CAPÍTULO 18
Erin abrió las cremalleras de la maleta que había dejado sobre la cama, alzó la tapa superior hacia arriba y se quedó petrificada. Alice había hecho caso omiso a sus instrucciones y había escogido el vestido rojo de Valentino para que lo luciera el día de la boda. Lo había colocado en la parte superior de la maleta, para que no se arrugara con el resto del equipaje. Erin movió la cabeza lentamente y se mordió los labios, que se empeñaban en formar una sonrisa. Así era Alice por naturaleza, siempre empeñada en salirse con la suya.
Erin tomó por los tirantes el maravilloso vestido y lo sacó de la maleta. La luz vespertina que entraba por la ventana de su cuarto incidió directamente sobre él y le arrancó al rojo intenso del tejido destellos que brillaron ante sus ojos. El corte elegante y sensual de la tela hechizaba y parecía como si estuviera lanzándole una descarada provocación a que se atreviera a vestirlo.
Erin lo colgó en una percha y lo dejó en el armario. Era poco probable que se lo pusiera para la boda. A la mañana siguiente iría al centro comercial y se compraría otro vestido más adecuado.
Deshizo el resto del equipaje con suma rapidez, sus movimientos nerviosos todavía eran el reflejo de su estado de ánimo. Tenía el pecho oprimido por la ansiedad, y no había dejado de repetirse desde que entrara en la casa que solo tenía que aguantar un día más en Beaufort antes de regresar a su rutina, lejos de Jesse Gardner. Suspiró para arrancarse ese malestar interno y se concentró en la tarea que tenía por delante.
Ya estaba atardeciendo y el sol a punto de ponerse, y antes de que oscureciera y se hiciera noche cerrada, debía estar ante la mansión Truscott con todo el equipo preparado para grabar.
Cogió su maletín y se aseguró de que todo estaba en su lugar y en perfectas condiciones para cumplir la misión. También examinó el contenido de la mochila que llevaba consigo para que la noche fuera más llevadera. Una manta para tumbarse, una linterna y un termo que iba a llenar de café para no dormirse durante las largas horas de espera. Tomó una chaqueta de lana gruesa de un cajón del armario y fue directa a la cocina donde preparó una buena dosis de café y un sándwich para la cena. Por último, abandonó la casa como una exhalación. Sus prisas también tenían algo que ver con el hecho de evitar cruzarse con Jesse en la puerta principal o en los alrededores de su casa.
En cuanto puso un pie en el sendero que conducía a la mansión Truscott, su ansiedad se aligeró, los problemas parecieron menos pesados y recuperó la ilusión por su trabajo.
El sendero de tierra era llano y ocasionalmente curvo entre el frondoso bosque de robles. Había una quietud y un silencio tan agudo que le pareció entrar en una dimensión desconocida, aunque un poco más tarde apreció los característicos sonidos de la naturaleza. El viento arreció y mecía las ramas más altas de los árboles y las hojas redondeadas emitieron susurros y dibujaron sombras danzarinas sobre el suelo. Erin inspiró el olor a tomillo, a aire limpio y a flores silvestres, y escuchó con agrado el dulce trinar de los pájaros, que ya buscaban su refugio nocturno en las copas de los árboles.
La emoción la invadió al caer en la cuenta de que estaba pisando unas tierras que contenían siglos de historia. Aquel ancho camino, así como los majestuosos árboles milenarios que le daban cobijo, eran mudos testigos del inexorable paso del tiempo. Imaginó a Mary Truscott paseando por esos lares, ataviada con uno de esos imponentes y bonitos vestidos de calicó o muselina y, al ser el camino principal que conducía a la mansión, también las carretas tiradas por muías habrían circulado a menudo por donde ahora pisaban sus pies. Menos emocionante era imaginar que aquella también había sido tierra de esclavitud. En el trayecto en coche del día anterior, Erin había tenido ocasión de contemplar las antiguas plantaciones de algodón, ahora convertidas en campos de regadío.
Tras unos treinta minutos de solitario camino, el sendero de gravilla se abrió hacia un campo muy extenso, donde el amarillo trigo rompía con el verde deslumbrante del paisaje de los alrededores. En el centro se erigía la mansión Truscott, imponente y señorial, todavía esplendorosa pese al inevitable deterioro que había sufrido con el transcurso de los siglos. Maddie le había dicho que había sido declarada como bien de interés turístico nacional y se apreciaban ciertas partes de la fachada que habían sido restauradas y acicaladas para exhibirla ante los turistas.
