La Prisión del Frío

Cuando Cirio acudió al relevo, el frío era insoportable. Y llegó no sin esfuerzo; nunca la cima de la montaña había estado tan inaccesible.

– ¡Por fin! -gritó su compañero a través de la ventisca y la nieve- Pensaba que nunca vendrías.

– Hola Füller -respondió Cirio intentando sonreír, sintiendo la escarcha agarrotarle los músculos faciales-. Lamento la tardanza, la ventisca lo ha complicado todo.

– Sí, tiene que haber sido muy jodido… ¿te han hablado ya del relevo de hoy?

– La verdad es que no, hay un silencio muy extraño sobre el tema. ¿Qué me puedes contar?

– Al parecer han traído un prisionero, temporalmente.

Cirio no pudo esconder su asombro.

– ¿Un prisionero? ¿Aquí? Pero si hace más de veinte años que esto no se usa como prisión, y aquello fue por la guerra. Además, esto está en el culo del mundo…

– Creo que precisamente por eso lo han traído aquí. Parece llevarse muy en secreto, como si no quisieran que nadie le vea. En cualquier caso mañana se lo llevarán para ejecutarlo.

– ¿Le has visto?

– Lo trajeron al mediodía, así que realmente no he llegado a verle. Tú tendrás que hacer guardia hasta que se lo lleven al amanecer.

– ¿Le van a matar? Debe ser alguien importante entonces, quién lo iba a decir en este trabajo de mierda…

– Cirio, por Dios, parece mentira a tus cuarenta primaveras. Este asunto apesta. Estará encerrado, así que olvídale hasta mañana. Y no te acerques a hablar con él, cuanto menos sepamos, mejor. Si tan en secreto quieren llevar este tema, por algo será, y más si lo han traído tan lejos. Pero lo tienes fácil, de hecho no tienes ni que estar dentro.

– Bueno, no se puede decir que el día esté como para hacer la guardia fuera ¿Eh?

Füller logró un atisbo de sonrisa.

– También es verdad. En fin, me espera un viaje largo. Cuídate amigo, nos vemos en el próximo relevo.

– ¿El miércoles?

– Exacto. Ya me contarás cómo te ha ido. ¡Adiós!

Cirio le despidió con la mano mientras se alejaba. Poco tardó su compañero en dejar de ser visible.

En fin. Otra noche de aburrimiento.

Pero se mentía a sí mismo. Lo del prisionero era verdaderamente una novedad. Tantos cuidados le hacía aún más especial, y el creciente frío que se aproximaba con la noche lograría que entrara en la instalación forzosamente.

Y sabía que una vez dentro, la curiosidad podría con él.

Recorrió un lateral de la nave, mirando fijamente las paredes. Aquel enclave era casi como un castigo. Se trataba de la instalación militar más cercana a las afueras del país, llegar era endiabladamente difícil y las tormentas de nieve, frecuentes. No en vano, durante la guerra llamaron al lugar La Prisión del Frío.

Pese a lo rimbombante del nombre, el aburrimiento allí era absoluto. Solía estar completamente solo hasta ver a su relevo. Por eso miraba ahora de forma diferente aquel tugurio. Era diferente; albergaba en su interior a un desconocido.

Pasaron unos veinte minutos hasta que se decidió a entrar. La rutinaria entrada también dejó de serlo; ahora alguien oía sus pasos. Se dio cuenta entonces de que echaba de menos esa rutina, se sentía incómodo. Alguien a quien aún no había visto estaba minando su intimidad.

La excitación inicial pasó al tedio, sentándose lejos de la celda, a esperar. Tal vez hasta pudiera dar una cabezada. Sólo tenía que aguardar hasta el amanecer y volvería a su plácida soledad. Pero recordó también que era la litera de la celda – normalmente inhabitada- la que usaba para dormir.

Maldita sea.

