CAPÍTULO 08

Erin despertó de un sueño inquieto cuando todavía no había amanecido. La oscuridad se cernía a su alrededor y, bajo el denso aturdimiento del sueño, sus oídos captaron el sonido de la lluvia. Le gustaba escuchar el clamor que producía sobre las calles y el repiqueteo sobre los cristales de las ventanas y el tejado del edificio. Le gustaba desperezarse entre las sábanas cálidas y permanecer arrebujada y somnolienta mientras se hacía la hora de levantarse. Pero su cálido bienestar duró tan solo unos segundos, el tiempo que tardó en despejarse por completo y tomar conciencia de que le aguardaba un largo viaje. No le gustaba conducir trayectos largos cuando llovía, pero eso no era lo peor. El nudo de ansiedad que tenía en el estómago y que no toleraría más desayuno que un simple café se lo provocaba aquella comedia que se veía obligada a interpretar.

Se puso más nerviosa al pensarlo y Erin lanzó lejos las sábanas. Se puso en pie inmediatamente y corrió a la ducha. Todavía faltaba hora y media para encontrarse con él, pero no podía quedarse en la cama de brazos cruzados mientras era pasto de la ansiedad.

Cuarenta minutos después ya estaba lista y con las maletas preparadas en la entrada. No sabía qué hacer con el tiempo que le sobraba, así que se puso a barrer el suelo de la cocina y a sacudir las alfombras del salón. Apuró tanto el tiempo que cuando quiso darse cuenta eran las siete de la mañana, por lo que tuvo que acelerar de camino a Bronzeville. Llegó sin aliento pasadas las siete y cuarto, pero la carrera por llegar a la casa de Gardner fue completamente inútil, porque él no la estaba esperando en la puerta tal y como habían acordado. Su impuntualidad la puso de malhumor, aunque no se atrevería a echárselo en cara porque tampoco ella podía vanagloriarse de haber llegado a su hora.

Con una pequeña bolsa de viaje cargada al hombro, Gardner abandonó su casa cuando Erin tenía la palma de la mano apoyada contra el claxon de su coche. Un segundo más y se habría puesto a lanzar bocinazos sin importarle que pudiera despertar a los vecinos más dormilones. Pero Gardner parecía tener el don de la oportunidad y salió a su encuentro antes de que Erin pudiera desahogarse de alguna manera.

Ahora llovía a cántaros, pero Gardner no tenía ningún problema porque no se apresuró en ponerse a cubierto. Erin le hizo un gesto con la mano para que dejara su escaso equipaje en el maletero del coche. A través del espejo retrovisor interno, Erin le vio hacer una mueca nada más reparar en sus voluminosas maletas.

El tenía un aspecto fresco y atractivo a pesar de que había olvidado pasarse la cuchilla de afeitar por las mejillas y el peine por el pelo. Pero Gardner no opinaba lo mismo de ella a juzgar por su comentario malintencionado que hizo nada más subirse al coche.

—¿No has dormido bien esta noche? —Se sacudió las gotas de lluvia de su cazadora de piel.

Ella lo miró sin contestarle y movió la cabeza.

—Todavía no puedo creer que esté haciendo esto. —Arrancó el motor y puso en marcha el limpiaparabrisas—. Mi humor está tan negro como el día.

—Mejorará a medida que nos acerquemos al sur. —Gardner inspeccionó el interior del vehículo con rapidez y detuvo la mirada en el GPS que llevaba incorporado en el salpicadero. Le dio unos golpecitos con los dedos—. Nunca he viajado con un cacharro de estos, prefiero los mapas de carretera.

—Parece mentira que un piloto diga eso —comentó Erin.

—Bueno, soy un romántico y me gustan las cosas a la vieja usanza.

Erin arqueó las cejas pero no dijo nada. Se concentró en incorporarse a la circulación y en seguir las indicaciones de su GI'S2 para llegar a la primera entrada a la autopista.

—Tienes un buen coche, nunca te habría imaginado en posesión de un Jeep Patriot.

—Bueno, este es el coche que utilizo para mis escapadas fantasmagóricas —dijo con aire siniestro y burlón—. Por la ciudad me desplazo con mi Mercedes descapotable.

Jesse supo que bromeaba sin necesidad de mirarla a la cara.

—Creía que para esas escapadas utilizabas una escoba.

—He tenido que dejarla en el armario porque no permite llevar a más de un pasajero.

