5. El ocaso del apocalipsis

Enea no dejaba de caminar de aquí para allá por fuera del castillo hervinés, preparando la última defensa. Los demás la notaron nerviosa, pero no sabían que se debía a la última comunicación que tuvo con Marla, claro estaba, dado que ella se hacía pasar por la Marla Enea que ellos mismos nombraron gobernadora.

Una extraña y sombría desazón la consumía, había oído claramente por la radio de su IA cómo los invasores alcanzaron a Marla y Olaf, momento en que se vio obligada a cortar la comunicación entre lágrimas cuando oyó los alaridos del general y los llantos de ella tras los disparos. Intentó contactar de nuevo más tarde pero no hubo respuesta.

Dios mío, están muertos…

Pero lo peor era tener que tragarse esas lágrimas para mantener la moral de un pueblo que, aunque no era el suyo sí era ya todo lo que le quedaba, y al que no podría defender de la invasión que se avecinaba.

Revisaba agitada algunas de las anotaciones de Lynn, quien previó una invasión desde otros reinos y diseñó con su antiguo consejero Courtland varias defensas según el tipo de ataque, valorando las mejores zonas, las mejores grutas, los mejores puntos.

Pero seguro que ella no contó con que los atacantes tuvieran rifles.

Uno de sus oficiales, Byron, se acercó.

– Refugiados desde Dulice, señora, vamos a tener serios problemas en sostenerlos a todos.

– ¿Ya van por Dulice? No me lo puedo creer… ¡Los tenemos al lado! ¿Y sus soldados? ¡Necesitamos apoyo militar!

Byron negó con la cabeza, con gesto sombrío.

– Se quedaron defendiendo a sus Reyes.

Pero su rostro daba otro matiz a la frase. Ya habrán caído todos, Raimundo y Carina incluidos. Como cayeron los turinenses y los debranos. Y el ejército hervinés, mucho inferior que aquellos en número y prácticamente una milicia, era lo que quedaba como último bastión de Armantia.

Fue en ese momento cuando Enea comenzó a tener la certeza.

– Nos van a exterminar a todos…

– ¿Cómo dice mi señora?

– Ordena que aseguren a los dulicenses en la zona sur, cerca del río. Se necesitará menos gente para paliar su sed.

– Sí, mi señora.

Calculó que como pronto al día siguiente llegarían los invasores.

Para su sorpresa, la última persona que esperaba ver llegó junto a varios soldados. Keith Taylor.

– Te dije que no quería volver a verte, Keith -dijo Enea secamente-, no me hagas llamar a los guardias…

Pilló a Keith con otra mujer un par de meses atrás. El daño fue tal que, de no ser por el apoyo moral de Marla en los momentos decisivos, aún seguiría encerrada en sus aposentos.

– No vengo por ti -cortó Keith sin sentirse aludido por las amenazas-, traigo a alguien.

Dos hombres más entraron llevando con notable cuidado el cuerpo de Olaf Bersi.

¡Vive!

– Le han alcanzado en el hombro, vamos a dejar que descanse dentro -dijo Keith refiriéndose al castillo, pidiendo aprobación con los ojos.

La mirada de ambos evidenció las profundas diferencias emocionales de ambos, a raya por una amistad común.

– ¿Y… ella?

Negó con la cabeza.

– No la encontramos.

Aquello sonaba peor que haber dicho que estaba muerta.

Dejaron al general en una cama, con los ojos entrecerrados y la mirada perdida. Los soldados se retiraron dejando a Keith y ella, quien se recostó para ver de cerca al general.

– Olaf… ¿Puedes oírme?

El general parpadeó fuertemente y la miró a los ojos. Estaba levemente pálido. Alargó su mano y acarició la cara de Enea.

– Pensaba… que te… que habías…

A Enea le dio un vuelco al corazón cuando se dio cuenta de lo que estaba pasando.

– Olaf, espera… yo no…

Pero no supo si decirle que no era su Marla… No quería ver su cara al oír que no la encontraron. Y si él no sobrevivía… ¿No era mejor que no lo supiera? Lanzó una elocuente mirada a Keith, que asintió con gesto fúnebre, captando inmediatamente la idea. Con suavidad tomó la mano del general, posándola en la cama.

– Descansa -dijo sonriendo débilmente mientras apoyaba la suya en su frente, para tener una mejor idea de su temperatura. Él cerró los ojos.

Levantándose, Enea habló en voz baja con Keith.