Y del tedio pasó a sentirse estúpido por evitar al prisionero. ¿Qué diablos? Aquella era su prisión y él era el carcelero, no tenía que estar evitando a nadie. Con decisión llevó la silla a la sala de la celda, puso a esta ruidosamente en el suelo a unos cuatro metros de los barrotes y se sentó de brazos cruzados mirando al frente.

La cara de autoridad que quería mantener se tornó en su mueca más estúpida.

El prisionero por el que tanto jaleo se había armado era una mujer esposada que, con gesto soñololiento y respirando aprisa por el susto se incorporaba en la cama. La había despertado él con la silla.

Estaría entrada la treintena, largo pelo moreno y rostro levemente sucio y demacrado, de visible cansancio. Tenía una cicatriz llamativa en el cuello, parecía antigua. Sin embargo, otras marcas como arañazos o pequeños moratones denotaban un reciente interrogatorio. Cirio sabía cómo eran. Todo ello unido al clásico traje naranja de presidiario que le quedaba como un saco, hacía imposible percibirla como una amenaza.

Entre su propia estupefacción y que dada la brusca entrada ella debía pensar que Cirio tendría algo que decir, se produjo un embarazoso silencio. Pudo recuperar algo de entereza mirándola a los ojos lo más impasiblemente que pudo, esperando a que apartase la mirada.

Esta es mi prisión.

– ¿Puedo seguir durmiendo? -preguntó ella al ver que no decía nada.

Hay respeto en su voz, se dijo Cirio a sí mismo con satisfacción. Empezaba a dejar las cosas claras. Pero la mirada de la prisionera esperando una respuesta le hizo revolverse en la silla. ¿Si podía seguir durmiendo? ¿Qué debía responder? Él nunca había tratado con prisioneros. A decir verdad nunca había mandado sobre nadie.

Si le digo que sí quedaré como un estúpido.

– No -replicó con cuanta hombría le fue posible-. Su…

¿Su? ¿Qué deferencia puede merecer un prisionero condenado a muerte?

– …tu descanso hasta la ejecución ha concluido, esas son mis órdenes.

– Oh… -se limitó a decir ella sentada en la cama, balanceando las piernas sin saber muy bien qué hacer entonces. Su rostro emanaba tristeza.

Joder, no me pongas esa cara…

Cirio se volvió a revolver incómodo. Añoraba más que nunca su rutinaria soledad en aquel lugar. Aquella mujer le iba a dar problemas, y él definitivamente carecía de madera de carcelero.

Sólo tienes que aguantar hasta mañana Cirio… por la mañana temprano se la llevarán… ya se está haciendo de noche, es cuestión de horas…

– ¿Y no me vas a dar nada que hacer? ¿No me vas a interrogar tú también?

Ya empezamos…

– Cuando tenga algo que decirte te lo diré, mientras tanto guarda silencio.

Ella se le quedó mirando para volver a hablar en un tono más cansado del que ya tenía.

– Es evidente que eres un guardia de poca monta que hasta hace poco no sabía a quién se iba a encontrar aquí, y se ve a la legua que no tienes ni puñetera idea de cómo tratar a un prisionero. Tus titubeos, tu veloz pestañeo, tu tamborileo de dedos en la pierna sumado a lo incómoda que te está pareciendo esa silla creo que lo dejan bastante claro. Así que, educadamente para no herir tu repentino orgullo, te pido que digas algo o me dejes volver a dormir. Pero no me hagas perder más el poco tiempo que me queda.

Cirio se quedó planchado en la silla sin saber qué decir. Intentando no exteriorizar su inquietud, terminó de apoyar la espalda en la silla, cruzándose de brazos.

Mira lo que hago con tu tiempo.

Ella bufó, negando con la cabeza y apartando la mirada. Pasaron un buen rato así, en silencio, tiempo durante el cual la prisionera mantuvo su semblante pensativo. Subió las piernas a la cama, quedándose sentada y rodeando sus rodillas con los brazos. Mientras, Cirio la escrutó intentando conseguir pistas sobre quién era y qué le había pasado. De su cara no sacó más que la certeza de su profunda tristeza, suponía que la normal en alguien que sabía que iba a morir. También vislumbró lo hermosa que debía ser en otras circunstancias.