Erin se mordió los labios porque le afloró un golpe de risa. Gardner, por el contrario, no se reprimió y soltó una carcajada que agradó los oídos de Erin. Su timbre de voz, fuerte y masculino, tenía algo magnético. Eso se le había olvidado comentárselo a Alice.

Gardner se quitó la cazadora de piel y la arrojó al asiento trasero. Debajo llevaba un jersey de algodón fino, pero la calefacción estaba encendida y también se despojó de él, quedando en camiseta interior. No hacía frío, aunque sí aire y humedad a consecuencia de la lluvia, pero Erin estaba destemplada y tenía las manos frías y entumecidas. Supuso que se debía a la falta de sueño y a los nervios.

—¿Alguna vez has hecho este viaje en coche? —le preguntó Erin.

—No. Hace cinco años que no voy a Beaufort.

—¿Ah, no?

—No.

—¿Por qué no?

Jesse observó su perfil casi oculto entre los largos mechones de cabello castaño y reparó en que Erin Mathews era una mujer a la que le gustaba indagar en los asuntos personales de la gente. Claro, era psicóloga y cotilla por naturaleza, pero daba la casualidad de que a él no le gustaba dar explicaciones de ningún tipo, y menos todavía dárselas a ella.

—Eso es algo que no necesitas saber.

Erin accedió a la 190 y se incorporó al denso tráfico de los que abandonaban la ciudad para ir a trabajar a las afueras. La circulación era lenta y caótica como consecuencia de la fuerte lluvia que teñía de gris todo el paisaje que le alcanzaba la vista. El embotellamiento se disolvería en cuanto tomaran el primer desvío hacia Indiana, mientras tanto, las circunstancias los obligaban a circular a una marcha muy reducida.

—Cuando acepté hacer este viaje en coche no tenía ni idea de que tardaríamos más de diez horas en llegar a Beaufort. Si todo sale bien, no estaremos allí antes de las siete de esta tarde —dijo en tono crítico.

—No te preocupes por eso. Nos turnaremos cada dos o tres horas.

Erin suponía que podía cederle el volante de su coche con plena confianza. El era piloto de aviones y hasta podía manejar un barco. Seguro que también era un conductor excelente.

Durante los siguientes minutos guardaron silencio. Gardner se arrellanó en su asiento y cruzó los brazos sobre el pecho. Como a Erin le pareció que se había acomodado para dar una cabezada, apartó un momento la vista de la carretera para confirmarlo. Dispuesto o no a dormir, Gardner había cerrado los ojos y tenía la cabeza apoyada en el hueco que había entre el reposacabezas y la ventanilla.

Desde el preciso instante en el que Jesse Gardner atravesó la puerta de su despacho para realizar la entrevista de trabajo, él despertó en ella una curiosidad bastante atípica que todavía persistía y que no sabía cómo calificar. Quizá se debía a su modo de actuar y pensar, pues era un hombre bastante impredecible, y a Erin siempre le habían resultado muy atractivas las personas que destacaban del resto.

Sí, probablemente ahí es donde residía su principal magnetismo que, en su caso, se veía agravado por un físico bastante imponente.

Erin lo volvió a mirar y envidió su actitud despreocupada. Se comportaba como si se fuera de excursión al parque más cercano, cuando ella, por el contrario, estaba tensa como las cuerdas de un arpa.

El tránsito por la autopista fue tedioso durante la siguiente hora y Gardner no ayudó a que los minutos se sucedieran de forma más amena. Finalmente se había dormido, porque su respiración se volvió más pesada. Tenían todo el día para ponerse al corriente de sus vidas, a fin de planear la historia que contarían a la familia de Gardner sobre su supuesta relación sentimental, pero Erin ya mostraba síntomas de impaciencia por entablar esa conversación. No obstante, Gardner durmió la siguiente hora como un bebé, y despertó cuando Erin ya había tomado el desvío hacia Indiana y circulaba a una velocidad decente.

Cuando Jesse abrió los ojos todavía llovía con relativa fuerza. No sabía el tiempo que había pasado durmiendo, pero por la escasa luz ambiental calculó que todavía debía de ser temprano. El paisaje era anodino y muy llano por esa zona. Nada excepto hectáreas y más hectáreas de terreno verdísimo flanqueaban la autopista, bastante descongestionada de tráfico. Jesse estiró las largas piernas todo cuanto pudo y alzó los brazos, entrelazando las manos detrás de la nuca. Se había acostado tarde y se había despertado antes de que amaneciera, pero tenía la facilidad de dormir en cualquier sitio, y el coche de Erin era bastante cómodo.