– Todos los médicos están ocupados… y hay que cuidarle esa herida.

– Yo me encargo -dijo él-, por lo que parece no le ha afectado más que al hombro, lo dificultoso será extraer todos los fragmentos que se le han incrustado. Más allá de eso, creo que bastará con lavar la herida y evitar que se infecte, el derrame parece contenido.

Se preguntó entonces en dónde diablos estaría Marla. Estaban juntos en el momento en que la hirieron, tal vez tuviera fuerzas para alejarse un poco antes de que la alcanzaran.

A la puerta llegaron los ecos de un sonoro alboroto. Los invasores ya estaban allí, y ella corrió a lo alto del castillo para tener una mejor visión de la situación.

Una primera fila cayó por entero en una de las trampas preparadas para la ocasión, lo que les obligó a dividirse.

Parecían tener clara la dirección: el castillo, lo que puso aún más nerviosa a Enea. Desde lo alto del mismo apareció una pequeña batería de flechas, que hicieron mella en otro grupo.

No puede ser tan fácil. Aún no se produjo ni un disparo. Continuaron acercándose al castillo, cuando apareció el primer grupo de hervineses, gritando, desde la foresta colindante; a ojos de los invasores salieron de la nada, pero con una rapidez inusitada, hincaron el suelo con la rodilla, apuntaron y los derribaron a todos.

Enea no pudo sino llevarse la mano a la boca.

Se aproximaron al bajo del castillo, y les cayó otra descarga de flechas que abatió a la mayoría de invasores. De los alrededores salieron otros hervineses, pero los enemigos que quedaron derribaron a casi todos. De los guardias supervivientes, unos huyeron dando alaridos, otros, al ver a los invasores apurados recargando sus rifles, se les abalanzaron.

No quedó ningún enemigo entonces. Los que quedaron se pusieron a gritar de júbilo, mientras Enea les advertía desde lo alto del castillo que no lo hicieran. La razón tardó poco en materializarse: una marea de ellos se avecinaba a lo lejos, y los primeros disparos impactaron en unos hervineses que celebraban una victoria imaginaria. Los demás, de nuevo, huyeron despavoridos.

Cuando los proyectiles comenzaron a impactar contra los refuerzos de piedra por los que miraba, Enea tuvo que agacharse. Uno de los arqueros que permanecían arriba recibió un disparo que le desfiguró la cara, y tras caer redondo al suelo sus compañeros se apresuraron a esconderse en el interior, dejándola sola.

Enea se levantó de nuevo para mirar más cuidadosamente. Los invasores avanzaban impasibles hacia el castillo, y nadie

quedaba ya para detenerlos.

Y así acaba todo…

Cuando las lágrimas se hicieron nuevamente con su rostro, se dio una bofetada.

– Tu pellejo no lo tendrán gratis -se dijo a sí misma.

Descendió tan veloz como le fue posible al portal del castillo, y, a través del césped, avanzó hasta alcanzar los cadáveres de los invasores que más lejos llegaron en el primer ataque. De debajo de uno de ellos al que dejaron hendida una daga en la garganta, rescató un mosquete, apuntó a la ya no tan lejana muchedumbre, y disparó.

El retroceso estuvo cerca de dislocarle el hombro, lo que no le impidió ver cómo caía uno de ellos. Sin embargo los demás no se inmutaban. Apuntó nuevamente, sujetando el rifle con más fuerza, pero no disparó.

Mierda.

Necesitaba recargarlo, y no tenía ni idea de cómo hacerlo, así que buscó otro y repitió sin éxito, pues nuevamente debía reponer. Ya a cincuenta metros, seguía sin recibir respuesta.

¿Por qué no me disparan?

Fue entonces cuando tres personas, igualmente armadas, se abrieron paso entre los invasores, dirigiéndose hacia ella con paso más premuroso. Uno de ellos posiblemente fuera el jefe, quien la miraba impasible, los dos que estaban a su lado la apuntaban.

De la nada surgió un estallido que sorprendió a todos, tirando a Enea en la hierba. Los soldados se cubrieron los ojos ante el destello, y el sonido de un trueno retumbó en sus oídos.

A su lado, un hombre que se agachaba para cubrirla apareció de la nada, y al verle los soldados se arrodillaron para disparar, no supo aún a quién. Mas antes de cualquier disparo su conciencia se esfumó, no sin antes reconocer al aparecido:

Boris Ourumov.