– ¿Cual es tu nombre? -dijo ella finalmente sin mirarle.

– Eso es asunto mío.

– Oh vamos, deja de fingir un imaginario protocolo carcelario. Además, nadie nos oye. Me da igual que te lo inventes, sólo quiero un nombre por el que poder llamarte.

Se la quedó mirando unos instantes, frunciendo el ceño.

– Cirio -replicó al fin, abruptamente.

– Bien, ya es algo. A mí puedes llamarme Dorothy.

– ¿Te llamas Dorothy?

– No, pero lo considero apropiado. Y bien Cirio, ¿estarás aquí hasta que me lleven?

– No puedo hablar del trabajo, y creo que lo sabes. ¿Por qué me lo preguntas? -replicó enfadándose cada vez que ella hablaba.

– ¿Que por qué te lo pregunto? Vaya… -miró a sus manos, cabizbaja- En los últimos años he estado en varias situaciones como esta. Pude escapar, pero ahora… no va a haber fortunio de última hora, parece. Te he preguntado eso porque de ser cierto, eres la persona con la que mantendré la última conversación de mi vida. ¿Entiendes?

No se lo había planteado, pero su incomodidad permanecía.

– Hablar contigo sólo me puede traer problemas.

– El simple hecho de hacer guardia conmigo aquí te traerá problemas. Hablar no empeorará eso, y como dije nadie nos escucha.

– ¿Por qué dices que tendré problemas por hacer guardia contigo aquí?

– Muy pocos de los que han tenido contacto conmigo se mantendrán con vida.

– ¿Qué?

– A efectos de tus jefes no existo, ni quieren que nadie sepa que existo. Y parece que se lo toman muy en serio. He visto con mis propios ojos cómo mataban a un par. Y tú, Cirio… no te ofendas, pero pareces muy prescindible.

– Mientes… ¿Qué es esto? ¿Un estúpido juego psicológico?

Se levantó de la silla con tosquedad y salió rápidamente de la sala en la que estaba la celda, sin que ella dijera nada para retenerle. Fue a por el abrigo y salió afuera.

Estuvo más de media hora aguantando el frío, encolerizado. No quería complicaciones en el trabajo, y esa mujer estaba empezando a dárselas.

¿Cómo sé ahora si dice la verdad? ¿Me matarán? ¡Joder!

Se sentía manejado, y odiaba esa sensación. Había empezado a sentir lástima por Dorothy, y ella seguro la aprovecharía. Pero lo que más odiaba era saber que podía tener razón; que, después de todo, lo que dijo tenía algo de sentido.

Cuando el frío le convenció de volver a entrar, se mantuvo lejos de la celda, en la sala de entrada. Ella tuvo que oírlo, pero no dijo nada.

Pasó otra media hora allí sentado, intentando dormitar en la silla, sin éxito. Afortunadamente el tiempo seguía pasando, quedaban menos horas para que se la llevaran. Mientras continuara callada, todo sería más fácil.

Pero tan pronto lo pensó, oyó su voz. ¡Estaba cantando!

Sola en un mundo olvidado,

sola en un mundo cruel,

mucho has caminado,

más has lamentado,

tanto has vivido,

más has perdido.

Sola en el límite del mundo,

con la fría indiferencia

de un vigilante furibundo,

sola en mis últimas horas

que pasan igual de solas

sola en mis últimos suspiros,

para los que no habrá oídos…

Lo que me faltaba.

Supuso que no sería tan horrible después de todo hablar un rato con ella. Lo prefería a tenerla el resto de la noche cantando en ese plan. Con decisión volvió hacia la celda; Dorothy no reparó en él, seguía en la misma postura, con los brazos sujetando sus rodillas, en las cuales descansaba la cabeza. Miraba la pared de la celda, pensativa.

Tras sentarse, Cirio esperó un poco a que hablara ella, pero como seguía ignorándole tomó la palabra.