Desvió la mirada hacia ella, que conducía abstraída en sus pensamientos.

—¿Estás cansada?

Ella también le miró, y descubrió que los ojos de Gardner adquirían una tonalidad diferente bajo el gris encapotado del cielo. El azul de su iris era más oscuro, como las agitadas aguas del océano.

—Todavía no, solo llevamos una hora de camino. —Volvió a fijar la vista en la carretera—. Deberíamos hablar sobre... lo nuestro.

No se le ocurrió otra manera de denominarlo.

—Tranquila, aún queda mucho día por delante. —Gardner se pasó las manos por el pelo y luego se sacó un plano de carretera del bolsillo trasero de los pantalones que extendió sobre sus piernas. Erin advirtió que había hecho unas marcas con un rotulador rojo—. Hay un área de servicio a unos quince kilómetros de aquí. Nos detendremos para tomar un café y para cambiar posiciones.

—No estoy cansada —insistió Erin.

—Te vendrá bien dar una cabezada. Tienes ojeras.

—¿Las tengo? —Erin se echó un rápido vistazo en el espejo retrovisor y las vio. Había dormido cinco horas muy poco tiempo teniendo en cuenta que solía dormir siete u ocho horas diarias—. De acuerdo.

Los quince kilómetros de los que Gardner hablaba se le hicieron interminables y le preguntó un par de veces si no se habría equivocado. Estaba más cansada de lo que deseaba admitir y necesitaba que Gardner tomara el relevo al volante. De repente, una señal horizontal apareció entre la densa capa de lluvia indicando que el área de servicio se encontraba a dos kilómetros de distancia, y Erin tomó el siguiente carril de deceleración para abandonar la autopista.

El autoservicio era una fea construcción de perfiles grises ¡unto a una gasolinera donde había unos cuantos vehículos repostando. Erin detuvo el suyo en el aparcamiento y echó a correr bajo la lluvia hacia el interior de la edificación mientras Gardner se lo tomaba con mayor parsimonia.

El suculento aroma a café y a bollos recién hechos inundaba el interior de la cafetería, pero Erin no tenía apetito; todavía tenía una sensación extraña asentada en su estómago que no parecía compatible con los bollos ni con cualquier otro alimento sólido, por bien que oliera.

Jesse entró detrás de ella sacudiéndose la lluvia de los brazos. La boca se le hizo agua y acudió junto a la barra, donde una camarera joven y rolliza servía unas tazas de café a la escasa clientela. Erin observó el rastro de agua que las botas de Gardner habían dejado sobre el suelo de linóleo a cuadros marrones y grises, y lo siguió hasta el área de la cafetería.

—¿Qué vas a tomar? —le preguntó él.

—Un zumo de naranja.

—¿Y de comer?

—Nada, no tengo hambre. Te espero en aquella mesa de allí.

Erin tomó asiento en una rudimentaria mesa de madera y se entretuvo en observar la caída de la lluvia a través del ventanal que tenía enfrente. La situación en la que se veía envuelta, aparte de causarle ansiedad y preocupación por el miedo que sentía a que su padre lo descubriera todo, también tenía una apariencia de total irrealidad, como si estuviera sumergida en las densas profundidades de un sueño del que no iba a despertar.

Gardner regresó a la mesa con su zumo de naranja, un bocadillo y un café, y Erin lo observó mientras repartía todo sobre la mesa. Él rezumaba energía y a Erin le habría gustado poder contagiarse un poco de su vitalidad. Tomó asiento frente a ella y con la cucharilla dio vueltas a su café sin apartar los ojos de los de Erin.

—¿Quieres probarlo?

Gardner señaló su humeante sándwich de beicon y queso con la cabeza, pero Erin hizo un gesto negativo y bebió un sorbo de su zumo de naranja.

—¿No comes mucho?

—Sí, normalmente tengo buen apetito.

—Pues espero que lo recuperes pronto, porque mi madre hace unos guisos muy abundantes y llena los platos hasta arriba. —Gardner apretó el sándwich con los dedos y le dio un enorme bocado en uno de los bordes. Comía como si tuviera un apetito voraz y Erin también quiso contagiarse de eso.

—Estupendo, regresaré a Chicago con tres kilos más.

Jesse no entendió su deje de protesta. Bajo su punto de vista, Erin tenía un cuerpo muy femenino, no era excesivamente voluptuosa pero tampoco estaba escuálida, tenía las curvas donde debía tenerlas. Pero no pensaba halagarla al respecto; si creía que estaba gorda dejaría que continuara pensándolo.