El pórtico principal, al que se accedía subiendo una hilera de escaleras, era el lugar que más se había embellecido. Las columnas se habían pintado recientemente de un blanco fulgurante, pero el techo conservaba su color grisáceo de antaño así como los marcos de madera de las ventanas, que lucían un tono amarillento y opaco.
Erin dejó caer el maletín y la mochila sobre el suelo y abandonó el bosque para adentrarse en la planicie que se interponía entre ella y la casa. Mientras avanzaba surcando los campos de trigo, se ensimismó contemplando la belleza arquitectónica de aquella típica mansión sureña.
Recordó las palabras de Samantha Jenkins.
«La ventana de Mary Truscott es la primera a la izquierda.»
Allí estaba, un hueco tan oscuro como la noche que ya avanzaba desde el este. Plantada a los pies de la mansión, con la cabeza alzada y la vista fija en aquel rectángulo enigmático, sintió un escalofrío que le recorrió la columna vertebral. En aquella ventana no solo podía encontrar el triunfo a su labor de investigadora de fenómenos paranormales, sino que también podía hallar las respuestas a muchas de las preguntas que se había hecho durante muchísimos años, casi tantos como tenía.
Se le formó una débil sonrisa en las comisuras de los labios y sintió una paz interior que le aligeró el alma. Ubicada la ventana, dedicó varios minutos a merodear por los alrededores. Ascendió por los escalones hasta el pórtico y se paseó entre las gruesas columnas redondas que acarició como si tuvieran vida propia y pudieran sentir el roce de su mano. Inspeccionó de cerca las ventanas de la primera planta pero no pudo ver nada a través de ellas porque estaban cubiertas con contraventanas.
Por último, se acercó a la puerta principal y tocó el gigantesco cerrojo y la tosca cadena de hierro que imposibilitaba su paso al interior.
Erin miró hacia el cielo para calcular los minutos que quedaban de luz. El este era de un profundo azul marino, más negro en la línea que delimitaban las montañas, y el oeste estaba teñido de rojo fuego y de tonos violetas y añiles. En quince minutos sería completamente de noche, pero antes de ocupar su lugar junto al perímetro del bosque, echó a correr hacia su maletín donde guardaba la cámara de vídeo y regresó con ella casi al galope para tomar unas cuantas imágenes de la casa.
Cuando las sombras la rodearon y se adueñaron de cada rincón de la mansión y de los campos de trigo adyacentes, Erin volvió al lugar escogido para pasar la noche y preparó su equipo. Llevaba consigo dos cámaras de vídeo digitales con una excelente visión nocturna, cuyos trípodes ajustó sobre el suelo firme de gravilla. Con una de las cámaras hizo un zoom a la ventana de Mary Truscott, y con la otra enfocó la mansión en su totalidad. Las grabadoras digitales de voz se quedaron donde estaban. Si no podía acceder al interior de la mansión para captar posibles psicofonías, no las necesitaba.
Erin abrió su mochila y extendió la manta a un lado del camino, donde la vegetación salvaje que crecía bajo los robles volvía el suelo mullido. Se sentó con las piernas flexionadas y buscó en el interior de la mochila el sándwich de jamón y queso que deslió de su envoltorio. Lo comió sin mucho apetito y bebió del termo de café mientras la oscuridad se hacía más densa y el cielo se cubría de estrellas. La aparición de la luna llena incrementó su expectación. Radiante y enorme, esta trepó sobre el tejado de la mansión tiñendo sus muros sólidos y las partes salientes de la casa de un blanco lechoso, casi fluorescente, y dejando en sombras las partes entrantes.
Sugestión o no, la mansión tenía una apariencia fantasmagórica a esas horas de la noche, pero al mismo tiempo era una estampa preciosa y tenía un encanto inexplicable para Erin. Sumida en una absoluta fascinación, mordisqueó el sándwich y dio sorbos al termo de café hasta que, poco a poco, su atención se centró en la ventana de Mary Truscott, ahora mucho más oscura e inquietante con la llegada de la noche. Tenía tantas ganas de que el espíritu de la joven se materializase ante ella que no conseguía relajarse. Todos sus músculos estaban en tensión y tenía la mente despierta y preparada para ser testigo de la aparición. Su deseo rayaba la necesidad y la obsesión.
