14. La mediadora

Oscuridad. Dolor. ¿Agua? Enea oía de vez en cuando un molesto chapoteo. Ese sonido era lo único que le impedía volver a la inconsciencia, y no tuvo más remedio esforzarse por volver en sí. Notaba sabor a sangre, la mandíbula dolorida y un terrible dolor de cabeza. Atada, estaba atada y sentada. Escupió, sin abrir aún los ojos.

– La prisionera vuelve en sí, ve avisando al arbitrador -dijo una voz grave.

La frase accionó mil y un mecanismos en su mente, forzándola a entrar en situación. Multiverso, Armantia, Gemini, Miguel, traición. Elevó los párpados como si colgaran de ellos sendos yunques; de algún sitio llegaba la luz diurna. Un hombre de mediana edad, vestido de la misma manera que los invasores y con abundantes patillas se apostaba a su lado. Descubrió que la luz provenía de una ventana con cristaleras azules, culpable de sus ojos entrecerrados; esta iluminaba una pequeña sala con un completo amueblado de mármol, dotado de estructuras rectilíneas y predominando un singular naranja oscuro.

– Creo que lamentarás haber despertado -añadió en tono despreocupado, mirándola, apoyado en su rifle.

– Qué… ¿Qué van a hacer conmigo?

El hombre abrió mucho los ojos, como si no creyera lo que acababa de oír. Acto seguido golpeó su otra mejilla con la culata de su arma, dando ella un pequeño grito por la sorpresa. Comprendió que sería mejor permanecer callada.

Volvió a escupir, evaluando sus posibilidades. Su silla era ligera, y una pata se movía. Sí, un giro adecuado y…

– Eh, tú… -le dijo al guardia.

Este la miró con furia, alzando el arma para golpearla de nuevo.

Ni hablar.

Se alzó levemente con la silla, y volviéndose con fuerza sobre sí misma, golpeó las piernas del guardia, que cayó al suelo gritando de dolor, con ambas manos en su rodilla. Con cuantas fuerzas pudo, repitió el movimiento en sentido contrario, estrellando la silla en la pared y haciéndola pedazos.

Torpemente le quitó al guardia su rifle, apuntándole, sintiendo el calor de la circulación descender nuevamente por sus brazos.

– Ni se te ocurra volver a gritar o moverte.

– ¿Qué ha sido eso? -dijo una mujer entrando. Debía andar sobre los cincuenta. Alta y delgada, pelo castaño a la altura de los hombros, facciones orientales. Se estaba colocando una túnica sobre su traje.

– La prisionera me ha hablado -dijo el hombre con desprecio-, se ha atrevido a violar el protocolo.

– Lógico Shad, no lo conoce -la extraña alzó levemente una mano tranquilizadora-. Abstente de hacer tonterías ahora que aún no has sido sentenciada ante el arbitrador…

– No te acerques.

Pero la mujer se aproximó muy lentamente, sin ninguna hostilidad.

– Soy Lilith -dijo con calma-, tu mediadora con el arbitrador… ¿Y esa ropa?

Enea continuaba con su hidrocamisón turquesa de enredaderas, ahora sucio y arrugado.

– No sigas o disparo. Mírame a los ojos, sabes que puedo hacerlo, no te hagas la negociadora conmigo…

– Eh, no voy a hacerte daño. Escucha, será mejor para todos que…

Ahí Lilith miró tras Enea de forma sospechosa. Temiendo que la sorprendieran por detrás, se volvió fugazmente. Fue suficiente. Un puntapié le levantó el arma de las manos, y cuando volvió la mirada de nuevo, el rifle ya le estaba apuntando a la nariz.

¡Qué rapidez!

Retrocedió lentamente dos pasos, alzando las manos y bajando la cabeza.

– Vaya con la armantina -dijo finalmente Lilith asombrada-. Shad, toma el arma, y ata sus manos de nuevo. Nos encontraremos con el arbitrador en breve.

– Como diga la mediadora -dijo este incorporándose con dificultad.

Para no recibir más golpes, Enea puso sus manos tras la cintura, sin decir nada. Shad las ató fuertemente, colocándole además una capucha negra que le impedía ver.

– Gracias Shad -oyó decir a Lilith-, creo que ya puedo encargarme yo.

– Pero ella podría…

– Gracias, Shad.

– Como diga la mediadora.

Sintió desasirse la mano de Shad de su brazo. Otra, por el contrario -supuso que la de Lilith-, se posó en su hombro.

– Vamos -dijo efectivamente Lilith.

Guiada por la presión de la mano su mano, Enea anduvo en un incómodo silencio que duró un par de eternos minutos, momento en que se detuvieron.