—¿Dónde nos alojaremos? —preguntó Erin.

Gardner se limpió las comisuras de los labios con una servilleta de papel y bebió de su taza de café.

—Tengo una casa de mi propiedad en los límites del pueblo, frente al estrecho de Pamlico.

—He visto fotografías por Internet y el enclave del pueblo es fascinante. Las marismas, las islas arenosas, los acantilados en la parte norte... —recitó evocando las fotografías—. Me pareció un lugar privilegiado, muy hermoso.

—Lo es. Es el mejor lugar del mundo para crecer. Pero no deja de ser un pueblo y allí las opciones profesionales son muy escasas. Ante todo es un pueblo pesquero —le explicó.

—¿Tu familia se dedica a la pesca?

—No. Mi padre era carpintero, un buen carpintero. Murió hace unos años. —Lo siento.

Gardner descendió la mirada hacia su taza de café. Su voz acusó la tristeza de esa pérdida y Erin tuvo la impresión de que el dolor todavía estaba fresco.

—Mi hermana Maddie vive con mi madre. Ella es profesora, y mi madre cocina de maravilla y teje bufandas. Probablemente te regale una. —Bebió otro sorbo de café y la miró por encima de la taza. Su mirada había vuelto a endurecerse—. Y eso es todo cuanto necesitas saber de momento. Bébete el zumo, nos marchamos en tres minutos.

Como era de esperar, en cuanto la conversación derivó hacia terrenos más personales que dejarían entrever que Gardner tenía emociones y sentimientos, él la cortó de golpe. Durante un momento, a Erin se le había olvidado que él la consideraba su enemiga, y que al enemigo nunca se le mostraban los puntos débiles. Se quedó con la sensación de querer saber más, pero se limitó a hacer lo que él le pedía.

Gardner terminó su sándwich con una rapidez asombrosa y exactamente en tres minutos regresaron al coche. Erin ocupó el asiento de copiloto y Gardner se situó detrás del volante. Erin no le quitó los ojos de encima mientras salían del aparcamiento, estuvo muy atenta a su modo de agarrar el volante, de cambiar las marchas y de pisar los pedales. Parecía un conductor habilidoso, pues se plantó en la autopista con un par de maniobras, pero no podía evitar estar alerta porque nadie antes había conducido su Jeep Patriot.

—¿Vas a pasarte todo el trayecto con los ojos clavados en cada movimiento que haga? Aprendí a conducir la vieja camioneta de mi padre cuando tenía diez años, prácticamente me salieron los dientes de leche detrás de un volante. —La miró y ella le creyó—. Relájate y duerme un rato. Prometo despertarte si necesito saber dónde está el freno.

—Está bien, supongo que puedo confiar en ti.

Erin se arrebujó en su asiento y se movió hacia un lado y otro hasta encontrar la posición más cómoda. Estaba muerta de cansancio y le escocían los ojos como si tuviera arena dentro de ellos, pero no estaba muy segura de poder dormir porque su mente era un hervidero constante. Unas veces sentía emoción, otras veces miedo y otras auténtico pavor, y todo ello se mezclaba y se agitaba en su cabeza como si fueran los ingredientes de un cóctel explosivo.

Observó el monótono movimiento del limpiaparabrisas sobre la luna delantera, y escuchó el lánguido golpeteo de la lluvia sobre su cabeza. Y luego miró las manos de Gardner, que se cerraban en torno al volante, fuertes y expertas, y tanto si era una sensación engañosa como si no, la invitaban a relajarse y a poner su destino en ellas.

El sueño tiró de Erin y los párpados comenzaron a pesarle toneladas.

Cuando despertó y consiguió enfocar la vista, las llanuras adyacentes a la autopista eran campos de trigo de color dorado. El limpiaparabrisas estaba detenido, ya no llovía, aunque el cielo continuaba encapotado, veteado con diferentes tonalidades de gris.

Erin se incorporó perezosamente y miró al hombre que tenía al lado. Jesse le devolvió la mirada y la halló mucho más recuperada después del sueño. Las ojeras habían desaparecido y su piel inmaculada tenía mejor color.

Erin miró su reloj de pulsera.

—He dormido dos horas. —Estaba sorprendida—. ¿Por dónde vamos?

—Acabamos de dejar atrás Indianápolis.

—¿Tan pronto? —Erin miró el velocímetro y vio que Gardner se mantenía en el límite máximo—. ¿Cuándo ha parado de llover?