Erin terminó su sándwich, bajó la comida con otro sorbo de café y luego apoyó la espalda contra el tronco de un árbol.
El bosque de robles de Beaufort era un lugar silencioso y calmo, donde no parecía que habitaran esas criaturas de la noche con las que había convivido en el bosque de coníferas de Chesterton. Tampoco había búhos de ojos grandes y ambarinos con el plumaje negro, nada allí se movía ni se escuchaba salvo el susurro de las hojas que movía el viento.
La luna había escalado más alto en el cielo y, con su nueva posición, las sombras adheridas a las estructuras de la fachada se habían desplazado sutilmente. El campo de trigo parecía ahora de plata fundida y en aquel silencio sepulcral, a Erin le llegó el murmullo de las olas de la región de Black Sound.
Cuando la brisa arreció se puso la chaqueta y se abrochó los botones. Luego estiró las piernas, cruzó los tobillos y permaneció en esa posición durante horas, dando sorbos al café que contenía su termo cuando sentía que el sueño la rondaba por la falta de actividad. Pero espantarlo con cafeína ya no era suficiente y se vio obligada a dar cortos paseos por el camino sin apartar nunca la mirada de la ventana. Con la llegada del alba, estaba tan cansada que se sentó sobre la manta y ya no se volvió a levantar.
Erin abrió los ojos lentamente y parpadeó hasta que enfocó la vista. La visión de la hierba silvestre y de las pequeñas florecillas blancas sobre las que estaba tumbada le hizo pensar que estaba soñando, pero no tardó ni dos segundos en comprender dónde se hallaba y por qué. Con un considerable esfuerzo porque tenía los músculos entumecidos, Erin se puso boca arriba y descubrió las copas de los robles y el cielo azul de la mañana. Se incorporó poco a poco, haciendo gestos de dolor a cada movimiento. Se había quedado congelada y sería un milagro si no pillaba un buen resfriado. No tenía pensado quedarse dormida.
Erin miró hacia la mansión, ahora resplandeciente y soleada, y sintió el peso de la decepción que la aplastaba. Se desinfló paulatinamente mientras recogía el equipo y lo devolvía a su lugar. No había visto el espectro de Mary Truscott y aunque tenía la esperanza de que las cámaras de vídeo hubieran captado alguna imagen, no era lo mismo que verlo con sus propios ojos.
Eran las nueve de la mañana cuando regresó a la casa de Jesse Gardner con su equipo de trabajo y su profunda desilusión a cuestas. Pesaba mucho más lo segundo que lo primero.
El sedán estaba aparcado en su lugar de costumbre, por lo que Jesse estaba en la casa o no muy lejos de allí. Por una lista de motivos tan larga como su brazo, no quería cruzarse con él. Erin entró en la casa con sigilo y atravesó el salón sin hacer ruido. Todo estaba en silencio, pero al alcanzar el pie de las escaleras le llegaron sonidos procedentes del sótano. La puerta estaba ligeramente entornada y supuso que Jesse estaría reparando los daños que había sufrido con la inundación de la que había hablado Maddie. El camino estaba libre y subió las escaleras con tranquilidad, antes de encerrarse en su habitación.
Estaba muy cansada. Había dormido tres horas escasas sobre un colchón duro y frío que le había dejado el cuerpo como un guiñapo. Dejó la mochila y el maletín sobre la mesa del escritorio, se quitó la ropa, que dejó hecha un ovillo a los pies de la cama, y se puso la camiseta enorme de Jesse. Después cerró las cortinas y se arrojó sobre el lecho.
La despertaron unos ruidos persistentes, como el toque de unos nudillos en la puerta.
Toe, toe, toe.
Erin los trató de ignorar cubriéndose la cabeza con la almohada, pero no los amortiguó lo suficiente. Toe, toe, toe.
—¿Erin?
Reconoció la voz de Jesse, que estaba empeñado en arrancarla de los brazos del sueño. No obstante, esperó a ver si daba media vuelta y se marchaba por donde había venido. Quería seguir durmiendo un rato más.
—Erin, despierta. Son más de las cuatro y hay que prepararse para la boda.
«¿La boda? ¿Más de las cuatro?» Erin abrió los ojos de súbito y retiró la almohada con la que se tapaba la cabeza.
¿Cuánto tiempo había dormido? ¿Seis horas? Pensó que echaría una cabezadita cuando se dejó caer sobre el colchón y no que fuera a dormir como una marmota hasta más allá del medio día.
