía adherido a los dedos. No tenía tiempo para echarse un vistazo en su espejo de mano pero, discretamente, se pasó la yema de un dedo por el contorno de los labios para comprobar que todo estaba perfecto. Neil avanzaba imponente, destacando entre la gente que le rodeaba a paso rápido y firme. Con la edad, los rasgos inmaduros que la enamoraron en la juventud se habían vuelto más atractivos y seductores. Su cuerpo también se había ensanchado y era un placer admirarlo bajo las ropas de deporte.

Erin se embelesó unos segundos, pero recuperó el control en cuanto Neil advirtió su presencia. Cuadró los hombros y cerró la mano alrededor de la correa del bolso, y él esbozó una sonrisa y disminuyó el ritmo de sus zancadas. Erin se obligó a mirarle a los ojos ante el empeño de estos por descender y admirar otras partes de él igual de atractivas. Se dijo que no actuaría con torpeza, pero conforme lo miraba las respuestas involuntarias de su cuerpo hicieron acto de presencia y los nervios la asaltaron.

—Buenos días, Erin. —Neil se detuvo ante ella. Su respiración era agitada y su pecho subía y bajaba bajo la camiseta Manca—. Sabía que en cuanto lo probaras, te aficionarías a pasear por Grant Park antes de acudir a la oficina.

—Sí, es relajante. —Sonrió a medias, su mente trabajaba a miles de revoluciones por minuto para decir algo interesante que lo retuviera a su lado—. Y hace un día estupendo.

«¿Pero qué acabas de decir? No puedo creer que hayas vuelto a mencionar el tiempo. Idiota.»

—El viento sopla con demasiada fuerza —la contradijo—. ¿Pero qué le vamos a hacer? Esto es Chicago —añadió con una sonrisa.

A Erin se le evaporó la sonrisa. No solo había hecho un comentario manido, sino también absurdo porque hacía demasiado viento. Para cuando quiso arreglarlo, Neil se adelantó y le dijo que debía seguir corriendo antes de que se le enfriaran los músculos. Erin asintió sin rechistar porque si hablaba se pondría roja de vergüenza.

—Nos vemos en la oficina.

Neil desplegó otra sonrisa cautivadora y se puso en marcha. Erin lo observó mientras se alejaba y la frustración le apretó las entrañas. Luego se desinfló poco a poco.

«Vamos, es pronto para rendirse. Solo hace dos semanas que está aquí.»

Dos semanas no eran nada cuando había esperado tantos años, y con ese pensamiento recuperó el humor. Lo vio desaparecer tras un grupo de mujeres que caminaban a buen ritmo y entonces tuvo una idea que le pareció brillante. Le propondría salir a correr con él. Erin no podía recordar los años que hacía que no corría, pero no era ningún disparate volver a ponerse en forma al tiempo que trataba de seducirlo. A Neil le gustaban las mujeres decididas y sin pelos en la lengua, por lo tanto, tendría que comportarse como tal si quería atraer su atención.

El grupo de mujeres la adelantó y Erin siguió su camino. Tenía la palma de la mano sudada sobre la correa del bolso y miró la esfera de su reloj de pulsera. Todavía era pronto para ir a la oficina, así que caminó hacia la orilla del lago y dejó que el aire puro y fresco le despejara la cabeza.

Las aguas del lago Michigan presentaban una variopinta mezcla de colores. Había ráfagas de azul oscuro al fondo, y el sol del amanecer le arrancaba a la superficie vetas doradas que brillaban y centellaban mecidas por el oleaje. Las embarcaciones levantaban espuma blanca que formaba trazos desordenados y de distinto grosor. Erin había crecido con el viento y no la incomodaba en absoluto. Le habría gustado deshacerse el peinado, estirar los brazos y dejar que el aire revolviera sus cabellos. En lugar de eso, anduvo hacia el embarcadero solitario y observó cómo el agua lamía las tablas de madera bajo sus caros zapatos de tacón. Su mirada vagó hacia un lado y otro del bello paisaje basta que se detuvo en la pequeña barquito de remos que se estaba hundiendo en el agua como si fuera un pesado pedazo de plomo.