—Hace un buen rato, aunque es posible que caiga otro chaparrón. —Se inclinó ligeramente hacia delante, para observar las grises profundidades del cielo—, Según el parte meteorológico que dieron esta mañana en la radio, lloverá hasta llegar a Carolina.

Erin se estremeció en su asiento y cruzó los brazos por encima del pecho, enterrando las manos bajo los puños de su chaqueta.

—¿Tienes frío?

—Me he quedado un poco destemplada después del sueño —contestó.

—Puedes ponerte mi suéter o la cazadora —dijo, señalando el asiento trasero.

Erin no esperaba su amable ofrecimiento que, por supuesto, aceptó agradecida.

Tomó el suéter de Gardner, que olía de maravilla, y se lo echó por encima, cubriéndose con él los brazos y los hombros. El inmediato calor que le proporcionó el delgado algodón y el descanso de las dos horas de sueño ininterrumpido la ayudaron a ver las cosas desde otra panorámica mucho más entusiasta.

—Por cierto, espero que hayas traído el cheque. Mil dólares ahora y mil cuando regresemos a Chicago.

Una de cal y otra de arena, así era Gardner.

—Por supuesto. Siempre cumplo mis tratos —respondió con sequedad.

Aunque él le dijo que no era necesario que se lo diera justo en aquel momento, Erin tomó su bolso del asiento de atrás y se lo entregó, orgullosa. Gardner lo dobló en dos y lo introdujo en el bolsillo trasero de sus pantalones sin hacer más comentarios al respecto.

Muy al contrario de lo esperado, el tráfico de la 165 continuaba siendo disperso. Erin había traído consigo un par de novelas para matar el tiempo muerto, pero las tenía en una de las maletas y estaba segura de que Gardner jamás accedería a detener el coche para que ella tuviera algo con lo que entretenerse. Con el fin de que las horas transcurrieran con mayor rapidez, también habría sido una buena opción entablar cualquier tipo de conversación, pero era evidente que él no tenía el mismo interés que ella y, por eso, volvió a arrebujarse bajo el oloroso suéter de Gardner y se mantuvo a la espera.

Al cabo de unos minutos, Erin emergió repentinamente de su estado meditabundo cuando sus ojos hicieron contacto con una forma borrosa situada al fondo de la autopista, en la parte derecha del arcén. Se inclinó ligeramente hacia delante y entornó los ojos para enfocar la vista, pero la distancia todavía era excesiva como para distinguir lo que era. Desde luego, no parecía una señal o un arbusto solitario; Erin juraría que se trataba de una persona.

—¿Qué es aquello?

—Supongo que un autoestopista.

Erin se irguió por completo y se acercó a la luna delantera lodo cuanto le permitió el cinturón de seguridad. A medida que los neumáticos quemaron metros de asfalto, el bulto borroso fue cobrando nitidez y apariencia humana. Gardner estaba en lo cierto: había una persona apostada en el arcén de la carretera, un hombre mayor y encorvado que vestía completamente de negro, y que extendió el brazo con el dedo pulgar alzado hacia el cielo un poco antes de que el vehículo pasara por su lado.

Jesse lo sobrepasó y continuó su camino sin atender al lenguaje corporal de su compañera de viaje, que parecía algo inquieta.

—¿Es que no piensas detenerte? —Por supuesto que no.

—Pero... es un anciano, no podemos dejarlo ahí tirado.

—Claro que podemos, y eso es lo que vamos a hacer —dijo con tono categórico.

Ella le miró indignada.

—¿No tienes ni pizca de compasión?

—No seas demagógica. ¿Acaso tus padres no te enseñaron que no se debe hacer autoestop ni recoger a quienes lo hacen? No hace falta que me contestes. Supongo que tu padre estaba demasiado ocupado amasando una fortuna como para perder el tiempo inculcándote ideas razonables.

—Te aseguro que soy una persona muy sensata; por eso mismo no podemos dejar a ese hombre tirado en la carretera y en mitad de la nada. ¿A cuántos kilómetros está el pueblo más cercano? Se le hará de noche antes de llegar a algún sitio.

—Joder, es increíble que esté manteniendo esta conversación —masculló con irritación—. ¿Acaso crees que ese tío no sabía lo que hacía cuando se echó a la carretera? Está ahí por propia elección.

—A lo mejor no tiene otra. —Ella también estaba sulfurada—. Y por eso te exijo que detengas el coche ahora mismo.