—Ya voy —logró decir con la voz pastosa.
Como un gato, Erin se estiró sobre las sábanas y volvió la cabeza hacia la ventana, dejando que sus ojos se acostumbraran a la luz del día. Luego se levantó, ahogó un bostezo con la palma de la mano y se calzó las zapatillas.
Se cruzó con él en el pasillo. Jesse salía de su dormitorio y estaba recién duchado y afeitado, con el pelo todavía mojado y vestía unos vaqueros desgastados y una camiseta de los Carolina Panthers. Estaba tan atractivo y tan guapo que Erin se despertó de golpe. Por el contrario, ella estaba hecha un asco, con el pelo revuelto, los ojos hinchados y ataviada con esa horrorosa camiseta que le llegaba hasta las rodillas. No debería, pero le importaba demasiado la opinión que tuviera de ella. El contacto de sus miradas fue breve, pero estuvo cargado de electricidad y de cuestiones sin resolver.
Jesse le preguntó por su noche en el bosque, Erin le contestó escuetamente y luego corrió a refugiarse en el baño, donde el vapor del agua caliente todavía cubría el espejo que había sobre el lavabo. Además, el cristal de la mampara estaba repleto de gotitas de agua, así como la pared de azulejos de enfrente, y también vio una pompa de jabón sobre el grifo de la ducha.
Su cabeza todavía daba vueltas a su investigación fracasada, pero otro tipo de pensamientos interfirieron con bastante notoriedad mientras se desvestía y se metía en la ducha. No había olvidado el calor abrasador que le despertaban los besos de Jesse, solo había hecho un paréntesis para poder concentrarse en su trabajo. Ahora que ocupaba el espacio húmedo y oloroso que momentos antes había ocupado él, le sobrevinieron de golpe todas esas sensaciones que había relegado a un segundo plano por el bien de su investigación. Quería que se quedaran allí confinadas, pero su cabeza no pudo resistirse a imaginarle desnudo. Erin vio el agua caliente y jabonosa resbalando por los músculos duros de su cuerpo y formando regueros de burbujas que atravesaban sus pectorales, acariciaban los abdominales marcados y avanzaban hacia su ingle. Erin se mordió el labio inferior. En su imaginación, Jesse estaba muy bien dotado. Imaginó cómo sería el tacto de su piel escurridiza y visualizó sus brazos rodeándola y apretándola contra su pecho. Y luego Erin lo besó, pero fue él quien la tomó por las piernas rodeando su cuerpo con ellas. Y, en su fantasía, Erin pudo sentir su miembro álgido y pétreo pugnando contra sus húmedas entrañas.
La esponja se le cayó al fondo de la bañera y, al intentar cogerla, volcó el bote del gel, que le golpeó los pies. El agua estaba caliente, pero la sensación de morir calcinada no se debía a la temperatura del agua. Recogió la esponja y el gel y luego suspiró lentamente. Un abrasivo cosquilleo ascendió por sus piernas y se instaló en su entrepierna, donde halló su morada.
—Es increíble que te haya puesto de vuelta y media y tú estés aquí imaginándotelo desnudo —se reprochó duramente.
Abrió el grifo de la ducha y lo reguló hasta que salió agua fría, pero no la soportó más de dos segundos seguidos. Luego regresó a su cuarto envuelta en un albornoz y se pasó la siguiente hora arreglándose para la boda.
No tenía más remedio que ponerse el modelo rojo de Valentino. Erin tenía planeado levantarse a media mañana para acudir al centro comercial y comprar otro vestido más discreto, pero se le olvidó poner el despertador y ahora ya no había tiempo para eso. Utilizó un maquillaje discreto que a la vez le resaltara los ojos, y se hizo un recogido en el pelo, del que dejó escapar algunos mechones. Por último se vistió y se echó una ojeada en el espejo del tocador antes de bajar. El vestido destacaba con mucha sensualidad y elegancia todo lo mejor de ella, pero seguía pareciéndole que la haría desentonar como un esquimal en medio del desierto.
Erin se calzó los zapatos de color plateado que Alice había escogido para el vestido, cogió aire hasta que se le llenaron los pulmones y bajó a la planta inferior.