– ¿De qué te acusan?

Ella le dedicó una mirada poco amistosa.

– Tú deberías saberlo -dijo volviendo a mirar a la pared.

– Lo ignoro.

– De todas formas no lo entenderías.

¿Y ahora no quieres hablar?

Cirio volvió a lo que realmente le inquietaba.

– ¿Cuándo crees que vendrán a matarme?

– Supongo que cuando vuelvan a por mí -respondió Dorothy mirándolo con interés.

Aquel brusco cambio de atención le puso en guardia.

– Comprobaremos entonces si es cierto.

A ella le volvió a cambiar la cara, mirando nuevamente la pared. Dado que presumiblemente seguiría callada, Cirio sacó un libro de las estanterías que tenía detrás y se puso a leer. Esto llamó la atención de Dorothy.

– ¿Qué libros tenéis ahí?

– Novelas para pasar el rato -respondió él secamente, sin ganas de reanudar otra conversación que ella intentaría llevar a lo que le interesaba.

– ¿Me puedes dejar uno?

Cirio la miró alzando la ceja, gesto que la prisionera no pasó por alto.

– Vamos, no pretenderás que pase mis últimas horas mirando una pared.

Si así la tengo entretenida…

Sacó otro libro de la estantería y se acercó a dárselo.

Sólo el libro atravesó los barrotes, pero fue suficiente. En un rápido movimiento, Dorothy agarró su muñeca y tiró de él con mucha fuerza, haciéndole impactar contra los barrotes. Se movió en el suelo conmocionado por el impacto, perdiendo la conciencia.

Notó algo duro tras la cabeza cuando volvió en sí. Lentamente levantó un brazo para palpársela, y descubrió que, de hecho, tenía por almohada a un libro.

– Lo siento -escuchó.

Volver a oír esa voz le hizo entrar en situación. Abrió los ojos; estaba tumbado al lado de los barrotes. Se alejó instintivamente rodando por el suelo, incorporándose con dificultad. Al palparse la frente descubrió un buen chichón.

Ella estaba de pie, caminando con calma alrededor de la celda. Se detuvo al descubrir que Cirio la estaba mirando.

– Es obvio que tú no tienes las llaves -anunció en tono de disculpa, encogiéndose de hombros. Cirio aún la miraba con el ceño fruncido-. Tenía que intentarlo -añadió.

– ¿Pero quién eres? -es todo cuanto Cirio pudo decir.

– Lo último que esperabas encontrarte aquí, de eso estoy segura -respondió sonriendo con sorna.

Con una mano en la frente, Cirio alejó un metro más la silla y volvió a sentarse.

– Todo era una mentira para ver si te sacaba de aquí, hasta que lo has intentado tú misma -dijo al fin.

– Error, vendrán a matarte, eso no es una invención. No gano nada diciéndotelo ahora; ya me he disculpado. Nada tengo contra ti, si estuvieras de brazos cruzados mientras pasan tus últimas horas de vida, seguro que harías lo mismo.

– ¿Pero por qué estás aquí?

– No lo sé con seguridad -dijo acercando su rostro hacia los barrotes, agarrándolos para descansar los brazos-, deduzco que por aparecer en este lugar como no debía y desde donde no debía.

– No lo entiendo.

– Ni yo puedo hacer que lo entiendas. Lo lamento…

– ¿Cuánto rato estuve inconsciente? -interrumpió Cirio alterado al ver por la ventanilla que la noche empezaba a tornarse azul oscuro.

– Varias horas. Llegué a pensar que te habías dormido, murmurabas cosas sin sentido.

– Sí, entonces lo estuve. Hablo en sueños. Maldita sea…

– ¿Qué pasa?

– ¿Mantienes eso de que me van a matar?

– Sí.

– ¡Joder! ¿Qué voy a hacer?

– Yo que tú saldría corriendo.

– Si huyo, tendré que estar haciéndolo toda mi vida, acaso no me maten.

Dorothy sonrió de oreja a oreja.