– ¿Vas a decirme ahora de dónde has sacado esa ropa, armantina? -dijo Lilith en voz más baja-.

– ¿Y vosotros… -resistió el impulso de volver a escupir- a llevarme a un juicio?

– Hmm… el arbitrador se encargará de aplicar nuestra ley según tus acciones. En esencia eso es.

– ¿Y qué va a ser de mí?

– Te ejecutaran como a todos los extranjeros que clandestinamente entran en Gemini -dijo en un tono nuevamente despreocupado.

– ¿Entonces de qué me sirve contarte la procedencia de esta ropa?

La mano firme de Lilith la volvió a impulsar adelante con brusquedad, síntoma de que no le sentó bien su respuesta.

Me van a matar, pensó Enea horrorizada mientras caminaba a ciegas. Me van a matar

Cuando los pasos sonaron con eco, Lilith retiró su capucha, y el pasmo de Enea hizo que el aire abandonara sus pulmones.

Se encontraba en una sala monumental cubierta de brillantísima madera, y abarrotada de gente en absoluto silencio. A su mente acudió algún antiguo salón de ópera, abovedado. En el otro extremo se erguía una hilera de personas que vestían túnicas moradas, con un hombre de avanzada edad y traje negro en el centro sobre un nimio taburete en actitud de espera.

– La armantina está aquí -dijo Lilith en voz alta, resonando en toda la sala.

El anciano de túnica oscura le hizo un gesto para que se aproximara, y Lilith la llevó del brazo hasta un taburete que se encontraba justo frente a él, de forma que podía ver a ambos, el tipo y el público. La que hasta entonces fue su guía se sentó a su derecha.

– Mirarás siempre a los ojos del arbitrador mientras dure el acto -le dijo su compañera, la mediadora, con tono solemne señalando al tipo de la túnica oscura. Enea obedeció, y cuando miró al anciano se encontró con unos grandes ojos de mirada aviesa que la escrutaban.

Dios mío, pensó, un polígrafo de carne y hueso.

– Gemini quiere saber -comenzó Lilith- cómo has llegado hasta aquí.

– En una de vuestras embarcaciones -respondió Enea aguantando la tentación de mirar a su interrogadora.

– Gemini quiere conocer el propósito de tu llegada.

– Detener las hostilidades de Gemini con Armantia, aparte de destapar al menos a un par de miembros de La Red de la Humanidad que están infiltrados entre vosotros y que originaron la invasión.

La fila de personas con túnicas moradas se puso a cuchichear. Quería ver la cara de Lilith, pues ella le preguntó sobre su ropa, y tuvo la vaga esperanza de que conociera parte del asunto, o le sonara la RH. De que no fuera una gemineana más.

Era lo único que le quedaba, pero aún tenía miedo de desviar la mirada del arbitrador.

– Gemini quiere saber si tienes pruebas de tales afirmaciones.

La mirada del arbitrador era tan penetrante que casi anulaba el deseo de parpadear.

– Un individuo llamado Miguel Hamilton me dejó inconsciente para deshacerse de mí. Ignoro si corrió la misma suerte.

Uno de los morados se dirigió en dirección a Lilith, y, por el sonido, supuso que le estaba susurrando algo al oído. Esta volvió a tomar la palabra.

– Gemini no tiene constancia de ello. Gemini tampoco ha recibido nada que sustente tus afirmaciones. Así pues, Gemini te ejecutará al alba, aplicando su ley. ¿Algo más que decir?

Ya está, no tengo nada que perder, pensó consiguiendo el valor necesario. Volvió su cabeza hacia Lilith, mirándola directamente a los ojos.

– Gemini no conoce el multiverso -dijo en un tono que recogía varios registros; rabia, desesperación, súplica…

El público se perturbó visiblemente, y el arbitrador enfureció.

– ¡Cómo te atreves a mirar al mediador sucia extranjera! – gritó.

Pero ella se quedó permanentemente con la mirada fija en Lilith, quien miraba atónita a Enea y al arbitrador.

– ¡Encerradla! -gritó el anciano-, tendrá en qué pensar mientras espera su hora.

Oyó un torrente de pasos mientras continuaba mirando a la mediadora. Así permaneció incluso cuando los tipos de túnica morada la intentaban despegar a golpes de su taburete al que se agarró con las piernas fuertemente, mientras su mirada continuaba taladrando a una horrorizada Lilith.