En el salón principal, Jesse apagaba su móvil cuando oyó el sonido de los tacones de Erin resonar en las escaleras. Se dio la vuelta y ella apareció ante su vista envuelta en llamas y seda. Con una mano se sujetaba la falda del vestido y con la otra se apoyaba en la barandilla, y Jesse se quedó momentáneamente sin habla y con los pies clavados en el suelo. Intentó recordar cuándo fue la última vez que una mujer le había causado semejante impacto, pero no podía recordarlo. El vestido era largo y estrecho, pero tenía una abertura por la que asomaba una pierna esbelta y estilizada por el alto tacón de plata. El escote era recto y realzaba su busto, mostrando las cimas de sus senos blancos y golosos. Jesse la miró embelesado; el tiempo parecía haberse detenido para él y la sangre no le llegaba al cerebro. El potente aguijón de Erin se le clavó en lo más profundo y le inyectó un poco más de ese veneno letal.
Erin se aclaró la garganta cuando terminó de descender las escaleras. Su forma de mirarla, como si tuviera rayos X en los ojos y pudiera ver a través de la ropa, la incomodó tanto que pensó que iba a tambalearse sobre los tacones si daba un paso más. Cruzó las manos por delante y enlazó los dedos con cierta timidez. Los ojos de Jesse se habían oscurecido de nuevo en esa mirada suya tan intensa que Erin ya conocía. La observaba así cuando estaba furioso o excitado y, en ese instante, Jesse no estaba furioso precisamente.
Erin dijo lo primero que se le pasó por la cabeza para romper el hielo.
—Tienes el nudo de la corbata mal hecho.
—Es el primero que hago. He estado una hora delante del espejo para hacer esta porquería.
—Déjame a mí. Creo que puedo mejorarlo.
Para su papel de padrino de la boda, Jesse había escogido un sencillo traje de chaqueta negro, con camisa blanca y corbata negra a juego, y prendida del ojal de la solapa de la chaqueta, llevaba una rosa roja. Estaba muy elegante e imponente, pero sin perder ese aspecto rebelde y peligroso que le hacía tan atractivo.
Erin se acercó a él y las manos le temblaron un poco al deshacer el nudo porque sabía que él continuaba mirándola fijamente. Intentó concentrarse en lo que hacía pero no le resultaba sencillo estando tan cerca de él. Por una parte sentía la electricidad que fluía entre los dos, pero también vinieron a su mente las acusaciones que había proferido contra ella. La había manipulado de forma cruel y, aunque se había disculpado, el daño continuaba corroyéndola por dentro. Hizo el nudo de nuevo y se lo ajustó sobre el cuello de la camisa, pero antes de soltar la corbata, Jesse la tomó suavemente por las muñecas y sostuvo sus manos contra su pecho. —Erin, mírame.
Ella lo hizo, aunque no de forma inmediata. Jesse volvía a mirarla con dulzura, probablemente, había percibido sus emociones.
—Si no me gustaras tanto no habría sentido la necesidad de presionarte para arrancarte una confesión. No tenía previsto que esto sucediera, te lo aseguro, habría sido mucho más sencillo para mí continuar odiándote. —Le acarició las manos con los pulgares—. No nos iremos de aquí hasta que me perdones.
—Eres el padrino de la boda, no puedes llegar tarde a la iglesia.
—Por eso mismo.
Erin se mordió el labio inferior y emitió un suspiro de derrota. Cuando Jesse le hablaba y le miraba de esa forma, sentía que no podía negarle nada.
—Te perdono —dijo al fin, con voz neutra.
—No quiero que lo digas por decirlo. Tiene que ser de corazón.
Erin lo miró sin pestañear y luego lo volvió a intentar. —Te perdono de corazón.
Jesse debió de creerla porque alzó sus manos todavía apresadas por las muñecas y le besó los nudillos.
—Estás preciosa y deslumbrante. Esta noche voy a ser el hombre más envidiado de Beaufort.
Erin quedó atrapada en un repentino acceso de timidez.
—Este no es el vestido que pensaba ponerme para la boda, pero Alice se empeñó y lo metió en la maleta.
—Pues recuérdame que felicite a tu hermana en persona. —Sonrió ligeramente y le dedicó una última y contemplativa mirada antes de abandonar juntos la casa.
Los novios se casaban en la iglesia cristiana de Reelsboro, a unos dos kilómetros de la casa de Jesse y siguiendo la línea costera de Pamlico. A consecuencia de los altos tacones de Erin fue Jesse quien condujo el Jeep.