– Bienvenido al club.

– Eso si dices la verdad, claro. Ella se encogió de hombros.

– Tú mismo.

– No se te ve muy estresada ante la inminencia de tu muerte.

– Ya me he dado cuenta en otras ocasiones de que no sirve de nada. Hasta aquí hemos llegado, lo tengo muy asumido. Tampoco creas que me apasiona la perspectiva de vivir aquí.

Cirio empezó a frotarse el pelo con nerviosismo, mirando por la ventana de la sala.

– ¿Si? Pues yo no tengo ni pizca de ganas de morir. Ni pizca. Pero tampoco quiero huir.

Dorothy le miraba fijamente.

– Me gustaría ayudarte, pero no puedo hacer nada.

– Ya veo, quedando bien hasta el final. Oh…

Distinguió a dos siluetas acercarse en el horizonte. Estaban armadas. El pulso se le disparó.

– Ya vienen, esperaba tener algo más de tiempo. Mierda…

– ¿Cuántos son?

– Dos, y armados.

– ¿Con qué?

– Rifles.

– Huye.

Cirio se quedó mirando a Dorothy.

– Pero…

– ¿Qué parte no has entendido? ¿Quieres vivir? ¡Pues corre!

Y lo hizo. Salió disparado hacia la puerta trasera de la nave, sin pararse siquiera a coger el abrigo -no así su rifle-, y se precipitó montaña abajo. Apenas llevaba un minuto recorrido cuando se encontró con algo desagradable.

El cadáver de Füller.

Tenía un disparo en la cabeza. Debía estar ahí desde la noche anterior, pero en la nieve la sangre parecía reciente. Lentamente el cielo empezó a tornarse anaranjado.

Piensa bien lo que vas a hacer… piénsalo…

Dorothy tenía razón después de todo. Le iban a matar, y ella, al fin y al cabo, intentó que él no acabara igual. Si huía, tendría difícil salida. No tardarían en extender su rostro por todo el país, viendo lo importante del asunto. Y por encima de todo no le gustaba huir de nadie; aquella noche floreció en él una dignidad y carácter que creía perdidos. Los muy cabrones mataron a Füller, y pensaban liquidarle a él también. El asunto de Dorothy tampoco parecía muy limpio. Él tenía un rifle en las manos y un destino ya marcado.

Qué diablos…

Subió a paso lento pero determinado lo que llevaba de descenso. Caminaba procurando hacer el menor ruido posible, sin perder de vista la nave fronteriza. Al acercarse, distinguió a los dos hombres sacando a Dorothy al exterior, estaba visiblemente encogida de frío. Uno iba al frente, tras él iba Dorothy y otro clavándole el rifle en la espalda, obligándola a continuar.

Cirio se tumbó en el suelo, decidido a rememorar sus prácticas de tiro. Primero el que la apuntaba por la espalda. Bang. El eco rebotó en todas partes, y la silueta que había tras Dorothy cayó con una mancha oscura en el cuello. El que iba delante se volvió sorprendido, para encontrarse con un codazo de Dorothy que le hizo caer.

Rápidamente ella se puso a palpar el cadáver que tenía tras de sí, sacando un arma. Una pistola. Al volverse descubrió que el tipo al que había derribado se incorporaba apuntándole con el rifle. No le dejó terminar, siendo el disparo menos estruendoso que el de Cirio, quien no salía de su asombro. Con habilidad logró volver la pistola lo suficiente como para disparar a la cadena que unía sus esposas, liberando sus brazos.

Dorothy miró alrededor, buscando a su anónimo ayudante. Cirio corrió hacia ella, quien sonrió al verle primero, y se volvió inesperadamente seria después.

– ¿Ocurre algo? -dijo Cirio en voz alta a escasos metros de ella.

La respuesta fue una pistola apuntándole a la cabeza.

¡Cirio, idiota! ¡Ingenuo, siempre te pasa lo mismo!

Un escalofrío le recorrió la espalda, sabiendo que había llegado su hora. Relajó sus músculos y tragó saliva.