Uno de los golpes la tiró al suelo. Entre varios la sujetaron por los brazos, y la fueron arrastrando a lo largo de la sala para sacarla de allí. Entonces Enea tuvo un acceso de pánico, y empezó a gritar. En respuesta la volvieron a golpear, en las costillas. Intentó zafarse con más violencia, y la respuesta no fue menos dura.

Para cuando llegó a su celda recibió una paliza. La dejaron tirada en el suelo, y el calabozo, que era de piedra y cuya única salida era la pesada puerta de metal de movimiento lateral por la que entró, poseía una única abertura para el aire por la que llegaba algo de luz parpadeante y amarillenta. Estaba totalmente vacía.

Debido a los dolores que sentía por todo el cuerpo se enroscó en posición fetal. Desde que los Boris la sacaron de Armantia actuó con una cierta indiferencia hacia su propio destino e incluso en la sala no pensó demasiado en la confirmación de su ejecución. Pero aquello era demasiado, y todas sus barreras psicológicas se derrumbaron como un castillo de naipes.

Sus ojos se llenaron de lágrimas pese a apenas pudo sollozar debido a los pinchazos que sentía en las costillas al contraer el abdomen, a lo que no ayudaba que rodara sobre un infame suelo empedrado que hundía sus machacados omóplatos. Las sensaciones de desolación y miseria vaciaron de su cabeza cualquier esperanza, cualquier atisbo de actitud racional al que poder aferrarse. Volvió a escupir sangre y dejó posar su cabeza al fin en el suelo, intentando no pensar en nada.

No calculó el tiempo que estuvo en esa situación hasta que la puerta se volvió a abrir. Tal vez horas. Entre dolores y quejidos, se arrinconó instintivamente en la pared, sentada. La visión de un hombre de túnica morada y capucha echada entrando y cerrando la puerta, hizo que se cubriera rápidamente la cabeza, temblando.

– No he venido a pegarte -dijo una voz que reconoció al instante-. Si hubieras obedecido y te hubieras quedado mirando al arbitrador nada de esto te habría pasado. Oh, hablando de fallos, aquí nadie me conoce como Miguel Hamilton, como supondrás.

Ella le miró con incredulidad.

– ¿Me vas a ejecutar tú? -se limitó a decir.

– ¿Por qué, te gustaría? -dijo él pretendiendo ser conciliadoramente gracioso.

– Vete a la mierda, Miguel.

Este se apoyó en la pared del extremo opuesto al que estaba Enea, aún de pie.

– Para tu ejecución aún quedan varias horas. No, no he venido para eso. Pero he venido por eso. Como sabes vas a morir a manos de los gemineanos. En ese aspecto, he cumplido mi misión.

«No te preguntes cómo es posible o porqué lo hago. No estoy haciendo nada que no hiciera cuando estaba en el servicio secreto. Encontrar y ocuparme del asunto como proceda. Es una cuestión de bandos, chica. Mi otro yo hizo un trabajo parecido para los Boris… la línea es difusa. Si te sirve de consuelo, Marla, el grupo de los Boris no es mejor que la RH; esto no va de buenos y malos.

Más allá de eso sólo puedo decirte que, pese a que tú morirás, tu compañera vivirá. La RH ha desistido por algún motivo que ignoro de su intento de usar vuestra resistencia a los viajes multiespectro. No habrá ejércitos de vosotras arrasando este planeta.»

Hizo una pausa, mirándola en la débil penumbra anaranjada que se colaba por la abertura superior de la celda.

– Hace ya mucho rato qué se que voy a morir, hijo de puta. ¿Has venido a recordármelo? Tú estabas allí cuando me hicieron esto, te quedaste viéndolo todo…

– No debiste mirar a la mediadora -repitió Miguel sin prestar atención a su tono hostil-. Pero a lo que voy es a tu ejecución. Me han contado con suficiente detalle cómo será. Las tres horas de la justicia, la llaman. Eso debería hacerte saber porqué no voy a entrar en detalles.

«Mi misión se ha cumplido, Marla. Morirás aquí. Sin embargo nadie ha especificado cómo tienes que morir, así que esto lo hago extraoficialmente. Toma»

Le lanzó algo pequeño a sus pies. Ella miró con recelo un trozo de plástico, que recogió entre dolores: una pequeña pastilla blanca envasada.

Miró a Miguel, sin decir nada.

– Tú decides -dijo este-. Las tres horas de la justicia o una rápida muerte en plena inconsciencia.

El lento y molesto chirriar del portón metálico volvió a molestarla, hasta que se cerró nuevamente. Estaba sola.

Aún con la pastilla en la mano, se arrastró de vuelta a la esquina de la celda, y con los brazos sobre las rodillas, la contempló largamente.

Pensando. Reflexionando. Considerando.