La barquita cobijaba a un tripulante que estaba de espaldas a Erin, con las manos apoyadas en las caderas y los brazos en jarras. El hombre se pasó una mano por el pelo castaño y movió la cabeza en señal de rendición, como si esperara que aquello sucediera.

Erin se acercó con curiosidad hasta el final del embarcadero y se llevó la mano a la frente para hacer de visera. Unos veinte metros la separaban del bote de remos y de su ocupante, y una ráfaga de aire trajo a sus oídos las maldiciones que profería el hombre.

—¡Se está hundiendo! —exclamó Erin.

—¿De verdad? No me había dado cuenta —le contestó con sequedad, sin darse la vuelta.

—¿Quiere que vaya a llamar al guardacostas? El agua debe de estar congelada. Si me dice dónde encontrarlo puedo ir a buscarlo.

Él volvió a mover la cabeza, descartando su ofrecimiento.

—No se moleste. La barca se hundirá antes de que usted consiga llegar a la orilla.

Eso es lo que parecía y eso es lo que sucedió. Pero antes de que la pulida madera desapareciera bajo la superficie aguamarina, el hombre se quitó las botas, dio un salto acrobático y se lanzó de cabeza al lago.

Erin frunció el ceño y se estremeció al pensar en lo fría que debía de estar el agua. Se abrazó instintivamente mientras observaba al náufrago, que se acercaba velozmente al embarcadero braceando con fuerza, como si no le molestaran las ropas ni el frío que seguro sentía. Erin se preparó para socorrerle, aunque no sabía muy bien qué hacer.

Una rápida mirada a su alrededor le mostró la forma en que podía ayudar. La escalerilla confeccionada con gruesa cuerda de esparto yacía sobre las bastas tablas del embarcadero, y Erin se agachó para cogerla y arrojarla al agua. Después aguardó a que llegara.

Con la cabeza sumergida y las extremidades estiradas, él se deslizaba como una rápida anguila. Cada tres brazadas asomaba la cabeza para tomar aire, pero las salpicaduras que levantaban sus brazos no le dejaron verle la cara hasta que llegó al embarcadero. Erin se quedó sin habla cuando una mano grande y morena se aferró a las tablas y emergió a la superficie. Se impulsó con los brazos y subió con agilidad. Sus ropas empapadas formaron un charco sobre la madera y él se tomó un segundo para sacudirse el agua del pelo mientras volvía a blasfemar en voz baja.

El náufrago era Jesse Gardner.

Cuando la miró con sus penetrantes ojos azules Erin supo que la había reconocido de inmediato. Erin no había tenido mucho trato con él pero sí el suficiente para saber que Jesse Gardner era un hombre muy temperamental. De repente, que su barca se hubiera hundido y él estuviera calado hasta los huesos pareció perder interés para él y todo su malestar se concentró en ella. La taladró con la mirada como si pretendiera exterminarla y Erin se puso tensa como un arco.

—Joder, y yo que pensaba que el día no podía estropearse más.

Tanto sus ojos como su voz expresaron una profunda aversión que la hicieron sentir como si fuera poco menos que una vulgar asesina. Gardner le dio la espalda y emprendió el camino hacia el paseo con la firme intención de ignorarla, y aunque a Erin esa reacción le pareció hasta lógica teniendo en cuenta los antecedentes que los unían, un extraño impulso la llevó a seguir sus largas zancadas hasta que se puso a su altura.

Miró su tenso perfil cubierto de pequeñas gotitas de agua que también pendían de las puntas de su largo cabello. Tenía un atractivo descarado y una sexualidad arrolladora. Precisamente ese aspecto peligroso fue el que hizo suspirar a casi todas las trabajadoras de Mathews & Parrish mientras él trabajó para la compañía aérea. Erin solo lo había visto en dos ocasiones, el día que lo contrató y el que lo despidió, pero era esa clase de hombre al que no se olvida con facilidad.