Se reunieron con su madre y con su hermana en la puerta de la iglesia.
Erin temió que Gertrude Gardner la mirara de forma crítica al haber escogido un vestido tan espectacular, pero se equivocó de raíz, porque la mujer se deshizo en halagos hacia ella. Gertrude también iba muy elegante con un traje de chaqueta y falda de color aguamarina, y Maddie estaba preciosa vestida de fucsia y crepé.
Aunque habían llegado con diez minutos de antelación, la mayoría de los bancos de la iglesia, salvo los de las últimas filas, ya estaban ocupados. Una boda en Beaufort era uno de los mayores acontecimientos sociales del año, y a estos actos solía acudir casi todo el pueblo. El interior de la iglesia estaba engalanado con orquídeas blancas, que era la flor preferida de la novia. Había ramos en el altar y ramilletes prendidos en los bancos.
Jesse recorrió el pasillo central para ocupar su lugar junto al altar, donde ya aguardaban las damas de honor, tres mujeres vestidas de azul celeste a quienes Jesse no conocía ni había visto en su vida. Debían de ser las amigas que Linda tenía en Kansas, donde había vivido los últimos años antes de marcharse de Beaufort. Una de las mujeres lo miró con detenimiento y, tras un examen exhaustivo y prolongado, terminó poniéndole ojitos y sonriéndole con coquetería. Jesse le devolvió la sonrisa por cortesía más que porque la mujer le gustara, pero ella interpretó las señales de forma errónea y se pasó la ceremonia entera sin quitarle los ojos de encima.
Erin también sufrió en sus propias carnes las miradas de algunas personas del pueblo, en particular las de la señora que se sentaba al lado de June. Supuso que era su madre por el gran parecido físico, pero preguntó a Maddie igualmente.
—¿Quién es la mujer del aparatoso sombrero verde que se sienta al lado de June?
—Lucinda Lemacks, la madre de June. Ya me he dado cuenta de que te está escaneando de arriba abajo, el disimulo no es una de sus virtudes —contestó Maddie—. Imagino que June ya la habrá puesto al corriente de la cita que tuvo ayer con Jesse. Lucinda lo adoraba y nunca perdió las esperanzas de que volvieran juntos.
—¿La cita de ayer?
Maddie se volvió para mirarla y enseguida supo que había metido la pata.
—¿Jesse no te ha dicho nada? —No.
Maddie torció el gesto.
—En ese caso, creo que deberías preguntarle a él. Le molestaría mucho enterarse de que he hablado contigo de esto. —Maddie se sintió culpable por provocar el desconcierto que transmitió Erin. No esperaba que Jesse le hubiera ocultado esa información, delante de ella prometió que se lo diría—. No hay nada por lo que debas preocuparte.
¿Cuándo habría tenido ese encuentro con June? ¿Antes o después de la acalorada discusión y el apasionado beso posterior? Se hizo muchas más preguntas sin respuesta hasta que Maddie, con la intención de alejarla de ese tema, desvió la conversación hacia otro de máximo interés para ella.
—¿Qué tal la noche en el bosque? Jesse nos ha dicho que no has podido venir a comer porque llegaste a casa más tarde las nueve y te fuiste directa a la cama.
—No vi nada fuera de lo común —dijo con desilusión—. Pero espero que las cámaras de vídeo hayan hecho su trabajo. Las lentes de las cámaras son muy sensibles, y muchas veces detectan y registran imágenes que el ojo humano no puede percibir.
—Habrá otras oportunidades. Es luna llena una vez al mes —la animó Maddie.
—Ssshhttt. Niñas, callad, que la ceremonia está a punto de comenzar —las reprendió Gertrude Gardner—. ¿Verdad que a Jesse se le ve estupendo junto al altar? —Miró a Erin directamente a los ojos.
—Está guapísimo y muy metido en su papel, señora Gardner —aseguró Erin.
Los novios fueron puntuales. Chad entró primero en la iglesia y ocupó su lugar en el altar junto a Jesse. A Chad se le veía ilusionado, aparentando mucha decisión y seguridad. Quien no lo estaba tanto era Jesse, que lo miró un par de veces como diciéndole: «¿De verdad estás convencido de querer casarte?». Erin estuvo a punto de poner los ojos en blanco.