– Defiéndete -dijo ella.

Él ladeó la cabeza, sin entender.

– ¿Qué?

– ¡Te estoy apuntando con una pistola! ¿Es que no vas a hacer nada? ¡Tienes un rifle en las manos idiota! ¿A qué esperas?

Confuso, alzó su rifle lentamente, pendiente de todos sus gestos, hasta apuntarla.

Esto no tiene ningún sentido.

– ¿Por qué?

Ella le apuntó con más vigor, parecía que le dispararía de un momento a otro.

– Si huyes te matarán, y si no tampoco vivirás. Yo sé lo que es vivir años con miedo, huyendo eternamente. Sé lo que es vivir sin tener un hogar en ninguna parte, sin poder acercarte a nadie. Saberlo hace que no pueda dejarte marchar así. A mí ya no me queda nada, este era mi último viaje y no quiero vivir aquí. Pero si me matas tendrás una oportunidad. Serás quien pudo con la prisionera que casi escapa y que mató a dos soldados de élite, ¿entiendes? No te quedaba otro remedio, te estaba apuntando con un arma…

Movió su pistola hacia un lado y disparó a la nieve, haciendo que Cirio casi apretara el gatillo. Volvió a dirigirla hacia su cabeza.

– ¡Vamos! -gritó ella enfurecida.

Así que era eso…

Entrecerrando los ojos, Cirio apuntó con precisión.

– Contaré hasta tres -dijo Dorothy amenazante, apretando con más fuerza la pistola.

Pero él no se movió.

– Uno…

A la mierda.

Dejó caer su rifle al suelo, reuniendo el valor necesario para volver a articular palabra.

– No.

Esto la enfureció aún más, disparando nuevamente al lado de su pie izquierdo.

– ¿Mataste a uno de los guardias y ahora te niegas a defenderte ante una prisionera? ¡Cobarde! -escupió.

Cirio se limitó a negar con la cabeza. Ella apuntó a su hombro y disparó de nuevo. La bala no llegó a impactar, pero le rozó la piel, provocándole una quemadura. Con gesto de dolor se puso el brazo en el hombro, apretando los dientes.

– ¿Es que eres imbécil? -gritaba ella ya a viva voz- ¿Qué carajo te ocurre? ¡Reacciona!

Frustrada, le tiró la pistola a la cabeza, que Cirio pudo esquivar. Ella se acercó y le dio una bofetada.

– ¡No puedes vivir huyendo! ¡No puedes! ¿Me estas escuchando? ¡Di algo, desgraciado! -le gritaba zarandeándole con ambas manos en su chaleco.

– Tendré que hacerlo -dijo Cirio al fin-. Tendré que intentarlo.

– No puedes… -decía Dorothy perdiendo el hilo de voz- No… -y cayó de rodillas en el suelo, llevándose ambas manos a la cara. El llanto, descarnado y estremecedor, duró varios minutos en los que Cirio tuvo la impresión de que expulsaba años de indescriptible soledad y miedo, de supervivencia sin concesiones.

Finalmente se agachó a su altura.

– Tú también tendrás que intentarlo -le dijo-. Vamos.

La incorporó, viendo que ella iba cediendo al frío, pues temblaba más. En silencio la llevó a una cueva acondicionada que sólo Füller y él conocían y que estaba a unos ciento cincuenta metros de la nave. Allí tendrían refugio durante al menos un día más, y calefacción mecánica.

Sentó a Dorothy en la única silla de la estancia, y él se apoyó en la pared, palpándose aún el hombro.

– Estás loco -dijo ella.

– Tal vez. Y mientras pierdo la cordura me gustaría saber cómo has llegado hasta aquí.

– Es una historia muy larga y complicada.

– Tenemos todo el tiempo del mundo -dijo él aumentando la calefacción-. Podrías empezar por tu verdadero nombre.

Ella le miró unos instantes aún seria, hasta que sonrió como nunca antes la había visto sonreír.