En los segundos que sucedieron, hubo un duelo de miradas del que Erin se erigió en vencedora.

A ella no le cabía la menor duda de que Gardner jamás habría parado el coche de haber viajado en su camioneta, pero eso era irrelevante; lo importante es que acató sus órdenes, eso sí, a regañadientes y murmurando palabras malsonantes. Le pareció escuchar algo así como «jodida samaritana».

De un brusco volantazo, Jesse retiró el coche de la calzada y lo detuvo en el amplio arcén. Por el espejo retrovisor, advirtió que el paso tambaleante del hombre adquiría cierto vigor, pues se acercó al coche con repentina agilidad. Jesse se pasó los dedos por los despeinados cabellos castaños y movió la cabeza lentamente. Erin odiaba que hiciera aquello cada dos por tres, pues era peor contemplar cómo la consideraba estúpida sin despegar los labios que si se lo decía directamente a la cara.

Cuando el autoestopista estuvo lo suficientemente cerca como para ver su aspecto en el espejo retrovisor exterior, Jesse se volvió hacia Erin y le dijo:

—Enhorabuena, acabas de ofrecerte a llevar a un mendigo —la informó de buen humor.

La puerta trasera se abrió y el hombre subió al coche. Erin se dio la vuelta y asomó la cabeza entre los asientos delanteros para saludarle, pero el saludo de bienvenida se le congeló en los labios, que quedaron mudos de impresión. La imagen era atroz, grotesca, como salida de sus peores pesadillas. Bajo un conjunto de harapos mugrientos y malolientes, a Erin le costó distinguir a la persona que ocultaban. Se quedó bloqueada mientras un par de ojos oscuros y diminutos, hundidos en un rostro desaseado y surcado de profundas arrugas gestuales, la miraban con extraña viveza. Tenía el cabello largo y negro, al igual que la barba apelmazada que descendía por su pecho hasta el ombligo. Sus ropas podrían haber sido fabricadas antes de que Erin naciera, y principalmente eran oscuras porque estaban llenas de porquería y de grandes manchas grasientas.

Erin se aclaró la garganta y recuperó la capacidad de reacción.

—Buenos días, ¿hacia dónde se dirige?

—Hacia cualquier lugar en el que vendan alcohol.

Su voz también procedía de las mismísimas profundidades del infierno. Era cavernosa y estaba gravemente erosionada por el alcohol y el tabaco. Entonces sonrió, mostrando unas oscuras encías desdentadas.

—Bien —dijo Erin de forma cortés, antes de volverse en su asiento para escapar de aquella visión terrorífica.

Jesse la miró con gesto humorístico pero Erin no admitió su equivocación ante él. Al contrario, hizo desaparecer las señales de su profundo desagrado distendiendo sus facciones y recuperando un porte muy digno sobre su asiento. Jesse tuvo ganas de reír, pero no lo hizo por deferencia al hombre que ocupaba el asiento trasero. El hecho de que no supiera de la existencia del agua y del jabón, no lo convertía en un estúpido. Jesse había cruzado un par de miradas con él a través del espejo retrovisor interior, y esos ojos pequeños y sagaces tenían una mirada muy astuta.

Antes de regresar a la carretera, Jesse bajó unos centímetros todas las ventanillas del coche, pues el rancio olor corporal del hombre se había expandido con suma rapidez en el pequeño habitáculo, ocasionando que el oxígeno se hiciera irrespirable.

Cuando el aire exterior comenzó a circular en el interior del coche, Erin dejó de aguantar la respiración aunque, el hedor a sudor y orines era tan intenso que, de vez en cuando, le llegaban fuertes vaharadas que le revolvieron el estómago.

Aparentemente, no parecía que el pernicioso olor estuviera causando estragos en Gardner porque lucía una perenne sonrisa en los labios. La situación le divertía y Erin estaba convencida de que se regodearía todo cuanto pudiera en cuanto se deshicieran del mendigo.

Asumía que había sido un poco incauta, y no era la primera vez que su afán por ayudar a los demás la había colocado en algún que otro aprieto. Debería haberse fijado un poco mejor en el aspecto de la persona a la que quería socorrer, y así se habría dado cuenta de que no se trataba de un anciano desvalido, aunque eso no fue posible porque Gardner conducía demasiado deprisa. De cualquier manera, y aunque el hediondo olor le estuviera provocando dolor de cabeza, no se arrepentía de sus acciones. Le gustaba ir por la vida con la conciencia tranquila.