Linda McKenzy llegó cinco minutos después. Ataviada con un bonito vestido de novia en color marfil y de corte romántico, recorrió el pasillo principal del orgulloso brazo de su padre, mientras las notas hermosas del Canon de Pachelbel, sumieron a los asistentes en un silencio sepulcral y estremecedor. La bella melodía que envolvía el cuerpo deslumbrante de la preciosa novia arrancó a los asistentes miradas y sonrisas emotivas. En los ojos de las damas de honor asomaron unas lágrimas furtivas, y la madre de Linda, que estaba sentada en la primera fila de bancos, se enjugó las lágrimas con un pañuelo de seda.
Fue una ceremonia breve pero muy bonita.
Para la celebración de la reciente unión de Linda y Chad, se escogieron los amplios y cuidados jardines del restaurante Dock House. Como la temperatura de junio era muy agradable y la excelente ubicación del restaurante ofrecía maravillosas panorámicas de la bahía, se aprovecharon los jardines para darle al evento el toque romántico que toda ceremonia nupcial precisaba.
La estampa no podía ser más alentadora. Mesas decoradas con manteles blancos sobre los que había velas y ramilletes de flores rojas y blancas, un entramado de setos verdísimos que formaban pequeños y acogedores refugios entre las mesas, árboles frutales que despedían un ligero olor a cítricos y que bordeaban el extenso perímetro del restaurante, un trío de violines que se hallaban afinando sus instrumentos y, justo al frente, las aguas calmas de la bahía y un cielo naranja que se degradaba en rosas y violetas.
Si algún día Erin encontraba al hombre ideal, no le importaría casarse en aquel mismo lugar.
Le sorprendió esa reflexión. ¿El hombre ideal? ¿Acaso no lo había encontrado ya?
Era la primera vez que pensar en Neil no le agitaba el corazón. Por el contrario, sintió una violenta sacudida cuando Jesse le retiró la silla y ella se lo agradeció mirándole a los ojos. Desde la noche anterior, tanto su mirada como la de ella transmitían mucho más de lo que podían expresar con los labios.
Compartieron mesa con Maddie, Sarah y Chase, y no muy lejos de allí, a unos diez metros de distancia, estaba la mesa formada por Miranda, Dan, Keith, June y una pareja a la que Erin no conocía. Desde que Maddie le había mencionado la cita que Jesse había tenido con June, Erin había estado pendiente de los acercamientos entre ambos. No habían sido muchos. Se habían saludado a la salida de la iglesia y habían intercambiado unas cuantas palabras al llegar al restaurante. En ambas ocasiones, Erin los había visto de lejos y no había escuchado el contenido de la conversación, y aunque le parecía que June no estaba tan tirante como la noche en la isla y Jesse tampoco, no era suficiente para sacar conclusiones.
La intriga se había apoderado de ella. ¿Habrían resuelto sus diferencias para establecer entre los dos una relación amistosa? ¿Acaso volvían a estar juntos y esperaban el momento adecuado para anunciarlo?
Erin miró a Jesse de soslayo e intentó buscar esas respuestas en él, pero no vio nada sospechoso bajo la naturalidad con la que él se relacionaba con sus compañeros de mesa. Suspiró lentamente y se sirvió un poco de vino tinto. Los cambios que se estaban produciendo en su interior la mantenían en un constante desasosiego, y ya ni siquiera pensar en que faltaban menos de veinticuatro horas para que cada uno continuara su camino le devolvía la serenidad.
Cuando Chad y Linda irrumpieron en los jardines del restaurante comenzó a sonar la relajante música de los violines. Las conversaciones se paralizaron y todos los asistentes estuvieron pendientes de los novios hasta que tomaron asiento en la mesa presidencial. Un instante después, los camareros comenzaron a servir los entrantes del menú: pecanas tostadas servidas con semillas de amapola, y calabaza de pan de nuez con mantequilla de manzana.
La tarde fue avanzando entre ruidos de cubiertos, amenas conversaciones, risas jubilosas y los olores apetitosos de la típica cocina del sur. Ya habían tomado el primer plato —salmón asado relleno de espinacas y cubierto de salsa de langosta— cuando el crepúsculo y la oscuridad comenzó a aposentarse alrededor de los setos, y los candiles de aceite de la tienda de Dan, que estaban estratégicamente colocados para conseguir ambientes más íntimos, fueron encendidos por los camareros. Un melancólico amarillo oro iluminó los jardines y las mesas.