—Debería cambiarse de ropa inmediatamente o cogerá una pulmonía —dijo con cautela.

—Cuando necesite un consejo, usted será la última persona a la que se lo pida.

Al menos le había dado una respuesta.

—¿Cómo es que se ha hundido su barca?

Jesse Gardner se paró en seco y la miró de frente, con los ojos entornados y encendidos de un furor tan latente que Erin estuvo a punto de retroceder un paso.

—¿De verdad piensa que puede entablar una conversación conmigo como si fuéramos colegas o algo parecido?

—No pretendo ser amiga suya, solo intento ser amable.

—¿Amable? —Gardner arqueó las cejas con sorpresa y luego se rió en su cara.

—La verdad es que no esperaba volver a encontrarme con usted. Chicago es una ciudad inmensa y...

—Al parecer, no lo suficiente —la interrumpió.

Gardner retomó el paso y Erin lo siguió.

—Suelo venir a pasear a Grant Park a estas horas. Es probable que volvamos a vernos aunque le desagrade.

—En ese caso gracias por la información. Trataré de cambiar mis horarios.

Erin suspiró lentamente.

—Aunque no me crea, quiero que sepa que espero que las cosas le estén yendo bien y que pronto consiga rehacer su vida.

—¿Me toma el pelo, señorita Mathews? —Pronunció su nombre con renuencia.

—No, se lo digo en serio. Ya sé que usted piensa que todos los que trabajamos en Mathews & Parrish somos unos delincuentes pero...

—No se equivoque. Hay gente honrada trabajando allí, pero usted en concreto no me lo parece.

—¿Por ser la hija del presidente de la compañía?

—Por eso y por consentir que la mierda siga oculta debajo de la alfombra —le contestó él con tono beligerante—. Y ahora apártese de mi camino.

Erin temió que la empujara al lago si no obedecía, y si la empujaba seguro que caería, porque él era el doble de grande que ella e iba armado con una buena proporción de músculos. Dejó que Gardner se marchara, dando grandes zancadas y corlando el viento con su cuerpo cargado de la rabia que ella le había provocado. Y Erin se quedó pensativa y desalentada.

A lo largo de los años, habían sido muchos los trabajadores y sobre iodo las empresas que se habían enfrentado a su padre interponiendo demandas de toda índole, unas veces con razón y otras sin ella, y Erin vivía despreocupada de los procesos judiciales porque para eso estaban los abogados de la empresa. Sin embargo, el que interpuso Jesse Gardner contra la compañía la afectó en particular y lo hizo por dos tazones en principio contradictorias. En primer lugar, por la dura acusación que Gardner había formulado contra la empresa y que ponía en tela de juicio el prestigio ganado a lo largo de muchos años de trabajo duro. Erin confiaba a ciegas en la integridad moral y profesional de su padre y sabía que no podían ser ciertas todas esas cosas tan terribles de las que intentaron acusarlo. Y, en segundo lugar, una parte de sí misma no podía evitar apiadarse de Jesse Gardner, pues la sentencia que el juez dictó en su contra lo dejó prácticamente en la calle.

Nadie habría entendido esa compasión hacia el hombre que había tratado de hundir a su padre, pero es que Erin nunca llegó a comprender las especulaciones que todos hacían respecto a Gardner. Se decía que buscaba el dinero fácil y que denunciando a la empresa conseguiría un despido mucho más sustancioso. Pero ¿qué hombre en su sano juicio se atrevería a enfrentarse a un litigio de tamañas dimensiones por unos pocos miles de dólares?

Desde luego, esa forma de proceder no le cuadraba con la imagen que se había forjado de él. No lo conocía mucho, pero en la entrevista que mantuvieron antes de ser contratado le pareció un hombre honrado, y eso mismo también quedó constatado en las referencias que Erin solicitó a las empresas en las que había trabajado previamente, y que fueron todas impecables.

No era asunto suyo y ni siquiera siguió el juicio de cerca, pero Erin seguía pensando que algo no cuadraba en aquella ecuación.