Conforme llenaba el estómago de aquellos manjares tan apetitosos, el humor de Erin y sus ganas de participar en la conversación —en la que hasta entonces se había mantenido un poco al margen— aumentaron considerablemente.
Jesse y Chase conversaban sobre fútbol mientras Sarah y Maddie intercambiaban opiniones sobre el funcionamiento interno del colegio público de Beaufort. Al parecer, y desde que Sarah se había ocupado de la dirección del colegio, habían aparecido algunos problemas de organización interna respecto a los profesores más antiguos, a los que no les parecían adecuados ni necesarios los cambios que Sarah quería introducir en el programa educativo del próximo curso. Como experta en recursos humanos, Sarah y Maddie escucharon con mucha atención la opinión de Erin y ambas quedaron muy impresionadas de sus conocimientos.
Ella se vio obligada a aclarar que había hecho un curso de recursos humanos hacía unos años y que por eso entendía un poco del tema.
El segundo plato era una apetitosa pechuga de pollo rellena de queso de cabra, con arándanos secos y albahaca fresca. Erin esperaba que la señora Gardner conociera los ingredientes de todos los platos que estaba probando y Maddie le pasara las recetas por correo electrónico. Aparentemente, eran sencillos, y a Erin le gustaría mucho intentar cocinarlos.
Sarah le preguntó por su investigación de la mansión Truscott, y Erin pasó a relatarles con mayor detalle cómo había transcurrido la noche y en qué consistía el trabajo que debía realizar a posteriori con las grabaciones conseguidas. Sarah llegó a la misma conclusión a la que Maddie había llegado mientras estaban en la iglesia.
—Bueno, según cuenta la leyenda, Mary Truscott se aparece en las noches de luna llena. Siempre puedes volver a Beaufort en esas fechas.
Erin asintió pero, antes de que respondiera, Jesse cubrió su mano con la suya, en un contacto más posesivo que cariñoso, y contestó por ella.
—Erin es una mujer muy ocupada. Dedica mucho tiempo a sus investigaciones y a su revista, y no siempre puede marcharse de Chicago durante tantos días.
—Normalmente aprovecho los fines de semana para viajar —matizó Erin.
De postre tomaron pastel de chocolate y trufa, y una deliciosa combinación de tarta de limón y frambuesa. Conforme los invitados terminaban de cenar, abandonaban sus mesas y se dirigían a la parte oeste de los jardines, donde ya estaba todo preparado para que comenzara la fiesta. Suplantando a la música de los violines, había un gran equipo de música que abrió la velada emitiendo el clásico vals que Chad y Linda bailaron muy agarrados y mirándose a los ojos, que estaban repletos de amor y de impaciencia por comenzar una vida en común.
Después del baile y siguiendo la tradición, Jesse, como padrino del novio, se vio obligado a improvisar un pequeño discurso, ya que no tenía nada preparado para la ocasión. Tampoco lo requería, porque lo que quería decir sobre Chad no necesitaba escribirlo en ningún papel.
Jesse habló con el corazón y explicó con palabras sencillas pero muy sinceras lo que su amigo Chad Macklin significaba para él. Hizo un pequeño repaso narrativo de lo que habían sido sus vidas en común, de las vivencias que habían compartido, tanto buenas como malas, y también contó alguna que otra anécdota divertida que arrancó carcajadas. Sin embargo, al incidir en lo que Chad significaba en su vida, observó que los ojos de su amigo se humedecían repletos de gratitud y afecto. Chad no fue el único al que sus palabras conmovieron; Gertrude y Jessica, la madre de Chad, se enjugaron las lágrimas, e incluso a Erin se le humedecieron los ojos.
Finalizó su discurso deseándoles lo mejor a los recién casados y proponiendo un brindis. Luego recibió el efusivo abrazo de Chad al tiempo que Linda les pedía a todas las chicas solteras que hicieran un grupo a sus espaldas para lanzar el ramo de novia. Hubo chicas que propinaron codazos para hacerse con una buena posición mientras aguardaban con los brazos alzados hacia el cielo y daban saltitos para lograr atraparlo. Excepto Maddie. Ella permanecía inmóvil y con los brazos caídos cuando el ramo de orquídeas blancas impactó contra su escote.
Algunas chicas chillaron como si a Maddie le hubiera tocado el gordo de la lotería, pero ella se limitó a llevárselo a la nariz para inspirar el agradable olor de las flores.